El ocaso de Roma y otros relatos

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Eutiquio Crescencio Severo era uno de los hombres más notables de la ciudad, un aristócrata descendiente de los primeros fundadores de la colonia Augusta Taurinorum, un personaje de relieve, que podía presumir de descender de un fundador de rango senatorial de la época de los emperadores Flavios.

Aquel año cumplía sesenta y siete años, una edad considerable para alguien que había pasado en la vida no pocas peripecias y que trabajaba todavía en el campo aunque no lo necesitase en absoluto. Se trataba de una persona chapada a la antigua, como los personajes sobre los que leía en una preciosa edición de Tito Livio conservada religiosamente en la capsa de nogal envejecido que guardaba en su cuarto de trabajo, con los cuatro Evangelios, las Confesiones de Agustín, la Apología de Tertuliano y una veintena de otras obras, entre ellas una que le era especialmente querida: el De reditu de Rutilio Namaciano.

Tenía una casa en la ciudad, por la parte de la puerta oriental, un edificio de sobrio exterior pero de confortable interior, con una sala de baños expuesta al sur que recibía los rayos del sol hasta bien entrado septiembre y era también agradable durante todo el invierno.

Se veía con los amigos, iba al mercado y a comprar simiente y aperos para su hacienda agrícola; el domingo asistía a misa en la catedral, junto a los de su condición, de pie en torno al presbiterio, mientras los otros —mercaderes, tenderos, campesinos y siervos— estaban más atrás en la nave, hasta los últimos bancos, cerca de la puerta de entrada.

Hacia febrero comenzaban los mercados de ganado, y de nuevo se dejaba ver junto con su colono para comprar alguna buena res a fin de mejorar la calidad de sus rebaños, tanto de ovejas como de ganado mayor. A veces, aunque sufriera un poco de ciática, montaba a caballo y salía a cazar con los batidores y los perros que le aguardaban siempre en una cabaña de la linde del encinar que había a lo largo del río. Iba a cazar el jabalí con venablo y jabalinas, y de ordinario volvía con alguna pieza cobrada que marinar cuidadosamente para quitarle el sabor a caza y mandar luego unos buenos trozos a sus amigos de la ciudad.

Con la llegada de la primavera, cuando empezaban a derretirse las nieves, Eutiquio volvía a su propiedad campestre y a sus ocupaciones predilectas: limpiar las colmenas, quitar los parásitos si los había, preparar las vides, podar, hacer los injertos de las variedades nuevas. Su hacienda era una de las más grandes de toda la región y tenía en su interior la villa, las dependencias para los siervos, las cuadras, los talleres en los que los hábiles artesanos fabricaban y reparaban herramientas agrícolas, muebles, cerraduras. La villa pertenecía a su familia desde hacía cuatro siglos y la parte más antigua, en la que recibía a sus huéspedes, conservaba todavía los mosaicos de motivos mitológicos, con silenos enguirnaldados de racimos que vendimiaban en una viña laberíntica que cubría el pavimento entero. Aquella propiedad era una especie de mundo aparte en el que seguían aún vigentes las reglas de los antepasados y las tradiciones eran celosamente custodiadas. El seto que la rodeaba no solo marcaba el límite de una propiedad agrícola. Era también, en realidad, un limes, casi una frontera del Estado.

No viajaba mucho, pero justo ese año, tras haberlo pospuesto largo tiempo, decidió visitar Roma. Como cristiano y como romano. Una doble peregrinación, por consiguiente. En efecto, se dirigió al Vaticano para rendir honores a la tumba del príncipe de los apóstoles. Fue un largo y comprometido viaje que exigió más de dos semanas y una escolta de una veintena de hombres armados. Se alojó en casa de unos viejos amigos en Dertona, Piacenza y Bolonia, mientras que durante el resto del trayecto se hospedó en las hostelerías para los peregrinos en parte copiadas de las viejas mansiones del antiguo cursus publicus en ruinas desde hacía tiempo.

Tras la visita a la basílica de San Pedro fue a tributar un homenaje al Senado, que se reunía en el Palacio Capitolino, cerca del foro.

Ahora, el ya antiguo centro de la ciudad se hallaba en un estado de abandono, los rebaños eran llevados a pastar entre los restos monumentales de una grandeza pasada y en su mayor parte olvidada. Y los propios senadores, exponentes de las familias más nobles de la ciudad, le parecieron unos espectros. Su lenguaje seguía evidenciando el tono y la altanería de un poder que en realidad no existía desde hacía ya mucho tiempo y que se remitía a una idea que había sobrevivido a sí misma, a un concepto de la res publica que los acontecimientos habían vaciado de todo contenido.

Eutiquio Crescencio Severo era consciente de vivir en una época provisional, una época en la que se esperaba la vuelta del Redentor, en la que todo era pasajero; sabía que el Imperio había muerto bajo el peso de sus errores, y sin embargo seguía sintiéndose romano. Pero ¿qué significaba eso? ¿Acaso era el formar parte de la Iglesia de Roma o se trataba de un modo de ser, de pensar, de recordar?

Tras la audiencia en el senado había descendido la colina capitolina hacia el foro y se había sentado sobre un fragmento de mármol para admirar la puesta de sol. Era una tarde tranquila de principios de otoño, las golondrinas revoloteaban en las alturas, preparándose para emigrar, por encima de las copas de los pinos que descollaban entre los muros del Palatino; al fondo, desde la mole del Coliseo, llegaba el sonido de unos mugidos de bueyes. Pensó en Virgilio y en sus poemas bucólicos: al menos algo había quedado de todo aquello. Era como si en aquel valle de mármoles candentes regresase de nuevo la atmósfera de los orígenes, la de las cabañas de Rómulo y de Numa, y experimentó cierto alivio. Después de todo, quizá el final no fuese inminente si la historia volvía a empezar desde el principio, si la hierba resplandecía entre los mármoles erosionados, si las flores se abrían entre las losas de la vía Sacra.

Algunos templos conservaban aún reconocible su forma originaria y Eutiquio pensaba: «¡Durante cuántos siglos ha acudido la gente a estas gradas y columnas para ofrecer sacrificios a unos ídolos de piedra y de madera que no sentían ni oían, que no tenían poder alguno, sin darse cuenta de ello!». Pero ¿era cierto, después de todo? Le venían a la mente las palabras de Simaco en la famosa disputa con san Ambrosio por el altar de la Victoria: «¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la Verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio». Tal vez no era cierto, después de todo, que los ídolos paganos eran disfraces del demonio, tal vez se trataba tan solo de intentos graduales de llegar a la Verdad, senderos que morían en el bosque, pero senderos al fin y al cabo, rastros que llevaban a la base del arco iris, allí donde se descubría que el arco iris carecía de base.

Mientras meditaba de ese modo, el sol se había puesto y la oscuridad había invadido el valle. Vio pasar una sombra, luego otra y otra más, que atravesaban el camino y subían las gradas de un templo. Poco después brilló un fuego y una voluta de humo subió hacia el cielo azul en el que asomaban las primeras estrellas. Se distinguieron de las formas humanas sentadas alrededor del fuego al pie de la columnata que se iluminaba de rojo, en medio de dos muros improvisados y bajo una modesta techumbre. Una familia se estaba preparando al fuego una exigua cena. Una pobre gente que no podía permitirse una casa había encontrado refugio entre las columnas del templo. Se vio al poco brillar otro fuego más arriba, en las pendientes del Palatino, y luego un tercero y un cuarto, hasta que el campo entero de ruinas estuvo constelado de puntos rojos que titilaban en la oscuridad. Había una pequeña comunidad de personas que vivía bajo los arcos, entre los muros agrietados, bajos los tejados en ruinas, gente viva entre recuerdos muertos.

Eutiquio sintió una emoción que no experimentaba desde hacía tiempo, es más, que no recordaba haber experimentado nunca hasta entonces. En el fondo, en su villa decorada con mosaicos, entre sus amigos que hablaban un perfecto latín, entre los siervos y la guardia que lo llamaban domine, era un romano que vivía como los antiguos romanos, más de un siglo y medio después de que el último emperador de Occidente fuera depuesto. Ahora el emperador estaba en Constantinopla, pues carecía de las fuerzas para mantener la antigua capital del Imperio, y la península estaba dividida entre sus posesiones residuales y los territorios invadidos por los últimos bárbaros llegados del Norte. Longobardos.

