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Lo que escondían sus ojos

Nieves Herrero

Fragmento

1999

1999

Yo noté que algo se me rompía por dentro. Sentí un dolor fuerte en las entrañas… Mientras me hablaban tuve la sensación de que mi mundo se hacía añicos. ¿Cómo explicar que en tan solo cinco minutos mi vida cambió por completo? Todo dejó de tener sentido. Hablaban a mi lado pero mi mente se había ido lejos de allí. Me acababan de dar la peor de las noticias. Miraba sin ver, oía sin escuchar. Pocos segundos después solté algo parecido a un grito que rápidamente se ahogó en un llanto inconsolable. Me salió del alma y pienso que se debió de escuchar en todo el edificio. No alcancé a decir nada más. No podía. Me faltaba el aire. Me quedé sin palabras con los ojos muy abiertos y la mente en blanco. Parecía que la cabeza me iba a estallar, como uno de los muchos petardos que se escucharon aquella tarde del 28 de diciembre de 1959. Pero no era una broma del día de Inocentes, parecía la peor de las pesadillas. Me acababan de contar que mi vida había sido una farsa desde que nací. Me lo narraba mi tía Carmen, como si mi existencia fuera el argumento de una de sus novelas románticas pero con un final trágico. La acompañaba un fraile dominico amigo de mis padres que me apretaba la mano contra la suya mientras repetía: «¡Tienes que olvidarle! ¡Debes olvidarle!». Pero yo no reaccionaba ni ante las palabras ni ante las caricias. Me quedé inmóvil en aquel instante en el que yo ya no era yo.

Como te digo, algo se desgarró dentro de mí mientras la vida dejaba de tener sentido. Me sentí morir, te lo juro. Solo pensaba en salir de allí y no parar de correr sin rumbo alguno. Quería estar sola. Bueno, no, quería estar junto a él. ¿Cómo nos dejaron llegar tan lejos? ¿Cómo nadie lo paró antes? Ya era tarde, demasiado tarde, porque me había enamorado…

Ana Romero, la joven periodista que escuchaba el relato de Carmen Díez de Rivera, la miraba fijamente a sus ojos azules que se quedaron apagados, sin brillo, con aquella desgarradora narración. La grabadora estaba en marcha desde hacía una hora. Así lo quería Carmen, ya que tenía prisa en su carrera contra el tiempo. Volcaba su vida sobre aquel aparato pequeño después de haber guardado silencio durante toda su vida.

—Solo te pido una cosa —le dijo enérgica, sosteniendo su mirada.

—Dime —contestó Ana.

—No lo publiques hasta que yo… hasta que yo me haya ido.

—De acuerdo. Si quieres lo dejamos por hoy. —Parecía muy cansada después de recordar aquel día que no había sido capaz de olvidar en treinta y nueve años.

—No, no, sigamos… Mira, una nace sin elegir a los padres, el entorno, el país, ni tan siquiera la propia vida. El delito no es nacer, sino hacer nacer. Ahora no me acuerdo de quién era la frase, pero podría ser mía.

Se echaron las dos a reír, pero Ana —menuda, morena y veinticuatro años más joven— casi no se podía creer que la mujer rubia de ojos azules, pieza clave en la Transición española, estuviera frente a ella a punto de morir. Parecía tener energías como para retrasar ese momento que los médicos tantas veces le habían anunciado. Ahora, sin embargo, ya había empezado la cuenta atrás, y ella lo sabía. Aquel verano de 1999 sería el último.

—Pasados los años he llegado a disculpar a mis padres —continuó su relato—. Me tranquiliza pensar que soy hija del amor y al amor hay que perdonarlo siempre. —Carmen tenía necesidad de sacar su secreto a la luz.

—Cuéntame, ¿cómo empezó todo?

—Fue en el otoño del año 1940, en plena posguerra. Mi madre ya tenía dos hijos: Sonsoles y Francisco. Esperaba el tercero para el mes de noviembre. La familia crecía a toda velocidad. Dos hijos y uno en camino en cuatro años de matrimonio.

—¿Tus padres se casaron en plena Guerra Civil?

—Un poco antes, en febrero de 1936. Mi madre, la mujer más bella y elegante de la época, se casó, a la edad de veintiún años, con el marqués de Llanzol que le doblaba la edad. Francisco de Paula Díez de Rivera tenía cuarenta y cinco años, una carrera militar brillante y una posición desahogada. Quizá casarse fue para ella la única manera de asegurarse un estatus que estaba a punto de perder. Su padre había muerto cuando ella tenía once años, y el dinero en la familia comenzó a escasear. Era hija del diplomático, poeta y cervantista mejicano Francisco de Icaza y de la aristócrata Beatriz de León. Toda su infancia transcurrió entre dos ambientes, el literario y el diplomático. Ella fue la que menos pudo viajar de la familia, al ser la pequeña. Sus padres y hermanos llegaron a vivir durante una larga estancia en Berlín, donde estuvo destinado mi abuelo hasta que fue nombrado embajador en España. Su muerte súbita truncó su vida y la de su familia. Mi madre solo tenía una salida: casarse.

—Pero no se quedarían en tan mala posición. Su padre había sido embajador en diferentes países…

—Piensa que era una familia numerosa de cinco hijos: Carmen, Anita, Luz, Francisco y mi madre, Sonsoles. La tercera, Luz, moriría muy joven, a los dieciocho años. Los recursos no duraron mucho. El hecho de que mi abuela fuera un poco manirrota contribuyó a ello. Carmen, la hija mayor, se tuvo que poner a trabajar en el diario El Sol, gracias a la amistad que tenía la familia con Ortega y Gasset, fundador del periódico. Trabajar no estaba bien visto, y menos siendo una mujer.

—¿Trabajar no estaba bien visto?

—No en aquella aristocracia de los años veinte. Sin embargo, al ser un trabajo literario tenía un pase para la intransigente sociedad de aquella época. Ese sueldo ayudó a que la situación familiar fuera menos precaria. Pero no evitó que las detractoras de mi madre la llamaran a sus espaldas Sonsoles «de caza y pesca», ironizando con su apellido Icaza y León tras haber conquistado al hombre más bueno que he conocido nunca. Al hombre tierno y cariñoso que ejerció de padre conmigo.

—¿Por qué la criticaban? —preguntó Ana mientras Carmen tomaba aliento después de tan extenso relato.

—La sociedad —como les gustaba llamarse a los que pertenecían a la aristocracia— de aquellos años cuarenta, recién terminada la Guerra Civil, no le perdonó nunca su belleza, su elegancia y lo poco convencional que era. No había muchas mujeres que condujeran un Chrysler verde por la céntrica calle de Alcalá como ella hacía. La capital recuperaba su actividad sin olvidar una guerra que era recordada en cada esquina por las señales que habían dejado las bombas y las balas sobre los edificios. En ese ambiente de euforia que se respiraba en la aristocracia, ajena al hambre y la penuria que existía a su alrededor, mi madre vivió los años más felices de su vida.

Carmen hizo otra pausa para beber agua. La quimioterapia que acababa de recibir en su tratamiento contra el cáncer le dejaba la boca seca, pastosa. Aprovechó la interrupción para buscar en el último cajón de su cómoda una caja de metal que acercó a la mesa donde estaba la periodista. La portaba con el misterio del que lleva un tesoro durante muchos años escondido. La abrió y se puso a rebuscar en su interior. Finalmente, sacó una foto de su madre vestida con un traje de noche de tafetán negro ceñido a la cintura y falda larga amplia salpicada de lentejuelas y puntillas fruncidas.

—Esta era mi madre. Ya puedes ver que no te exageraba nada, ¿no te parece bellísima? —Hizo una pausa que duró segundos. A veces parecía que la quería y otras que la odiaba.

—Me contabas cómo empezó todo… —Ana interrumpió ese momento en el que se había quedado su pensamiento suspendido en una especie de limbo que solo pueden romper las palabras.

—Al parecer, mis padres coincidieron en una fiesta que daba el embajador de Suecia —continuó, mirando la foto—. Mi madre llamaba la atención por su forma de vestir, por su manera de caminar, por su elegancia. ¡Mírala! —Le volvió a mostrar la foto.

—Bueno, era la musa de Cristóbal Balenciaga, el emperador de la moda en aquellos años —apostilló la periodista.

—Fueron buenos amigos tras la guerra. ¡Balenciaga le hizo más de cuatrocientos trajes! Era el diseñador preferido de las millonarias de todo el mundo. Piensa que mi madre medía un metro setenta y dos centímetros, muy alta para la época. Era una de las mujeres más elegantes y atractivas del país: pelo rubio oscuro, ojos verdes… A su paso no había persona que no se girara a mirarla. Su carácter le hacía pensar que primero existía ella y luego ella. A mucha distancia se encontraban los demás…

1. Otoño de 1940

1

Otoño de 1940

La embajada de Suecia daba una fiesta por todo lo alto en el hotel Ritz de Madrid, en honor de todo el cuerpo diplomático. La fiesta coincidió en el tiempo con el nombramiento del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco. No habían pasado ni veinticuatro horas del cambio de gobierno cuando el poderoso Serrano acudía a su primer acto público como máximo responsable de la política exterior de España. Con treinta y nueve años había desempeñado los cargos más importantes para una nación que intentaba ponerse en pie después de tres años de cruenta Guerra Civil.

