Más allá del mar

Gonzalo Iribarnegaray

Fragmento

Capítulo 1

1

El capitán subió las escaleras del viejo edificio a la cabeza de cinco hombres. Su mano izquierda portaba un candil que iluminaba sus pasos y alargaba las sombras. La diestra bordeaba la empuñadura de su espada, que descansaba colgada del cinto. Se giró y acercó el índice a los labios para indicar silencio, aunque todos ascendían ya con sigilo. Las maderas se quejaban suavemente bajo sus pies y nada más se escuchaba. Cuando alcanzó el primer piso, un pequeño roedor se cruzó en su camino y desapareció asustado. El capitán lo siguió con la mirada por un instante. Después observó el estrecho pasillo que se abría frente a él, caminó hasta la tercera puerta y esperó a que sus hombres se situaran a ambos lados. Luego asintió con un ligero movimiento de cabeza. Uno de los soldados dio un paso atrás, tomó carrerilla y se arrojó contra la puerta con el hombro por delante. La cerradura cedió y todos entraron en tropel con las espadas desenvainadas.

En el interior, un hombre dormía sobre un jergón. Se incorporó sobresaltado, aún enredado por un inquietante sueño, y alargó la mano hacia su daga. Cuando la sintió entre los dedos, el capitán le acertó con un puntapié y la perdió. Intentó enderezarse de nuevo y defenderse, pero ya tenía la punta de una espada en el gaznate, otra en mitad del abdomen y dos ballestas apuntándolo. El capitán lo obligó a levantarse y acercó el candil a su rostro.

—¿Es este? —preguntó a un anciano enjuto que había entrado tras ellos.

—Lo es.

—Bien —casi susurró el capitán, y entregó la lámpara a uno de los suyos.

Entonces en un movimiento ágil y rápido, se giró sobre sí mismo y golpeó al hombre en la boca del estómago, con tanta fuerza que este cayó sobre sus rodillas.

—Date por preso.

Año 1482

Año 1482

Capítulo 2

2

En Algorta, pequeño pueblo pesquero del señorío de Bizkaia, reinaba la calma en un día gris y desapacible. La pequeña playa permanecía dormida y el silencio solo se rompía con el vaivén del débil oleaje. La brisa agitaba las melenas de las tres mujeres que remendaban las redes, impasibles ante la amenaza de lluvia. Aimar, un joven nacido en el pueblo, las saludó al pasar; después, desapareció escaleras arriba, cruzó la empedrada plaza y entró en su vivienda. En la pequeña habitación principal descolgó un impresionante arpón, un asta de madera de haya embutida en un lanzón de hierro con una uve invertida en su extremo. Apoyó la base en el suelo y lo colocó en vertical. Sobresalía varios palmos por encima de su cabeza, y él era ya bien alto. Se sentó en un taburete, acomodó el arpón sobre sus piernas y lo acarició con su mano derecha. Lo hacía con una delicadeza impropia de unas manazas como las suyas. Llevaba dos años cazando ballenas con lanzas de apoyo, pero la siguiente cacería sería diferente: iría de arponero.

Su madre apareció en la habitación, silenciosa y vestida de negro como acostumbraba. Sus ojos cansados lo observaron con una mezcla de tristeza y orgullo. Su hijo ya tenía diecisiete años, se hacía hombre. Él continuó concentrado en el arpón sin advertir su presencia. Su padre se lo había regalado poco antes de morir ahogado bajo las aguas del Cantábrico, pero aún no lo había utilizado.

De pronto alzó la mirada y encontró la de su madre. Esta no movió un solo músculo de su arrugado rostro. Tampoco dijo nada. No hacía falta.

Aimar se incorporó y volvió a colgar el arpón sobre los soportes de la pared. Lo observó brevemente. Después se acercó a su madre y la besó. Ella cerró los ojos e inspiró aún en silencio. En ese instante, como si el ritual del arpón lo hubiera provocado, el agudo grito de una mujer congeló la escena.

—¡Ballena! ¡Ballena!

El corazón de Aimar se aceleró. Agarró de nuevo el arpón, esta vez con mano más temblorosa. Sus miradas se sostuvieron brevemente. Leyó el miedo en los ojos de su madre, que aun así no abrió la boca. Después salió de la vivienda a la carrera. Bajó las escaleras de la plaza de tres en tres y se ancló en lo alto de la pequeña colina que había junto al pueblo. Desde la atalaya, un espeso humo se elevaba en el aire. ¡Sí, era la señal! En ese instante las campanas de la iglesia comenzaron a tañer.

Arponero, a partir de ese día, sería arponero.

Llegó a la arena. Otros hombres corrían junto a él. Algunos llevaban lanzas, jabalinas y azagayas. Él, su arpón. Oteaban el horizonte tratando de distinguir los soplidos de las ballenas mientras continuaba el repiqueteo de las campanas. Los niños y las mujeres también llegaron para verlos partir y en pocos minutos la solitaria playa se inundó de movimiento. Comenzó a llover. Los cazadores cruzaron el pequeño amarradero de madera y subieron a la carabela. Pronto las velas fueron izadas y la embarcación se movió. Las expresiones de los que quedaron en tierra oscilaban entre alegres y preocupadas, y así permanecieron hasta que esta se alejó hacia el grisáceo horizonte.

El mar descansaba en calma bajo la madera del casco. La lluvia creaba círculos en el agua. Una decena de hombres se encargaba del manejo de la carabela mientras la veintena de cazadores preparaba sus armas. De cuando en cuando, se escuchaba alguna orden por encima de los susurros de las escasas conversaciones. El viento había aflojado y, a pesar de que las velas se hinchaban sin ganas, poco a poco pudieron acercarse a sus presas.

—¡Son dos ballenas! —exclamó alguien.

Varios hombres se asomaron por la borda. Gorka, un primo de Aimar unos años mayor que él, señaló con el dedo donde nadie miraba.

—¡También hay una pequeña! ¡Es una p

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos