La dama púrpura

Javier Torras de Ugarte

Fragmento

1. El sonido del viento

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El sonido del viento

Atenas, 5 de octubre de 769

A pesar de que el cielo plomizo amenazaba con descargar sobre la ciudad de Atenas, Herón e Irene salieron por la puerta Diomeia poco después de la hora de comer. Septiembre había dejado tras de sí lluvias torrenciales que anegaron algunos cultivos al otro lado de las murallas; el río Ilisos había crecido tanto que amenazaba con inundar el antiguo Liceo de Aristóteles. Pero aquello poco importaba a los dos jóvenes que correteaban junto al muro del gimnasio Cinosargo.

Por suerte nadie los vio adentrarse en los jardines que se extendían en la falda del monte Licabeto al tomar el camino que se elevaba hacia el vetusto templo de Zeus.

—Ven. Sígueme —ordenó Herón, abandonando el sendero.

Irene lo observó. Sonreía y le alargaba una mano ya con medio cuerpo entre los árboles que se perdían en la ladera de la montaña. Echó un vistazo a un lado y a otro, no había nadie.

Una ráfaga de viento desordenó su melena oscura y la esparció por la preciosa estola de color granate.

—¿Adónde me llevas?

—Te dije que era una sorpresa, quiero enseñarte algo —contestó Herón al tiempo que movía la palma de la mano en el aire, en un gesto que invitaba a la confianza.

No habría sido necesario. Si Irene tenía a alguien en aquel mundo decadente y ruinoso en quien pudiera confiar, era Herón. La estola que le cubría la raída túnica se la había regalado él, así como las botas de cuero que le protegían los pies y otras prendas de lana y algodón que la ayudarían a pasar el invierno sin sobresaltos. Herón era amable y comprensivo, no se alteraba cuando ella gritaba por cualquier percance, y los percances la acompañaban casi a diario. Cualquier cosa podía alterar a Irene, desde la caída accidental de una vasija hasta la decepción que se dibujaba en su rostro cuando algo no le salía bien, como ocurría en la mayoría de las ocasiones. Era muy sensible.

Sin embargo, Herón, hijo de un burócrata al servicio del estratega de la Hélade, y por lo tanto de una posición más acomodada que la suya, siempre estaba allí para ayudarla, para recomponer los pedazos de la vasija rota o sacarla de la ciudad y descubrirle un mundo nuevo que la alejase de las precarias condiciones en las que vivía.

—Cuando cumplamos la mayoría de edad, nos casaremos —le había dicho una tarde el verano anterior, mientras ascendían las interminables escaleras que conducían a la iglesia de la Virgen Madre.

Ella no contestó, se limitó a esbozar una leve sonrisa y mirar al suelo, entre avergonzada y victoriosa por asegurarse un futuro mejor del que podía ofrecerle su familia. Su padre era un viejo artesano enfermizo que apenas podía levantarse de la cama. Su madre ayudaba a los sacerdotes de la pequeña iglesia de San Jorge a cambio de alguna ración de comida que a duras penas le llegaba para alimentarse a sí misma. Lejos quedaban los antepasados arraigados a la tierra ateniense que habían gozado de vidas prósperas y florecientes. Ya solo conservaba cierto poder en la ciudad un tío lejano, un pariente al que Irene nunca veía y del que no sabía nada. Muchas veces se sentía huérfana, y Herón era lo más parecido a un familiar que le quedaba.

A los dieciséis años recién cumplidos comenzaba a convencerse de que, de un modo u otro, el futuro le auguraba una aventura que merecería la pena vivir. Sin destacar en nada por encima de los demás, la conocían en toda Atenas y todo el mundo la saludaba con simpatía al cruzar la mirada con ella; no solo los atenienses, sino incluso algunos visitantes, principalmente mercaderes, marineros y funcionarios imperiales.

Quedaba atrás una infancia complicada y por momentos tormentosa, e Irene empezaba a ser consciente de que aquellas miradas y aquellas sonrisas tenían mucho que ver con su belleza y poco con su forma de ser o comportarse. Tenía fama de caprichosa y egoísta, dos rasgos que ella misma reconocía y a los que culpaba de muchas de las cosas que la sacaban de quicio. Si era caprichosa y egoísta, pensaba, se debía precisamente a que había tardado demasiado en comprender por qué la gente la adulaba sin ella haber hecho nada para merecerlo.

—Sabes que las sorpresas no me gustan, Herón —comentó, mientras tomaba la mano del joven y pasaba por encima de una piedra que delimitaba el camino—. Y menos aún caminar por la ladera húmeda del Licabeto. ¿Has pensado que si nos cayéramos nadie nos encontraría jamás entre tantas ramas muertas y hojarasca?

—No seas tan melodramática, Irene. Sujétate a mi mano con fuerza y no te caerás.

—O tal vez te caigas tú y me arrastres contigo...

Apenas había terminado de hablar cuando de pronto la espesura se abrió y llegaron a un pequeño claro entre los árboles que cubrían la montaña; una piedra servía de mirador. Herón trepó con habilidad y de nuevo le ofreció la mano para ayudarla a subir. Una sonrisa se iluminó en el rostro de Irene, que, con suma agilidad, trepó también a la piedra ignorando el ofrecimiento de su amigo.

Sentados en la roca admiraron Atenas. La iglesia de la Virgen Madre se erigía sobre la antigua Acrópolis con sus enormes columnas estriadas. Al norte quedaba el olivar sagrado donde siglos atrás Platón inauguró su Academia. El agua brillante del mar se perdía en una neblina que cubría el horizonte y escondía el puerto de El Pireo y la isla Egina.

—Algún día, todo esto será tuyo —dijo Herón con ironía.

Irene le lanzó el codo izquierdo al costado y el muchacho simuló que caía herido. Ambos rieron.

—Es realmente hermoso.

—¿Yo? —preguntó él, jugando con la chica.

—Tú no, idiota. Atenas.

La ciudad había ido creciendo a lo largo de los siglos. Tras el esplendor de la época antigua, se habían construido nuevas casas e iglesias, pero la Acrópolis, imperial, majestuosa, magnífica, continuaba siendo el centro del universo de los atenienses. Santos, vírgenes y cristos ocupaban ahora el hogar de los dioses antiguos, pero no desmerecían ni un ápice la suntuosa belleza del Partenón, el Erecteion, los Propileos o el teatro.

—En realidad, todo esto no es de nadie —comentó Irene mirando el infinito, más como si hablase con los arcanos dioses que con su acompañante.

—¿Qué quieres decir?

—Atenas es un lugar atemporal, lo que aquí aconteció se inscribirá en los anales de la Historia. Pasarán decenas de siglos y alguien seguirá admirando las columnas, los frisos, los frontones y las metopas del viejo templo. Además, los lugares como este no pueden pertenecer a una sola persona, sería muy injusto.

—Te pones muy bonita cuando hablas así —bromeó Herón.

—¡Vamos! No te rías de mí, sabes mejor que yo la importancia que tiene esta ciudad.

Irene pretendía hablar en serio y el muchacho lo comprendió. Observó el mismo lugar p

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