El nombramiento no sorprendió a nadie, salvo al propio Serrano Súñer. Todos le dieron la enhorabuena porque parecía que «el cuñadísimo» —como le llamaban— seguía sumando poder, pero él intuía que era una manera sibilina de alejarle de la política nacional. Los militares, con sus luchas internas por el poder cercano a Franco, habían ganado el pulso que desde hacía meses sostenían contra él. Le querían lejos del palacio de El Pardo. De un plumazo le apartaban de la política nacional, de la reconstrucción de un país maltrecho tras la guerra, de la organización interna y del control absoluto de cuanto se decía y se hablaba. Una labor que desempeñaba desde su primer cargo como ministro del Interior y, después, de la Gobernación. Ahora entraba en otro mundo con no menos intrigas. Dejaba atrás la política que exigía tomar decisiones rápidas por la ambigüedad de las relaciones diplomáticas, en un momento sumamente delicado a nivel internacional. En este ministerio la capacidad de decisión era limitada porque la última palabra la tenía Franco. Ahora debería tratar a diario con embajadores extranjeros y esquivar a sus servicios de espionaje, ampliamente desplegados y camuflados por los aledaños de las embajadas.

La «buena nueva» se la había comunicado el mismísimo Franco tras el éxito del primer encuentro con Hitler en Berlín y con Mussolini en el Brennero. Reuniones en las que Serrano, a pesar de su admiración hacia ambos dictadores, se mostró implacable a la hora de no sucumbir ante las presiones del Eje. Alemania e Italia apremiaban a España para que se uniera a ellos en su afán por conquistar Europa. Franco solo confiaba en su cuñado para que España se mantuviera neutral en la Segunda Guerra Mundial y lo envió de emisario.

Serrano Súñer se ganó en Alemania la fama de hombre duro para negociar, y consiguió regresar sin la implicación de España en el conflicto. Este éxito, unido a las presiones para alejarle de la política nacional y a las noticias que llegaron del servicio de información, que comprometían al anterior ministro de Exteriores, el coronel Beigbeder, precipitaron su nombramiento. Una decisión que rondaba desde hacía días por la cabeza del general Franco. Por lo tanto, Serrano Súñer asumía la nueva cartera por decisión unilateral de su cuñado.

Después de este movimiento de tierras a sus pies, tenía que asistir a su primer compromiso diplomático, el día después de su nombramiento…

Capítulo 2

2

Cuando Serrano Súñer entró vestido de esmoquin en aquel hotel Ritz recuperado para la realeza y la aristocracia europea después de haber sido hospital de sangre durante la guerra, cesaron de golpe las voces de las altas personalidades allí congregadas. Parecía que se habían congelado las palabras con la presencia del nuevo ministro. Sin embargo, a los pocos segundos, aquel silencio se transformó en un aplauso cerrado. Marqueses, condes, duques, embajadores de los distintos países guardaban turno para estrechar su mano. Los embajadores de Gran Bretaña y Estados Unidos aplaudieron con desgana y se mantuvieron distantes. Habían estado horas antes en su nuevo despacho en el palacio de Santa Cruz, después de su viaje a Alemania e Italia y de su nuevo nombramiento. Todo lo que querían transmitirle ya se lo habían dicho cara a cara. Era evidente la germanofilia del nuevo ministro de Exteriores, pero les había asegurado que España sería neutral y no se alinearía con el Eje.

—Se lo hemos advertido, si dejan de ser neutrales, España morirá de hambre. Cerraremos el paso de trigo y la hambruna será total —le comentaba el embajador inglés, Samuel Hoare, al embajador americano, Alexander W. Weddell. Este asentía en silencio mientras chocaban sus copas de champán.

Serrano Súñer sabía que esa amenaza que recibió nada más trasladarse al palacio de Santa Cruz podría hacerse realidad si se llegaba a romper la política de neutralidad en la que Franco y él estaban de acuerdo. Una política que denominaba de «semicontento», dar a cada parte un poco de lo que querían.

Sin duda, era el hombre del momento. Las mujeres comentaban su atractivo formando corrillos y dando rienda suelta a todo tipo de comentarios.

—¿Sabéis qué coplillas circulan ahora por Sevilla? —preguntaba en voz alta la condesa de Elda, una de las elegantes y poderosas mujeres que se habían dado cita en el Ritz—. «Por la calle abajo viene el Señor del Gran Poder. Antes era el Nazareno, ahora es Serrano Súñer».

Todos los que la escuchaban se echaron a reír. Era evidente que se trataba de la persona de moda. Nadie —excepto los falangistas jóvenes y algunos generales que idolatraban a Hitler— quería volver a vivir otra guerra, y su regreso a España, sin implicar al país en una nueva contienda, consiguió que creciera su popularidad.

Se mostraba ante este público tan selecto como el hombre que se atrevía a hablar de tú a tú a Franco y el que había contenido las ansias de Hitler por ampliar sus tentáculos en Europa. Su apuesta imagen contribuía a ello: delgado, de ojos de color azul acero, rubio con incipientes canas, frente ancha y un finísimo bigote que recorría su labio superior. Era un hombre serio, de pocas sonrisas y conocedor de su autoridad. Se le acercaban caballeros del cuerpo diplomático con los que charlaba vehementemente. También era desafiante en su forma de mirar. Medía hasta el extremo sus palabras, lo que añadía personalidad y firmeza a su figura. Indistintamente provocaba temor y admiración en las personas que se atrevían a hablar con él.

Sonsoles de Icaza, la bella marquesa de Llanzol, no tenía intención de ir a saludarle. Nunca iba al encuentro de nadie, se limitaba a esperar que se acercaran a ella. En cambio, sí lo hicieron su marido y su cuñado, Ramón Díez de Rivera, marqués de Huétor de Santillán.

Sonsoles, sonriente y divertida, se quedó al lado de Pura de Hoces y D’Orticós-Marín, su cuñada. Charlaban animadamente. El vestido que llevaba era de gasa azul de corte imperio y disimulaba su avanzado estado de gestación. Llamaba la atención aquella noche su amplio escote. Arrastraba a su paso todas las miradas del salón. Sin embargo, ella no miraba a nadie, solo a su interlocutora, que no cesaba de contarle los pormenores de la reciente visita de Serrano a Berlín, donde se había entrevistado con el mismísimo Führer. La marquesa de Huétor conocía casi de primera mano la entrevista con Hitler, ya que era de las pocas personas que pertenecían al entorno de Carmen Polo, esposa de Franco, con la que hablaba casi todos los días.

—Hay que reconocerle sus méritos, pero debería ser más modesto y saber su posición. ¡Mírale! Está feliz siendo el centro de atención. Si no hemos entrado en la guerra no es por su habilidad sino porque seguía instrucciones de Franco. Todo el mundo sabe que a Serrano le tira todo lo que huele a alemán.

—Algún mérito tendrá cuando es él quien se ha entrevistado con Hitler. Te cae mal porque es el único que le hace sombra. —Sonsoles le llevó la contraria mientras miraba con detenimiento por primera vez al hombre que tantas adhesiones y odios suscitaba.

Mon Dieu!!! No lo digas otra vez en voz alta. Las paredes oyen… ¡No seas imprudente! —la conminó Pura—. Piensa en la posición de tu marido. —Volvió a mirarle y continuó hablando—: No sé cómo Franco no le ha parado ya los pies. Fíjate qué aire de superioridad tiene.

Aquel hombre poderoso, elegante, que irrumpía en el hotel Ritz vestido de esmoquin con una legión de seguidores esperando turno para saludarle, le resultó fascinante. No era la primera vez que Sonsoles lo veía. Habían coincidido en Burgos, antes de concluir la guerra, pero entonces no le pareció tan interesante como aquella noche.

—¿Qué te contó Carmen Polo de Serrano Súñer? —preguntó intrigada.

Aquella mirada de interés por alguien no se la había visto nunca.

—Pues… parece ser que le explicó a Hitler que la mayor preocupación de nuestra nación era sobrevivir. Intentó aplacarle diciendo que el pueblo español no olvidaría nunca la lealtad del pueblo alemán. Le comentó que salir de una guerra civil, en la que habían muerto un millón de españoles, había dejado al Ejército maltrecho y a la sociedad civil sin recursos para subsistir. Lo que hizo, en realidad, fue ganar tiempo porque, tarde o temprano, querida Sonsoles, tendremos que entrar en guerra.

—Espero que te equivoques. —Bebió un sorbo de agua y, a los pocos segundos, notó una presión fuerte en su vientre. El embarazo en su octavo mes se le estaba haciendo interminable. Posó la mano sobre su regazo y continuó hablando—: Con una guerra ya es suficiente… Pero, dime, ¿qué tal su relación con Franco?

—Como uña y carne. Quien lleva peor los éxitos de su cuñado es Carmen. Le parece que se le están subiendo los humos a la cabeza…

—Ya…

—Sonsoles, ¡está mirando hacia nosotras! —la interrumpió.

—Bueno, está hablando con nuestros maridos… —Serrano no apartaba su mirada mientras escuchaba lo que le decían Francisco de Paula, marqués de Llanzol, y su hermano Ramón. Siempre había admirado la belleza de aquella mujer. Ahora estaba a pocos metros, vestida de azul con un escote muy atrevido. Le parecía la más elegante y bella de la fiesta.

Al cabo de un rato, todos se encaminaron hacia donde se encontraban ellas.

—¡Vienen hacia aquí! Sonsoles, ¿te das cuenta? —insistió Pura.

—Ahora ya parece que no te cae tan mal. —Lo dijo con ironía, retocándose el pelo y humedeciendo sus labios. Intentó contraer su vientre para que se notara menos su embarazo.

Su corazón se aceleró. No acababa de entender su nerviosismo. El caso es que nunca había sentido esa sensación que la desbordaba y que, a la vez, era totalmente nueva para ella.

Capítulo 3

3

Hacía frío esa oscura noche otoñal en Madrid. Sin embargo, dos hombres merodeaban por los aledaños del Ritz desafiando la baja temperatura. Observaban a quién entraba y a quién salía. Solo se acercaban a los caballeros que vestían sus mejores galas si hacían el gesto de rebuscar alguna moneda en sus abrigos. Entonces iniciaban algo parecido a una carrera para la que no tenían apenas energía. Sus caras mostraban más los huesos que las arrugas, dejando en evidencia el hambre que padecían.

En el interior del gran salón del Ritz había otro mundo ajeno a esa realidad. Se oía el tintinear de las copas de champán y el sonido de las cerillas que allí no escaseaban. Fumaban hombres y mujeres. Las más sofisticadas lo hacían con boquilla o con cigarrillos americanos que conseguían casi siempre de estraperlo. Nadie diría, por los trajes de noche de las damas y por el esmoquin que vestían los caballeros, que se había salido de una guerra no hacía mucho tiempo y que fuera, en la calle, la gente carecía de todo lo necesario para subsistir mínimamente. Las miradas de los asistentes a la fiesta se centraron en ese encuentro entre el hombre más poderoso, Ramón Serrano Súñer, y la mujer más sofisticada y atractiva de la fiesta. El marqués de Llanzol, Francisco de Paula Díez de Rivera, hizo las presentaciones.

—Mi cuñada, Pura de Hoces y D’Orticós-Marín, y mi mujer, Sonsoles de Icaza y León.

Serrano saludó en primer lugar a Pura besando su mano, y después hizo lo mismo con la marquesa de Llanzol, mientras clavaba su mirada de azul acero en sus ojos verdes. Fue un segundo, pero Sonsoles sintió un calambre que recorrió su cuerpo desde la mano, que aquel hombre que tanto la inquietaba sujetaba con firmeza, hasta sus pies. Seguía sosteniendo su mano el flamante ministro de Exteriores cuando Sonsoles se atrevió a hablarle y no precisamente para elogiarle, como hacía todo el mundo.

—Señor ministro, sería extraordinario que pudiéramos escuchar buenos conciertos en España. La música amansa a las fieras, ya sabe… Un poco más de impulso a la cultura no vendría mal en un país que empieza a andar.

—Sonsoles, ¡por favor! No seas bromista —la interrumpió Pura, intentando justificar sus inapropiadas palabras.

—No, no —insistió—. No lo digo en broma. Estoy hablando muy en serio. Es el momento de impulsar iniciativas culturales. Ya bastante daño nos ha hecho la guerra a todos. ¿No cree, señor ministro?

—Tiene razón, pero denos tiempo, señora marquesa. Hasta ahora lo que hemos hecho ha sido centrar nuestros esfuerzos en el restablecimiento del orden público. También ha habido que solventar los muchos problemas que han surgido en la reconstrucción de nuestra nación.

—Claro, claro —asintió el marqués de Llanzol—. Hay otras prioridades…

—Piense —siguió el ministro, dirigiéndose a ella— que en este momento, en el Ministerio de Exteriores, tenemos otro tipo de problemas derivados del conflicto internacional en el que hemos conseguido quedar al margen. Pero, por encima de todo, nuestra principal tarea no es otra que intentar solucionar la hambruna de nuestro pueblo que ha quedado maltrecho tras la contienda. Como ve, tenemos otras prioridades, como muy bien dice su marido.

Serrano Súñer se mostró serio mientras pronunciaba estas palabras mirando insistentemente a los ojos de aquella dama que permanecía sentada mientras los caballeros continuaban de pie. Sin embargo, lejos de incomodarle la crítica de la marquesa, le pareció osada. Le gustaba aquella mujer desafiante, aunque era evidente que no tenía las mismas necesidades que el resto de los mortales.

Por su parte, Pura de Hoces —quien tampoco se movió de su asiento— se reafirmaba en su opinión de que Serrano estaba muy crecido y que en toda su alocución no había mencionado a Franco en ningún momento. Daba la impresión de que él llevaba todo el peso de la nación, aunque hablara en plural. Se lo comentaría a su amiga Carmen Polo.

—Que el pueblo tenga hambre no excluye que se promueva la música clásica. Haría más fácil el camino de la reconstrucción. La música es cultura y reactiva a los pueblos —insistió también con gesto serio la marquesa de Llanzol.

—¡Sonsoles! —alcanzó a decir de nuevo su cuñada. No sabía cómo hacerle llegar el mensaje de que se callara de una vez—. Bueno, es que mi cuñada se ha criado en un ambiente muy intelectual. Su padre no solo era diplomático, embajador de Méjico en Madrid, también era poeta y cervantista. A sus tertulias acudían desde Juan Ramón Jiménez y Ortega y Gasset a Rubén Darío o Amado Nervo…

—Juan Ramón Jiménez enseñó a su hermana mayor, Carmen de Icaza, a escribir —añadió el marqués de Huétor, apoyando las palabras de su mujer—. ¡Tuvo buen profesor! En su casa le aseguro que siempre se habla de literatura, de música…

—Bueno, no podemos agotar a Serrano en su primer acto público como ministro de Exteriores. —El marqués de Llanzol intentó desviar la conversación.

—De todas formas, tiene razón su señora —le contestó Serrano ya con una media sonrisa—. Deberíamos escuchar en nuestros teatros más buena música. Pero también le diré que al pueblo español le gusta más la zarzuela, el teatro, la revista… que la música clásica. Esta tiene más predicamento fuera de nuestras fronteras.

La orquesta comenzó a tocar en ese momento y se concentraron las miradas en el baile que se iniciaba con los anfitriones, el embajador de Suecia y señora, así como con los marqueses de Manzanedo y los condes de Moral de Calatrava.

—Querido, es una pena que no te guste bailar —le dijo Sonsoles a su marido, sabiendo que era algo que detestaba.

—Eso ya lo sabías cuando nos casamos —contestó su marido, a quien la evidente diferencia de estatura con su mujer le cohibía para bailar con ella.

—¡Sonsoles! ¡Cómo se te ocurre! —exclamó Pura en el mismo tono recriminatorio que había mantenido durante toda la conversación—. Serías capaz de bailar estando…

Sonsoles no dejó terminar la frase a su cuñada antes de que dijera en voz alta que estaba embarazada. Sabía que sentada disimulaba, y más con el traje de corte imperio que llevaba y que escondía por completo su vientre, no excesivamente abultado a pesar de estar en su octavo mes de embarazo.

Serrano se dio cuenta de que la diferencia de edad en los marqueses de Llanzol era tan evidente que sus gustos pertenecían a generaciones distintas. Él, un hombre maduro con la vida hecha, y ella, una joven con la vida por hacer. Sonsoles dio un sorbo a la copa de champán de su marido. Sus pies se movían debajo de su vestido de gasa azul al compás de la música. Serrano no dejaba de observarla detenidamente y a ella le gustaba sentirse observada.

Un grupo de personas, entre las que se encontraba el anterior ministro de Exteriores, el coronel Beigbeder, se acercó e interrumpió la conversación para hablar con Serrano Súñer. Este se giró sin querer apartarse del grupo. Aquella mujer tan desafiante y con tantas ganas de retarle realmente le fascinaba.

—¿Durante cuánto tiempo vamos a poder mantenernos neutrales? —preguntó el coronel recién despojado de su cargo.

Estaba el exministro dolido por cómo se habían desarrollado los últimos acontecimientos en los que se había visto envuelto. El espionaje inglés y el contraespionaje alemán habían acabado con su carrera.

—Sería un error —continuó, dirigiéndose a Serrano, al que consideraba su adversario político— crearnos como enemigo a Alemania, pero tampoco debemos perder de vista a los aliados y granjearnos su ira.

Los equilibrios de Beigbeder por la neutralidad mientras estuvo en el cargo no le habían impedido mostrar su admiración por Inglaterra. Admiración que le llevó a enamorarse de Rosalinda Powell Fox, una espía inglesa con una gran habilidad para sacarle los secretos de estado. Todas las intenciones de España con respecto a la guerra se sabían antes en el Foreign Office que en España. Igualmente, era de todo el mundo conocida su simpatía por el embajador británico, sir Samuel Hoare, con el que mantenía una desafiante y estrecha amistad. La verdadera razón de su destitución tenía que ver con la presión que había ejercido Alemania sobre el gobierno de Franco para quitar del ministerio a alguien que les era hostil.

—Coronel, este no es el lugar. —No le gustó a Serrano el comentario que acababa de hacerle en voz alta—. Tendré mucho gusto en hablar con usted cuando quiera. —No deseaba ser más explícito en el Ritz, donde no se sabía quién podía estar escuchando la conversación, y le cortó.

Enrique Giménez-Arnau, director general de prensa del régimen, nombrado por el propio Serrano, también iba en el grupo e intentó desviar la conversación. Le preguntó por la evolución de la guerra para mediar en la tensión que se respiraba entre el ministro saliente y el entrante. Serrano continuó siendo escurridizo en sus contestaciones, pero agradeció con su mirada la pregunta.

—Espero que me entienda, mi querido amigo. La situación es extremadamente delicada, usted mejor que nadie lo sabe. De este tema no debemos hablar en público. Aprovecho para pedirle más vigor en las informaciones sobre la no beligerancia de España y nuestro afán por la neutralidad. Me entiende, ¿verdad?

El conde de Casa Rojas, que iba en el grupo, no le dio la oportunidad a Giménez-Arnau de contestar. Decidió poner fin a tanta pregunta proponiendo un brindis por el flamante ministro. Todos chocaron las copas, menos el coronel recientemente destituido, que no llevaba ninguna bebida en la mano. Aprovechó para encender un cigarrillo. Serrano levantó su copa y se giró de nuevo con la intención de continuar su conversación con la mujer más fascinante que había visto nunca.

—La única forma de escapar a tanta pregunta incómoda será sentarme al lado de ustedes. —Serrano y los hermanos Díez de Rivera tomaron asiento. El ministro ocupó un lugar al lado de Sonsoles. Era evidente que aquella mujer le atraía. El marqués de Llanzol lo consideró una deferencia hacia su esposa. Antes de continuar conversando, el ministro hizo un gesto a su secretario, que inmediatamente acudió a su llamada.

—No sé qué pinta aquí el coronel Beigbeder. Mañana le quiero confinado en Ronda —le ordenó en voz baja.

—Así se hará —le respondió, y se retiró.

La orquesta tocaba la banda sonora de la película Melodías de Broadway. A aquel hombre que detentaba tanto poder y que a nadie dejaba indiferente, el perfume de aquella mujer desafiante y descarada le embrujaba por completo. Sus ojos verdes, su boca pintada de rojo, el vestido azul con amplio escote que dejaba sus hombros semidesnudos, sus largos brazos cubiertos hasta el codo con guantes de color azul… todo la envolvía de una sensualidad fuera de lo común. No podía ser más bella. Tras la tensión provocada por Alemania para que España se aliara con el Eje, la risa de Sonsoles llegaba como un soplo de aire fresco. Sin duda, era el mejor momento después de muchos días de inquietud. No obstante, hizo un gesto de dolor que inmediatamente disimuló con sus palabras. Esa temporada, el estómago le dolía más de la cuenta.

—¿Por qué no habíamos coincidido antes? —le preguntó en voz baja mientras un camarero les ofrecía una copa de champán. Sonsoles aceptó. Serrano no podía dejar de mirarla.

—Sí, habíamos coincidido antes en Burgos. Nos hemos visto de lejos varias veces durante la guerra.

—Yo no la hubiera olvidado, se lo aseguro —siguió él, en el mismo tono confidencial.

—Serrano, ¿se trasladará con la familia al palacio de Santa Cruz? —preguntó en voz alta el marqués de Llanzol, interrumpiendo la conversación entre dientes que tenían su mujer y el ministro.

—No, no, seguiremos viviendo en nuestra casa. No me gustan los palacios… No hay intimidad.

A Pura le pareció aquello una crítica a Franco, que vivía en El Pardo e hizo un comentario.

—A veces, a los altos cargos de una nación no les queda más remedio por su seguridad…

—Sí, en eso tiene usted razón —le dijo Serrano—. De todas formas, mi familia no tiene la culpa de mi cargo político. Señor marqués —cambió de tema—, me dijeron que había estado usted muy enfermo, pero parece ya repuesto.

—No se crea —añadió Pura—, todavía se está recuperando. Estuvo muy grave. Pocos pueden hablar de haber superado un tifus exantemático.

—Estuve en buenas manos, afortunadamente. Fue al poco de acabar la guerra, pero sí estuve más en el otro barrio que en este.

—No hablemos de cosas tristes —interrumpió Sonsoles—. Estamos vivos y eso hay que celebrarlo. Hemos de olvidarnos de tanto horror de la guerra y de las secuelas que nos ha dejado. Yo como terapia voy a casi todas las fiestas donde me invitan. Necesito distraer mi mente.

—No es mala terapia. —Serrano rozó su mano con la suya al ir a dejar la copa encima de la mesita que había cerca de ellos. Después de unos segundos, la miró a los ojos.

Aparecieron varios camareros con canapés y croquetas. Serrano aprovechó para tener unos minutos de intimidad con la marquesa.

—Sonsoles, tiene usted unos ojos preciosos…

Sonsoles sonrió. Aquel hombre no disimulaba su atracción hacia ella.

—El traje me lo ha hecho un arquitecto de la costura al que sin duda conocerá: Balenciaga —disimuló ella, como si en lugar de referirse a sus ojos, hubiera alabado su traje.

Serrano se limitó a mirar el vestido y a esbozar una sonrisa. Pensó que el mérito no estaba tanto en el diseñador sino en la delicadeza de aquella dama que no había escuchado bien el elogio a sus ojos.

—Es un perfeccionista y un enamorado de su profesión —continuó Sonsoles—. Aristócratas y actrices de todo el mundo van a su atelier. Ahora mismo es quien marca la moda…

—¡Como si no hubiera buenos diseñadores o sastres en España! Mi cuñada es muy sofisticada y le gusta mucho ir a la moda —intervino Pura.

Serrano Súñer no parecía muy interesado en lo que le estaban contando y miró el reloj. Pensó que su mujer estaría esperándole despierta… Sonsoles decidió cambiar de tema.

—Esta música pertenece a la película Melodías de Broadway, que ha alcanzado tanto éxito con la actuación de Robert Taylor y Eleanor Powell. ¿Le gustan las películas americanas?

—No tengo tiempo para ir al cine, aunque me gustaría. —Serrano retomó el hilo de la conversación—. De modo que su padre era embajador y poeta…

—¡Y de los buenos! —contestó Pura en lugar de dejar que lo hiciera Sonsoles.

—Mi padre era un erudito que nos entretenía cada noche, a mí y al resto de mis hermanos, con un libro entre las manos. La única que ha heredado sus cualidades ha sido mi hermana Carmen.

—Ahora está en cartel una de sus novelas: Cristina Guzmán, profesora de idiomas, que ha sido adaptada al teatro. —Pura interrumpió de nuevo su conversación.

—Entonces, usted es una de esas mujeres intelectuales a las que le gusta asistir a todo tipo de eventos culturales…

Antes de que concluyera la frase, el embajador de Alemania, Eberhard von Stohrer, se acercó al grupo, interrumpiendo otra vez la conversación.

—Discúlpenme —dijo el ministro a todos, pero mirando descaradamente a Sonsoles.

El dirigente del partido nazi en España, Hans Thomsen, que acompañaba al embajador, en un mal español, habló del tiempo, del frío que hacía en la calle. Sonsoles ya no siguió el hilo de la conversación. No tenía ganas de continuar conversando, y menos con el alemán de gesto tan antipático. Cedió la palabra a su cuñado y a su marido. Estaba pendiente de aquel hombre que la había mirado de una manera tan intensa. Le pareció inteligente y atractivo. Cuando le rozó la mano, había vuelto a sentir el mismo escalofrío que cuando les presentaron. Le había gustado su forma de hablar, de medir sus palabras. Su tono seguro y autoritario. Mientras su marido charlaba con el alemán que les había interrumpido, ella continuaba observando a Serrano. Le pareció que tenía un atractivo especial.

Después de escuchar al embajador alemán, el cuñado de Franco se despidió de todos de forma apresurada. Su última mirada fue dirigida hacia ella. Observó por última vez a aquella mujer tan bella y elegante que había conseguido sorprenderle.

Por su parte, Sonsoles se preguntaba que habría provocado que aquel hombre tan enigmático y seguro de sí mismo se hubiera ido de una manera tan precipitada. ¿Lo volvería a ver? Durante toda la noche ya no se lo pudo quitar de la cabeza. El mundo a su alrededor había dejado de tener interés…

Los embajadores de Gran Bretaña, sir Samuel Hoare, y de Estados Unidos, Alexander Wilbourne Weddell, no habían perdido detalle de todo lo que había acontecido.

—¿Por qué se irá con tantas prisas después de acercarse el embajador alemán? —preguntó el diplomático americano en voz alta.

—Es evidente que ha ocurrido o va a ocurrir algo importante. Intuyo que nada bueno para nosotros, se lo puedo asegurar —dijo con preocupación el diplomático inglés—. Lo que está claro es que Serrano en Exteriores nos perjudica, se lo digo yo. Aunque nos hable de neutralidad, su anglofobia es evidente. —Serrano y Hoare no se tenían ninguna simpatía. Los modales refinados del embajador y su aire de gentleman exasperaban al ministro.

—¿A qué se refiere usted? —le preguntó el embajador americano.

—Todo se remonta a una historia acaecida en julio de 1936, en el inicio de la guerra española. Sus dos hermanos quedaron atrapados en la capital y Serrano culpó de su muerte a nuestra embajada por no haberles concedido asilo. Ese episodio está marcando nuestras relaciones. España acabará en el Eje, y si no, al tiempo.

—Entiendo… De todas formas, España no puede arriesgarse en estos momentos a tomar partido por el Eje. Se quedaría aislada y sin los Navy Certificates que dan paso libre a las importaciones de trigo y combustible. Los navycerts son vitales para los españoles y el gobierno lo sabe.

—Para nosotros, que España tome partido en esta guerra también sería muy peligroso. Debemos impedirlo. De todas formas, tendremos que informar a nuestros respectivos países de todos estos movimientos.

Of course!!!

Los corrillos y las especulaciones sobre la salida tan precipitada de Serrano Súñer del Ritz marcaron el final de la fiesta.

Capítulo 4

4

Justo en la puerta del majestuoso hotel, esperaba el joven chófer de Serrano Súñer vestido con la camisa azul de Falange. Durante un par de horas había estado observando a los hombres que seguían esperando a que algún invitado a la fiesta del Ritz fuera especialmente generoso. Cuando el ministro salió, ni se le acercaron, todo lo contrario. A los pocos segundos ya no se les veía por allí. Tenían un sexto sentido para intuir cuándo debían desaparecer. Serrano entró en el coche, un Alfa Romeo regalo del embajador de Mussolini en Madrid. Se dejó caer sobre el asiento de atrás. Orna —así se llamaba el chófer— cerró la puerta con suavidad. Dio la vuelta al coche y se introdujo en su asiento.

—¡Vámonos a casa! —ordenó Serrano.

El impetuoso Orna le miraba por el espejo retrovisor. No hacía falta ser muy avispado para percatarse de que algo había hecho aflorar su lado más arisco y duro. Su jefe tenía doble carácter: podía ser muy amable o todo lo contrario. Sin embargo, esta vez lo veía con un peso insoportable a sus espaldas.

—No es por entrometerme, pero ¿algo no va bien, señor ministro? —Conocía cada gesto, cada expresión, y sabía que algo le preocupaba.

Serrano no le contestó y se limitó a negar con la cabeza. No quería compartir con él lo que acababa de ocurrir en el Ritz.

El embajador de Alemania le había comunicado el ultimátum de Hitler para forzar la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial. Esta vez quería que no fuera solo sino que acompañara a Franco a entrevistarse con el Führer.

Después de su visita a la Cancillería de Berlín, los alemanes se habían percatado de que, a pesar de ser germanófilo, Serrano era uno de los hombres duros del gobierno y que por su actitud sería difícil arrastrar a España a la contienda. A la vez, el embajador le había hecho una insinuación en la que estaba implícita una amenaza.

—Señor ministro —le había dicho Von Stohrer—, hay cosas que no podrá parar ni usted, aunque se oponga. —Le achacaban a él la no beligerancia—. Tienen que demostrar la amistad con el pueblo alemán. Ya no nos sirven las palabras, queremos hechos. Sabemos, además, por nuestros servicios de información, que debe extremar sus precauciones, porque no está usted seguro en ninguna parte.

—No sé si tomarlo como una advertencia o como una amenaza —le contestó Serrano, acercándose a su oído—. ¡A mí no me amedrenta ni usted ni nadie! —Su estómago volvió a darle un latigazo—. Le comunicaré al Generalísimo esta petición de encuentro. ¿Qué día ha de ser?

—El 23 de octubre, a las tres y media de la tarde en la estación de Hendaya. Mañana mismo viene a España Heinrich Himmler para preparar las condiciones del viaje. Estará en la capital el 21. Llegará a la estación del Norte en un tren especial.

—No tenemos nada más que hablar —replicó Serrano de forma enérgica, y se fue de la fiesta precipitadamente. Desde que formó parte del primer gobierno de Franco sabía que su cabeza tenía precio. Pese a ello, nunca se lo habían dicho con tanta claridad como en esa fiesta donde no todo había sido malo. Había conocido a una mujer desafiante y nada convencional.

Seguía la orquesta tocando en aquel salón del hotel Ritz repleto de diplomáticos y aristócratas. Sonsoles desconectó su mente cuando se fue de allí Serrano Súñer. Ya no tenía interés en la fiesta, ni en la música, ni en las conversaciones, ni en los chismes de los que se hablaba. Todo lo que acababa de vivir comenzó a dar vueltas en su cabeza. Le entró una jaqueca repentina provocada por la excitación acumulada durante la conversación con el ministro. Necesitaba irse de allí cuanto antes y le comunicó a su marido que quería regresar a casa. Francisco de Paula Díez de Rivera recibió la noticia con la mejor de sus sonrisas.

—Vamos a aprovechar que hoy no quieres cerrar la fiesta. Ya sabes que para mí este tipo de reuniones y actos no tienen el más mínimo interés. Aquí la gente solo sabe hablar de memeces —le comentó en voz baja, mirando su reloj de bolsillo.

El marqués respiró aliviado. Como en todas las reuniones de sociedad, solo había encontrado consuelo en los canapés y en las croquetas que habían acaparado su atención toda la noche. Prefería masticar a forzar un diálogo insulso con los demás invitados. Con la excusa de la jaqueca de Sonsoles, se despidieron y se fueron a casa. El matrimonio apenas habló durante el trayecto. El sonido del motor del coche hizo menos incómodo su silencio. El marqués lo achacó a su embarazo y al inesperado dolor de cabeza. Esa noche, Sonsoles no quería fingir que no pasaba nada. Más que nunca vio la brecha de la edad entre su marido y ella.

A los dos días de aquella fiesta que cambiaría su vida, Sonsoles leyó en el diario ABC que Franco y Serrano Súñer se iban a entrevistar con Hitler el 23 de octubre, en Hendaya. Seguramente la interrupción de aquella conversación, en la que el ministro estuvo durante unos minutos mirándola a los ojos y rozando su mano, tuvo que ver con aquella noticia que salía en el periódico. Imaginó que ningún otro motivo justificaría que se hubiera ido del Ritz de aquella manera tan precipitada. Tenía que volver a encontrarse con él. Se preguntaba por qué le atraía tanto aquel hombre tan arrogante. No podía desahogarse con nadie, ni tampoco contar lo que le estaba pasando. Era una mujer casada, con dos hijos y un tercero en camino. Estaba viviendo una auténtica locura. Pensaba una y otra vez en aquel hombre de ojos azules y en aquella conversación interrumpida. El episodio vivido en el Ritz se repetía una y otra vez en su cabeza.

Se encontraba desmejorada físicamente. Se le había cerrado el estómago, notaba una especie de nudo que le impedía ingerir alimento. Estaba obsesionada con aquella experiencia que había vuelto su vida del revés. Luchaba contra sí misma. Deseaba encontrarse de nuevo con aquel hombre con la voz más enérgica y poderosa que jamás había escuchado, y, a la vez, sabía que debía olvidarle.

—Señora marquesa, necesita comer más. Vamos a tener un disgusto en casa como usted siga comiendo como un pajarito. Piense que tiene que alimentarse por dos. Se va a poner enferma —la recriminaba Matilde, la primera doncella que tantas veces le había demostrado su fidelidad y su honradez.

Era la persona de servicio que más la conocía. Se encargaba de todo lo que concernía a la marquesa: la costura de sus trajes, la plancha, el encañonado de las puntillas, de que sus zapatos estuvieran siempre perfectos, de sus joyas, de vestirla y desvestirla… Incluso hacía las veces de madre cuando Sonsoles no se encontraba en casa o cuando estaba y no podía atender a los niños, que era la mayoría de las ocasiones. Vestía con traje negro y delantal blanco. Y siempre llevaba el pelo recogido y una cofia distinta al resto del servicio. De las doce personas que atendían aquella casa, donde todo estaba en su sitio, Matilde era la de mayor confianza.

—No tengo hambre, esa es la verdad. —Sonsoles se quedó pensativa mirando a través de los grandes ventanales del salón de su casa en pleno corazón del elegante barrio de Salamanca, en la calle Hermosilla, entre Serrano y Claudio Coello.

—No me gusta verla así —insistió Matilde—. La conozco bien y sé por su expresión que algo le preocupa. Quizá su próxima maternidad. Hay mujeres que se ponen muy tristes antes o después de dar a luz…

—No saque las cosas de quicio, Matilde. Me encuentro perfectamente. Yo estoy bien. Simplemente se me ha cerrado el estómago. No invente una tragedia de esto. Seguro que tiene cosas más importantes que hacer —zanjó con malos modos la conversación. Le angustiaba que se le notara tanto que algo le quitaba el sueño.

—Conozco yo esa cara… —murmuró Matilde—. ¿Qué le estará pasando? —Y se fue de la estancia hablando entre dientes.

No pensaba más que en aquel hombre del que solo sabía que era cuñado de Franco y que estaba casado con la hermana pequeña de Carmen Polo, Ramona, a la que todos llamaban Zita. Intentaba ocupar la cabeza en otros asuntos, pero no podía, siempre volvía Serrano Súñer a su mente.

Decidió apuntarse a todos los actos benéficos que organizara la Falange de ahí en adelante. Ramón Serrano Súñer era también presidente de la Junta Política y acudía a los homenajes donde se ensalzara la figura de su amigo José Antonio Primo de Rivera. También decidió acompañar a su marido a los actos políticos y religiosos a los que fuera invitado —con la única esperanza de volver a verle—, y así se lo comunicó. Su marido recibió este cambio de actitud como un detalle hacia su persona. Nunca antes había mostrado esa buena disposición hacia todo lo que le concernía.

Serrano Súñer, en aquellos días posteriores a la fiesta del Ritz, no tuvo tiempo de acudir a ningún acto político. Pero en su memoria tenía los ojos, la sonrisa y el perfume de aquella mujer tan espectacularmente hermosa. Rezumaba vida por todos sus poros. No bajó jamás la cabeza cuando la miró descaradamente. Aquella mujer tenía fuego en la mirada aunque sus modales parecieran fríos. Le hubiera gustado hablar más con ella, pero el final inesperado de aquella noche eclipsó su recuerdo. La responsabilidad era enorme ante el nuevo encuentro con Hitler. Las horas siguientes estuvo más en El Pardo que en el palacio de Santa Cruz, donde se ubicaba su nuevo despacho. No tenían apenas tiempo para preparar una estrategia. Franco era consciente de que se trataba de uno de los encuentros más difíciles e inciertos para el futuro de España. Había que tener muy claras las ideas.

Encerrados en el despacho de El Pardo, trataron de planificar la inminente reunión.

—¿Dejaste claro en la Cancillería de Berlín que nuestra posición es extremadamente delicada como para afrontar una nueva guerra? —preguntó Franco ante este nuevo encuentro que forzaba el Führer, aunque, por otra parte, no le disgustara que el hombre más poderoso de Europa quisiera encontrarse con él, más bien al contrario.