Allí, en el centro de la memoria, en el corazón de aquella civilización, el sentimiento de un mundo perdido era físico, tangible.

Aquel corazón se había desplazado del valle entre el Palatino y el Quirinal a la otra margen del Tíber, donde se alzaba una basílica sobre la urna de un pescador procedente de Palestina. Este era el vencedor. Y él, Eutiquio Crescencio Severo, ya no era nadie.

Pero ¿cuándo regresaría Cristo? ¿Cuándo traería a la tierra el reino de Dios, visto que el de los hombres no podía durar y, si duraba, no reunía las cualidades suficientes para hacer feliz al género humano?

Eutiquio había vuelto al Capitolio y dos siervos habían corrido a su encuentro, jadeantes y solícitos.

—Casi nos morimos del susto —había dicho uno—. Es peligroso aventurarse de noche por esa parte de la ciudad: está llena de ladrones y de delincuentes que viven de la rapiña. Es mejor retirarse, amo.

Y Eutiquio había regresado a su alojamiento del Palacio Capitolino.

Sí, aquellas eran las cosas que más recordaba de su viaje a Roma. Y también una impresión muy fuerte, casi violenta: la de una ciudad que dentro del recinto amurallado englobaba más ruinas que construcciones habitadas y en uso. Al final le quedó una especie de apólogo, una metáfora: el mundo de Roma era como tantos árboles vetustos que se marchitaban por dentro hasta casi vaciarse, pero que seguían viviendo en la corteza que alimentaba aún ramas y hojas. Él, en cierto sentido, era un pedazo de esa corteza.

Precisamente cuando estaba a punto de emprender el camino de regreso le había llegado una noticia alarmante: unos consistentes grupos de longobardos se habían asentado en territorio taurinense, así como en las cercanías de la hacienda de los Crescencio.

Bárbaros.

A veces pensaba en Orosio, en su idea de que las invasiones habían sido parte de los designios de la Providencia para que los bárbaros entraran en contacto con la Palabra de Dios, que de lo contrario no habrían conocido nunca.

No estaba de acuerdo. Eutiquio iba a misa cada domingo y comulgaba, pero era firme en su convencimiento de que los bárbaros eran unos bárbaros y punto, que Dios los había creado en un momento de cansancio y de distracción.

Por tanto la idea de que uno de ellos se hubiera adueñado de un terreno que lindaba con el suyo le trastornaba. Así pues, decidió volver por vía marítima para llegar cuanto antes. Y de este modo inició su de reditu, de Ostia hasta Génova.

El puerto de Ostia estaba casi completamente sepultado y, aquí y allá, despuntaban del fondo pecios de grandes naves que un día lejano habían surcado los mares. No obstante, una parte del muelle seguía activa y en ella atracaban naves provenientes de Nápoles y de Pozzuoli para descargar pescado y otras mercancías comestibles. Los restos del faro de Claudio podían verse aún, así como también el puerto hexagonal de Trajano, lleno de agua verde. En cuanto Eutiquio se acercó a la orilla, vio pulular en la superficie unos dorsos escamosos. Alguien había dado con un criadero de lubinas en el puerto del más poderoso de los emperadores romanos.

Su barca, una embarcación de pesca con cabina en popa para dos personas, parecía resistente y el piloto era un tipo membrudo y tostado por el sol. La estación era buena. Había olvidado llevarse el De reditu de Rutilio Namaciano, pero la razón era que se proponía volver por vía terrestre y visitar a otros amigos, por eso llevaba consigo solo libros de oración y una guía de los santos lugares.

Hicieron alguna parada en el alto Lazio y en Toscana y por último en Luni, donde pudo ver descollar las montañas de mármol sobre la ciudad y el mar.

Luego fue el turno de Portus Veneris que todavía ostentaba su nombre pagano (¿cómo no?) y luego el de Segesta Tigulliorum y, por último, coronada de montañas, asomada al mar, bajo una techumbre de nubes rojas, ¡Génova!

