1
Creo que es la primera vez que me quedo sin palabras. Si Joan estuviera aquí, pensaría que estoy actuando. Estoy sentada en nuestro despacho. La rabia que siento se dibuja de un color inédito. Detesto esta mesa de roble sobre la que escribo. Se la encargamos a aquel carpintero que malvivía por la calle de la Cera años atrás. Un auténtico artista. Quién sabe si habrá muerto en el Frente. Desearía lanzar por la ventana los muebles que visten esta casa. Nunca me han gustado los santuarios.
El silencio de las calles de Barcelona ensordece. La guerra dosifica los gritos de los ciudadanos. Quizá los almacenan en el interior de los pulmones, por lo que pueda venir. Hoy, los barceloneses deambulan a hurtadillas, respetando el dolor de los pobres infelices que les rodean. El general Kléber ha recuperado Belchite después de catorce días de ofensiva. Dicen que el pueblo ha quedado destruido y que han muerto más de tres mil personas. Espero que las lágrimas que la República ha derramado sean suficientes para recuperar Zaragoza y, luego, el resto del país.
Nada de eso me concierne ahora. Estoy divagando y soy consciente de ello. Soy actriz, le pongo cara y alma a las palabras, pero no las escribo. Tengo la sensación de que me va a estallar la cabeza. Necesito contar las verdades que jamás he revelado y los infortunios del pasado que ni siquiera Joan conoce. A veces siento que la memoria me falla y que ambos son solo desvaríos de cupletista.
Sigo dando rodeos a mis intenciones, lo sé. Enterré demasiados secretos en las paredes de mis entrañas y, sin que Joan lo supiera, de las suyas. El público puede robarte el tiempo, la estima, incluso la razón, pero jamás las entrañas, son lo único de lo que no pueden despojarte. A veces es más sencillo huir que decir te quiero. Echo tanto de menos a Joan que no me importa esta guerra, el Paralelo ni los aplausos. No sé si él tendrá la oportunidad de leer estas hojas, pero escribo para que al fin me entienda, para que seamos tan transparentes que podamos escondernos bajo el agua y así desaparecer, juntos, para siempre. Aunque, sobre todo, escribo para que mi historia no se extravíe como aquellos cuplés que un día dejaron de cantarse.
Creo que necesito ordenar los recuerdos para sincerarme.
Como a cualquier hijo de vecino, me enterrarán con un sinfín de dudas por resolver. De hecho, nunca sabré por qué mi padre nos eligió a María y a mí. Supongo que las dos éramos chicas y las edades encajaban más que las del resto de mis siete hermanos. El día que nos dio la noticia, mi espalda cargaba ya dieciséis inviernos. María me llevaba dos años de ventaja en este mundo y su sentido común lo evidenciaba. Ambas recogíamos patatas en un campo cercano a Cal Tribulet cuando mi padre se acercó y sus gruesas palabras interrumpieron nuestra tarea. Él se dirigía al mundo con voz contundente pero cargada de amabilidad. Las dos dejamos los cestos y alzamos la mirada. Allí estaba, plantado ante nosotras, con un sombrero en las manos y la novedad envuelta en la incertidumbre. Jamás olvidaré la mezcla de pena y alegría que su rostro apenas disimulaba. Sus ojos narraban una aventura, un cambio, una despedida. Nos enviaba a Barcelona para servir en casa de una familia adinerada.
Como la mayoría de los agricultores, mis padres alimentaron a su jauría de niños con voluntad pero sin excesos. Los últimos años no habían sido muy fructíferos en Solsona. Las plagas y la supresión del obispado empobrecieron a los vecinos a fuego lento y, por supuesto, a mi familia. Otro de los grandes misterios que no lograré resolver: ¿cómo nos consiguió aquel trabajo? Debería haberlo preguntado cuando tuve ocasión, sin embargo, aún no sabía que la vida es muy selecta con las segundas oportunidades.
Mi madre se mudó al cielo pocos días después de mi octavo cumpleaños. Se fue tal y como vivió, sin hacer mucho ruido pero marcando el corazón de su progenie. Los tres hermanos mayores tomaron las riendas del día a día y María y yo les ayudábamos en lo que estaba en nuestras manos. Con su muerte, apareció ese vacío que te aísla del mundo cuando una madre te abandona tan pronto. Sinceramente, la soledad no fue una buena compañera durante mi juventud.
Echaba tanto de menos la calma y el calor que me brindaban los abrazos de mi madre que los sustituí por una desafiante rebeldía. Mis desplantes alejaban a las chicas de mi edad, quizá por eso María se convirtió en mi única amiga. Su paciencia no tenía fin. En realidad, siempre me había entendido mejor con los chicos. Arnau, Carles, Bernat…, niños de campo que conocían perfectamente los entresijos de la tierra. Entonces era joven, no sabía nada del mundo moderno, los teatros, las ideas. Mi vida oscilaba entre las canciones que cantaba, mi terquedad y la paz de la naturaleza.
Habíamos oído millones de historias terroríficas sobre el bosque y también historias trepidantes sobre los bandoleros que se escondían en las montañas. Los imitábamos jugando, literalmente, a guerra de piedras contra otros grupos de niños. Las filas de nuestro ejército solían estar formadas por Arnau, un niño moreno y resabiado; Carles, su hermano pequeño y rubito, y yo. Sonrío mientras recuerdo una de nuestras grandes hazañas. Habíamos ideado una estrategia que consistía en capturar al enemigo entre el camino de los soldados y el muro de piedra que bordeaba las tierras de los Torrents. Era un plan perfecto, pero diferíamos en la metodología que debíamos seguir. Las distintas posibilidades se sometían a discusiones que demoraban nuestra victoria. Yo defendía con ímpetu mi estratagema y desconozco si insistía porque era la mejor opción o porque necesitaba llevar la razón.
Aquel día tuvimos más imprevistos de lo esperado. Los contrincantes nos tendieron una emboscada mientras transitábamos por nuestro profundo debate. Allí estábamos, atrapados entre cuatro árboles, listos para recibir pedradas. Reaccionamos con celeridad. Yo corrí hacia un lado, convirtiéndome en el cebo. Arnau y Carles se subieron a un pino aprovechando el desconcierto y atacaron sin piedad a nuestros adversarios. Ganamos. Mi recompensa consistió en varios halagos y tres pedradas que me regalaron tres heridas.
Superada la euforia del triunfo, apareció el dolor. No quería quejarme, no quería sentirlo. Supongo que Arnau dedujo que mis deseos no iban a la par con las circunstancias. Me ayudó a sentarme, se agachó y empezó a lamerme una herida, la más grande, situada en la pierna. ¿Mi primera reacción? Apartarme con brusquedad. Y él, con su calma característica, levantó la mirada y me observó durante unos instantes.
—Francisca, la sangre debería estar dentro del cuerpo. Si el tuyo no la quiere, deja que yo la tome.
Acto seguido, me cogió la pierna con delicadeza y siguió con la extraña cura. Consecuencias de la proeza: yo sentada en casa, recibiendo las atenciones médicas de María mientras mi padre blasfemaba y me juraba que no volvería a jugar con esos chicos, varios de mis hermanos observando la escena y ahuyentando a los vecinos que se interesaban por mi estado. Por Dios, eran cuatro rasguños. «Los soldados reciben balazos y siguen con su vida.» Ese tipo de comentarios calentaban aún más los ánimos de mi padre, que amenazaba con encerrarme para siempre. Él criticaba mi carácter, pero, realmente, creo que le encantaba. Mi padre escondía su sensibilidad en el fondo de su apariencia.
