Shokunin (Flash Relatos)

David B. Gil

Fragmento

cap-1

Sabae, provincia de Echizen

Año 3 de la Era Keicho (1598)

El barrio del placer de Sabae era un sudario de miserias y bajas pasiones tendido a orillas del río Hino. Una extensión de apenas medio ri[1] en la que proliferaban cientos de hospederías, prostíbulos y casas de té que crecían como hongos ponzoñosos entre los callejones. Quizás pareciera un lugar impropio del maestro Ekei Inafune, médico de cámara del clan Shimizu, pero suscitaba su interés como ningún otro rincón del feudo. Médico errante en sus años de aprendizaje, el encorsetado protocolo de la corte del daimio lo hastiaba hasta el punto de hacerle añorar otras épocas más inciertas de su vida.

Esa noche, sin embargo, su visita al barrio rojo respondía a motivos que nada tenían que ver con sus paseos nocturnos. Un doshin[2] de bajo rango había acudido a su consulta poco después de la puesta de sol: la guardia local necesitaba que examinara un cadáver hallado en un burdel, en circunstancias difíciles de esclarecer, según le explicaron. No era aquella la primera ocasión en que los agentes de justicia recurrían a él, y el médico solía atender sus requerimientos con interés, agradecido de cualquier distracción que lo aliviara de la rutina del castillo. Aunque, a decir verdad, nunca antes se le había convocado con tanta premura.

Así que ahora avanzaba entre el gentío, con el joven agente abriéndole paso a empellones e improperios. Y tras Ekei Inafune, la señora Tsukumo, su ayudante y farmacéutica: una anciana de carácter enérgico, dotada de una capacidad de observación y unos conocimientos botánicos que el médico valoraba en grado sumo. Solía asistirle cuando debía pasar consulta fuera de la residencia del daimio, y esa noche no había sido una excepción.

—El burdel se halla cerca del puente de Shiraoka —explicó el doshin cuando alcanzaron la avenida paralela al río—. Estamos cerca.

En la margen oeste del río se concentraban las casas de peor reputación, algo que el viajero despistado averiguaba al aproximarse a cualquier de los tres puentes que cruzaban el Hino, pues contra las balaustradas se apoyaban prostitutas de aspecto famélico y rostros embadurnados en polvo de arroz, en un vano intento de disimular las marcas de la viruela y otras enfermedades. Solían acosar al visitante con caricias y zalamerías, tratando de arrastrarlo hacia algún lugar apartado. Aquella noche, sin embargo, las que flanqueaban el puente de Shiraoka mantuvieron la compostura a la vista del agente de justicia, limitándose a observar en silencio la peculiar compaña.

La casa que buscaban no se encontraba muy lejos del canal, y era la única rodeada por un muro de madera, lo que a primera vista la dotaba de cierta prestancia, pese a que los tablones se hallaran torcidos e hinchados por la humedad. Estos vedaban un jardín descuidado y de escasos secretos, pero que, de algún modo, confería al conjunto el encanto olvidado de épocas mejores. El maestro Inafune no pudo evitar la idea de que aquella casa era fiel reflejo de las flores que guardaba.

El guardia que custodiaba la puerta los saludó con vehemencia y les indicó con gesto marcial el camino que debían seguir. Cruzaron el jardín en dirección a una de las terrazas. Allí los aguardaba, de rodillas sobre la tarima de madera, la encargada del local. La mujer, de edad similar a Tsukumo, los saludó tocando el suelo con la frente y les rogó que la acompañaran.

Se adentraron por pasillos de madera desvaída, opacada por el tiempo y las pisadas, hasta un corredor que se asomaba a una infinidad de pequeñas estancias veladas por paneles deslizantes, todas a oscuras y en silencio. Solo una permanecía iluminada y abierta de par en par. Al asomarse a aquella sala, pudieron contemplar por fin el motivo que los había traído hasta allí: aparatoso en ese espacio tan reducido, el cadáver yacía de costado y con las piernas desnudas. Un hombre de aspecto grave permanecía de pie junto al cuerpo, observándolo mientras se pellizcaba la barbilla con gesto ausente; vestía el hakama y el casco que lo identificaban como oficial de justicia, y no era la primera vez que Ekei se cruzaba con él: se trataba de Nagamasa Sogo, un investigador inflexible y obstinado, aunque no exento de cierta astucia. Al fondo de la sala, encogida contra un rincón, una muchacha que no podría tener ni veinte años se cubría el cuerpo y la cabeza con una colcha. Probablemente fuera la prostituta que dio con el cadáver, o la que se encontraba con el desgraciado en el momento de morir.

—Le agradezco que haya atendido nuestra llamada, maese Inafune —lo saludó el oficial, que dirigió una segunda reverencia a la señora Tsukumo—. Temo que podamos encontrarnos ante algún tipo de epidemia.

—¿Epidemia? —repitió Ekei, al tiempo que se arrodillaba junto al cuerpo—. Una conclusión un tanto alarmista, ¿no le parece, oficial? Sobre todo para alguien que nada sabe de medicina.

El médico apoyó los dedos bajo el mentón para asegurarse de que, efectivamente, aquel hombre no tenía pulso. Aún conservaba algo de calor, había muerto no hacía mucho. A simple vista, todo hacía pensar que el corazón se le había detenido, acaso por el esfuerzo.

—¿Por qué habla de una epidemia, oficial Sogo? —preguntó la señora Tsukumo desde el umbral—. Este hombre no parece haber padecido enfermedad alguna, se diría que la muerte le sobrevino de forma súbita.

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