Le pareció sentirse ya en casa, regresar a un ambiente familiar entre rostros, indumentarias y gestos conocidos. El barquero lanzó dos amarras a un marinero que estaba en tierra y este las ató a las cabillas, una de proa y otra de popa. Hablaba en una lengua vulgar un tanto extraña, con un acento muy distinto del romano, pero en la que podía reconocerse la lengua antigua.

Se requirieron aún varios días de marcha a través de los Alpes ligures para asomarse a la llanura taurinense, días en los que Eutiquio estuvo en todo momento tenso y preocupado porque atravesaban lugares solitarios en medio de espesos encinares y hayedos. Una vez, a eso del amanecer, los vio: ¡los longobardos!

Era una mañana fría y neblinosa de finales de octubre, y los divisó mientras atravesaban el bosque por un sendero. Sobre los caballos, tintineaban los arreos y los guerreros cabalgaban con las largas espadas que pendían de sus costados. Los caballos, negros y relucientes, expelían por los ollares nubes de denso vaho. Parecían criaturas mitológicas.

Eutiquio hizo una seña a todos para que no se movieran, no hicieran ruido y mantuvieran calmados a los caballos apoyándoles una mano en el morro. Finalmente los bárbaros se dispersaron por el bosque y pudo reanudarse la marcha, pero en aquel lapso de tiempo quedó claro para todos quién era el que dominaba y el que tenía miedo. También su guardia, que debería haberle dado protección, estaba temerosa. ¿Por qué? Se sabía que no eran muchos, que en teoría los habitantes de Italia habrían podido derrotarlos sin dificultad, y sin embargo nadie tomaba la iniciativa porque ninguno de ellos tenía el coraje de ser el primero en morir. He aquí la razón. Y también los imperiales carecían de ese valor: se hallaban encerrados en sus fortalezas en el sur y en la parte central, de manera que la península tenía el aspecto de una piel de leopardo por lo que hace al control del territorio.

Su regreso fue acogido con gran entusiasmo, sus nietos acudieron a su encuentro gritando: «¡Abuelo! ¡Abuelo!», preguntando qué regalos les había traído de Roma; sus hijas Faustina y Zoé le saludaron graciosamente con una inclinación de cabeza. Su mujer Fausta le besó en la mejilla y su hija más joven, Serena, le echó los brazos al cuello. Sus yernos Juan y Anastasio se hicieron cargo de su caballo aunque estaban los siervos para hacerlo, en un acto voluntario de homenaje y de reconocimiento a su autoridad. Pero Eutiquio Crescencio Severo no veía llegar la hora de sentarse a la mesa para pedir un informe de todo lo sucedido en su ausencia.

—¿Qué es esa historia de la que me mandasteis informar? —preguntó no bien se hubo sentado a la cabecera de la mesa—. He tenido que afrontar un mar tempestuoso para volver cuanto antes.

—También nuestro servidor tuvo que hacer lo mismo para llegar hasta ti —respondió el colono—. El motivo es que tenemos este nuevo vecino que ahora linda con nuestra propiedad hacia el oeste.

—¿Linda? ¿Qué quiere decir? ¿Cómo ha adquirido la propiedad de ese terreno? Los longobardos no son agricul tores.

—No, pero hacen trabajar a los demás —respondió el colono.

—Ya, hacen trabajar a los demás —repitió Eutiquio—. No me gusta esta historia. No me gusta en absoluto. Pero ¿le habéis visto al menos?

—Sí, por supuesto. Todas las tardes da una vuelta por la propiedad a caballo, a lo largo de la linde. De vez en cuando se detiene, nos mira, observa a nuestros gañanes mientras trabajan y luego se va.

—Pero ¿habla, este ser? ¿Se hace comprender?
—A decir verdad, no le hemos oído proferir jamás una palabra, pero imagino que sí.

—¿Y qué aspecto tiene?
—Es alto, pelirrojo…
—No hay pelirrojo que no sea maldecido por Dios… —sentenció.

Intervino uno de los guerreros, Anastasio, un mozo de unos treinta años.

—Tal vez no debamos fijarnos en el aspecto exterior, mi señor, pues el alma cuenta más que la apariencia física.

—Eso es discutible. En algunos círculos filosóficos se debate si los bárbaros tienen alma.

Anastasio se encogió de hombros, como diciendo «es difícil meterle en la mollera a este hombre cualquier concepto que no sea de su agrado».

