Querido amigo, ahora en estas horas polvorientas sin reloj de la ciudad en que las calles quedan negras y humeantes al paso de los camiones de riego y ahora que los borrachos y los sin techo se han atrincherado en callejones o solares abandonados y que los gatos van flacos y tiesos de hombros por los ámbitos sombríos, ahora en estos corredores hollinientos de adoquín o ladrillo donde las sombras del tendido eléctrico convierten puertas de sótano en un arpa gótica, ni un alma caminará excepto tú.
Viejos muros de piedra que la intemperie no ha desaplomado, huesos fósiles alojados en sus estrías, escarabajos calizos aplastados en el lecho de lo que fue un mar interior. Oscuros árboles entecos más allá de ese enrejado donde los muertos tienen su propia y reducida metrópoli. Extraña arquitectura de mármol, estelas y obeliscos y cruces y pequeñas losas erosionadas por la lluvia donde los nombres se van borrando con los años. Tierra rica en muestras del oficio de fabricar ataúdes, huesos polvorientos y seda podrida, el sudario manchado de carroña. Bajo la luz azulada del alumbrado, las vías del tranvía corren hacia lo oscuro, curvadas como espolones de gallo en el crepúsculo de similor. El acero rezuma el calor de la jornada, uno lo nota a través de la suela de los zapatos. Más allá de estas paredes acanaladas de almacén siguiendo arenosas callejuelas donde automóviles reventados reposan mohínos en sus pedestales de hormigón de escoria. A través de madrigueras de zumaque y hierba carmín y madreselva marchita que dan a los terraplenes de arcilla estriada del ferrocarril. Cepas grises que miran a la izquierda en este hemisferio norte, lo que las tuerce moldea también la concha de la caracola. Malas hierbas brotan del hormigón y el ladrillo. Una pala mecánica erguida en solitario abandono contra el cielo nocturno. Cruza aquí. Junto a eclisas y carriles de cruzamiento donde unas locomotoras tosen como leones en la oscuridad del apartadero. Hacia una ciudad más oscura, pasando junto a faroles cegados a pedradas, torcidas cabañas que humean y perros de porcelana y neumáticos pintados donde crecen flores sucias. A través de empedrados corroídos por la ruina, el lento cataclismo del descuido, los cables que se comban de poste a poste entre las constelaciones engalanadas de cordel de cometa, de bolas hechas con botellas trabadas o de juguetes para niños pequeños. Campamento de los condenados. Barrios donde quizá acechan purulentos leprosos sin campanilla. Una luna de latón ha salido sobre el calor y el inverosímil perfil de la ciudad y las nubes pasan por delante como tinta aguada. Los edificios estampados contra la noche forman una muralla frente a un mundo más lejano y abandonado, viejas metas olvidadas. Campesinos venidos de muy lejos con la tierra pegada a sus zapatos para sentarse mudos en la plaza del mercado. Esta ciudad construida fuera de todo paradigma conocido, arquitectura mestiza, relectura de las obras del hombre en un sucinto croquis de desorden aberrante y demencia. Un carnaval de formas erigidas sobre el valle que ha chupado la savia de la tierra en muchos kilómetros a la redonda.
Muros de fábricas de viejo ladrillo oscuro, rieles de una línea de derivación asfixiada de maleza, un flujo de inmundas aguas azules en cuya corriente se mecen negros filamentos de escoria innombrable. Chapas de hojalata y no solo cristal en los marcos oxidados de ventanas. Hay un rictus en forma de luna en el globo de la farola allí donde una piedra ha golpeado y de esa abertura va cayendo una fina lluvia de esas mismas formas, socarradas y exánimes, entre la espiral constante de insectos en ascenso.
En la desembocadura del arroyo los campos descienden hacia el río, el barro forma un delta y se desprende de su abundante aluvión de huesos y desechos horrendos, un pecio de madera de embalaje y condones y mondaduras. Viejas latas de conserva y desvencijados artefactos domésticos surgen del marasmo fecal de los bajíos como mojones en el valle sin caminos de la demencia precoz. Un mundo desprovisto de toda fantasía, malévolo y tangible y disociado, las bombillas fundidas como pólipos rapados, semitranslúcidas y de una palidez de calavera bamboleándose ciegas y ojos de aceite espectrales y aquí y allá las pestilentes formas varadas de humanos fetales hinchados como pajaritos de ojos de luna y azulados o de un gris añejo. Más allá, en lo oscuro, el río corre pesado y haragán hacia mares meridionales, alejándose de los maizales arrasados por la lluvia y de los cultivos míseros y de los jardines margosos de los aparceros del norte, arañando el cauce como polvo de huesos, pletórico de pasado, sueños disipados de alguna manera en el agua, pero nada perdido. Las casas flotantes se mecen en sus guindalezas. La marea muerta que bordea las márgenes flota acostillada y lustrosa como el lomo cavernoso de algún animal inmensamente hundido y más allá la campiña se extiende hacia el sur y las montañas. Donde cazadores y leñadores solían dormir con las botas puestas a la luz mortecina de sus millares de lumbres y hacían su camino, viejos antepasados teutónicos de ojos incandescentes por la luz visionaria de una rapacidad masiva, oleada tras oleada de violentos y perturbados, provistos sus cerebros de análogos sin rastro de todo lo que fue, arios enjutos con su abrogado cancionero semítico representando de nuevo los dramas y parábolas contenidos en él, descuidados y pálidos con una nostalgia que nada salvo el total restablecimiento de la oscuridad podría apaciguar.
Henos aquí en un mundo dentro del mundo. En estas regiones foráneas, estos hostiles sumideros y páramos intersticiales que los justos ven desde el vagón o el coche, otra vida sueña. Deformes o negros o perturbados, fugitivos de todo orden, extranjeros en cualquier país.
La noche está en calma. Como un campo antes de la batalla. La ciudad acosada por una cosa desconocida: ¿vendrá del bosque o del mar? Los centinelas han amurallado el recinto, las puertas están cerradas, pero ved, la cosa está dentro, ¿adivináis su forma? ¿Cuál es su escondite o cuál el relieve de su cara? ¿Es una tejedora quizá, lanzadera sangrante a través de un túnel del tiempo, una urdidora de almas en la trama del mundo? ¿O una cazadora con sus perros, o tiran caballos famélicos de su coche fúnebre por las calles y ella va anunciando a cada cual su oficio? Querido amigo, es preferible no recrearse en ella pues así precisamente es como se le invita a entrar.
Lo demás es tan solo silencio. Ha empezado a llover. Llovizna de verano, se la ve caer sesgada a la luz de las farolas. El río yace en un grial de quietud. Desde el puente el mundo se ve como una ofrenda de simplicidad. Curioso, ya no. Allá abajo, en criptas de luz caída, un gato se deja ver de piedra en piedra sobre adoquines de un negro líquido y zurcido en veloces antípodas sobre la calle oscura de lluvia para desvanecerse gato y contragato en las obras agrietadas de más allá. Pálidos relámpagos estivales río abajo. Un telón se levanta sobre el mundo occidental. Una fina lluvia de hollín, escarabajos muertos, pequeños huesos anónimos. La concurrencia está envuelta en una telaraña de polvo. En los alvéolos vaciados del cráneo del interlocutor duerme una araña y los despojos del bufón se balancean a merced de las moscas, péndulo óseo en traje de payaso. Seres de cuatro patas van y vienen sobre las tablas. Las formas más primitivas sobreviven.
Mirando hacia el agua donde el sol de la mañana moldeaba ruedas de luz, diademas en abanico donde quedaban atrapados cada ramita, cada grano de sedimento, largas escamas y briznas de luz en el agua polvorienta deslizándose como luces estroboscópicas donde se retorcían y filtraban átomos. Una mano cuelga sobre la falca y el hombre está tumbado de través en el bote, arrancando repetidos hoyuelos a la superficie del agua con la puntera de una zapatilla de deporte mientras la embarcación se mece suavemente, pasando a la deriva bajo el puente y frente a los puntales manchados de fango. Bajo la alta arcada fresca y los oscuros recovecos del armazón donde zurean palomas y sus aleteos resuenan en remedo de aplausos. Atento a esas bóvedas catedralicias de nudos de madera fósiles y de clavos pseudomórficos en el hormigón gris, siguiendo la corriente, la sombra sesgada del puente proyectada a lo ancho del río con esa ilusión de celeridad propia de los antiguos pilotos de competición congelados en placas fotográficas, las ruedas elípticas por la velocidad. Estas sombras toman forma en el bote, se adaptan a su figura yacente y pasan de largo.
Con la barbilla apoyada en el pliegue del brazo observaba indolente los fenómenos de superficie, una charca de aguas residuales dotada de movimiento propio, grumos grises de innombrables detritus y condones amarillos emergiendo de las tinieblas en lentas evoluciones cual trematodos o tenias gigantes. La cara del observador corría junto a la embarcación, un semblante sepia haciendo guiños en el verdín, ojos extraviados y mueca fofa. Una vira se arrollaba perezosamente a la superficie del río como si algo invisible se hubiera agitado en las profundidades y pequeñas burbujas de gas hacían erupción en espectros oleosos.
Debajo del puente se incorporó, agarró los remos y empezó a bogar hacia la orilla sur. Una vez allí hizo virar el bote, reculando hacia una pequeña salceda, y yendo a popa tiró de una soga gruesa que se metía en el agua desde un tubo metálico clavado en el barro de la ribera. Hizo pasar aquella por un tolete fijado al espejo de popa. Zarpó de nuevo, remando despacio, la soga entrando mojada y lisa por el tolete para hundirse de nuevo en el río. Como a diez metros de la orilla apareció la primera pernada, el hombre alargó la mano y la desechó. Siguió adelante, el bote en diagonal respecto a la corriente, los anzuelos entrando uno detrás de otro por el tolete con sus blanqueados trocitos de carne desmenuzada. Cuando notó el peso del primer pez izó los remos que chorreaban y agarró el sedal y lo cobró a mano. Una carpa grande surgió del agua, flanco duro y basto color de bronce y lustroso. Se afianzó con una rodilla y la izó a la barca y cortó el sedal y puso un anzuelo nuevo con un pedazo de carnada y lo arrojó por la borda y siguió adelante mientras la carpa se debatía sobre las tablas del piso.
Se encontraba en la otra orilla cuando hubo terminado de revisar el palangre. Cambió el cebo al último de los ramales y dejó ir la soga, viéndola hundirse en el agua fangosa entre un nimbo de motas de sol, una corona irregular a través de la cual llameó brevemente el último pedazo pálido de carne rancia. Después de acorullar los remos se acomodó de nuevo sobre los bancos para tomar el sol. El bote oscilaba suavemente a la deriva. Se desabrochó la camisa hasta la cintura y se cubrió los ojos con el antebrazo. El río hablaba quedo debajo de él, río viejo de cara arrugada. Bajo la superficie en movimiento morteros y cureñas, muñones petrificados que se oxidaban en el fango, gabarras podridas de una consistencia mucilaginosa. Esturiones fabulosos con sus córneos cuerpos pentagonales, carpas y siluros de reflejos cobrizos y vientre pálido y libre de psilosis, un cieno espeso lleno de cristales rotos, de huesos y latas oxidadas y fragmentos de loza trenados de rajas negras de fango. Al otro lado del río los riscos de caliza se levantaban grises y vagamente afacetados, adornados de hierba que formaba delgadas fallas verdes transversales. Allá donde se cernían sobre el río daban una sombra fresca y la superficie lisa y oscura reflejó cual pequeña estrella blanca la forma de un chorlito que flotaba en las corrientes ascendentes a escasa distancia del risco. Bajo el banco de la barca un siluro nadaba en seco e intransigente, su cara chata pegada al mamparo.
Al pasar por la desembocadura del arroyo levantó una mano y la agitó lentamente. Las viejas negras floreadas y encasquetadas se volvieron como un jardín batido por el viento con sus bastones subiendo y bajando y sus brazos alzándose oscuros y al azar y su chillona y bárbara indumentaria ondeando al viento. Detrás, la forma de la ciudad tenía un aspecto mellado, tenso, martilleada de oscuridad y humeante contra un cielo de porcelana. La orilla pringosa se extendía irregular y reluciente bajo el calor y ningún sonido enturbiaba el solitario mediodía de verano.
Bajo el puente de caballete del ferrocarril se dispuso a tender el otro sedal. El agua estaba tibia al tacto y tenía la lubricidad granular del granito. Era mediodía cuando terminó y se puso un momento de pie en el bote examinando sus capturas. Regresó aguas arriba remando despacio mientras los peces forcejeaban en medio de aguas grises en el lecho de la barca, sus suaves barbos rozando con mudo asombro las tablas resbaladizas y sus lomos, arqueados al sol, desprovistos ya de sangre y pálidos. Los toletes de latón crujían en sus bloques y el agua del río se apelotonaba viscosa bajo la tablazón de proa dejando una estela como de fango arado.