—Paco, lo dejé perfectamente claro. Esta vez reclama tu presencia porque no le satisfizo lo que le dije. Seguramente pensará que cara a cara logrará convencerte para que entremos en guerra. Has de ser consciente de que yo, en la anterior reunión, apelé a que tenía que consultarlo contigo, pero ahora, va a forzarte a que tomes una posición beligerante.

—Pues le daremos largas… Necesitamos tiempo, Ramón… Es evidente que la arrolladora máquina alemana ganará la guerra y debemos estar a su lado para cuando venza a Inglaterra, pero ahora no es el momento. —Se quedó pensativo y al rato le ordenó a su secretario que hiciera venir al ministro de la Marina, el almirante Salvador Moreno, y al jefe de operaciones del Estado Mayor de la Armada, Luis Carrero Blanco. Este último le había presentado al ministro un informe muy fundamentado desaconsejando la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial. A pesar de su juventud, se estaba convirtiendo en un hombre imprescindible para Franco.

—Tenemos muchas presiones internas para entrar en guerra. Sin embargo, como tú dices, no es el momento. —Serrano intentó alabar su ego—. Está claro que acabaremos dando un paso al frente. Seguro. Pero ahora no. Para este encuentro deberíamos prescindir de consultar a todos los miembros del gobierno porque sabemos lo que nos van a decir. La mayoría apoyarían a Hitler hoy mismo. Pero, por encima de lo que nos pida el corazón, está nuestra estrategia para mejorar la actual situación de nuestro país.

—Más que de los ministros, las presiones llegan sobre todo de la Falange —respondió Franco con frialdad y de manera enérgica, sin hacer caso a la recomendación de su cuñado. Sabía que este no soportaba a la cúpula militar y siempre salía en defensa de todo lo que tenía que ver con el partido que había fundado su amigo José Antonio.

—De un ala de la Falange para ser más precisos. No todos creen que debamos entrar en la guerra. Sin embargo, Paco, no desaprovechemos la oportunidad que nos brinda Alemania. Podemos obtener contrapartidas…

—Sí, debemos concretarlas, pero, de todas formas, no es el momento, Ramón. Tampoco hay unanimidad entre los generales. Hablé ayer con el general Aranda, que pide prudencia en nuestra toma de decisiones. Incluso el general Kindelán desaconseja igualmente la entrada en la guerra por nuestra falta de material bélico, además de nuestros problemas económicos. No es el momento, aunque moralmente estemos con ellos.

—Por supuesto. Necesitamos tiempo… —Se quedó pensativo.

—Una cosa es que no sea el momento de entrar en guerra y otra que no sepamos quién va a ganar. No hace falta ser muy listo —aseguró Franco con energía—. ¡Europa será alemana!

Capítulo 5

5

Cuando llegaron al despacho, el ministro de Marina y el jefe de operaciones dando sendos taconazos con el brazo derecho en alto, Franco y Serrano dejaron de hablar con la confianza con la que se trataban. El mayordomo de servicio de la zona privada de palacio, Julián Garcilópez, alto, delgado, con la cabeza muy alargada y con canas repeinadas, sonreía lo justo para mostrar su dentadura y preguntar si su excelencia y visitantes tomarían un café.

A los pocos minutos de comenzar a preparar la estrategia, Carrero Blanco propuso un nombre para acompañar a Franco y a Serrano Súñer en el encuentro de Hendaya.

—Eugenio Espinosa de los Monteros. Es una persona tan ecuánime y seria como su hermano el capitán de fragata Álvaro. No solo es el embajador en Berlín, sino que se mueve bien entre los altos mandos alemanes y sería el interlocutor perfecto para mediar entre su excelencia y el Führer. Necesitamos alguien que dé total confianza a nuestros anfitriones alemanes.

—Le conozco, y no me parece la persona adecuada para ese momento de enorme trascendencia para nuestra nación. —Serrano Súñer le tenía una especial animadversión—. Deberíamos llevar a otro interlocutor a Hendaya, yo propondría a su hermano Álvaro. Está convencido de que la guerra será larga. Los altos mandos alemanes no se fían de Eugenio. Mi colega de Exteriores, Von Ribbentrop, le ha dado de lado estos últimos días. Eugenio ha intentado verle en varias ocasiones, y no le ha recibido. Me lo ha contado a mí el propio embajador.

—Si me permite, su excelencia, opino que al margen de las rencillas entre el embajador y el ministro, que son evidentes, Eugenio es el hombre necesario. —Serrano torció el gesto—. Pensando en la trascendencia de este encuentro, ayudaría mucho a preparar el viaje —alcanzó a decir el ministro de la Marina—. Incluso no veo por qué motivo no puede ir a Hendaya.

Cuando Serrano iba a contestarle, Franco le cortó:

—Almirante, haga venir al embajador Espinosa de los Monteros —ordenó al ministro de la Marina—. Será útil su conocimiento del entorno de Hitler. El único defecto que tienen los hermanos Espinosa es su permanente apología de la monarquía. —Franco era de pocas ironías, pero esta vez no la evitó, aunque sus interlocutores no se rieron.

Nadie, excepto Serrano Súñer, se atrevió a añadir algo más:

—Espinosa en Hendaya puede ser un problema para nuestra nación más que una ventaja. De todos es conocida su adhesión incondicional a Hitler. Creo que solo nos deberían acompañar como intérpretes el barón De las Torres y Antonio Tovar.

—En esos momentos Hitler tiene la fuerza y la capacidad para ganar —añadió Franco.

—No entiendo a qué juega Espinosa —continuó Serrano. Sabía que el embajador llevaba tiempo hablando mal de él, iniciando una campaña de desprestigio que había llegado hasta el círculo de El Pardo—. Yo no llevaría a nadie que está más cerca de los alemanes que de los españoles. No me fío, y así se lo he dicho por teléfono con toda franqueza.

—Su hermano Álvaro dice, y me parece sensato, que la guerra será larga y que, suponiendo que Alemania consiguiese invadir y ocupar Inglaterra, esta no se daría por vencida —contestó Carrero Blanco—. Lo que nos hace ver es que no son tan fáciles las cosas como creemos en España.

—Póngame al teléfono con Eugenio. No es necesario que venga de Berlín —ordenó enérgicamente Franco—. Me interesa su parecer, aunque en esta ocasión no nos acompañe hasta Hendaya en el tren. —Moreno sintió que su opinión contaba menos que la de Serrano—. Nosotros —continuó—, en cuanto recibamos a Himmler, partiremos hacia San Sebastián. Haremos noche en el palacio de Ayete. Avisad al general Moscardó, quiero que nos acompañe un estratega como él.

—Sería conveniente que también vinieran el encargado de Prensa y Propaganda, Giménez-Arnau, y el director de la agencia Efe, Vicente Gállego —añadió Serrano—. Ese encuentro debe quedar retratado para la historia.

—Bueno, hágase tal y como dices. —Todos sabían que Franco escuchaba, oía y después se hacía su voluntad—. Por cierto, Espinosa irá hasta Hendaya por sus medios —añadió Franco—. No formará parte de la delegación española, pero será bueno que esté cerca de la delegación alemana. Si no fuera así, no tendría sentido que continuara en Alemania como embajador.

El almirante Salvador Moreno y Luis Carrero Blanco se miraron de reojo. La cúpula militar no veía bien que tuviera tanto peso la opinión del «cuñadísimo». Pero el hecho de que Eugenio Espinosa estuviera cerca era también un reconocimiento hacia ellos.

Sonsoles vivía ajena a toda la estrategia que se estaba preparando de cara a la entrevista con Hitler y la visita previa de Himmler —jefe de las SS y de la policía nazi— a España. Necesitaba hablar con una voz amiga y discreta. Marcó el teléfono de Balenciaga, que, además de ser el diseñador de todo su vestuario, era su amigo. Se habían conocido justo al acabar la guerra. Lo cierto es que con pocas personas había conectado tan rápidamente como con él. Cuando se cercioró de que nadie podía escucharla, descolgó el teléfono y solicitó una conferencia con París. A los pocos minutos conectaba con él.

—¡Cristóbal! Necesito hablar contigo —le espetó en cuanto el secretario le dio paso con él.

—¿Ocurre algo grave? —contestó extrañado, al no haber ni siquiera preámbulo en la llamada de su amiga.

—No, no. Bueno, sí. No sé por dónde empezar…

—¡Espera! —Se dirigió en francés a alguien de su taller. «¡Les manches, les manches!», dando instrucciones de cómo tenían que coser las costureras unas mangas, que para él eran como una obsesión, y de inmediato reanudó la conversación con Sonsoles—: Dime, ya estoy solo, aunque por poco tiempo. Espero la visita de Mona von Bismarck. Ya sabes que cuando viene requiere todo mi tiempo. Me succiona como un vampiro. ¡Cuéntame!

—He conocido a un hombre que no me puedo quitar de la cabeza.

—¡Lagarto, lagarto! ¿Quién es? ¿Le conozco?

—Le conoce todo el mundo… eso es lo malo. Pero no puedo explicarte lo que siento, porque nunca me había sucedido antes. Todo esto para mí es nuevo.

—¡Sonsoles! ¿Quién es? ¿Se trata de alguien conocido? Ten mucho cuidado, ya sabes que…

—¡Es un político!

—Creía que tenías mejor gusto, querida amiga.

—No es un político cualquiera. Tiene un alto cargo en el gobierno —no explicó nada más por temor a que la conversación estuviera siendo escuchada por las operadoras de teléfonos.

Mon Dieu! ¿Estás loca?

—Debo de estarlo porque necesito volver a verle.