El colono prosiguió con su descripción:
—… lleva bragas de piel…
—No me extraña. Me asombraría lo contrario. Anastasio intervino de nuevo:
—En honor a la verdad, el uso de las bragas ha entrado desde hace tiempo en la vida diaria también de las personas de buena familia. Para ir a caballo son la mejor indumentaria.

—No lo niego. Pero la diferencia entre una persona civilizada y un bárbaro es precisamente la indumentaria adecuada en el momento adecuado. Tendrías que haberme visto en el Senado de Roma…

—Ah, sí —intervino Juan—. ¿Cómo ha ido?
—Llevaba una dalmática hasta los pies, esa verde con los bordados de plata, calzado de piel de becerro, el anillo de familia que se remonta a la época del emperador Tito…

—¿Y ellos, los senadores?
—No se quedaban atrás, pero el color exigido en ese noble consejo es el blanco, como en otro tiempo.

—¿Y cuál es su función?

Eutiquio suspiró.
—De hecho, hoy se ocupan de cosas desdeñables: cuestiones administrativas de la ciudad, lo que en otro tiempo era tarea de un simple funcionario. Viven en el recuerdo de un mundo que ya no existe, pero en cierto sentido hacen de contrapeso a la autoridad imperante del Papa. Me ha entrado una gran melancolía. En el fondo estamos mejor aquí, donde cada casa es un núcleo en sí mismo y un fragmento de nuestra civilización común. Allí vi una cabeza separada del busto, «… y un cuerpo sin nombre» —concluyó citando a Virgilio—. Pero también nuestra tranquilidad está ahora amenazada con este vecino que lleva bragas y es pelirrojo. Y no queda un sitio donde se pueda vivir al abrigo de esta peste. Andan por todas partes, en bandas, en grupos, se asientan donde se les antoja, imponen su presencia, sus tributos, sus costumbres. Pero ¿por qué ha vendido el viejo Simpliciano? ¿No podía decírnoslo antes a nosotros? No lo entiendo: le he preguntado muchas veces si quería vender y siempre se ha negado.

—Tal vez se ha visto obligado a hacerlo —respondió Anastasio.

—Pero ¡cómo!
—Quien está armado manda. Quien está desarmado obedece. E incluso sin discutir.

—Y sin embargo también ellos son cristianos.
—Hay cristianos armados y cristianos desarmados. Nosotros estamos desarmados.

—No exactamente. Yo tengo a mi guardia.
—Mejor no pensar siquiera en ella, mi señor. Si uno de ellos tiene un enemigo, todos hacen de él su propio enemigo, mientras que a ti te dejarían solo. Tu guardia se vería arrollada o bien se daría a la fuga antes que combatir. No sirve para defenderte más que de los salteadores de caminos.

—Ya…, vae victis! Como decía otro bárbaro no menos pernicioso que este.

—En realidad —dijo el segundo yerno, un buen muchacho dedicado a los estudios jurídicos—, hasta ahora no nos han causado daño alguno, hasta que…

—¿Hasta que qué? —preguntó Eutiquio en tono alterado. Juan dudó.
—¡Habla, por todos los demonios!
—Hasta que ha puesto una compuerta en el arroyo de la linde y ha desviado de vez en cuando el agua a su finca, que, como sabes, sufre de sequedad por la gran cantidad de guijas que tiene el subsuelo a escasa profundidad.

—¿Que ha desviado qué? —rugió Eutiquio—. ¿Y cuándo pensabais decírmelo?

—Mi señor —intervino Anastasio—, pensábamos que era mejor para ti afrontar los problemas de uno en uno y no incordiarte con tantos quebraderos de cabeza de golpe.

—En mi opinión —intervino Juan—, debemos ser realistas. Si establecemos buenas relaciones, tal vez mejore la situación; si te tomas las cosas a mal, las consecuencias podrían ser irreparables. Pero es inútil imaginar de antemano unos escenarios que todavía no conocemos. Puede ser que todo vaya bien y no tengamos ningún problema. Pienso que deberías ir a conocerle…

—¿Yo? ¡Eso nunca! Yo estoy aquí desde hace siglos. Él es un recién llegado, es él quien debe presentarse a pedir lo que es mío y ofrecer la adecuada compensación.