Salió a remo de la sombra de los riscos y pasó frente a la empresa de arena y grava, dejó atrás solares áridos y polvorientos donde unos rieles corrían sobre una capa de escorias y varios furgones se oxidaban en sus vías muertas, costeando almacenes de uralita asentados en explanadas de una tierra color de adobe donde romboides y volutas de piedra caliza sobresalían manchados de barro como enormes huesos erosionados. Estaba cruzando hacia la otra orilla cuando vio las barcas de salvamento pegadas a la ribera. Estaban peinando el canal mientras una pequeña multitud observaba desde tierra firme. Dos barcos blancos ligeramente velados por la calina y el indolente humo azul de sus tubos de escape, ronroneo de motores que transmitía la calma del río. Cruzó y remó aguas arriba hasta el borde del canal. Las barcas estaban a la misma altura y una de ellas había apagado el motor. Los del equipo de rescate llevaban gorras de marino y se veían serios en su quehacer. Cuando el pescador pasó a su altura estaban subiendo a bordo un hombre muerto. Estaba muy tieso y parecía un maniquí, de no ser por la cara. Blanda e hinchada, la cara lucía un gancho cogido a un costado y una sonrisa de loco. De esta guisa lo izaron, aperchado de un pómulo. Una herida incruenta. El muerto pareció protestar en su rigidez, la cabeza al sesgo. Lo subieron a cubierta donde quedó tendido en su empapado traje a rayas y sus calcetines color limón mirando estrábico a los rescatadores, el gancho en la cara, como un burdo homúnculo acuático atrapado en una pesca a flor de agua y a quien la luz del día del Señor hubiera matado instantáneamente.
El pescador pasó de largo y arrimó el bote a la orilla más arriba de la multitud. Puso una piedra sobre la cuerda y bajó para mirar. La barca de rescate estaba atracando y uno de los del equipo se había arrodillado sobre al cadáver tratando de arrancar el arpeo. La gente le estaba observando y él sudaba con el esfuerzo. Finalmente apoyó el zapato en el cráneo del muerto y tiró del gancho con ambas manos hasta que se soltó arrastrando consigo un fibroso pedazo de carne blanquecina.
Lo llevaron a tierra en una litera de lona y lo depositaron sobre la hierba, donde quedó mirando al sol con aquellos ojos secos y aquella sonrisa. Un enjambre de moscas se había congregado ya en el aire insípido. Los operarios cubrieron al muerto con una burda manta gris. Le asomaban los pies.
El pescador se disponía a partir cuando alguien de entre la multitud le agarró del codo.
Hola, Suttree.
Se volvió.
Qué tal, Joe, dijo. ¿Tú lo has visto?
No. Dicen que se tiró ayer noche. Encontraron sus zapatos en el puente.
Miraron al muerto. El equipo de rescate estaba arrollando las cuerdas y ocupándose de sus cosas. La gente había formado corro como en un entierro y el pescador y su amigo se encontraron pasando frente al muerto como para rendirle sus respetos. Allí estaba en calcetines amarillos, las moscas cubriendo la manta, y una mano estirada en la hierba. Llevaba el reloj en la parte interior de la muñeca como hacen o hacían algunas personas y Suttree se fijó con un sentimiento que no pudo definir en que el reloj del muerto todavía funcionaba.
Qué mala manera de palmarla, dijo Joe.
Vámonos.
Caminaron por el cisco que bordeaba la vía del tren. Suttree se frotó pensativo un músculo que palpitaba ligeramente en su quijada.
¿Hacia dónde vas?, dijo Joe.
Me quedo aquí. Tengo la barca ahí abajo.
¿Todavía pescas?
Sí.
¿Cómo es que te aficionaste a eso?
No lo sé, dijo Suttree. En su momento me pareció una buena idea.
¿Vas alguna vez a la ciudad?
De vez en cuando.
¿Por qué no te pasas una noche por el Corner y tomamos una cerveza?
Me pasaré un día de estos.
¿Has pescado hoy?
Sí. Un poco.
Joe le estaba observando.
Oye, dijo. Podrías mirar si te contratan en Miller’s. Brother dijo que necesitaban a alguien en la sección de zapatos para hombre.
Suttree miró al suelo sonriendo y se secó la boca con el dorso de la muñeca y alzó de nuevo la vista.
Me parece, dijo, que de momento seguiré una temporada en el río.
Bien, pero pásate un día de estos.
Descuida.
Levantaron cada cual una mano a modo de despedida y él vio alejarse al muchacho por la vía y luego cruzar los campos hasta la carretera. Suttree bajó hasta la barca y recogió el cabo y lo lanzó adentro y zarpó de nuevo. El muerto seguía tendido en la ribera bajo la manta, pero la gente había empezado a desperdigarse. Remó hacia el centro del río.
Dirigió el bote hasta el puente y una vez debajo desarmó los remos y se sentó a mirar los peces capturados. Eligió un siluro azul y lo levantó por las agallas, apoyando el dedo pulgar en la blanda garganta amarilla. El pez se agitó una vez y quedó inmóvil. Los remos goteaban en el río. Se apeó de la barca y la amarró a un poste y ascendió por la ribera pelada y resbaladiza hacia los arcos donde el puente se hincaba en la tierra. Una gruta oscura bajo la bóveda de hormigón con piedras apiladas junto a la entrada y un rótulo de prohibido el paso pintado de cualquier manera en letras amarillas sobre una roca grande. Una lumbre ardía en un montón de piedras sobre la arcilla fétida y sin sol y frente a ella había un viejo en cuclillas. El viejo levantó la vista y volvió a mirar a la lumbre.
He traído un siluro, dijo Suttree.
Murmuró algo y agitó ligeramente la mano. Suttree dejó el pescado en el suelo y el viejo lo miró de soslayo y luego hurgó las brasas del fuego.
Siéntate, dijo.
Suttree se acuclilló.
El viejo contempló las llamas finas. Sobre sus cabezas pasaba el tráfico en lento y amortiguado rumor. Unas patatas se socarraban en la lumbre y abrían sus chamuscadas pieles entre silbidos graves como pequeños organismos que expiraran en los rescoldos. El viejo las rescató del fuego alanceándolas, uno, dos, tres pedruscos negros y humeantes. Las agrupó en un tapacubos oxidado. Cógete una, dijo.
Suttree levantó una mano. No dijo nada porque sabía que el viejo lo repetiría tres veces y que tenía que racionar sus negativas. El viejo había inclinado una lata que despedía vapor y estaba mirando dentro. Un puñado de alubias hervía en agua de río. Alzó sus malogrados ojos y miró desde la viga de hueso empenachado que los protegía. Ahora te recuerdo, dijo. De cuando eras muy pequeño. Suttree no lo creía posible pero asintió. El viejo solía ir de puerta en puerta y sabía hacer hablar a las muñecas y los osos de peluche.
Vamos, coge una patata, dijo.
Gracias, dijo Suttree. Ya he comido.
Un vapor crudo surgió del harinoso meollo de la patata que partió con las manos. Suttree dirigió la vista al río.
Me gusta la comida caliente, ¿a ti no?, dijo el viejo.
Suttree asintió con la cabeza. Frondas arqueadas de zumaque temblaban en el calor del mediodía y unas palomas reñían y arrullaban en los tímpanos nervados del puente. La tierra umbría donde estaba agachado despedía el olor rancio de una cripta.
¿Le ha visto saltar, a ese hombre?, dijo Suttree.
El otro negó con la cabeza. Trapero viejo de mofletes chupados y temblorosos.