Mis abuelos, aragoneses de origen, fueron comerciantes itinerantes que vendían telas por diferentes zonas del país. Cuando mi abuela perdió la vista, él tuvo que ocuparse de las cuentas y los documentos que mi iletrado abuelo no podía gestionar. Había ido al colegio hasta los doce años y tomar esa responsabilidad a tan pronta edad le hizo comprender la importancia del dominio de la palabra. Conoció a mi madre una tarde de primavera, en el mercado de Solsona. Cuando ella decidió instalarse en su corazón, mi padre cambió los caminos por el campo.
Después de largas jornadas de trabajo, él se sentaba con nosotros, sus hijos mayores, y nos enseñaba a leer y a escribir. María mostraba más interés por las clases y por la literatura que yo. Además tuvo suerte, el boticario del pueblo, que siempre había tenido una buena relación con la familia de mi madre, poseía una generosa biblioteca que compartía con ella. Fue mi hermana quien abrió mi apetito por las novelas, o quizá lo hizo el vínculo especial que se forjó entre mi padre y ella debido a su afición por la literatura. Ojalá pudiera volver a leer por primera vez La Regenta. Me pregunto si volvería a apasionarme por Ana y su anhelo.
Lamernos las heridas de guerra se convirtió en una rutina entre Arnau y yo. Éramos niños criados entre pastos y animales, ajenos a los preceptos de una moral que no tardaría en perseguirnos. Recuerdo la sensación de mi lengua recorriendo su brazo y entrando en contacto con el sabor salado de la sangre. Aquella inocente intimidad estableció unos lazos fuertes y en apariencia imperecederos. La vida me contaba prematuramente que una parte del amor consiste en lamer las heridas del otro. Qué lástima, durante mucho tiempo negué tales verdades tras una sordera salvaje.
Continuamos lanzando piedras hasta que los niños se convirtieron en hombres, y yo, en mujer. Mis caderas se ensancharon y mis pechos crecieron. Empezaron las risas, las miradas, el drama, la comedia. Cambiamos un juego por otro y comprendí el efecto que causaba en los varones. Una parte de mí no quería crecer. Amaba las tardes en el monte lanzando piedras con la pandilla. Jamás me he sentido más libre. María compartía mis razones y juramos que no caeríamos en las tretas de los chicos hasta que fuéramos adultas. Ella era bella, comedida, etérea. Yo, voluptuosa, abrupta, terrenal. Mi hermana solo pensaba en los libros, y yo, en correr y divertirme.
Pero la vida no espera ni atiende a tus deseos. Llegó el momento de trabajar en el campo con mi padre. Las sudorosas horas bajo el sol por un mísero jornal, el agotamiento prolongado durante semanas, los días que se acumulaban uno detrás de otro y que nos regalaban el consuelo de ayudar a la familia y un único horizonte posible para mí: convertirme en esposa y madre. Supongo que por eso cedí a las atenciones de Arnau. Nos criamos a pedradas y, poco a poco, él dejó de verme como un soldado más. No creo que estuviera preparada para el amor y tampoco era esa la motivación que guiaba los matrimonios de la comarca. Sin embargo, él era familiar, bueno, cariñoso. Arnau apaciguaba ese vacío que me obligaba a correr, me escuchaba y me acompañaba sin pedir más que un abrazo y una sonrisa. Él era el camino más lógico y se convirtió en el primer beso, las primeras caricias y el primer pecado.
Desde pequeña había cantado canciones populares en las fiestas, con mis hermanos o con los amigos. Me entretenía, me emocionaba, pero el monte me llamaba más que el arte. Hasta que conocimos a Raquel. Fue un soleado día de mayo de los que anticipan el bochorno del verano. El calor apremiaba y hacía la jornada, si cabe, más ardua. María, siempre preocupada por el estado de sus compañeros, tenía un ojo en la tierra y otro en lo que sucedía a su alrededor. Por eso fue la primera en advertir que una mujer se había desplomado. Corrió hacia ella, se sentó en el suelo y ubicó la cabeza de la jornalera sobre sus piernas mientras dejaba caer agua sobre sus labios. Poco a poco, fue volviendo en sí y, cuando pudo incorporarse, dejamos que descansara bajo la sombra de una de las encinas que bordeaban el terreno y continuamos con el trabajo.
Cayó la tarde, la temperatura se suavizó y fuimos a interesarnos por el estado de la mujer. Raquel, dijo llamarse. Era una mujer madura, cuyas arrugas hablaban de experiencias lejos de Solsona, del campo, de niñas como nosotras. Las canas decoraban su cabello castaño y los ojos, claros como vidrieras descoloridas, se movían inquietos mientras nos relataba las grandezas de la ciudad. Ella había vivido en Barcelona. Ella había trabajado en una fábrica. Ella había escuchado cuplés en los teatrillos de la ciudad. Nos parecían historias imposibles filtradas por sus palabras y sus recuerdos. Acababa de volver a Solsona y jamás supimos el motivo de su retorno.
Raquel nos cantó un cuplé para agradecernos nuestra ayuda. La melodía, el atrevimiento en las formas y los tonos, la doble intención. Desconozco si he idealizado sus canciones o si realmente me llegaron al corazón, pero ahora sé que me descubrieron un camino a seguir. A partir de entonces, la buscábamos a diario para que nos cantara o narrara alguna curiosidad sobre Barcelona. Y empecé a aprenderme las canciones, a acompañarla, a interpretarlas por mi cuenta.
Los jornaleros que me escucharon de niña fueron los primeros directores que tuve. O, mejor dicho, lo fueron las reacciones, la emoción o la desgana de sus caras. Pasaron las semanas y María me pedía con frecuencia que cantara para amenizar las tareas. Ella me corregía, me animaba, me decía qué parte había fluido con más belleza o cuál le había parecido más fría.
Podría gritar millones de veces la palabra gracias y, aun así, no sería suficiente para retribuirle todo lo que hizo por mí. Siempre vigilante, María había desarrollado una habilidad especial para sacarme de los líos en que me metía y excusarme ante mi padre. Mi hermana jamás erraba en su conducta, nunca levantaba resquemores y siempre tenía una sonrisa preparada para la familia, los vecinos y los jornaleros. La amaba incondicionalmente pero, a la vez, me enervaba. Su perfección me parecía impostada y despertaba unos celos que hoy me parecen ridículos. A veces sentía que María vivía para mí, para cuidarme. Con el tiempo entendí que usaba la bondad como armadura y que se escondía detrás de mis fechorías, de los libros y de unos rezos que abandonó cuando llegamos a Barcelona. Me hubiera gustado aliviar su carga y el miedo que la paralizaba, pero yo era una niña sin más herramientas que el desparpajo, el nervio y las ansias de libertad. Éramos como la noche y el día, pero supimos convivir en el alba.
Cuando mi padre nos contó que nos íbamos a vivir a Barcelona, reaccionamos de manera distinta. Yo mostré mi desacuerdo con una hostilidad que duró días, y María asumió el cambio como una labor más que acometer, fingiendo un temple que disimulaba su miedo y su sufrimiento. Daba igual, Barcelona nos esperaba y no podíamos contradecir al destino.
Habíamos superado el ecuador de julio de 1909 cuando mi padre nos preparó una bolsa con los cuatro harapos que poseíamos y algo de comida, y nos enroló en el carro de Deulofeu, un comerciante cabizbajo que tan solo sonreía ante las desgracias de los demás. Jamás olvidaré la barriga desproporcionada ni el olor, embutido en la piel y macerado por la alergia a los baños, de aquel hombre. Mi padre, antes de subirnos al carro, nos miró a la cara y nos dijo:
—Esto no es una despedida, nos veremos pronto.
Aquella fue la primera mentira que oí de los labios de un hombre. Y es que él fue siempre optimista, valiente, alguien que no se detenía ante las quejas o la pesadumbre, por evidentes o inevitables que fueran.
