Allí donde nace el día

Sarah Lark

Fragmento

Prólogo

Prólogo

—¡Oh, gracias, muchas gracias! —Sophie empezó a bailar por la habitación con el resultado del análisis genético que acababa de entregarle su amiga Jenna—. ¡Ni te imaginas lo aliviada y contenta que me siento!

Jenna se echó a reír.

—Entonces ya podéis fijar la fecha de la boda —observó al tiempo que se sentaba en la silla del escritorio de Sophie.

El despacho de su amiga, en la Universidad Victoria de Wellington, era diminuto. En él no cabía mucho más que un escritorio para el ordenador y dos sillas. Pese a ello, Sophie lo había decorado de forma muy original. De las paredes colgaban unas impactantes reproducciones de pinturas rupestres de todo el mundo realizadas miles y miles de años atrás: caballos al galope, rebaños de bisontes que huían de depredadores o de cazadores, huellas de manos y enigmáticos símbolos. Sophie se ocupaba de descifrar el lenguaje de esas imágenes. Era especialista en arte rupestre y había escrito la tesis doctoral sobre los dibujos de las cuevas de Carnarvon, en Australia. Desde entonces trabajaba en la universidad tanto de docente como de investigadora.

—Bueno, casarnos nos habríamos casado igualmente —contestó casi un poco ofendida, echándose hacia atrás el largo y moreno cabello. En realidad solía recogérselo en la nuca cuando trabajaba, pero la cinta con que lo llevaba atado se le había soltado mientras ejecutaba esa alocada y alegre danza—. Eso estaba claro. Ahora bien, quizá no nos habríamos atrevido a tener hijos...

—También podríais haberos hecho el análisis sin mi ayuda —opinó Jenna—. Es posible que lo hubiese pagado el seguro. A fin de cuentas, en las dos familias se dan casos de la enfermedad...

Hacía medio año que Sophie había conocido a su novio Norman y ambos se habían enamorado, prácticamente, a primera vista. Y eso que no parecían tener mucho en común: ella era una científica objetiva y él, un diseñador de páginas web en una empresa para la que creaba efectos cinematográficos especiales, extraterrestres y seres fabulosos. Probablemente no se habrían conocido nunca si la compañía de Norman no hubiera valorado tanto la credibilidad de sus mundos fantásticos. Habían contratado a Sophie como asesora para la construcción de una caverna de la Edad de Piedra. Norman la había conducido por el paisaje montañoso virtual y se había reído de ella cuando Sophie le había aleccionado con todo detalle porque era obvio que en la montaña, a tanta profundidad, las condiciones luminosas y las estructuras pétreas tenían que ser totalmente distintas a las de su película.

—Esto es Exanaplanatooch, un planeta con apenas un lejano parecido con la Tierra —le había contado con despreocupación—. Pero bien, si te empeñas, colocaremos un par de luciérnagas como en las cuevas de Waitomo, así podrán iluminar el conjunto. ¡A lo mejor hasta muerden! Lo que tal vez estimule la fantasía de los redactores...

Sophie también se había reído de la ocurrencia y había encontrado tan irresistibles las rastas rubias de Norman como sus verdes y resplandecientes ojos y su rostro, que siempre parecía un poco arrugado, como si acabara de salir de la cama.

Enseguida se volvieron inseparables. Su felicidad solo se había visto ligeramente enturbiada cuando las dos familias se conocieron: en ambas habían aparecido casos de mucoviscidosis en los últimos decenios. De ahí la posibilidad de que tanto Sophie como Norman presentaran el defecto genético que provocaba esa enfermedad hereditaria. Por lo que el riesgo de tener hijos juntos era grande.

Norman se lo había tomado con calma. En un principio había rechazado la idea de hacerse análisis genéticos y que surgieran otras complicaciones con la convivencia. Sophie, sin embargo, no estaba tranquila y al final se había sincerado con Jenna.

—Venga, Sophie, si solo se trata de esto... —había dicho su amiga—. Ya sabes que cada semana envío al laboratorio material genético de descendientes de los moriori para ese gran estudio. Nadie se dará cuenta si mandamos analizar una o dos pruebas más.

Jenna era antropóloga forense y en la actualidad se ocupaba del estudio de la herencia genética y el origen de un pueblo casi extinto. Hasta principios del siglo XIX, los moriori habían vivido en las islas Chatham, aislados del mundo y generando una cultura única. Posteriormente, como consecuencia de una invasión maorí, casi habían sido exterminados, pero en la actualidad se había vuelto a despertar un gran interés general por su origen y sus costumbres. En especial, los descendientes de los mismos moriori estaban interesados en reunir la mayor documentación posible, incluyendo un inventario del material genético existente.

Así pues, Sophie había cogido con un poco de mala conciencia un pelo del cepillo de Norman y se había hecho un análisis de sangre. Ese día le habían dado el resultado: ni ella ni Norman eran portadores del funesto gen.

—En cualquier caso, estoy supercontenta de saberlo —repitió Sophie—. Ahora mismo en lugar de no se sabe cuándo. Y salvo esto, no han encontrado nada más, ¿verdad? —De nuevo dirigió a su amiga una mirada angustiada. Bien pensado era un poco raro que Jenna le hubiera comunicado en persona el resultado. Habría sido más rápido por teléfono, sobre todo teniendo en cuenta que su despacho se encontraba en una zona totalmente distinta de la universidad—. ¿Somos... bueno... desde todos los puntos de vista... compatibles?

Jenna volvió a reír.

—Si quieres decirlo así —ironizó—. A ver, médicamente no hay ningún obstáculo para que os caséis. Yo más bien me preocuparía por el hecho de que Norman siempre esté un poco en las nubes. Pero, en fin, a lo mejor funciona... —Hizo una pequeña pausa. Jugueteó con un bolígrafo de colores con la forma de los enanos que, en el último proyecto cinematográfico de Norman, vivían en las cuevas de Exanaplanatooch—. Tal vez no has descubierto todavía tu propia espiritualidad...

—¿Qué quieres decir? —Sophie se sentó frente a ella—. ¿Por qué debería empezar a ver espíritus de repente? Claro que a veces el interior de las cavernas es un poco espectral, pero...

Jenna se mordió el labio.

—Lo pensaba por tu origen... —musitó enderezándose—. Sophie, hay... hay algo más que debo comunicarte. Ya sabes que he enviado las pruebas de ADN para un estudio sobre los moriori. La ayudante del laboratorio me ha hecho como un favor el análisis genético relacionado con las enfermedades hereditarias. Pero también ha comprobado si tal vez alguno de vosotros dos descendía de los moriori. Y... en tu caso ha resultado que sí.

Sophie frunció el ceño.

—Es imposible —objetó—. Mi familia viene de Australia y tiene raíces irlandesas... No lo sé exactamente porque nunca nos interesó nuestra genealogía. Pero mi abuela era el prototipo de la «rosa inglesa»: de un rubio rojizo, ojos azules...

—Tú, por el contrario, eres morena —

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