La discusión estaba tomando un feo cariz y los yernos sabían perfectamente que cuando el viejo pronunciaba las fatídicas palabras «¡Yo estoy aquí desde hace siglos!» no había que insistirle. Mejor insinuarle la duda y dejar que produjese su efecto.

Nadie insistió en el asunto. El cabeza de familia había sido debidamente informado, la situación le había sido expuesta en los términos exactos; las opciones, en torno a la mesa común. No quedaba sino esperar acontecimientos.

Durante algún tiempo no sucedió nada. El paterfamilias parecía ocuparse solo de la contabilidad, de cuánto había gastado el colono en la compra de la simiente para los campos y en ropas y calzado para la servidumbre, y cuánto había ingresado por la venta del vino y del queso de cabra y de oveja. Pero se veía que estaba preocupado, inquieto e irritable. Bastaba con una nimiedad para sacarle de quicio y todos lo evitaban como a la peste, excepto su hija más pequeña, Serena, que era su preferida y a quien se lo permitía todo.

De vez en cuando se le veía acercarse hasta la linde del oeste, allí donde estaba el arroyo y el nuevo propietario, para a continuación detenerse a cierta distancia. Permanecía inmóvil durante un rato y luego volvía atrás.

A lo largo de la linde se extendía un seto de espino albar que al podarlo proporcionaba rama seca para el fuego y, en primavera, hospitalidad a los pájaros y protección contra los intrusos. Y también corría por ahí un foso lleno de agua cristalina. El seto superaba la altura de un hombre y se extendía continuo e ininterrumpido a lo largo de media milla romana, que era el lado corto de la propiedad. El largo era de más de una milla, y delimitaba un rectángulo de tierra fértil, de pastos y de viñedos, de árboles frutales y de cereales, el pequeño reino de Eutiquio Crescencio Severo, quien se preguntaba cómo habían hecho los suyos para ver al vecino con un seto tan espeso y más alto que un hombre.

A caballo. Evidentemente. ¿O acaso el recién llegado había cortado el seto?

Y así, un día, sus yernos lo vieron salir a lomos de Clementino, su caballo favorito, un castrado de tres años de lo más manso.

—Mira —dijo Anastasio—. Ha ensillado a Clementino, lo cual quiere decir que se ha ido a dar la vuelta a la propiedad.

—O que va a la ciudad.
—En esta estación no. Puede llover y sufre de artritis. Usaría el carruaje.

—Quizá quiere ver a nuestro vecino —dijo Juan, el segundo yerno.

—Vayamos a comprobarlo —propuso el otro, y se encaminaron por una senda que pasaba a través del manzanal para desembocar cerca de la linde a medio camino, justo allí donde se había producido la violación de la propiedad: habían abierto una brecha en el seto y puesto una compuerta en el foso que desviaba gran parte del agua hacia el terreno colindante.

¡Y allí estaba él!

Se hallaban el uno enfrente del otro, justo en el punto donde se había producido la trangresión, cada uno sobre su caballo, como Julio César y Ariovisto en De bello gallico.

Anastasio y Juan se escondieron detrás de un olmo.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Anastasio.
—Podría pasar cualquier cosa, pero, si puedo preciarme de conocer bien al viejo, preparémonos para lo peor.

—¿Llamo a la guardia?
—¿Estás loco? De haber querido, la habría llamado él.

En ese momento se oyó la voz del dominus, que se presentó: —Soy Eutiquio Crescencio Severo, señor de esta finca.

El otro respondió en su idioma gutural.
—No habla latín —comentó Juan.

Eutiquio lo miró: su aspecto era espantoso. Pelirrojo, tenía cerdas en los brazos más que pelos y lunares por todas partes. Sus cabellos eran largos y llevaba la barba sin arreglar. Y al costado una larga espada con una clara intención amenazadora. No obstante, Eutiquio prosiguió impertérrito:

—¡Has violado mi propiedad, abierto una brecha en mi seto y extraído mi agua!

El otro dijo de nuevo algo en su lengua.
—Un diálogo de sordos —comentó Juan—. Las cosas pintan mal. ¿Y si interviniésemos nosotros?