Arnau me pidió que me quedara. Aseguraba que no podría vivir sin mí y yo respondía en consonancia, por inercia, por miedo a decepcionarle. Culpaba a mi padre, a la vida, a Solsona. Con el transcurso de los días, mi negatividad se convirtió en ilusión y él intuyó que empezaba a formar parte de mi pasado. No insistió más, dejó que me fuera sin reproches ni pataletas. No sé si me llegó a despertar la pasión que sentí por otros, pero fue más hombre que la mayoría de los amantes con los que me he cruzado. De hecho, guardo su calor a buen recaudo entre los recuerdos más bellos de mi infancia.
Una imagen permanece nítida en mi mente, las murallas del pueblo alejándose mientras nos acostumbrábamos a la inestabilidad de un carro destartalado. Y también una sensación: me separaba para siempre de mi madre. Hacía años que no formaba parte de nuestras vidas, pero viví aquella partida como un segundo entierro. Atrás dejaba recuerdos como su silueta en un atardecer cualquiera, quizá de invierno, junto a la chimenea, aguja en mano, zurciendo unos pantalones.
María me cogía la mano con fuerza mientras avanzábamos por los bosques de pinos y encinas que bordeaban el camino. Se santiguó varias veces en un intento de bendecir la aventura. Creo que mi hermana no miró atrás ni una sola vez. La recuerdo observando el camino, concentrada en el futuro. Su pelo negro, liso como las crines de un caballo de raza y recogido en un moño, ornamentaba una cara angulada y con facciones marcadas. María parecía mayor y, quizá por eso, la sensatez que transmitía rebosaba consistencia, a pesar de que se esforzaba por esconder los pechos, disimular las caderas y mantener la apariencia delicada que siempre la había caracterizado. ¿Qué pensaría en aquel momento?
El miedo y la esperanza se entrelazaban entre el cuello y el estómago. Si nos hubiéramos quedado en el pueblo, María y yo nos habríamos casado con un campesino, o con un comerciante, o quizá con un soldado al que habríamos esperado durante meses con el corazón en un puño. Pero viajábamos hacia la tierra prometida. Allí trabajaríamos, prosperaríamos, encontraríamos buenos maridos y, muy pronto, podríamos volver a Solsona cargadas de dinero e hijos. Poco más puedo contar de aquella Francisca, ya que desapareció tras cada personaje y cada piedra con los que la vida me atacó.
El camino duró varios días y, entre parada y parada, apenas intercambiamos alguna palabra con el conductor. Aprovechábamos los pocos momentos en que Deulofeu nos hablaba para interrogarle sobre la magnificencia de la ciudad. Él se reía a carcajada limpia con nuestras preguntas. No éramos capaces de descifrar las reacciones ni las palabras del comerciante, pero la sed de respuestas vencía su falta de modales y los cuestionables aromas.
—¿Y es fácil comprarse una casa en Barcelona?
—Ja, ja, ja. Claro, las regalan.
—¡Eso es más increíble que un burro comiendo con cuchara!
—Niña, más te hubiera valido quedarte en el campo. Servir en casa de una familia como los Puig, que Dios baje si no digo la verdad, es mucho más duro que cultivar la tierra. Al menos, las verduras no te gritan. Y basta de preguntas, déjate de tonterías y canta otra canción, por el amor de Dios, que tienes una voz muy bonita.
Deulofeu fue la primera persona que me oyó cantar fuera del pueblo. Nunca más volví a verle, pero sobre los escenarios le dediqué varias canciones. Entre estrofa y estrofa, alzaba la mirada y buscaba una butaca vacía. Y allí le imaginaba sentado, maloliente, escuchando atentamente a la mujer que un día, de niña, llevó a la ciudad. Él fue la llave que nos abrió las puertas de Barcelona. Si no hubiésemos viajado con él, no me habría convertido en la actriz que ha cantado en París y Buenos Aires, ni habría conocido a Joan. ¿Qué menos que dedicarle alguna canción?
2
Si intentas predecir el futuro, raramente acertarás. Aprendí esa máxima durante las primeras semanas en Barcelona y me guio mientras preparaba cada uno de los personajes que encarné. Y es que nada fue según lo previsto cuando llegamos. Era la tarde del 27 de julio de 1909 y la ciudad se hallaba lejos de ofrecernos la tranquilidad a la que estábamos acostumbradas.
Nos encontrábamos en el segundo día de la huelga general, la llamada Semana Trágica. Mientras nos dirigíamos a nuestro nuevo hogar, no sabíamos si observábamos la normalidad del día a día o una situación excepcional. Barcelona estaba en pie de guerra y no discerníamos los bandos que se enfrentaban. A medida que nos adentrábamos en sus calles, veíamos más y más hombres armados corriendo, sangrando, saqueando, gritando, protestando.
No recuerdo muy bien si fue por Indústria o Urgell donde una barricada impidió que el carro siguiera avanzando por L’Eixample. Sé que era por allí porque paramos delante de la Escopidora.
—Deulofeu, ¿qué es eso?
Señalé el estadio, obviando la amalgama de ciudadanos que nos seguían con la mirada.
—Es la Escopidora. La cancha del equipo de fútbol del Barcelona.
—Es increíble. Parece muy nueva.
—Se inauguró hace unos meses. Va, niñas, venga ya, bajad del carro.
Deulofeu, haciendo caso omiso de las demandas de los barriqueros, nos ayudó a apoyar los pies sobre los adoquines y se cargó la bolsa a la espalda. Me horrorizaba pensar que nuestras pertenencias habían entrado en contacto con su vestimenta cochambrosa, pero nada podía hacer para evitarlo.
El comerciante nos indicó que le siguiéramos. María me agarraba la mano con fuerza mientras vigilaba de reojo la barricada que rodeábamos por el lado derecho. A medida que avanzábamos, veíamos más enfrentamientos, más caos. Esas trincheras improvisadas se construían con una base de ladrillos y objetos varios: sacos de lo que parecía comida, muebles, sillas, puertas. Muros custodiados por soldados circunstanciales.
Por la calle de Aragó, creo, vivimos uno de los momentos más tensos. Una docena de guardias civiles a un lado y una treintena de obreros al otro se peleaban a ladrillazo limpio. Los humildes pero cabreados ciudadanos gritaban: «¡Viva el ejército! ¡Abajo la guerra!». Nos parecía un chiste sin sentido. ¿Por qué alentaban a aquellos contra los que luchaban? La escena me fascinaba. Los contemplábamos con la inocencia de un potrillo recién llegado al mundo. Si mi memoria no falla, no sentí miedo. En cierto modo, la mano de María me proporcionaba el valor necesario para caminar con seguridad. Además, no paraba de advertirme:
—Ni se te ocurra preguntarles nada. Quién sabe lo que nos podría pasar.
Quizá, si hubiera presionado su mano con la misma intensidad que ella, habría cometido menos errores, pero me embelesaba lo que veía a nuestro alrededor. Los edificios, las aceras, ¡cuánta belleza! Bloques de hormigón de varias plantas separados por avenidas más anchas que todas las de Solsona juntas. Puertas de madera y hierro con cristales de colores de belleza inaudita. Flores en fachadas y farolas, una arquitectura que amaba los ornamentos con motivos naturales. Tiendas medio cerradas que dejaban entrever un mundo de posibilidades. Por encima de los gritos y el caos de la huelga, escuchaba ese canto de sirena que me narraba un futuro escondido tras una de esas puertas.
Recuerdo a una mujer que cargaba una cesta. Vestía de negro y se cubría la cabeza con un pañuelo marrón. Con el paso ligero y las pupilas a la caza del peligro, protegía sus enseres con los brazos y el pecho, y no se detenía ante comentario alguno. En pocos días, me convertiría en ella. Una sirvienta más de L’Eixample, una parte importante del tejido de valientes que movían la ciudad.