He visto que rastreaban, dijo. ¿Lo han encontrado?
Sí.
¿Cómo es que saltó?
No creo que haya dado explicaciones.
Yo no lo haría. ¿Y tú?
Supongo que no. ¿Ha ido a la ciudad esta mañana?
No, qué va. Me encontraba demasiado mal.
¿Qué le pasa?
Y yo qué sé. Dicen que la muerte viene por la noche como los ladrones. Que no la pille yo, porque le parto el pescuezo.
Mientras no se tire del puente…
No lo haría por nada del mundo.
Siempre saltan cuando hace calor, o eso parece.
Pues dicen que la cosa va a peor, dijo el trapero. Lo han anunciado.
¿Ha venido a verle esa chica?
Nadie ha venido a verme.
Estaba comiendo las alubias directamente del bote con una cuchara de latón.
Hablaré otra vez con ella, dijo Suttree.
Bueno. Me gustaría que cogieras una patata de esas.
Suttree se puso de pie.
He de irme, dijo.
¿A qué viene tanta prisa?
Debo irme.
Vuelve otro día.
Bien.
Se había levantado viento y al zarpar de nuevo apuntaló los pies en los montantes de la popa y remó con todas sus fuerzas. Las tablas mal ensambladas habían embarcado agua suficiente para que los peces capturados por la mañana fueran de acá para allá sobre el desconchado piso cóncavo del bote chocando estúpidamente. Cabos de estopa alquitranada asomaban de las junturas y giraban en el agua sucia entre trozos de carnada y de papel y los desperdicios se hundían y volvían a asomar y el agua al filtrarse bajo la pala remendada con estaño de un remo producía un continuo soniquete. Medio inundado como estaba, el esquife singlaba con una inercia mercurial y apenas se dejaba gobernar. Giró aguas arriba cerca de la orilla y siguió avanzando. Familias de negros en vistosos trajes de domingo pescando al borde del río le miraron pasar con gesto sombrío. Tarteras y cestas de comida adornaban la hierba, y sobre mantas sujetas por piedras en las esquinas para que no las levantara el viento una exposición de bebés morenos.
Llegado a la casa flotante desarmó los remos y el bote viró hacia el amarradero y se acomodó torpemente contra los neumáticos fijados allí con clavos. Suttree se levantó balanceándose, la soga ya en una mano. El esquife bailoteó pesadamente y hubo un vaivén de aguas de pantoque. Los peces nadaron cómodos. Se desperezó y se frotó la espalda y miró al sol. Hacía mucho calor. Recorrió la cubierta y empujó la puerta y entró. En el interior de la barraca las tablas parecían alabeadas por el calor y bajo el tejado de hojalata las viguetas desprendían gotas de brea.
Cruzó la cabaña y se estiró encima del catre. Cerrando los ojos. Una brisa suave que entraba por la ventana le agitó el pelo. La barraca flotante tembló un poco y uno de los bidones metálicos que había bajo el suelo se dilató por el calor con un melancólico «bong». Los ojos en reposo. Este callado e inextricable domingo. El corazón bombeando bajo el esternón. La sangre en sus rondas establecidas. La vida en espacios pequeños, estrechas hendiduras. En las hojas, la pulsación del sapo. La delicada guerra celular en una gota de agua. Dextrocardíaco, dijo risueño el doctor. Su corazón está en la derecha. Encogido por la intemperie y falto de amor. La piel ajada y partida como un fruto demasiado maduro.
Se dio la vuelta en el catre y fijó un ojo en un punto de la tosca pared de tablas. El río corriendo allá afuera. Cloaca maxima. Muerte por ahogo, el tictac del reloj de un muerto. La vieja péndola sobre la mesa del abuelo que martillea como una fundición. Inclinado para decir adiós en la pequeña habitación amarilla, hedor de lirios e incienso. Arqueó el cuello para decirme alguna cosa. No lo llegué a oír. Pronunció mi nombre en un jadeo, su apretón desmentía la fragilidad de aquel hombre. Su rostro hundido y gastado. Los muertos se llevarían consigo a los vivos si pudieran, yo me aparté. Sentado en un jardín de hiedra que las lagartijas custodiaban con sus constantes deslizamientos. Liebres amadrigadas, pálidas como aparecidos a la sombra de la pared de la cochera. Losas en una rosaleda, la pendiente terraplenada del césped más arriba del río, olor a boj y a mantillo y a ladrillo viejo en la sombra de la glorieta. Debajo de los mastuerzos piedras en el raudal transparente atestado de vincapervincas. Una salamandra, moteada como una trucha. Inclinándose para sorber el agua fría y musgosa. Reflejo de una arrugada cara de niño, isómero acuático de ojos desorbitados en los círculos concéntricos.
Mi padre decía en su última carta que el mundo está gobernado por quienes asumen la responsabilidad de gobernarlo. Si es la vida lo que crees que se te escapa yo puedo decirte dónde encontrarla. En los tribunales, en los negocios, en el gobierno. Nada ocurre en las calles. Nada salvo una pantomima representada por desvalidos e impotentes.
De todo cuanto dijeron los antiguos, de todos aquellos libros mohosos, no he salvado una sola palabra. En un sueño paseaba yo con mi abuelo a la vera de un lago oscuro y el viejo hablaba palabras preñadas de incertidumbre. Vi que todo lo falso procede de los muertos. Charlamos con desenvoltura, y yo me sentí humildemente honrado de hacerle compañía en aquel mundo donde él era un hombre como cualquier otro. Desde el final de un pasadizo en el bosque otoñal me vio partir hacia el mundo de los despiertos. Si nuestros parientes difuntos son santificados es justo que les recemos. Así nos lo dice la Madre Iglesia. Lo que no dice es que ellos respondan, en sueños o fuera de ellos. Ni en qué lengua hay que dirigirse al nacido muerto. El visitante más común. Silencioso. La osamenta del infante, los pequeños huesos a cuyas facetas amelgadas se adhieren jirones de carne y de mantillas de paño encerado. Huesos que apenas llenarían una caja de zapatos, el cráneo bulboso. Y en la sien derecha una medialuna malva.
Suttree se dio vuelta y quedó mirando al techo, tocándose una marca igual en su sien izquierda con la yema de los dedos. Lo ordinario en el segundo hijo varón. Imagen especular. Copia mal hecha. Está sepultado en Woodlawn, lo que quede del niño con el que compartiste el vientre de tu madre. Él no habló ni vio, y tampoco lo hace ahora. Su cráneo contenía tal vez agua de mar. Nacido muerto y a la vez simple o terratoma de horripilante forma. No, porque éramos parecidos hasta el último pelo. Yo salí al mundo después de él. Un parto revesado. El trasero por delante en común con ballenas y murciélagos, formas de vida pensadas para medios distintos que la tierra y sin afinidad por ella. Y yo solía rezar por su alma. Creyendo que este circo espeluznante era convocado de nuevo para la eternidad. Él en el limbo de los justos cristianos, yo en un infierno terrestre.