—No creo que eso mejorase la situación. ¿Es que tú conoces el longobardo? No, y yo tampoco. Haría falta un intérprete.

No había terminado de decirlo cuando el longobardo hizo una seña a Eutiquio que pretendía indicarle que aguardase un momento. Luego se metió dos dedos en la boca y lanzó un fortísimo silbido. Poco tiempo después llegó sin aliento un sirviente que se dirigió a él en latín:

—Mi señor, el noble Cuniperto, pide que repitas lo que has dicho para que yo pueda traducírselo.

Eutiquio repitió que le había cortado su seto y desviado su agua en una evidente violación de la propiedad.

—Mi señor Cuniperto dice que el agua viene del cielo y que, por tanto, es de todos, que su terreno es árido y necesita agua. Por eso la ha tomado, porque la necesitaba. De no haberla necesitado, no lo habría hecho.

Eutiquio se quedó perplejo. Ese bárbaro era peor aún de lo que se imaginaba: arrogante, prepotente y, por si fuera poco, ignorante. Pero ¿cómo razonar con alguien que todavía apelaba al derecho natural y que no conocía el derecho sobre las superficies y las lindes y el catastro? Por otra parte, la última frase parecía manifestar cierta buena voluntad: de no haber tenido necesidad de ella, no lo habría hecho. En el breve lapso de tiempo transcurrido después de que respondiera, Eutiquio sopesó todas las opciones con que contaba.

El honor le imponía cerrar de nuevo la brecha y retirar la compuerta de derivación, pero ¿qué haría si el bárbaro, el tal Cuniperto, volvía a abrirla y ponía nuevamente la compuerta de derivación? ¿Recurrir a las armas? ¿Y si él reaccionara llamando a sus aliados y causaba algún estrago? Cierto que moriría con honor, pero ¿qué sería de su familia? Tal vez era preferible por el momento limitarse a las palabras.

—El que haya un seto significa que la tierra de este lado, junto con todo lo que contiene, es mía y por lo tanto también el agua. Por eso haré que arreglen el seto y tu amo deberá respetar la linde.

El intérprete tradujo y luego refirió la respuesta.
—Dice que, si quieres impedirle tomar el agua, puedes hacerlo mediante las armas.

Eutiquio miró al longobardo: era por lo menos un palmo más alto que él y unos treinta o cuarenta años más joven.

—Tu amo demuestra realmente gran coraje desafiando a un hombre que podría ser su padre. Pero dile que es afortunado: pues si tuviera el vigor de mis verdes años, no solo aceptaría el desafío, sino que también estoy seguro de que le haría morder el polvo.

—Mi amo dice que puedes hacer combatir a uno de tus hijos, a él le da igual.

—No tengo hijos, solo hijas. Espero que no quiera batirse con una muchacha.

—El noble Cuniperto pregunta si las hijas están casadas o solteras.

—Dos de ellas están casadas, una está en edad de merecer. —Así pues, acepta también batirse con uno de tus yernos, o incluso con los dos. Y no le preocupa que sean más jóvenes que él.

Ocultos tras el olmo, Juan y Anastasio se miraron el uno al otro consternados. Juan era un hombre de derecho al que le horrorizaba toda práctica primitiva de violencia privada; en cuanto a Anastasio, era un literato, dedicado al estudio de los Padres de la Iglesia, conocido por una docta disertación sobre las relaciones entre Ambrosio y Agustín en tiempos del emperador Teodosio. Era de frágil constitución y sufría de frecuentes resfriados incluso en pleno verano. A veces su suegro se asombraba de que ambos hubiesen encontrado el vigor para procrear dos hijos cada uno.

Los dos estaban tan angustiados por el cariz que estaban tomando los acontecimientos que no oyeron la respuesta de Eutiquio. Le vieron volver grupas y alejarse por la senda que atravesaba la propiedad de un lado al otro, pasando por entre los pastos.

Regresaron a pie por el camino más corto después de haber lanzado una tímida mirada al hirsuto vecino, que se alejaba a su vez en dirección opuesta.

—No querrá que nos batamos con ese oso —gimió Juan. —¡Estaría bueno!, yo ni siquiera soporto a alguien que levanta demasiado la voz, así que figúrate a uno que blanda una gran espada. Ni pensarlo.