—Ahora que estás a tiempo, ¡quítatelo de la cabeza! Sonsoles, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Piensa que yo estoy todos los días con mujeres de políticos, empresarios… Los políticos son peligrosos. ¡Muy peligrosos! Si no ha pasado nada, tienes que olvidarle.

—Ya lo sé, pero no he conocido nunca a nadie como él: cómo habla, cómo mira, cómo todo… Pero tranquilo, solo hemos cruzado unas palabras, no ha pasado nada pero ha pasado todo. No puedo dejar de pensar en él. Ese es el problema.

—¿Por qué no te vienes a París y te alejas de todo por unos días?

—¿Te olvidas de que estoy en estado y a punto de dar a luz?

—Es cierto. Te vendría estupendamente cambiar de aires. Además, tengo un abrigo extraordinario. He dado con unas mangas llenas de pliegues que se recogen en la muñeca. Las he llamado mangas melón. Tú y Mona seríais las primeras en lucirlas.

—¿Mangas melón? ¡Yo quiero verlas! Tienes razón, me vendría bien cambiar de aires. Pero ahora me resulta imposible un viaje tan largo. ¡Imagínate que me pongo de parto en el tren!

—Sería un lugar muy original para dar a luz…

—Te advierto que ninguno de mis hijos ha nacido en casa. Los dos nacieron en hoteles, pero en un tren ya me parece excesivo. —Se echaron a reír.

—De ti me lo creo todo. Das a luz en París y te quedas conmigo una larga temporada para que te olvides de ese hombre que seguro que no te conviene en absoluto. Tienes un marido que vale mucho y que te permite todo. No os entiendo a las mujeres… ¡Qué ganas de complicaros la vida!

—Tienes razón en todo lo que me dices, pero hay algo en mi interior que me pide volverle a ver. No sé cómo explicarte. Necesito sentir de nuevo esa sensación de vértigo, de que respiro y no estoy enterrada en vida. Tú dices que lo tengo todo, pero no es verdad. Me falta lo que he sentido con ese hombre…

—Me temo que has tomado una decisión que ya no tiene vuelta atrás, mi querida amiga… Piénsatelo y ven, aunque estés embarazada. Aquí Vladzio y yo te recibiríamos con los brazos abiertos. —Hablaba de su pareja, Vladzio d’Attainville.

—Dale recuerdos de mi parte.

—Sonsoles, hazme caso. Los políticos son peligrosos. Vas a sufrir mucho si te enamoras de él. Tengo cuarenta y cinco años y sé muy bien lo que te digo. Deja correr el tiempo… y quítatelo de tu cabecita.

—Llevaba tu traje de noche azul y le hablé de ti, por cierto —le contestó sin hacer caso a su comentario—. Tu vestido fue todo un éxito.

—Me alegro, pero tengo mi propia teoría sobre los vestidos y la verdadera mujer elegante.

—¿Cuál es?

—No es la más elegante la que centra todas las miradas de la fiesta al entrar en ella, sino la que va haciéndose con la admiración de todos según pasan las horas.

—Lo sé, pero no pude evitar que me miraran al entrar en el Ritz. El traje era espectacular.

—¿El de gasa?

—Ese mismo.

—Bueno, ya sabes que también tengo otra teoría sobre la ropa. Una mujer no necesita ser perfecta para llevar mis vestidos. El vestido lo hará por ella… —Se echaron los dos a reír.

—Gracias por animarme. Necesito tranquilizarme. Estoy nerviosa. Muy nerviosa. Te aseguro que es alguien muy especial. —La última frase la dijo en un tono confidencial.

—Bueno, eso deberíamos discutirlo cara a cara. Sonsoles, tengo que dejarte. Ha llegado ya Mona y me está esperando. He estado cosiendo el abrigo toda la noche. Me duelen las manos, pero la prenda está terminada.

—¿Cuando te ayudarás de una máquina de coser?

—Ya sabes que yo no me prostituyo. —Volvieron a reír—. Querida Sonsoles, ¡ven pronto!

—¿Y si vienes tú a España? Sería mucho más fácil para mí en estos momentos.

—No descarto esa posibilidad…

Adieu, mon ami! —cortó Sonsoles finalmente.

À tout à lheure! —se despidió Balenciaga, que había conseguido en poco tiempo el respeto de las máximas autoridades de la moda en el mundo. Dior decía de él que era el maestro de todos. Desde que abrió su primera tienda en España con veinticuatro años, con el apoyo de la marquesa de Casa Torres, a hoy —que gozaba en París de una fama extraordinaria entre la aristocracia y las actrices de medio mundo— habían pasado nada menos que veintiún años. Lo que decía o hacía Balenciaga en el mundo de la moda era palabra de ley.

La idea de volver a ver a su amigo, en España o en París, tranquilizó el espíritu agitado de Sonsoles. Sin embargo, tenía claro que el deseo de encontrarse de nuevo con Serrano Súñer ya no lo podría frenar nada ni nadie.

Capítulo 6

6

Las maltrechas vías de tren y el mal funcionamiento de la máquina impulsada por una locomotora de vapor hicieron el viaje muy largo y pesado. Después de pernoctar en San Sebastián, en el palacio de Ayete, la delegación española comandada por Franco se volvió a poner en marcha para llegar con tiempo suficiente a la cita con el hombre más poderoso del mundo. En un año, Hitler había ocupado Polonia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Luxemburgo y acababa de derrotar a Francia. Su siguiente objetivo era Gran Bretaña.

El trayecto de Pasajes a Hendaya se hizo gracias a que se enganchó el tren a una locomotora eléctrica. A pesar de ello, los últimos cincuenta kilómetros fueron una auténtica tortura para el maquinista. Cuando Franco se dio cuenta de que iban a llegar tarde a la cita con Hitler, comenzó a encolerizarse.

—¡Habría que fusilar al responsable ferroviario y al maquinista de este tren! No se puede consentir que lleguemos tarde a una reunión de tanta transcendencia.

—Hay que tranquilizarse, excelencia —decía el general Moscardó—. Los alemanes conocen perfectamente el mal estado de nuestras vías. Lo han comprobado ellos mismos en sus constantes viajes a España.

—Servirá de apoyo a nuestra estrategia: les diremos nuevamente que no podemos entrar en guerra —entre otras cosas—, porque nuestras infraestructuras han quedado maltrechas tras la contienda —añadió Serrano—. El retraso lo corrobora. Con Alemania tenemos que aplicar mi teoría de amistad y resistencia. Amistad al máximum y resistencia ante sus pretensiones.

—El retraso servirá también para que Hitler piense de los españoles que somos unos incumplidores y unos impuntuales —apostilló Franco enfadado.

El último comentario de su cuñado le tranquilizó durante unos minutos. Sabía de la importancia de la reunión y de la trascendencia de cada gesto que hicieran en el transcurso de la misma. Y también era consciente de que este retraso no les favorecía, ya que podía influir en el estado de ánimo de un hombre acostumbrado a que le esperaran y no a esperar.

El vagón en el que viajaba la delegación española estaba bastante destartalado a pesar de ser de lujo. Cuando llegaron a Hendaya, Hitler llevaba un buen rato paseando enérgicamente de un lado a otro del andén.

El tren español entró en la estación ocho minutos tarde sobre la hora fijada. Exactamente a las cuatro menos veintiocho minutos. Diez minutos después de que Hitler llegara a Hendaya en su tren particular, habilitado con toda suntuosidad para celebrar audiencias y reuniones al más alto nivel. En ese mismo vagón en el que se iban a encontrar, había tenido lugar la capitulación alemana en Compiègne, al término de la Primera Guerra Mundial. Este hecho alimentaba constantemente el espíritu de revanchismo que no disimulaba el Führer.

Hitler aprovechó los minutos de retraso para hablar con su ministro de Exteriores en presencia del doctor Schmitz, sobre las pocas promesas que se proponía hacer a España.

—No podremos compensar a Franco con territorios de Francia, aunque se una a nuestra causa. Hay que quitarle esos pájaros de la cabeza. Tenemos que arrancarle un compromiso con nuestro pueblo. Ya no podemos seguir permitiendo su táctica de neutralidad. Hay que conseguir su adhesión al protocolo que ya hemos establecido.

Cuando el tren español llegó a Hendaya, interrumpieron la conversación. Se abrió la puerta del coche-salón del tren español. Apareció Franco sonriente, vestido de capitán general con la Cruz del Águila alemana en el pecho, mientras hacía un gesto de cortesía desde lo alto del vagón, alargando sus brazos hacia Hitler en señal de total entrega y amistad. Ya en el andén, tomó la mano del Führer entre las suyas y le reiteró su alegría y sus disculpas por la tardía llegada. En medio de los dos se encontraba el embajador Eugenio Espinosa de los Monteros, que tradujo las primeras palabras del encuentro. Tuvo en esos minutos una gran responsabilidad, a pesar de que Serrano no viera con buenos ojos su presencia allí. Había llegado a Hendaya por otros medios, tal y como dispuso Franco, y no se había separado ni un solo segundo de la delegación alemana.

Los ministros de Exteriores, Serrano Súñer y Von Ribbentrop, se cruzaron sendos saludos en francés —ambos se entendían en este idioma—, mientras el mariscal Von Brauchitsch ejecutaba su salutación protocolaria marcando tacón y bajando enérgicamente la cabeza según pasaba cerca de las dos autoridades.

