La mesa del rey Salomón (Los buscadores 1)

Luis Montero Manglano

Fragmento

1

Vivir en Canterbury sin bicicleta es como vivir en el Ártico sin trineo.

Yo tenía una estupenda. Una Firestone de 1937 de color rojo. Tenía la barra curvada y el manillar hacía la silueta de una cornamenta. La encontré en el fondo de una tienda de chamari­ lero, en Guildhall Street, poco después de mudarme a Canterbury. El tipo de la tienda me cobró casi cien libras. Creyó que estaba haciendo un buen negocio, pero no tenía ni idea del teso­ ro que acababa de venderme.

Era lógico suponer que semejante belleza con ruedas se con­ vertiría pronto en un bien más que codiciado. Canterbury es una de las ciudades más seguras del Reino Unido (al menos eso dicen los folletos de los albergues universitarios), pero en un lugar en el cual uno de cada dos habitantes es estudiante, tener una bici de coleccionista aparcada en la calle significa una grosera invitación al robo.

Para mi desgracia, yo vivía con el más rastrero ladrón de bicicletas de toda la ciudad: Jacob, mi compañero de piso.

Él tenía uno de esos cacharros plegables que venden en los grandes almacenes deportivos. Fea como una prótesis, estaba tan castigada y machacada que hacía unos ruidos espantosos cuando circulaba sobre los adoquines de las calles peatonales. Podías oír la llegada de Jacob desde kilómetros de distancia; era como si estuviese a punto de arrollarte un alud de cubos de basura.

Jacob y yo trabajábamos en el mismo sitio. Nuestros horarios coincidían, pero él solía salir mucho antes que yo por las mañanas. Inglés hasta la médula, Jacob no perdonaba un buen desayuno, mientras que yo me conformaba con lavarme las tripas con un zumo y tirar hasta media mañana. A causa de esta diferencia, Jacob madrugaba mucho más que yo y, por lo tanto, solía irse antes a trabajar.

Al parecer, Jacob consideraba que la Firestone del 37 no pertenecía a su legítimo dueño, sino más bien a aquel que salía antes de casa por las mañanas. Al final, y a pesar de las cien libras que religiosamente pagué a aquel chamarilero de Guildhall Street, era yo el que terminaba yendo a trabajar con el renqueante trasto plegable mientras Jacob se pavoneaba por la ciudad con mi bici de coleccionista.

—Lo siento, estaba tan dormido cuando salí que ni siquiera sabía en qué bici me estaba montando…

Era la excusa favorita de aquel orgulloso descendiente espiritual del conde de Elgin. El conde de Elgin, por cierto, fue el inglés que se largó de Atenas con los frisos del Partenón. Aun así, al menos no se los birló a su compañero de piso.

De modo que aquella mañana, una vez más, cuando salí por la puerta de la casa de Tower Way en la que vivía con la versión ciclista de Arsenio Lupin, me encontré con que otra vez tendría que ir a trabajar con aquella monstruosidad plegable, envuelta en cadenas a una farola.

Maldije a Jacob por lo bajo y decidí vengarme. Subí corrien­ do a nuestro piso, entré en su habitación y, sin ningún remordimiento, me agencié su iPad. Lo mínimo que me debía aquel sin­ vergüenza era algo de música de acompañamiento camino del trabajo.

Era una lástima que sus gustos musicales fueran tan opuestos a los míos. Mientras bajaba traqueteando la cuesta de Tower Way, intentando que la bici de Jacob no se me deshiciera entre las piernas, la alegre de voz de Cindy Lauper me aseguraba que las chicas sólo quieren divertirse.

Eran las ocho menos cuarto, y yo debía estar en el museo a las ocho. El cielo lucía un elegante color gris británico. Empezó a chispear cuando apenas había recorrido unos metros del camino.

Nueve meses viviendo en Canterbury te acostumbran a que la lluvia sea algo tan propio de la ciudad como la catedral o las hordas de turistas de fin de semana, de modo que apenas fui consciente de aquella llovizna mientras bajaba las cuestas de High Street.