A escasos metros de la residencia de los Puig había una caseta de madera de las usadas para el cobro de los consumos. O, bueno, lo que quedaba de ella después de haber sido quemada por algún anarquista con el nervio flojo. Andaba yo absorta en los restos cuando nos detuvimos delante de un portal. Deulofeu nos reveló con una sonrisa desconcertante que habíamos llegado a nuestro destino. Su cometido terminaba ahí, pero nuestras caras de pavor debieron de enternecerle porque se prestó a guiarnos hasta la puerta del servicio.
Jamás había visto una entrada tan elegante. Accedimos a un cuadrilátero casi perfecto limitado con una pomposa portería de madera gobernada por don Manuel. Siempre me encantó la perspicacia que escondía tras las gafas y la cautela que camuflaba con sus maneras impecables. Nos recibió jovial y, después de identificarnos, nos mostró el camino.
No, no subimos por la espectacular escalinata decorada con moqueta de color verde que se alzaba a nuestra izquierda, y a la que se accedía después de ascender cinco peldaños de casi dos metros y medio de ancho, elaborados con algún material primo hermano del mármol. ¡Y qué barandilla! Parecía un bosque de hojas talladas sobre los laterales de la madera que cubría la estructura de hierro. Deulofeu nos indicó que usáramos la humilde y camuflada escalera del servicio, cuya entrada se escondía tras la portería.
Le hicimos caso y, escalón tras escalón, aparecieron los nervios. Me encontraba ante una nueva vida y empezaba a tomar conciencia de ello.
—Este es el entresuelo, supongo que viviréis aquí junto al resto del servicio, como tiene que ser. Los Puig y sus hijos residen en el principal, justo encima —dijo Deulofeu ante la puerta de madera que daba acceso al piso. Acto seguido, llamó con dos golpes secos.
La puerta se abrió y apareció una mujer entrada en la cuarentena con cara de pocos amigos. Vestía una blusa oscura, una falda negra que apenas anunciaba sus curvas y un delantal que la cubría en su totalidad. Llevaba el pelo recogido en un moño extremadamente estirado que no disimulaba las canas acumuladas a lo largo de quién sabía cuántos años sirviendo.
—Menos mal que habéis llegado. Pensaba que con tanto alboroto habríais sufrido algún infortunio. Yo soy Juana. Y vosotras, ¿cómo os llamáis?
Nos presentamos con timidez. Deulofeu se despidió y desapareció escaleras abajo. Mientras descendía, sentí que perdíamos de vista a la única persona que nos vinculaba a Solsona. María cogió nuestra bolsa, agarró mi mano y ambas seguimos a Juana. Fue el ama de llaves de la casa quien nos guio por las entrañas del nuevo hogar.
Mientras avanzábamos por un pasillo en forma de ele, Juana iba nombrando a los miembros del servicio que ocupaban las habitaciones que había a un lado y otro del corredor. El ama de llaves nos provocaba una risa difícil de contener. Sin cruzar palabra, ambas sabíamos que eran sus ojos fríos y hieráticos lo que nos hacía gracia. En el pueblo matábamos el tiempo riéndonos de las expresiones de los viajantes que no parecían humanas. Ciertamente, la de aquella mujer daba para entretenerse una tarde entera. El disimulo no constaba entre las habilidades innatas de dos chicas de pueblo; seguramente por eso, Juana se giró con brusquedad y dijo:
—Niñas, en esta casa solo existe una regla: seguid todas y cada una de las normas a rajatabla y os irá bien.
Juana continuó caminando mientras María y yo nos esforzábamos por estar a la altura. Pocos segundos después, el ama de llaves se detuvo ante una de las estancias. La abrió y dijo sin apenas mirarnos:
—Esta será vuestra habitación. Sobre la cama tenéis los uniformes. Espero que vuestro padre me enviara las medidas correctas. Al fondo del pasillo encontraréis una puerta blanca que da acceso a una galería. Allí está el excusado que usa el servicio. El baño es esa segunda puerta de ahí. Asearos y cambiaros. Tenéis agua preparada y dos toallas en el armario. La puerta de al lado es una cocina que no usamos. En treinta minutos os quiero listas. Lo siento, no hay luz por culpa de la dichosa huelga.
La mujer volvió al piso principal mientras nosotras conteníamos la risa. No perdimos el tiempo: nos aseamos y volvimos con rapidez a la habitación para cambiarnos. Mi primer vestuario barcelonés no fue, ni mucho menos, de alta costura. Una falda larga que no podía evitar pisar cuando caminaba, una blusa de cuello alto y rayas que bajaba la moral con solo verla, un delantal blanco y el pañuelo para la cabeza. María y yo nos observábamos divertidas.
Juana reapareció en la habitación al cabo de un rato. Nosotras la esperábamos sentadas en la cama. Nos levantamos de inmediato y la mujer permaneció en silencio en la jamba de la puerta mientras nos observaba con detalle. No hizo comentario alguno sobre nuestra apariencia. Habíamos superado la primera prueba.
—¿Sabéis leer y escribir?
Miré a María, pero ella me ignoraba. Había cambiado de actitud. De repente, se mostraba atenta y servicial.
—Nuestro padre nos enseñó, señora.
—Perfecto. Seguidme.
En el mismo momento en que la mujer se giró, mi hermana me lanzó una mirada censuradora. Debía controlar la risita o íbamos a comenzar con mal pie. Acto seguido, se santiguó. Eché un vistazo rápido a la habitación antes de salir. La puerta se encontraba a uno de los costados del rectángulo que formaba la estancia. Las dos camas, separadas por dos mesitas de noche, estaban colocadas en perpendicular al acceso. Dos armarios de madera maciza quedaban más o menos encarados a cada uno de los lechos. Una silla ocupaba el hueco bajo la ventana que se hallaba ante la puerta.
Recorrimos el pasillo hasta la primera esquina. Juana abrió una puerta que quedaba enfrentada a la nuestra y que me pasó desapercibida cuando entramos. Allí descubrimos unas escaleras que nos llevaron directas al piso superior. Una barandilla metálica con revestimiento de madera, que competía en austeridad con el suelo gris y las paredes blancas, marcaba el límite entre los escalones y el vacío. Al llegar a la entrada del principal, Juana nos advirtió que debíamos comportarnos. Íbamos a conocer a los señores.
Sacó entonces una llave del bolsillo de su delantal impoluto y abrió la puerta. Ingresamos a una entradilla que daba a la cocina. Me pareció enorme, aunque, por aquel entonces, no había visto muchas más. No podía dejar de mirar los cacharros y los utensilios que estaban colgados, se amontaban en estanterías o, simplemente, permanecían sobre la encimera. En Solsona solo teníamos una olla y una sartén.
Cuando llegamos al pasillo, avanzamos en línea recta dejando a nuestra derecha la puerta que daba al comedor. A continuación, se hallaba el salón de los Puig. Juana nos pidió que esperáramos fuera antes de llamar. Una voz masculina dio pie a que el ama de llaves abriera la puerta y entrara, dejándola entreabierta. Desde donde estábamos, veíamos un enorme ventanal blanco de madera que sometía la habitación a la luz natural y un exquisito sofá de cojines blancos y acabados dorados. Era un dos plazas digno de un rey. No veíamos a los señores, que intuía sentados justo delante del mismo.
—Señora, las nuevas han llegado. Están aquí para que las conozcan.
Mi hermana me agarró de la mano mientras una voz de mujer, aterciopelada pero autoritaria, le respondió sin vacilar:
—Perfecto. Juana, antes de nada, cuénteme qué se dice en la calle.
—La huelga es total, señora. Huelga general, la llaman. Se ha adelantado una semana a la que se había convocado.
El tono de Juana cambió por completo. Una dulzura que segundos antes parecía imposible y un hilillo de preocupación se transmitían a través de sus palabras.