A través de la fina pared hendida, ruidos de peces agitándose en la barca que se inunda. La señal de la fe. Doceava casa del cielo. Entrada en la iglesia de Occidente. San Pedro patrón de los pescadores. San Fiacre el de los pilotes. Suttree acomodó un brazo sobre los ojos. Se dijo que en otra época podría haber sido pescador de hombres pero que estos peces de ahora le parecían tarea suficiente.
Atardecía cuando se despertó. No se movió, tumbado como estaba en la burda manta del ejército viendo aparecer y desaparecer las lenguas de luz que la superficie del río enviaba al techo. Notó que la choza se ladeaba un poco, pasos en la pasarela y un ruido grave entre los barriles. No hace sombra, este. A través de las grietas distinguió a alguien en la pasarela. Unos golpecitos pusilánimes, otra vez.
Pase, dijo.
¿Buddy?
Volvió la cabeza. Su tío estaba en el umbral. Miró nuevamente al techo, parpadeó, se incorporó en el catre y pasó los pies al suelo.
Entra, John, dijo.
El tío franqueó la puerta, mirando en derredor, vacilante. Se detuvo en mitad de la habitación, parado en el cuadrado de luz polvorienta aserviolado entre la ventana y su réplica sesgada sobre la pared del fondo, un semblante árido en la fría claridad, los ojos acuosos y semicerrados sobre sus péndulos de carne fofa. Las manos se movieron al compás de una sonrisa esmirriada.
Hola chaval, dijo.
Suttree se miraba los zapatos. Entrelazó las manos, las separó de nuevo y le miró.
Siéntate, dijo.
El tío miró a su alrededor, agarró la única silla que había y se sentó con sumo cuidado.
Bueno, dijo. ¿Cómo estás, Buddy?
Ya lo ves. ¿Y tú?
Bien. Bien. ¿Cómo te van las cosas?
Muy bien. ¿Cómo me has encontrado?
Vi a John Clancy en los Eagles y me dijo que vivías en una casa flotante o algo así. He mirado por esta parte del río y te he encontrado.
Sonreía indeciso. Suttree le miró.
¿Le has dicho dónde estaba?
El tío dejó de sonreír.
No, no, dijo. Eso es cosa tuya.
Está bien.
¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
Suttree estudió con gesto frío el tolerante regocijo que su tío trataba de comunicar.
Desde que salí, dijo.
Pues no sabíamos nada. ¿Cuánto hace de eso?
Nosotros, ¿quiénes?
No me había enterado. Quiero decir, no estaba seguro de si habías salido o no.
Salí en enero.
Vaya, vaya. Y esto, ¿lo tienes alquilado, o qué?
No. Lo compré.
Bien hecho. Estaba mirando a su alrededor. No está mal. Estufa y todo.
¿Y a ti cómo te ha ido, John?
Oh, no puedo quejarme. Ya sabes.
Suttree le observó. Parecía maquillado para un papel de más edad, el pelo rayado de tiza, la cara una máscara de arcilla con estática sonrisa de lacayo.
Tienes buen aspecto, dijo Suttree. Un tic agitó la comisura de su boca.
Gracias, gracias. Procuro estar en forma, sabes. Claro que mi hígado no es lo que era. Se llevó la palma de la mano al abdomen, miró hacia el techo y luego hacia la ventana, donde las sombras se habían alargado en previsión de la noche. Me operaron el invierno pasado. Supongo que no lo sabías.
No.
Me estoy recuperando bien, eso sí.
En el calor de la pequeña estancia Suttree pudo oler el tufo rancio de su ropa acompañado de un leve hedor a whisky. Un halo de olor dulzón a muerte. Detrás de él en la pared oeste los nudos de la madera brillaban rojos e incandescentes a la luz de la vela como ojos de enemigos al acecho.
No tengo nada de beber, si no te ofrecería algo.
El tío levantó una mano.
No, no, dijo. Para mí no, gracias.
Miró ceñudo a Suttree. He visto a tu madre, dijo.
Suttree guardó silencio. El tío estaba sacando sus cigarrillos. Le tendió la cajetilla.
¿Quieres?, dijo.
No, gracias.
Agitó el paquete.
Vamos, coge uno.
No fumo.
Antes fumabas.
Lo dejé.
El tío encendió uno y despidió hacia la ventana un fino hálito de víbora. El humo se enroscó y circuló en la luz amarilla. El tío sonrió.
Ojalá me dieran un dólar por cada vez que dejé de fumar, dijo. Están todos bien. Pensé que debías saberlo.
Pensaba que no los veías.
A tu madre la vi en la ciudad.
Ya me lo has dicho.
No voy mucho por allí, ¿sabes? Estuve en Navidad. Lo normal. Dejaron dicho en los Eagles que pasara a verlos algún día. Que fuese a cenar alguna vez. Ya sabes. La verdad es que yo no quería ir.
No te culpo.
El tío se rebulló un poco en el asiento. Bueno, en realidad no es que nos llevemos mal. Es solo que…
Que no los aguantas y ellos tampoco a ti.
Una sonrisita divertida iluminó la cara del tío.
Bueno, dijo. Yo no diría tanto. Claro que ellos nunca me han hecho ningún favor.
Qué me vas a contar, dijo Suttree lacónico.
Es verdad, dijo el tío, asintiendo con la cabeza. Dio una calada al cigarrillo mientras reflexionaba. Creo que en eso tú y yo tenemos algo en común, ¿eh, muchacho?
Es lo que piensa él.
Tendrías que haber conocido a mi padre. Era un buen hombre. El tío se estaba mirando las manos.
Sí, dijo. Un buen hombre.
Me acuerdo de él.
Murió cuando tú eras muy pequeño.
Lo sé.
El tío probó de otra manera.
Deberías subir a los Eagles alguna noche, dijo. Yo podría hacerte entrar. El sábado por la noche hay un baile. Por allí suele haber mujeres bonitas. Te llevarías una sorpresa.
Supongo que sí.
Suttree se había retrepado en la pared de tablas sin desbastar. Un crepúsculo azul invadía la cabaña. Estaba mirando por la ventana. Habían aparecido unos chotacabras y los vencejos sobrevolaban el río entre chillidos.
Eres un tipo curioso, ¿sabes? No creo que haya nadie tan diferente de tu hermano.
¿Cuál?
¿Cómo?
Digo que cuál.
¿Cuál qué?
Cuál hermano.
El tío se impacientó.
Quién va a ser, dijo. Solo tienes uno. Carl.
¿No podrían haberle puesto un nombre al otro?
¿Qué otro? ¿De qué diantres estás hablando?
Hablo del que nació muerto.
¿Quién te ha contado eso?
Yo me acuerdo.
¿Quién te lo dijo?
Tú.
¿Yo? ¿Cuándo?
Hace años. Estabas borracho.
