Antica Madre

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Capítulo 1

1

Avanzaba por la estepa numídica una caravana escoltada por veinte soldados a caballo pertrechados con equipo ligero y otros tantos legionarios que, desde hacía dos semanas al menos, habían obtenido por parte del centurión Rufio Fabro permiso para despojarse de la armadura y dejarla en el carro. Bajo el sol, las lorigas de acero se ponían al rojo vivo, y era imposible soportar el peso y la temperatura.

El centurión de primera línea Furio Voreno podía ver a lo lejos la mole inmensa de un elefante, un grupo de cebras, antílopes de largos cuernos y, aparte, un grupo de leones de pelaje amarillo rojizo a cuyo frente estaba un macho de tupida melena. Detrás del centurión caminaba el pintor de paisajes, que se preparaba para retratar el territorio agreste de Numidia.

La caravana estaba compuesta por una decena de carros que transportaban animales salvajes destinados a las venationes en la arena de Roma: leones, leopardos, simios y un gigantesco búfalo negro que ya había sacudido violentamente los barrotes de su jaula en el carro haciéndola pedazos. Cada vez que resoplaba levantaba una nube de polvo y de paja machacada. Parecía un ser mitológico como el toro de Creta.

Caía la tarde y las sombras se alargaban. La brisa traía de las montañas la infinidad de perfumes del lejano Atlas y los carros estaban colocados en círculo en torno al campamento provisional, al raso, mientras los sirvientes indígenas preparaban el fuego para asar las piezas de caza que habían abatido durante el día. Se habían dispuesto tres cuerpos de guardia fuera del círculo en la oscuridad porque la zona estaba infestada de depredadores gétulos y garamantes. El centurión Furio Voreno, veterano de muchas batallas en Germania, sobrino del famoso centurión Voreno que se había cubierto de gloria bajo el mando de Julio César en la Galia, daba las órdenes para los turnos de guardia y supervisaba la construcción del recinto para los caballos. En uno de los carros había un gigantesco león de negra melena, capturado hacía poco y que nunca había sufrido cautividad; recorría, adelante y atrás, su espacio angosto rugiendo rabiosamente y se arrojaba contra los barrotes de la jaula haciendo temblar el carro entero.

Los caballos, que no solo oían los rugidos de la fiera sino que percibían el intenso olor selvático, se encabritaban y buscaban sin cesar una abertura para huir, aterrados, como si el león estuviese libre y pudiera descuartizarlos de un momento a otro. Se reforzaron las estacas del recinto y se amarraron los caballos con cuerdas a la empalizada.

En el interior del círculo de los carros, aparte de aquellos militares había varias tiendas de campaña privadas donde se alojaban un gladiador llamado Bastarna, durante años ídolo de las multitudes en Roma y ahora retirado para siempre de los combates de la arena; dos reciarios, Triton y Pistrix, así como el lanista Córsico con sus ayudantes, que organizaban no solo los ludi gladiatorios sino también las venationes con los animales salvajes.

En el último de los carros había otra criatura salvaje, espléndida y oscura en su cuerpo reluciente, casi desnuda; solo un taparrabos le cubría la ingle. Cuando uno de los guardianes se acercaba a su jaula y alzaba la lucerna para comprobar si se había acabado la comida, sus ojos, de un increíble color verde, brillaban en las tinieblas, y mostraba los dientes, semejantes a perlas, frunciendo los labios como lo haría una pantera.

En mitad del primer turno de guardia Voreno se levantó y dio una vuelta de inspección por el exterior para asegurarse de que los centinelas estaban bien despiertos. A dos tercios del redondel de los carros encontró a Fabro, que hacía otro tanto.

—¿Todo bien? —le preguntó.

—Sí, todo en orden.

—¿Te apetece un vaso de vino antes de ir a dormir?

—Por supuesto. Y así nos calentamos un poco también cerca del fuego. Esta noche hace frío.

Voreno destapó la cantimplora de madera y sacó de la bolsa dos tazas del mismo material. Acto seguido vertió en ellas el vino que quedaba en partes iguales.

—Nunca he visto una criatura como esa. ¿Y tú? —dijo Fabro, y señaló el último carro.

—Yo tampoco —respondió Voreno—. He pasado la mayor parte de mi servicio en Germania… ¿Sabes? También yo pensaba en ella. Estamos aquí, cerca del fuego, tomando un buen vaso de vino. Y ella está allí —dijo mostrando con el dedo—, desnuda en medio del frío cortante.

—Sabrá apañárselas. Es como una fiera… —replicó Fabro—. La he visto mirar fijamente a los ojos al leopardo que está en la jaula próxima, un buen rato, como si se intercambiaran pensamientos.

—Pero no tiene con qué protegerse. ¿Ha comido?

Fabro negó con la cabeza.

—¿Bebido?

Fabro indicó de nuevo que no.

Voreno lo miró a los ojos.

—Te considero personalmente responsable de lo que pueda pasarle. ¿Tienes idea de cuánto vale?

—Los sirvientes no se atreven a acercarse a su jaula: temen que sea un espíritu maligno —respondió Fabro.

—Entonces, despierta al cocinero. Lo conozco, no teme a nada ni a nadie. Dile que le lleve algo que haya sobrado de la cena y agua filtrada. Enseguida.

Fabro obedeció, y los tres se acercaron al carro de la pantera negra. El cocinero sabía ya qué hacer. La observó con atención. Estaba acurrucada sobre una estera de mimbre. Adormecida, quizá extenuada por la inanición.

Se acercó al carro y alargó hacia el interior un cuenco con carne de cebra. No había retirado aún la mano cuando la criatura salvaje se abalanzó hacia él, le aferró la muñeca y lo arrastró consigo con tal violencia que le estrelló la cara contra los barrotes de la jaula. El cocinero emitió tal grito de dolor que despertó a no pocos de los legionarios y al gladiador Bastarna, quien acudió con la espada desenvainada. Voreno lo detuvo con la mirada y con la voz:

—¡Aparta esa espada! —exigió. Acto seguido, al ver que casi todos los legionarios se habían agolpado en torno al carro armados y preparados para el combate, añadió—: ¡Vosotros volved a las tiendas, no ha sucedido nada! —Y agregó mirando a su alrededor—: ¿Quince legionarios cubiertos de hierro por una sola muchacha desarmada? ¿Acaso nos hemos vuelto locos?

Todos se fueron, y Voreno, que se había quedado solo, tomó la cantimplora del agua en una mano y en la otra un bastón resinoso, que prendió con el fuego de la lucerna. Lentamente, paso a paso, se acercó al carro y a la jaula. También lo hizo la muchacha, casi arrastrándose por la base del carro. Miraba el cuenco con agua. Debía de estar muerta de sed.

Voreno se aproximó de nuevo y se situó a menos de un paso de la jaula. La muchacha lo miró con ojos ardientes: lo desafiaba. Voreno aceptó el desafío y, alargando el brazo, le pasó el c

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