—La mayoría de los barrios la secundan. Sants, Gràcia… Hay piquetes por toda la ciudad y trincheras como las que se ven desde la ventana. Dicen que la huelga, la de verdad, la comenzaron ayer los obreros de la Hispano-Suiza en la calle de Floridablanca. Parece que estos metalúrgicos no aprenden. Aunque también se cuenta que los primeros insurgentes eran de las zonas periféricas de la ciudad y que vinieron al centro. En fin, que los de la Hispano se dispersaron por las atarazanas. Al cabo de poco, habían convencido a los trabajadores de unas veinte fábricas. De ahí se fue extendiendo por toda la ciudad. En El Poblenou hubo una batalla campal entre los conductores de tranvías y varios obreros que…
—Ojalá —interrumpió la voz femenina— esos pobres infelices no tuvieran que ir a Marruecos. Pero estas no son maneras.
—Que me pinchen. ¿De verdad acaban de salir esas palabras de tu boca? ¿Te vas a afiliar a un sindicato? —comentó una voz grave.
—Sabes que tengo razón, Julià. A la guerra, que vaya el gobierno.
—Ese es el problema, Teresa. Maura se encuentra fuera del país y Ossorio dimitió ayer. Estamos en manos del ejército…
—Sí. Si me permiten, diría que Barcelona es una auténtica batalla campal.
—Doña Juana —intervino de nuevo el hombre—, querrá decir que esos revoltosos están convirtiendo la ciudad en una batalla campal. Lo que más les conviene es que vuelva pronto la luz. Haga pasar a las chicas, por favor.
Juana se acercó y, con un gesto, nos indicó que podíamos entrar. La imagen de Teresa Puig me dejó boquiabierta. A sus cuarenta y nueve años desprendía una belleza que, sumada a unos modales cargados de porte y estilo, la convertían, a mi parecer, en una diosa. Tenía una cara redonda pero fina, unos ojos claros que invitaban a soñar y una boca carnosa que sugería más aventuras que tedio. El pelo liso, castaño y recogido, le abrazaba el rostro con solemnidad. Su mano bailaba con el aire mientras se abanicaba, una habilidad que imité millones de veces. Lucía un traje color verde pastel formado por una falda larga de tubo, una chaqueta y una blusa blanca. Teresa Puig mostrando su esplendor.
Julià Puig se encontraba sentado a su lado, con las piernas cruzadas y La Publicidad en las manos. Cuando entramos nos prestó escasa atención y, la verdad, apenas le recuerdo en aquella escena. Seguramente vestía un traje, lucía bigote y sujetaba el monóculo con una mano. Lo que más me sorprende a día de hoy es que, sin poder evitarlo, le sigo llamando «el señor». Fue doña Teresa quien rompió el hielo:
—Bienvenidas a esta casa. Trabajad duro y se os recompensará. No hagáis caso de lo que sucede ahí fuera, aquí las huelgas no existen, ¿lo entendéis? —Ambas asentimos—. Pues a trabajar.
—Espera un momento, Teresa. Tengo una pregunta.
Don Julià levantó la vista y miró directamente a María, que parecía incómoda y en estado de alerta.
—Entiendo que os habrá sorprendido encontrar una Barcelona… tan alborotada. El gobierno quiere enviar a más hijos de la ciudad a la guerra y el populacho se ha levantado en contra de esta decisión. ¿Qué pensáis al respecto?
Noté cómo mi hermana apretaba su brazo contra el mío, quizá para frenarme, quizá para calmarse, quizá en busca de una salida. La miré de reojo y advertí que buscaba, sin éxito, la complicidad de Juana. Yo debía salvar la situación e, incapaz de dar con las palabras acertadas, dije:
—Permítame responder, señor. No entiendo muy bien lo que sucede o si es justo, pero creo que las vacas que pastaban en Solsona tenían la mirada más feliz que los hombres que hemos visto atrincherados.
El señor se echó a reír de inmediato. Sin embargo, a doña Teresa no le hizo tanta gracia, pues frunció el ceño y desaprobó mi actitud con una sutil pero efectiva mueca. Además, notaba la presencia censuradora de Juana a mi derecha. El vértigo apareció y se apoderó de mi voluntad. Quizá me había excedido, así que sentí la necesidad de romper el silencio y suavizar mis palabras:
—Aunque las vacas se conforman con poco, como debe ser.
Doña Teresa siguió observándome inquisidora.
—Y tú, pequeña pastora, ¿te conformas con poco?
—Para mí, servir en esta casa tan elegante es más que suficiente.
De nuevo, don Julià soltó una carcajada. Doña Teresa suspiró y dio el visto bueno a Juana asintiendo indolente. Cogió una taza de porcelana decorada con flores azules que descansaba en una mesita pegada a la butaca y dio un sorbo mientras su marido volvía a la lectura. Se tomó su tiempo para dejar la taza en la posición inicial y, acto seguido, nos sermoneó:
—Veo que tienes respuesta para todo. Para trabajar aquí, lo único que necesitas es responder a lo que se te pida, ni más ni menos. ¿Entendido? —Ambas hicimos un gesto afirmativo—. Bien —continuó diciendo—, acompañad a Juana. Ella os guiará en vuestros cometidos.
Ambas asentimos y, tras Juana, abandonamos el salón aliviadas. Sentía que la señora me odiaba y esa sensación no auguraba un plácido comienzo. Ya en el pasillo, observé a María. Aparentaba esa calma que fue la envidia de muchos pero que no era más que fachada. La cogí de la mano y noté que se destensaba. Enfilamos el pasillo y nos detuvimos cuando Juana nos habló con tono severo:
—No vuelvas a hablar a los señores de esa manera, ¿me entiendes?
—Pero el señor…
—Pero nada. No habéis venido a opinar. —Juana relajó los hombros e, inesperadamente, enterneció su mirada—. Un consejo: caer en gracia es más peligroso que pasar desapercibido.
—Juana, Juana, ya está usted con sus sentencias. Supongo que vosotras sois las nuevas.
A nuestras espaldas apareció un chico que, sin siquiera mirarlo, me causó un escalofrío irracional. Qué curiosas son las primeras impresiones. Resultó ser el hijo mediano de los Puig, Tomás. Se creía amo y señor del lugar y lo demostraba con su tono autoritario y sus maneras altivas.
Solsona nunca fue un lugar de paso. A pesar de eso, algunas divisiones del ejército se desviaban de vez en cuando e iban al pueblo para descansar o avituallarse. Nos veíamos obligados a acogerlos, alimentarlos e, incluso, entretenerlos. Conocimos a soldados agradecidos, a otros indiferentes y luego estaban aquellos a los que mi padre llamaba «bellacos». Estos se divertían con la humillación o el sufrimiento de los demás. Me refiero a personas que detectan la causa del dolor ajeno y lo explotan escudándose en la autoridad. Con el tiempo, desarrollé una habilidad para identificar y evitar a ese tipo de seres. Los descubría por la mirada, que conjugaba deseo, frustración y malas intenciones. Una mirada que, en un abrir y cerrar de ojos, te identificaba como posible presa. Una como la de Tomás.
—Señorito Tomás, le presento a María y a Francisca. Son las nuevas chicas del servicio.
—Así que María y Francisca. Chicas, vais a oír muchas cosas malas sobre mí. Que sepáis que la mayoría son verdad.
Sus ojos se encontraron con los míos y, a continuación, exploraron mi cuerpo desde la cara hasta los pies. Luego ascendieron para cruzarse de nuevo con mi mirada. Como acto reflejo, lo evité fijándome en el cuadro colgado a mi izquierda. Pero la curiosidad venció mis temores y, al retomar de nuevo el contacto visual, una sonrisa se adueñó de su cara. Fue entonces cuando me percaté del físico de Tomás.
Delgado y lánguido, su nariz aguileña destacaba por encima del resto de los rasgos. También me llamaron la atención sus labios carnosos pero finos. Su tez extremadamente blanca y la poca luz que iluminaba el pasillo le daban un toque enfermizo que se reforzaba con sus suaves gestos. El traje de dos piezas de corte simple que vestía dejaba al descubierto una camisa azul impoluta.