Yo no te dije nada.
Como quieras.
¿Y qué más da?
No lo sé. Me intrigaba que eso fuera un secreto. ¿De qué murió?
Nació muerto.
Eso ya lo sé.
No sé de qué murió. Los dos fuisteis prematuros. ¿Me juras que yo te lo dije?
No tiene importancia.
No se lo cuentes a nadie, por favor.
Descuida. Solo que me extraña un poco. Lo que dijo el médico, por ejemplo. Hay que llevarlos los dos a casa, pero a uno hay que meterlo en una bolsa o una caja. Supongo que tienen gente que se ocupa de eso.
Bueno, pero tú no digas nada.
Suttree se inclinó al frente y se miró los zapatos baratos y podridos, uno encima del otro.
Caray, John, no te preocupes por eso. No diré nada.
Vale.
No les digas que me has visto.
De acuerdo. Vale. Trato hecho.
Exacto. Trato hecho, John.
De todos modos no los veo nunca.
Ya me lo has dicho.
El tío se movió en la silla y se tiró del cuello de la camisa con una largo dedo amarillento.
Él podría haberme ayudado, ¿sabes? Nunca le pedí ningún favor. Jamás, lo juro. Podría haberme ayudado.
Ya, dijo Suttree, pero no lo hizo.
El tío asintió, mirando al suelo.
¿Sabes?, dijo, tú y yo somos muy parecidos.
No lo creo.
En cierto sentido.
No, dijo Suttree. No somos parecidos.
Quiero decir… El tío agitó la mano.
Esa es su teoría. Pero yo no soy como tú.
Bueno, ya me entiendes.
No, no te entiendo. Pero tú y yo no nos parecemos. Yo no soy como él. No soy como Carl. Soy como yo. No me digas a quién me parezco.
Bueno mira, muchacho, no hace falta que…
Yo creo que sí hace falta. Y no quiero que vengas más por aquí. Sé que no les caes bien, a él no. No te estoy acusando. No es culpa tuya. Yo no puedo hacer nada.
El tío miró a Suttree entornando los ojos.
Es inútil que te pongas chulo conmigo, dijo. Al menos yo no he estado nunca en la penitenciaría.
Suttree sonrió.
El correccional, John. Que no es lo mismo. Pero yo soy lo que soy. No voy por ahí diciéndole a la gente que he estado en un sanatorio para tuberculosos.
¿Y qué? Yo no me las doy de abstemio, si es ahí adonde quieres ir a parar.
¿Eres alcohólico?
No. ¿A qué viene esa sonrisita? Qué alcohólico ni qué demonios.
Él siempre te llamaba borrachín. Supongo que suena menos mal.
Me importa un pito lo que haya dicho. Por mí como si…
Vamos, sigue.
El tío le miró con prudencia. De un capirotazo mandó la colilla minúscula más allá de la puerta.
Él no lo sabe todo, dijo.
Mira, dijo Suttree inclinándose hacia delante. Cuando un hombre se casa por debajo de su clase, sus hijos están por debajo de su clase. Si es que es eso lo que piensa. Si tú no fueras un borracho, él quizá me vería con otros ojos. En realidad, nunca estuvo muy seguro de mí. Esperaba que yo le saliera rana. Mi abuelo solía repetir que la sangre es lo que manda. Era su dicho favorito. ¿Qué estás mirando? Mírame a la cara.
No sé de qué me hablas.
Sí que lo sabes. Estoy diciendo que mi padre me desprecia porque estoy emparentado contigo. ¿No te parece una afirmación justa?
No sé por qué tratas de echarme la culpa de tus problemas. Tú y tus estrafalarias teorías.
Suttree cubrió con el brazo el pequeño espacio que los separaba y cogió las manos temblorosas de su tío.
No te echo la culpa, dijo, tranquilizándolo. Solo quiero que entiendas cómo son ciertas personas.
Conozco a la gente. Debería conocerla.
¿Por qué? Tú crees que las personas como mi padre son una raza aparte. Puedes reírte de sus pretensiones, pero jamás pones en entredicho su derecho a vivir como viven.
Tu padre se pone los calzoncillos igual que me los pongo yo.
Bobadas. Ni siquiera te lo acabas de creer.
Acabo de decirlo, ¿no?
¿Qué supones tú que opina de su mujer?
Se llevan bastante bien.
Se llevan bastante bien.
Sí.
Mira, John, es un ama de casa. Él ni siquiera se fía de que sea una mujer buena. ¿No te das cuenta de que adivina en ella ese aire patético que ve en ti? Un gesto inocente puede hacer que se acuerde de ti.
No me llames patético, dijo el tío.
Seguramente cree que solo sus benévolos consejos han impedido que ella acabe en un burdel.
Ojo, muchacho, estás hablando de mi hermana.
Y yo de mi madre. Encima de borracho, sensiblero.
Un silencio repentino en la cabaña. El tío se levantó tembloroso.
Tenían razón, dijo con voz grave. Tenían razón en lo que me contaron de ti. Eres rencoroso. Rencoroso y malvado.
Suttree se quedó con la frente en las manos. El tío fue hacia la puerta. Su sombra cayó sobre Suttree y Suttree alzó la cabeza.
A lo mejor es como el daltonismo, dijo. Las mujeres solo son portadoras. Tú eres daltónico, ¿no?
Pero al menos no estoy loco.
No, dijo Suttree. Loco no.
La mirada enconada del tío pareció suavizarse.
Que Dios te ayude, dijo.
Dio media vuelta y salió a la pasarela y la recorrió hasta el final. Suttree se levantó y fue hasta la puerta. El tío estaba cruzando los campos en la última luz del día camino de la ciudad.
John, llamó.
El tío volvió la cabeza. Pero aquel viejo parecía encerrado en la urna de su propio mundo ficticio, y Suttree solo levantó una mano. El tío asintió con la cabeza en un gesto de entendimiento y siguió su camino.
La cabaña estaba casi a oscuras y Suttree dio media vuelta en la pequeña cubierta y levantó un taburete con el pie y se sentó con la espalda apoyada en la pared de la casita flotante y los pies sobre la barandilla. La brisa que soplaba del río traía un vago aroma a petróleo y pescado. Risas y sonidos nocturnos llegaban de las chozas amarillas que había del otro lado de la vía muerta y el río cabrilleaba en la oscuridad pasando bajo sus pies con un susurro de arena que cae en el reloj, de viento en un desierto, la lenta voz de la descomposición. Se acomodó los nudillos en las cuencas de los ojos y apoyó la cabeza en las tablas. Todavía estaban tibias, como un aliento acariciándole la nuca. Cerca de la otra orilla las luces del aserradero brillaban escorzadas y desmembradas en la corriente negra y más abajo el alumbrado del puente pendía en réplica catenaria de orilla a orilla y parecía consumirse a cada embate del viento. El reloj del palacio de justicia tocó la media hora. Campana solitaria en la ciudad. Una luciérnaga allí. Otra allá. Se levantó y escupió al río y descendió la pasarela y cruzó el campo hasta la carretera.