Iba rápido. No quería llegar tarde porque aquel día tenía una visita a primera hora, de modo que sorteaba a los viandantes sin apenas tocar el freno e ignorando los semáforos.

Canterbury es un lugar con bastante encanto. El casco viejo de la ciudad amurallada está repleto de callejuelas flanqueadas por casitas bajas, con fachadas de ladrillo y madera. Muy inglés. Era fácil imaginarse tras cualquiera de esas fachadas a una es­ ponjosa ancianita tomando su té de la mañana, mientras se esforzaba por averiguar quién disparó al vicario en la biblioteca del coronel.

La ciudad recibe a lo largo del año una marea de turistas, que aprovecha explotando su cruento pasado medieval. En todos los hoteles invitan a hacer recorridos temáticos por la ca­ tedral y las ruinas del castillo. Hay decenas de tiendas de recuerdos en las que, por un buen puñado de libras, puedes comprarte una réplica espantosa de la vidriera de la catedral en la que se representa el asesinato de Thomas Beckett, una edición en rústica de los Cuentos de Chaucer (que, como ocurre con la mayoría de los libros clásicos, todo el mundo compra pero nadie lee) o un póster con las caras de los reyes de Inglaterra desde Guillermo el Conquistador hasta Isabel II. A los turistas les encanta.

La última ocurrencia de la oficina de turismo era la de celebrar algo llamado «Festival de Chaucer». Desde días atrás, las calles se habían ido llenando con carteles que anunciaban el programa de festejos y prometían una experiencia tan vívida como un viaje a través del tiempo, hacia los oscuros días de la Edad Media.

En Butter Square habían levantado una serie de casetas adornadas con toldos de franjas de colores. En ellas vendían las mis­ mas tonterías que en las tiendas habituales, sólo que en este caso podías ser atendido por un tipo vestido de trovador o una mujer intentando hacer las veces de mesonera. También había espectáculos callejeros: bufones, malabaristas, incluso un pregonero que solía vocear siempre que yo intentaba echarme la siesta.

Los alumnos de todos los grupos de teatro de la ciudad (y en Canterbury hay muchos, créeme; tiene tres universidades) se habían entregado al Festival de Chaucer con verdadero entusiasmo. A menudo improvisaban representaciones que no apa­ recían en el programa de festejos. En los últimos días era habitual pasear tranquilamente por el centro y toparse de bruces con un auto de fe en el que un par de zapatillas deportivas asomaban bajo la sotana de los monjes inquisidores, justas de nobles en las cuales los contendientes llevaban relojes de pulsera, o un simple grupo de tres o cuatro chicos, apenas disfrazados, que hacían lecturas dramatizadas de algún relato de Chaucer. A veces pedían propina al terminar, pero normalmente lo hacían sólo por diversión.

Yo los veía a menudo cuando iba a trabajar, montado en mi bici. Aquel día no fue una excepción. Mientras atravesaba la ciudad pasé junto a un hombre vestido como un verdugo, que in­ cluso llevaba al hombro un hacha de cartón. Salía de una panadería dando bocados a un grasiento dónut.

El verdugo estaba tan concentrado en su desayuno que no me vio venir. Ni siquiera me oyó, y eso sí que me resulta más difícil de creer porque la bici de Jacob armaba un escándalo de mil demonios.

Le grité para que se apartara, pero fue demasiado tarde. Em­ bestí al verdugo medieval con todo el ímpetu del siglo xxi y los dos caímos rodando al suelo. Recuerdo el sonido de las piezas de la bici de Jacob, mezclado con la voz de Cindy Lauper y un exabrupto de boca del verdugo.

—¡Joder…!

Cualquier expatriado se emociona al oír tacos en su propio idioma, y mucho más si salen de labios de un verdugo del siglo xiv.

—¡Lo siento! ¿Est

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