—Bienvenidas. Si necesitáis algo, no dudéis en pedirme ayuda. Y no hagáis caso de las malas lenguas —dijo mirando a Juana—. Corréis el riesgo de atragantaros con su veneno.
Si mi llegada a Barcelona formara parte de un vodevil barato, esa sería la escena en la que la inocente plebeya conoce al rico galán. No obstante, ni yo era inocente ni él un galán.
—Le agradezco sus palabras, señorito. Su consejo de no hacer caso de las malas lenguas me parece acertado. Las chicas de pueblo no necesitamos ayuda.
Tomás sonrió con una picaresca inesperada, reacción que despertó mi interés.
—Por fin, un poco de alegría en esta casa. Juana, se le avecina trabajo.
El chico se alejó por el pasillo sin despedirse ni dedicarnos ningún gesto cordial. Mientras le observaba, me vino a la memoria el sabor salado de la sangre, aquel que había descubierto en la piel de Arnau.
Desaparecido Tomás de nuestra vista, Juana retomó su papel de jefa. Nos encontrábamos ante la puerta de la biblioteca, donde descansaban dos cubos y dos trapos. El ama de llaves estableció los criterios que debíamos seguir en forma de órdenes:
—Luego os acabaré de enseñar la casa y hablaremos mejor de las tareas. Ahora debo atender otros asuntos. De momento, entrad en la biblioteca y fregad el suelo. Cuando vuelva lo quiero reluciente. Si acabáis, volved a limpiarlo, nunca está suficientemente pulcro. Vamos, a trabajar.
Juana se abrió paso entre las dos y se esfumó. María y yo aguantamos varios segundos en silencio; sin embargo, ya al límite de nuestra voluntad, desatamos las carcajadas que enseguida disimulamos para que no perturbaran la quietud de la casa. Cuando entramos en la estancia, descubrimos estanterías y estanterías de libros que cubrían las paredes. En medio, una mesa y una silla tan antiguas como los primeros recuerdos de doña Teresa, dos butacas de lectura y un pequeño alzador de madera escondido tras la mesa. Aquel tenía que ser un buen lugar para vivir.
Barcelona era un hervidero y no solo por la huelga. Un sofocante calor invadía cada rincón de la ciudad y sobrepasaba lo tolerable para dos chicas recién llegadas de una zona más templada. Allí estábamos, cumpliendo con la primera misión como sirvientas, arrodilladas y sudando. Nos esmeramos hasta que Juana vino a buscarnos, dio el visto bueno y nos acompañó a la cocina, donde nos esperaban un par de platos de arroz dispuestos para que los engulléramos. Lo recuerdo como uno de los mejores manjares que he probado, y es que, como decía Tomás, «la exquisitez de la comida aumenta según el contexto». Terminada la cena, fuimos directas a la habitación. Allí nos invadió la necesidad de comentar lo vivido, la casa, sus habitantes, los muebles, detalles que con el tiempo se volvieron insignificantes. Quién nos iba a decir que ni don Julià ni doña Teresa nos protegerían de lo que sucedió después.
3
¿Por qué tengo imágenes tan vívidas de los primeros días en Barcelona? Es una suerte que el tiempo no haya manipulado el sabor de algunas experiencias. Cierro los ojos y recuerdo nuestro primer despertar en casa de los Puig. Un tímido rayo de sol atravesaba la ventana cuando Juana apareció en la habitación, impecable, tal cual la vimos la noche anterior. Si me llegan a contar que había dormido de pie, me lo habría creído. Con un tono calmado pero estricto, nos urgía a levantarnos y a vestirnos para ayudar a preparar el desayuno de los señores.
Nos cambiamos y, una vez nos dimos el visto bueno la una a la otra, subimos al principal y nos encontramos con Juana en la cocina. El ajetreo que descubrimos me pareció cómico. ¿Tanto alboroto por un desayuno? Allí se encontraban nuestros compañeros del servicio, trajinando y preparando los alimentos como si de su eficiencia dependiera el fin del mundo. Juana nos pidió que nos incorporásemos a aquella coreografía con órdenes concretas. Corta el fuet. Exprime las naranjas. Bate los huevos para una tortilla.
El primero que nos habló fue Ramón, el mayordomo. Más cerca de la cincuentena que de la cuarentena, con traje y chaleco negros, barriga afianzada por un apetito insaciable y piernas finas, nos saludó con camaradería. Cuando pienso en Ramón, asocio su imagen a una sonrisa. La primera impresión fue idéntica a la última, estaba delante de un hombre en mayúsculas, fiel a lo bueno de su género y condición. Por malestar o tristeza que padeciera, sabía disfrutar de los días, las responsabilidades y las adversidades. Junto a él pasamos largas tardes hablando sobre la ciudad, la historia y el linaje de familias como los Puig. El teatro era su pasión. Si podía, no se perdía obra alguna del Paralelo. Y, de vez en cuando, iba al gallinero de un teatro cualquiera de las Ramblas para disfrutar de los clásicos. Las entradas eran caras, pero se decía que el señor se las proporcionaba.
Entre prisas y preparaciones, fuimos conversando con el resto del servicio: Paula, Daniel y, por supuesto, Carmen. Risueña y mayor que nosotras, no secundó la huelga debido a su fuerte sentido del deber y, seguramente, a la presión que ejercía el ama de llaves. Los rasgos faciales de Carmen llamaban la atención, quizá por su leve matiz arábigo. Era delgada, tenía una cara angulada, determinada por una tez morena, el pelo negro y los ojos oscuros. Su rostro, en apariencia duro, se iluminaba y enternecía cuando sonreía. Desde el primer momento, María la trató con una distancia inusual para sus modales; no fue hasta mucho más tarde que entendí por qué.
Mientras intercambiábamos las primeras palabras, Carmen preparaba los platos que, minutos después, colocó con esmero sobre la bandeja que Ramón llevó al comedor. Nos dio la bienvenida y nos regaló un par de guiños apresurados. Yo seguía como podía las indicaciones que uno y otro me daban, pero quedó claro que los fogones no iban a ser mis aliados. Quizá por eso me regalaron un billete directo hacia la limpieza y las compras.
—Si el noble arte de la cocina no está entre tus talentos, no te preocupes —dijo Ramón al terminar el desayuno—. En una casa como esta hay trabajo de sobra.
María, en cambio, destacó por su destreza y su minuciosidad en la preparación de la comida. Con el tiempo, se convertiría en la cocinera oficial de la casa.
Aquel día ayudamos también a preparar el almuerzo; y pronto se presentó una oportunidad con la que pude demostrar mi valía. Estando el guiso casi listo, un contratiempo puso en entredicho el meticuloso procedimiento de la compra de alimentos que Juana supervisaba a diario.
—Doña Juana, se ha acabado el pan —dijo Carmen.
—Eso es imposible, esta mañana había un montón.
—Disculpe que la contradiga, pero justo se lo he comentado hace un rato. Quizá estaba despistada controlando a las nuevas —dijo sonriéndonos con complicidad, gesto que incomodó a María.
Juana hizo caso omiso del comentario de Carmen, suspiró y permaneció unos segundos dubitativa. Su solución no se hizo esperar:
—Francisca, necesitamos pan. El mundo se ha vuelto loco y estamos fuera de las horas consignadas. —Se detuvo como si se esforzara en medir sus palabras—. Acabas de llegar, ningún piquete te reconocerá. No te enviaría si no fueras una chica lista. La panadería de Elena está dos calles más arriba. Estará cerrada. Debes entrar en el portal del edificio contiguo, el de la derecha. Allí está la puerta interior. Te daré un costurero grande para disimular.