Franco y Hitler pasaron revista a las fuerzas que les rendían honores. El responsable de la agencia Efe, Vicente Gállego, buscaba a su fotógrafo con la mirada. Era plenamente consciente de que la cámara española tenía que captar el momento. Cuando lo vio de lejos, habló con uno de los responsables de aquel férreo protocolo alemán para que le dejaran acercarse. Llegó justo a tiempo para reproducir el momento histórico. Se limitó a disparar su cámara una y otra vez, sin observar con detenimiento el detalle de lo que allí estaba ocurriendo. Su obsesión era sacar a Franco junto a Hitler. Intuía que esa imagen sería reproducida en todos los diarios nacionales e internacionales. Tragó saliva, sabía que la instantánea tendría una enorme trascendencia. Tomó fotos de cada uno por separado, una de Franco saludando con el brazo derecho en alto y otra de Hitler pasando revista a las tropas con el brazo izquierdo sobre su fajín. Cuando ya se relajó y observó a través del visor, se dio cuenta de que Franco tenía menos estatura que Hitler. Siguió disparando, pero le temblaba el pulso. Esa foto de Franco empequeñecido al lado de un Hitler más alto perjudicaría su carrera, seguro. Trató de conseguir diferentes perspectivas del mismo momento por si luego en el laboratorio pudiera arreglar «el problema». Volvió a tragar saliva y se aflojó el nudo de su corbata. Su futuro dependía de esa foto.

L

A esa misma hora en la que el destino de España dependía de un sí a la guerra, en Madrid, Sonsoles dormía la siesta. Tenía una somnolencia que no dominaba cuando no recibía visitas. El embarazo le permitía esa licencia. Además, estaba pensativa y con pocas ganas de hablar. Recostada sobre su cama recordaba su vida desde la muerte de su padre hasta que se casó con Francisco de Paula. En realidad, tenía que haber ido al altar su hermana Anita. Así lo había proyectado Pura, su cuñada. Sin embargo, en la comida que organizó para hacer las presentaciones, también estaba ella, la más joven de la familia, y los planes matrimoniales de su segunda hermana se trastocaron. El marqués, ya con la vida hecha, se enamoró de la casi adolescente Sonsoles. Esta se dio cuenta de que el maduro aristócrata suspiraba por ella y se lo hizo saber a su hermana, que se lo tomó muy mal. Veinticuatro años de diferencia no fueron bien digeridos por ninguna de las dos familias. Podía ser su hija, pero a Sonsoles le daba igual. Soñaba con tener su propia casa y un marido para poder hacer y deshacer a su antojo. Además, había oído muchas veces a su madre decir: «Una se enamora de quien quiere. Primero hay que tener voluntad de querer». Voluntad tenía. A pesar de todo, su maduro pretendiente puso reparos iniciales. Un día le escribió una carta en la que le decía que su amor era imposible y que nunca se casaría con ella por la diferencia de edad. Pero Sonsoles tenía ganas de emanciparse y vivir desahogadamente. «Si quieres, te casas», era una de sus frases favoritas. Y se casaron. En la noche de bodas, le leyó a su flamante esposo la carta en la que le decía que nunca se casaría con ella. Se rieron. No había nada que no consiguiera si se lo proponía.

Aquel matrimonio fue una oportunidad para desterrar los problemas financieros de la familia venida a menos. Había pasado estrecheces de adolescente, después de crecer en una familia acostumbrada a vivir desahogadamente mientras su padre era embajador de Méjico en España. Más tarde, ya retirado, siguieron viviendo acomodadamente en Ávila, donde ella nació. De la patrona de la ciudad, la Virgen de Sonsoles, recibió su nombre. Le gustaba decir que era una «trasconejada». Llegó al mundo cuando nadie la esperaba. La pequeña de una familia de intelectuales, con un padre que tuvo que abandonar su profesión de diplomático por estar en contra de la revolución mejicana. Rápidamente supo desarrollar sus méritos como cervantista, escritor e historiador. Había conseguido que sus versos fueran recogidos en los jardines de los Adarves en la alcazaba de la Alhambra: «Dale limosna mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego en Granada». Brillante carrera que se truncó de golpe. Su muerte súbita les dejó sin norte. Carmen, la hermana mayor, se vio en la necesidad de tomar las riendas de la familia. La hija mayor se había convertido en la pieza clave de los Icaza. Recuperó el título de baronesa de Claret y comenzó a escribir en El Sol artículos culturales y de sociedad. No en vano le había enseñado a redactar Juan Ramón Jiménez, gran amigo de su padre. Carmen, por lo tanto, era la columna vertebral de la familia, por encima de su aristocrática madre, que nunca acabó de comprender que hubiera que ajustarse a una nueva situación. Sus hijas decían de ella que era «un tanto manirrota». Lo cierto es que las hermanas Icaza y León se llevaban muy bien entre ellas, a pesar de las fricciones que ocasionó la boda en un primer momento. El hermano, Francisco, tenía menos contacto con la familia porque siguió los pasos de su padre, y antes de la guerra ya estaba trabajando fuera de España como secretario de la legación de Méjico en Berlín.

Recordaba el lema de su hermana Carmen, aunque lo pusiera en boca de Cristina Guzmán, la protagonista de su novela que tuvo tanto éxito durante y después de la guerra: «La vida le sonríe a quien le sonríe». Había que ser optimista pero… ella no podía. Estaban demasiado recientes la guerra y el miedo. Un miedo que la paralizaba y que conseguía que no se fiara de nadie. Si cerraba los ojos, todavía pensaba que cualquiera podía denunciarla por ser portadora de un título: marquesa de Llanzol. Ya debería respirar tranquila, pero a veces no podía evitar la zozobra. La guerra la pilló de vacaciones en San Sebastián, ciudad que pronto fue liberada. Su marido logró sobrevivir a la batalla del Ebro con un fusil entre las manos y con un hambre que no consiguió olvidar nunca. Regresó con vida pero con un tifus que estuvo a punto de dejar viuda a su joven esposa. Sonsoles no podía soportar la idea de estar sola. Primero había desaparecido su padre y luego había estado a punto de quedarse sin marido. No solía hablar de ello, pero de vez en cuando venía a su cabeza esa sensación de que podía perderlo todo. La casa donde ahora residía en Madrid había servido como refugio para los milicianos. Habían tenido que levantar el salón por completo porque hasta llegaron a hacer fuego en el suelo. Los baños también estaban destrozados. Al parecer, habían metido allí cabras y cerdos. Durante semanas, tras la contienda, tuvieron que vivir en el Ritz. Ahora que había recuperado su casa y su vida, se quedaba absurdamente prendada de un hombre con el que solo había mantenido una liviana conversación. No entendía lo que le estaba pasando, pero sabía que no era algo pasajero. Cerró los ojos con fuerza. A lo mejor no dejaba de ser una de tantas pesadillas que tenía desde que acabó la guerra…

Capítulo 7

7

En Hendaya, la tarde era fría. Después de las primeras palabras de cortesía entre ambos mandatarios, Franco abrió la conversación dejando claro de qué lado estaba en la nueva Europa que se estaba configurando.

—Es para mí una enorme satisfacción encontrarme cara a cara con el Führer, el hombre al que en España profesamos una gran admiración y gratitud por la ayuda prestada durante la Guerra Civil.

Hitler, esbozando algo parecido a una sonrisa, le contestó en similares términos:

—Me es muy grato conocer al heroico general que ha logrado la gesta de conducir al pueblo español a la victoria final contra el comunismo. Precisamente, la reunión de hoy tiene una enorme trascendencia, ya que se produce cuando Francia acaba de ser derrotada y buscamos la rendición de Gran Bretaña.

Hitler le invitó a pasar al vagón bautizado como Érika, que encerraba entre sus hierros y maderas la historia viva de la Europa moderna. Les siguieron los ministros de Asuntos Exteriores.

Sin más preámbulos pasó a desvelar los planes políticos que sobre el papel España debía jugar en los próximos meses.

—A España le queremos ofrecer la tarea grandiosa de unirse a nuestras tropas. Su país goza de una situación privilegiada para la estrategia de las próximas maniobras en Europa. Ahora soy el dueño de Europa. Tengo a mi disposición doscientas divisiones inactivas que se pueden movilizar en cualquier momento. Hoy no queda más remedio que seguir mis planes y obedecer mis órdenes.

Serrano, al escuchar la última frase del traductor, notó un pinchazo en la boca del estómago y le entraron unas ganas inmensas de vomitar el parco almuerzo que habían tomado en el tren. La mirada acerada de Ribbentrop le clavó al asiento. Se limitó a mirar de soslayo a su cuñado.

Franco se quedó con la mirada fija en Adolf Hitler. Aquel lenguaje tan directo y conminatorio no le disgustaba ni tampoco le asustaba. Quiso contestarle pero no pudo, porque el Führer seguía con su discurso sin la menor intención de dejarle hablar.

—El aniquilamiento de Inglaterra será cuestión de poco tiempo. Ahora lo que me interesa es tener sujetos los puntos neurálgicos que el enemigo pueda utilizar y, por ello, he querido celebrar esta reunión con vuestra excelencia. España está llamada a desempeñar un papel ciertamente importante.

Franco asintió con la cabeza. Estaba sentado en el borde de la butaca y hacía gestos impacientes con sus manos indicándole a Hitler que quería hablar. Este pensó que el sí estaba a punto de producirse, y le cedió la palabra.

—España desea luchar al lado de Alemania. —Estas palabras relajaron a Hitler—. Ya sabe que goza de todas nuestras simpatías, pero… necesitamos una preparación mínima, un tiempo para que nuestra actuación sea un éxito. En estos momentos, tenemos unas dificultades de aprovisionamiento que hacen nuestra participación imposible. —El Führer torció el gesto—. El pueblo español necesita tiempo para paliar el hambre. Igualmente nuestro Ejército tiene un grave problema armamentístico. Nuestras fuerza

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