Subió por Front Street aspirando el frescor de la noche. Por el oeste el cielo conservaba un intenso azul cián atravesado por las siluetas de unos murciélagos que pasaban ciegos y espasmódicos como esporas en un portaobjetos. Una pestilencia de verdura hervida flotaba en la noche y un hilo de música de radio le siguió de casa en casa. Dejó atrás patios y jardines de hormigón que apestaban a deposiciones de las aves de corral y dejó atrás grutas oscuras entre las cabañas donde la música brotaba y se extinguía y dejó atrás ventanas de luces anémicas sobre cuyas agrietadas cortinas de papel amarillento bailoteaban sombras. Atravesando apestosas madrigueras de tablilla donde lloraban niños y ladraban y se escabullían pusilánimes perros guardianes medio pelados.
Subió la cuesta hacia el límite de la ciudad, pasando junto a la puerta abierta del templo de los negros. Apenas iluminado dentro. Un predicador que parecía un mirlo de cuento de hadas con su traje y sus gafas de montura dorada. Suttree saliendo de aquel ardiente y fétido inframundo acompañado de música gospel. Gargantas morenas escoradas y venudas como los marcados flancos de los caballos. Los ha visto en las noches de estío, pagano pálido sentado afuera, en el bordillo. Una noche de lluvia cerca de allí le llegaron noticias en los empastes de sus dientes, música suave. Le invadió una paz que había de vaciarle la mente, pues incluso un falso presagio del mundo del espíritu es mejor que nada.
Por estas abruptas pasarelas ranuradas para favorecer el asimiento del pie, el libre tránsito de las cucarachas. Llamar a la puerta cerrada con pestillo. Los dientes marrones de roedor de Jimmy Smith detrás de la mosquitera. Hay un agujero en la tela podrida que su propia respiración ha producido tal vez con el paso de los años. Un largo pasillo iluminado por una solitaria bombilla de color de azufre colgada del techo por un cordel. Las zapatillas de Smith raspan cansinas el piso de linóleo. Gira al final del pasillo, abre allí la puerta. La floja piel amarilla de sus hombros y su pecho tan arrugada y falta de sangre que el hombre parece remendado con restos de carne, cosidos a punto por encima y empastados por la insustancial y mugrienta membrana gris de su camiseta. Dos hombres están bebiendo whisky sentados a la mesa de la pequeña cocina. Un tercero está apoyado en un frigorífico inmundo. Hay una puerta que da a un porche, un pequeño pórtico combado de tablas grises que pende sobre el río en la oscuridad. El subir y bajar de cigarrillos delata a sus ocupantes. Se oyen risas y una puta rechoncha se asoma a la cocina y se retira de nuevo.
¿Qué vas a tomar, Sut?
Una cerveza.
El que está apoyado en el frigorífico se mueve ligeramente hacia un lado.
¿Qué hay Bud?, dice.
Hola, Junior.
Jimmy Smith ha abierto una lata de cerveza y se la tiende a Suttree. Él paga y el dueño saca calderilla de sus asquerosos pantalones, cuenta las monedas a medida que las deja caer en la palma de Suttree y se aleja arrastrando los pies.
¿Quién hay en la parte de atrás?
Un hatajo de borrachos. El hermano también está.
Suttree se echó al gaznate un trago de cerveza. Fresca y deliciosa.
Bueno, dijo. Dejadme que vaya a verle un momento.
Saludó con la cabeza a los dos que estaban sentados a la mesa y fue hasta el fondo del corredor y penetró en una inmensa sala de estar con altas puertas correderas inmovilizadas en sus rieles desde la última vez que las habían pintado. Cinco hombres sentados a una mesa de tapete verde, ninguno le miró. Por lo demás la sala estaba desnuda, un hogar de mármol blanco tapado por una chapa de hojalata, viejos revestimientos barnizados y un techo alto rococó con volutas de mortero y gotas de soldadura vieja en torno al mechero de gas donde ahora lucía una bombilla eléctrica.
Rodeados como estaban en aquella resquebrajada austeridad por los restos de una antigua grandeur, los jugadores de póquer parecían también ellos sombras de una época pasada o burdos impostores en un decorado. Bebían y apostaban y murmuraban con un aire de eléctrica transitoriedad, viejos en mangas empolainadas rescatados de una manchada fotografía sepia, matando el tiempo con aquellos naipes anticipadores de su sino confusamente augurado. Suttree pasó de largo.
En la habitación delantera había un desvencijado sofá apuntalado sobre ladrillos, nada más. Un muelle flojo asomaba del respaldo, con una lata de cerveza atrapada en sus espiras, y unos borrachos estaban fondeados en el roñoso tapizado color ratón.
Hola, Suttree, dijeron.
Pero bueno, dijo J-Bone, emergiendo de las entrañas del diván. Rodeó con el brazo los hombros de Suttree. Si es mi viejo amigo, dijo. ¿Dónde está el whisky? Dadle un trago de esa bazofia.
¿Cómo te va, Jim?
Tirando, ¿dónde te habías metido? ¿Dónde está ese whisky? Ah, ya lo veo. Toma un trago, amigo.
¿Qué es?
Early Times. El mejor aguardiente del mundo. Sírvete, Sut.
Suttree la puso a la luz. Pajitas, desechos, materia, nadaban en el líquido aceitoso. Agitó la botella. Del fondo amarillo se elevó una fumarada.
La madre que me parió, dijo.
El mejor aguardiente del mundo, canturreó J-Bone. Toma un trago, amigo mío.
Sacó el tapón, husmeó, se estremeció, bebió.
J-Bone se había situado junto a él y le rodeaba con el brazo.
Mirad cómo bebe Suttree, dijo en voz alta.
Suttree tenía los ojos fuertemente cerrados y ofrecía la botella a quien quisiera cogérsela.
Maldita sea. Pero ¿qué mierda es esto?
Early Times, dijo J-Bone. El mejor whisky añejo que existe. Un par de tragos y a la mañana siguiente no sientes nada de nada.
Ni la siguiente ni ninguna otra.
Santo Dios, trae acá. Hola Early, ven aquí con tu papaíto.
Échame un poco en esta taza, que voy a cortarlo con Coca-Cola.
No es posible, Bud.
¿Por qué?
Ya lo hemos probado. Te deja el culo como un mapa.
Ojo, Suttree. No vayas a salpicarte los zapatos.
¿Qué hay, Bobbyjohn?
¿Cuándo va a salir el viejo Callahan?, dijo Bobbyjohn.
No sé. Creo que el mes que viene. ¿Cuándo has visto a Bucket?*
Ahora vive en Burlington, el Bucket. Ya no ha vuelto por aquí.
Ven a sentarte, Sut.
J-Bone lo condujo del brazo.