—Doña Juana —la interrumpió Carmen con cautela—. ¿Cree que es necesario que la exponga de esa manera? No conoce la ciudad y…
—En esta casa no se comerá sin pan. Tú, niña, ¿has oído lo que te he dicho?
Asentí y miré a María más emocionada que asustada. Mi hermana no aprobaba aquello, pero no se atrevió a rechistar. En cambio, yo me moría de ganas de ver con mis propios ojos lo que sucedía más allá de aquellas paredes. Así que cogí el costurero y fui a cambiarme. Acto seguido, salí por la puerta del servicio y bajé las escaleras de dos en dos. Saludé a don Manuel quien, alzando la vista de su diario, me pidió que tuviera cuidado.
La calle de Aribau se presentaba más deshabitada de lo que imaginé. Ningún tranvía se desplazaba por los raíles, ningún carro circulaba. La ciudad rugía espantosamente, pero apenas me crucé con un alma. Y el cielo, ¿cómo olvidarlo? El humo manchaba varios puntos del horizonte.
Cuando llegué a la panadería, entré en un portal mucho más austero que el de los Puig y localicé la puerta que Juana me había descrito. Crucé un pequeño pasadizo sin más decoración que sus estropeadas paredes y llamé a una puerta de color blanco que lo cerraba en el otro extremo. Una voz me pidió que me identificara y, después de hacerlo, le pedí el pan. Elena me advirtió que las barras eran más caras de lo habitual.
—Ya sabe, es muy arriesgado vender al servicio tal y como está la calle, y, además, fuera de las horas permitidas por el Comité.
Acepté el precio y la puerta se abrió ligeramente. Una mano me mostró las barras y yo las cogí. Luego permaneció abierta, con la palma encarada hacia el techo, esperando las monedas. Se las di y cuando notó el tacto del dinero, desapareció. Mi primera compra en Barcelona terminó seguida de un portazo.
Volví sobre mis pasos hasta la calle y me dispuse a regresar a casa. Levanté la mirada hacia la esquina contraria y vi otra caseta de consumos convertida en escombros. La imagen se apoderó de mis dos dedos de frente y me dirigí obnubilada hacia los restos. En el cielo, humo y cenizas. A mi alrededor, ruido, gritos, golpes secos provenientes de avenidas adyacentes que deberían haberme alertado.
Existe una belleza en el caos que siempre me ha cautivado. Me sentía incapaz de recordar quién era y lo que debía hacer. Quedé atrapada por la majestuosidad del humo que decoraba el techo de la ciudad y que tal vez procedía de la quema de una iglesia o un convento. A continuación, contemplé una pequeña barricada situada no muy lejos de la caseta, construida con sacos de comida, muebles y un tranvía volcado. Dios mío, era la primera vez que veía un tranvía de cerca y no me podía creer que tuviera semejante tamaño. El sector del transporte también había secundado la huelga y los pocos tranvías que circulaban por la ciudad los conducían esquiroles. No obstante, y a causa de los piquetes, no completaban ni un tercio de su ruta ya que muchos terminaban como el que tenía delante. A un lado de aquel muro de objetos había hombres humildes, vestidos de calle, con palos y alguna que otra arma. Al otro, nada, nadie. Esperaban mientras gritaban a un futuro incierto: «¡Abajo la guerra, arriba el ejército!».
Si me hubiera ido en aquel momento, si hubiera salido directamente de la tienda de Elena y hubiera volado a casa, quizá esta historia no tendría sentido alguno. Pero me dejé llevar por la curiosidad, y de repente se acercaron dos muchachos que me increparon.
—Tú, niña, ¿qué llevas ahí?
—Nada.
Me giré y di varios pasos en dirección contraria. Ellos me rodearon a la vez que me cerraron el paso con sus cuerpos. Los dos eran morenos, vestían una especie de mono gris y parecían cansados. Sus rostros eran una prueba fehaciente de que las huelgas producen ojeras. Los chicos no disimulaban su falta de educación y de un baño con jabón. El más joven fumaba un cigarrillo que sostenía en los labios con desgana.
—¿No sabes que estamos en paro? ¿Acaso no te importan tus compañeros reservistas?
—Haga las preguntas de una en una. Y no, no sé de qué me hablan. Mi madre me ha enviado a comprar. Quería ir durante la hora oficial, pero hemos tenido…
—No mientas, se ve a la legua que eres una sirvienta. No puedo creer que seas tan egoísta.
El mayor me agarró el costurero con brusquedad. Después de todo, no resultó ser un buen escondite. Intenté resistirme, pero el fumador me detuvo con un movimiento seco del brazo mientras su compinche descubría mi botín.
—Así que pan, ¿eh? Tus señores no podían pasar sin pan, ¿eh? Dime, ¿en qué casa sirves?
Hasta el momento tan solo me habían provocado un leve enojo, pero uno de ellos me cogió por el hombro derecho para intentar llevarme hacia quién sabía dónde. Fue entonces cuando el miedo me invadió y comencé a conjeturar sobre las posibilidades que tenía de huir, que parecían más bien nulas. Y sin yo esperarlo, una voz detuvo las viles intenciones de los chavales:
—Esta batalla no la vamos a ganar sin comer, creo yo.
Las palabras sonaron como un disparo en medio de un prado. Estaba tan concentrada en escapar que tardé varios segundos en darme cuenta de su presencia. ¿Debía darme la vuelta y buscar la complicidad de la voz que había surgido en mi defensa? Aunque eso suponía perder contacto visual con los chicos, lo consideré la mejor opción. Y cuando me giré, crucé por primera vez mi mirada con la de Joan.
No me enamoré en aquel instante, mi corazón no dio un vuelco ni sentí las mariposas que los románticos describen en las historias de amor, sino justo lo contrario, experimenté una paz inaudita, una calma que ahora necesito para respirar y que durante tanto tiempo consideré secundaria. Joan se acercó, pasó por mi lado casi sin mirarme y se encaró a los marrulleros. Qué estúpidamente orgullosa era, a pesar de que me estaba ayudando, pensé que era un fanfarrón y un presuntuoso:
—No sé quién es, pero no necesito su ayuda.
—No la estoy ayudando, señorita, solo quiero que estos insensatos entren en razón.
Di un paso al frente para responderle, pero él me detuvo con el brazo. Sin prestarme atención, concentrado en su osadía y en las ganas de convertirse en el salvador del día, tensó el cuerpo y los gestos con intención agresiva. Parecía que iban a cambiar los argumentos por los puños, pero tres hombres con las chaquetas y los sombreros llenos de polvo, después de una noche de trabajo preparando el escenario de una batalla que no llegaba, se acercaron desde la barricada.
—A ver, ¿qué pasa aquí? —preguntó el cabecilla.
—Esta chica, que no secunda la huelga. Ha… —empezó a decir el fumador.
Joan le interrumpió y dio su versión. La reacción del cabecilla no se hizo esperar.
—¿Y estáis molestando a esta niña por un poco de carne? Qué somos, ¿salvajes?
—Soy una mujer. Y he comprado pan, ¡pan! ¡Llévenme presa!
Los hombres de la barricada soltaron varias carcajadas mientras los dos canallas se mostraban cabizbajos. La rabia recorrió mi cuerpo y se concentró en la cabeza. ¿A santo de qué se reían de mis palabras? Estaba por acallarlos cuando el cabecilla dijo:
—Esto es importante, chicos. Los ciudadanos tienen que comer y alguien tiene que proporcionarles alimentos. Ya lo sabéis, están viniendo a Barcelona tropas de Valencia y Zaragoza. Preocuparos por defender la ciudad del capitán Luis de Santiago, no de las niñas que van a por pan. ¿Creéis que esto es un juego? Estoy harto de escuchar cómo los socialistas proclaman que la huelga general es el verdadero poder del pueblo. Ahora es el momento de demostrarlo. —Entonces miró a Joan—. Te conozco. Te he visto en alguna de las reuniones de Solidaridad Obrera, ¿no?