—Pero tú mismo has podido oírlo. Se han referido a ello. Como él es demasiado viejo y no tiene hijos varones, nos toca a nosotros defender su honor.

—Yo no puedo. Ya sabes que no estoy bien de salud.
—Y yo ¿qué? ¿Me ves acaso empuñando un venablo para enfrentarme a ese animal?

—El viejo tendrá que avenirse a razones. En vista de que pensamos los dos del mismo modo, le plantaremos cara y propondremos un trato. En el fondo se trata de una simple cuestión de principios.

Dándose ánimos el uno al otro, los dos yernos de Eutiquio Crescencio Severo regresaron a la villa y se encerraron cada uno en su cuarto de trabajo tratando de ahuyentar de sí el molesto pensamiento de tener que enfrentarse a alguien por una cuestión de honor propia de otros tiempos, entre otras cosas prohibida por la Santa Madre Iglesia, pero temiendo cada uno el momento en que el mayordomo llegase para anunciar que la cena estaba lista. Ambos se confiaron a sus respectivas esposas al no tener el valor de soportar por sí solos un espanto semejante.

De vez en cuando, por turno, pero también cruzándose escaleras arriba, subían a una de las torres de la villa para mirar alrededor y ver si el dueño de casa estaba de vuelta de su paseo a caballo, pero no se veía a nadie.

Finalmente, a hora tardía, cuando ya había oscurecido, el paso lento y poderoso de Clementino se dejó oír en el empedrado del patio. Los siervos acudieron con las lucernas y con solícitas y preocupadas exclamaciones para recibir al amo. Uno cogió su caballo, para llevarlo al establo, el otro el manto y un tercero le precedió de camino a sus aposentos, donde habían preparado un baño caliente, como a él le gustaba.

El viejo tenía aún un físico de lo más respetable, de hombre que había ejercitado los músculos durante toda la vida, y su cuerpo seco y bien proporcionado era la viva imagen de su carácter. Una vez que se hubo secado, se vistió y bajó al comedor.

Comió prácticamente en silencio, de modo que tampoco los otros se sintieron con valor de hacer el gesto de una conversación que no se sabía adónde podía llevar y se limitaron a responder cuando se les preguntaba o cuando él pedía la sal o el aceite. De vez en cuando los dos yernos, Anastasio y Juan, se miraban de soslayo como diciendo: «Hasta ahora la cosa va bien…, hasta ahora la cosa va bien…». Pero la hija más pequeña, Serena, que no comprendía el porqué de aquel ambiente enrarecido, preguntó en un determinado momento:

—Padre, ¿por qué estás tan taciturno? ¿Es acaso por el encuentro que has tenido hoy?

—¿De qué encuentro hablas? —preguntó el padre.
—¿Es que no te has visto con nuestro nuevo vecino? Eutiquio dejó de comer y posó los cubiertos sobre la mesa. —¿Quién te lo ha dicho?

Los dos yernos se miraron el uno al otro como diciendo: «¿No habrás sido tú por casualidad?», y luego desviaron la mirada porque los dos lo habían hecho.

—Lo he oído decir —respondió desenvuelta la muchacha—. Así que, ¿es cierto o no?

—Es cierto —repuso Eutiquio.
—¿Y cómo ha ido?
—Mal —contestó.

Luego dejó sobre la mesa la servilleta de blanco lino y se fue. —Eutiquio… —le llamó con tono lastimero su mujer. Pero él había ya desaparecido más allá del primer tramo de la escalera.

Era una noche de luna llena y el aire era tan límpido que podía distinguirse cada detalle del paisaje. Hacia el norte, los Alpes se erguían blancos y gigantescos sobre la llanura oscura: parecía que podían tocarse de tan próximos. Al sur se veía brillar la corriente majestuosa del Po. Una tierra bendecida por Dios, rica en todo, también en hombres extraordinarios: trabajadores infatigables, fieles, pacientes. Antiguas raíces montañesas a las que se había superpuesto la impronta de Roma. Pero nadie más se acordaba de ella, todos vivían en su mundo particular, y en la esperanza de la salvación eterna.

Eutiquio caminó lentamente, por la balconada de la torre q

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