Siéntate, hombre. Siéntate.
Suttree se aposentó en el brazo del sofá y tomó un sorbo de cerveza. Palmeó la espalda de J-Bone. Las voces parecían alejarse. Desechó la botella de whisky con un gesto de la mano y una sonrisa. En este salón alto, el yeso agrietado y sucio de hollín bajo el cual se adivinaban las formas de los listones, esta desolación, este compañerismo de los condenados. Donde la vida palpitaba obscenamente fecunda. La soledad del domingo se desvanecía entre el coro de voces y las risas y la hediondez a cerveza rancia.
¿Verdad, Suttree?
¿El qué?
Que hay cuevas debajo de toda la ciudad.
Sí.
¿Y qué hay dentro?
Un lodo opaco. Lo mismo hay arriba que debajo. Suttree encogió los hombros. Que yo sepa no hay nada, dijo. Cuevas y nada más.
Dicen que hay una que pasa justo por debajo del río.
Es la que va a salir a Chilhowee Park. Parece ser que la utilizaron en la guerra civil para esconder cosas.
Lo que daría por saber qué hay ahora.
¿Qué va a haber? Mierda. Pregúntale a Suttree.
¿Tú crees que todavía se puede bajar a esas cuevas, Sut?
Ni idea. Siempre he oído decir que hay una que pasa bajo el río pero no sé de nadie que haya estado allí.
A lo mejor hay reliquias de la guerra civil.
Por ahí llega una de ellas, dijo J-Bone. ¿Qué te cuentas, Nigger?*
Suttree miró hacia la puerta. Un hombre de pelo canoso y gafas los estaba mirando.
No cuento nada, dijo. ¿Qué tal, muchachos? ¿Qué estáis bebiendo?
Early Times, eso dice Jim.
Toma un trago, Nigger.
Se acercó lentamente a la botella, saludando a todos con gestos de cabeza y unos ojillos que se movían rápidos detrás de las gafas. Agarró el whisky y su gaznate saltó flácido al beber. Cuando bajó la botella sus ojos estaban cerrados y su rostro era una máscara contraída.
¡Puaj! Despidió una bruma volátil hacia los risueños espectadores. Por el amor de Dios, dijo, ¿se puede saber qué es esto?
Early Times, exclamó J-Bone.
Menuda pócima.
Señor, yo sé que fabrican matarratas en la bañera pero este lo habrán hecho en el váter. Estaba mirando la botella, la sacudía. Burbujas como perdigones se elevaron grasientas entre el turbio carburante que contenía.
Te vas a emborrachar, dijo J-Bone.
Nigger meneó la cabeza y pasó la botella apartando la cara horrorizado. Cuando pudo hablar, dijo:
Muchachos, he tragado whisky malo más de una vez, pero llamadme negro de mierda si esto no es lo más repugnante que uno puede beber.
J-Bone agitó la botella en dirección a Junior, que estaba sonriendo junto a la puerta.
¿No quieres un trago, Brother?
Junior negó con la cabeza.
Chicos, hacedle sitio a Nigger.
Ven, siéntate. Aparta un poco, Bearhunter.*
Que me zurzan si no estoy curda perdido. Se quitó las gafas y se frotó los ojos, llorosos.
¿En qué andas ahora, Nigger?
Estoy tratando de reunir dinero para Bobby. Se volvió y miró a Suttree. ¿No nos conocemos?, dijo.
Hemos tomado cerveza juntos alguna vez.
Tu cara me sonaba. ¿Tú conocías a Bobby?
Le he visto un par de veces.
Nigger meneó la cabeza con aire reflexivo.
He criado cuatro hijos y no te digo que están los cuatro en chirona excepto Ralph. Eso sí, estuvimos todos en Jordonia. Y a mí me metieron en el correccional, pero me escapé. El viejo Blackburn trabajaba allí de guardián pero nunca dijo nada. ¿Tú estuviste en Jordonia? Clarence dice que ya no es lo que era. Chicos, en mis tiempos era lo peor que había, claro que no te mandaban allí por cantar en el coro de la iglesia. Me cayeron tres años por robo. Intenté que me enviaran al TSI porque allí te enseñan un oficio, pero para eso tenías que ser retrasado y a mí me dijeron que no era retrasado. Tenía dieciocho años cuando salí de Jordonia y eso fue en mil novecientos dieciséis. Ojalá pudiera entender a mis hijos. Me han costado mucho dinero. Gasté dieciocho mil dólares en sacarlos de la cárcel. Su abuelo nunca se metió en líos importantes y vivió hasta los ochenta y siete. Él sí que tomaría un trago. Como he hecho yo. Pero nunca tuvo líos con la policía.
Echa un trago, Sut.
Nigger interceptó la botella.
¿Conoces a Jim? Es un buen chico, no vayas a pensar. Ojalá hubiera muchos como él en McAnally Flats. Yo conocí a su padre. Era más bajo que Junior. Un momento. ¡Uf! Menudo whisky, madre mía. Jamás le robaría nada a nadie, Irish Long ni hablar. Recuerdo que una vez se presentó en lo que entonces llamaban Woolen Mill Corners. Tú sabes dónde es eso, Jim. Donde está el Workers Café. Llegó un domingo por la mañana buscando a un tipo y había un grupo de puercos a la sombra de un cobertizo que solía haber allí, seguro que vosotros no lo recordáis, estaban bebiendo whisky y eran amigos de aquel tipo, y Irish Long se les acercó y quiso saber dónde estaba él. No se lo dijeron, pero ninguno de aquellos puercos le preguntó por qué le andaba buscando. Con ese Irish Long había que andarse con ojo o te molía a palos. Y no había nadie en todo McAnally que tuvieran mejor corazón. Daba todo lo que tenía. Habría podido ser rico si hubiera querido. Tenía varios comercios. Pero la gente no tenía dinero y no podían comprarle sus mercancías. Vosotros no os acordáis de la Depresión. Les decía adelante coged lo que os haga falta. Harina y patatas. Leche para los pequeños. Nunca rechazaba a nadie, Irish Long jamás. La gente que hoy día vive en las casas grandes de esta ciudad habría muerto de hambre de no ser por él pero no son lo bastante hombres para reconocerlo.
Será mejor que eches un trago, Sut, antes de que Nigger se lo beba todo.
Dadle un poco a Bearhunter, dijo Suttree.
¿Y por qué no a Bobbyjohn?, dijo Bobbyjohn.
Aquí hay uno que quiere empinar el codo, dijo Nigger.
Es lo que voy a hacer yo, dijo J-Bone.
Y yo también, qué diablos, dijo Nigger.
Jimmy Smith se movía por la estancia como un enorme topo amaestrado, recogiendo las latas vacías. Salió arrastrando los pies, los ojos chispeantes. Kenneth Hazelwood estaba en el umbral observándolos con una sonrisa sarcástica.
Entra, Wo