—Sí, señor. Mi tío milita y yo a veces le acompaño.
—No me llames señor, no soy más que un compañero. Anda, acompáñala a casa e id con cuidado. La mañana está demasiado quieta y eso no es bueno.
—Se lo agradezco, pero no necesito que me acompañen a casa.
El cabecilla sonrió y me miró divertido.
—No lo dudo.
Los dos chicos que me importunaron maldijeron a Joan y se fueron por donde habían venido. Los hombres de la barricada esperaron unos segundos de cortesía para asegurarse de que el conflicto había terminado, se despidieron y volvieron a sus puestos. Joan y yo permanecimos de pie, incómodos, buscando un gesto o una palabra que cerrara la escena. Debía agradecerle su gesta, y cuando me decidí a hacerlo, él se adelantó diciendo:
—Yo iba en esa dirección. ¿Y usted? ¿Hacia dónde va?
—También hacia allí, pero puedo ir sola. Me llamo Francisca, por cierto.
—Francisca, encantado de conocerla. Ambos vamos a tomar la misma calle, entonces. ¿Sería usted tan amable de acompañarme?
Accedí y enfilamos la calle de Aribau en dirección al mar. Me contó que trabajaba en Can Batlló, una de las fábricas textiles de Sants; se deslomaba durante diez u once horas al día a cambio de un jornal de cuatro pesetas, algo tan injusto como agotador. Por suerte, años atrás habían conseguido el domingo libre, pero no era suficiente descanso.
De su boca oí por primera vez la palabra «anarquista». No comprendía el significado de las cosas que me contaba, los sindicatos que defendía, el odio que sentía hacia su patrón, pero se expresaba con pasión, idioma que entendía a la perfección.
—Porque los patrones nos roban lo más preciado: nuestro esfuerzo y nuestro tiempo. ¿Y a cambio de qué? De un mísero salario que nos da lo justo para sobrevivir. Por eso es tan importante que no nos dejemos pisotear y que reivindiquemos lo que es nuestro. Juntos podemos ser más fuertes que las armas o el poder. —Joan advirtió que sus ideas me estaban abrumando y detuvo su discurso—. Disculpe, le molesta que…
—No, no es eso. Intento asimilar lo que me cuenta. Al fin y al cabo, ¿las fábricas no necesitan personas para hacer telas y máquinas?
Me detuve y él comprendió que había llegado a mi destino, aunque no calló. Me fijé en sus ojos verdes, que contrastaban con su pelo espeso, desaliñado y negro como la tinta que uso para escribir estas palabras. Su mandíbula marcada y sus pómulos rojizos sostenían una nariz respingona y unos ojos con un leve achinamiento que se pronunciaba cuando sonreía. Era delgado pero fuerte, alto pero no en exceso, de gesto sensible y andar masculino. Y mientras le observaba con detenimiento, me di cuenta del tiempo que había pasado desde que fui a por el pan. Cierta inquietud apareció en mis gestos: no quería interrumpirle pero tenía que subir.
—Y los patrones ganan mucho dinero y no lo reparten entre los obreros… —Inicié una réplica pero me interrumpió—. Está bien, no la quiero molestar más. Acaba de llegar a Barcelona y tiene mucho que aprender. Sirve en una casa, ¿no? —No me dejó responder—. Pues escuche mi propuesta: la espero dentro de dos domingos en el hotel Oriente. Está en las Ramblas. ¿Sabe dónde es? —Negué con la cabeza—. Claro, es normal. Es una de las calles más bonitas de la ciudad. Pregunte en su casa. En fin, venga y hablaremos. Si no viene, la esperaré el domingo siguiente. Y si tampoco aparece, allí estaré el otro. Sé que acabará viniendo, me lo dicen sus ojos.
—No sé si es correcto que me encuentre con un…
—Francisca, ese es su nombre, ¿no? —Asentí—. No tenga miedo, no la voy a cortejar. Soy su padrino en Barcelona. Eso no es malo, ¿verdad?
Joan terminó su monólogo sin dejar que le respondiera. Continuó su camino sonriendo, convencido de que me volvería a ver, contento de su buena obra. Suspiré entre desconcertada y enfadada por su dulce arrogancia. En realidad, se me escaparon unas palabras poco habituales en mi vocabulario:
—Gra… gracias por su ayuda.
Las dije con un volumen tan bajo que dudo que me oyera. Entré en el portal y subí las escaleras temerosa de Juana. Sabía que me esperaba una regañina. El ama de llaves abrió casi en el instante en que puse el pie en el rellano. Parecía que me hubiera estado esperando pegada a la puerta. Me obligó a entrar de malas maneras, cogió el costurero y cerró la puerta. Mientras avanzábamos por los pasillos del entresuelo, me llamó varias veces irresponsable. Creía que me regañaría con dureza, que me castigaría, qué sé yo. Pero antes de entrar en la cocina se detuvo. Se giró y, con el delantal blanco oscilando por el movimiento, dijo:
—Siempre que te comportes como una inconsciente, alguien sufrirá. Hazte mayor. Ya no eres una niña.
Ay, Juana, si te hubiera escuchado. Los adultos te regalan muchos consejos cuando te consideran joven y vulnerable, pero no tienen en cuenta que la sordera es uno de los síntomas de la inmadurez. Por eso Dios, el destino o quien mueva los hilos de la vida debería acompañar las lecciones realmente importantes con señales de fuego y campanadas de alerta.
4
Antes de ponerme a escribir, he dejado al pequeño Joan en casa de Matilde, la vecina del tercero. Se entienden bien y, la verdad, yo necesitaba un poco de silencio para ordenar mis recuerdos. El niño apenas tiene dos años, pero habla más que la mayoría de los niños de su edad. Parece que será avispado, herencia de su padre. Y de su abuelo. Qué sé yo. Observo esta mesa sobre la que escribo y me viene una infinidad de recuerdos felices. No obstante, en mi pasado abundan unas miserias que, en un día como hoy, pesan más que las bendiciones.
Nunca esperas que un año se marchite a la velocidad del que estoy viviendo. Desde que llegué a Barcelona, vivimos huelgas, atentados, pistoleros, lockouts, dictadores, gobernadores corruptos…, pero jamás una guerra. Quién me iba a decir a mí que en 1937, cuando escribo estos recuerdos, estaría planteándome abandonar la ciudad.
Me pierdo en mis pensamientos y tan solo he contado migajas de mi historia. En fin, pronto aprendí que los Puig eran unos artistas del disimulo. Jugaban a esconder sus verdaderas intenciones tras un sinfín de cordialidades, sonrisas y dobles intenciones. Mostrar sus verdaderos pensamientos era para ellos un síntoma de debilidad, y se pagaba caro. Qué sofisticado me parecía entonces y qué hipócrita lo recuerdo ahora. Me he pasado media vida sobre los escenarios, pero aquella familia se disfrazaba más veces en un día que yo en toda mi carrera.
La huelga general se prolongó varias jornadas más, y Juana no quería problemas. No nos dejaron salir del edificio hasta días después de que acabara. Bajo su estricto mandato, descubrimos las aptitudes que debe poseer una buena sirvienta. María entró definitivamente en la cocina y yo repartía el tiempo entre servir la comida y las tareas que el ama de llaves me pedía. Mi hermana y yo observábamos la calle desde una de las ventanas que daba a Aribau. Protestas, gritos, disparos. A través del cristal percibimos la fuerza de los habitantes de una ciudad que vivía un momento excepcional. Y el calor, recuerdo el calor. La humedad, gran desconocida para nosotras, nos sofocaba y nos agotaba.
Los Puig escondían su preocupación cuando se hablaba de la huelga. Simpatizaban con la causa de los reservistas pero no con el modo de reivindicar