Mefisto

Klaus Mann

Fragmento

renta y tres cumpleaños de su señor, su voz alcanzaba los más sorprendentes tonos de júbilo. Mantuvo el mentón erguido; sus ojos refulgían. Sus gestos, parcos y resueltos, tenían el más bello movimiento. Evitaba con cuidado decir ninguna palabra auténtica. El césar escalpado, el jefe de publicidad y la mujer de ojos de vaca parecían vigilar que de sus labios no fluyeran más que mentiras, sólo mentiras: así lo exigía un pacto secreto, vigente en aquel salón como en todo el país.

Mientras se acercaba con ritmo brillante y acelerado al final de su discurso, una damita atractiva, de aspecto infantil –la esposa de un conocido realizador de cine–, que ocupaba un modesto lugar al fondo de la sala, susurró a su vecina:

–Cuando termine, quiero ir a saludarle. ¿No es fantástico? Lo conozco hace tiempo, sí, trabajamos juntos en Hamburgo. ¡Qué tiempos divertidos! ¡Brillante carrera ha hecho este hombre!

I. H. K.

En los últimos años de la Primera Guerra Mundial y en los primeros que siguieron a la Revolución de Noviembre, el teatro literario alemán conoció un momento de esplendor. También al director Oskar H. Kroge le fueron bien las cosas, a pesar de la difícil coyuntura económica. Dirigía un teatro de cámara en Frankfurt, un sótano angosto pero con mucho ambiente, donde se reunían los intelectuales de la ciudad y, sobre todo, una juventud inquieta, sacudida por los sucesos, amante de la discusión y entusiasta, particularmente cuando se trataba de una reposición de Wedekind o Strindberg o un estreno de Georg Kaiser, Sternheim, Fritz von Unruh, Hasenclever o Toller. Oskar H. Kroge, que escribía también ensayos y odas, concebía el teatro como una aula moral: desde el escenario había que educar a la juventud en unos ideales de la libertad, la justicia y la paz. Oskar
H. Kroge era patético, confiado e ingenuo. Cada domingo por la mañana, antes de la representación de una obra de Tolstoi o de Rabindranath Tagore, hablaba a sus fieles. La palabra «humanidad» se repetía una y otra vez; a los jóvenes, que se apretujaban en los pasillos, les decía con voz emotiva: «Tened el valor de ser vosotros mismos, hermanos», y cosechaba ardorosos aplausos al concluir con las palabras de Schiller: «Recibid un abrazo, millones.»

Oskar H. Kroge era querido y respetado en Frankfurt y en todos los lugares del país donde se seguían los atrevidos experimentos del teatro intelectual. Su cara expresiva, de frente ancha, arrugada, cabello ralo y gris y ojos bondadosos, prudentes tras las gafas de estrecha montura dorada, aparecía frecuentemente en las pequeñas revistas de vanguardia, a veces incluso en las revistas importantes. Oskar H. Kroge era uno de los más activos precursores del expresionismo dramático.

Sin duda fue una equivocación –de la que muy pronto se dio cuenta– dejar su pequeño teatro de Frankfurt, con su estupendo ambiente, pero en 1923 le ofrecieron la dirección del Teatro de los Artistas, en Hamburgo, que era mayor, y por esto último aceptó. Al público de Hamburgo no se llegaba con el apasionado y ambicioso experimento con tanta facilidad como a aquel círculo que, con rutina y entusiasmo al mismo tiempo, había sido fiel a las obras de cámara en Frankfurt. En Hamburgo tenía que escenificar una y otra vez El rapto de las sabinas y Pensión Schöller, junto a las obras que a él le parecían importantes. Y esto le hacía sufrir. Todos los viernes, cuando se elaboraba el plan para la semana siguiente, libraba una pequeña batalla con el señor Schmitz, el gerente de la casa. Schmitz quería incluir farsas y comedietas porque eran obras que hacían taquilla; Kroge se empeñaba en el repertorio literario. Casi siempre cedía Schmitz, que en verdad sentía una cordial amistad y admiración por Kroge. El Teatro de los Artistas continuaba siendo literario, con el consiguiente perjuicio para los ingresos.

Kroge se quejaba en particular de la indiferencia de la juventud hamburguesa, y del materialismo de una sociedad que en general se había apartado de todo lo que tuviera altura.

–¡Cuán rápida ha sido la evolución! En 1919 se acudía a ver a Wedekind y a Strindberg, y hoy no se desea más que ver operetas –decía con amargura.

Oskar H. Kroge era exigente y no poseía un espíritu profético. ¿Se hubiera quejado del año 1926 si hubiera podido imaginar lo que iba a ser 1936?

–Nada bueno interesa ya –protestaba–. Hasta con tejedores estaba la sala vacía.

–A pesar de todo, mantenemos el equilibrio.

El gerente Schmitz intentaba consolar a su amigo, al que se le marcaban las arrugas de consternación en el rostro, aunque a él tampoco le faltaban motivos para disgustarse y en su cara rosada también había arrugas.

–¡Pero cómo! –Kroge no se dejaba consolar–. ¿Cómo nos vamos a equilibrar? Tenemos que invitar a conocidos artistas de Berlín, igual que hoy, para que los hamburgueses acudan al teatro.

Hedda von Herzfeld, antigua colaboradora y amiga de Kroge, que ya había estado con él en Frankfurt como actriz y consejera literaria, observó:

–¡Otra vez lo ves todo negro, Oskar H.! No es una vergüenza invitar a Dora Martin. Es maravillosa, y además nuestros hamburgueses vienen también a ver a Höfgen.

Al nombrar a Höfgen, la señora Von Herzfeld sonrió con cariño. Su rostro empolvado, de nariz carnosa, y sus dorados ojos se encendieron súbitamente.

–A Höfgen se le paga demasiado –dijo Kroge, gru–A la Martin también –repuso Schmitz–. Sin menoscabo de su atractivo y reconociendo que arrastra al público, mil marcos por velada me parece excesivo.

–Son las exigencias de las estrellas berlinesas –dijo Hedda, burlona.

Nunca había trabajado en Berlín y afirmaba menospreciar el movimiento teatral de la capital.

–Mil marcos al mes para Höfgen es también exagerado –afirmó Kroge, irritado de pronto–. ¿Desde cuándo cobra mil marcos? Antes cobraba ochocientos, lo que ya me parecía suficiente.

–¿Qué otra cosa podía hacer sino aumentarle? –se disculpó Schmitz–. Entró en mi oficina como un rayo y se me sentó en las rodillas. –La señora Herzfeld observó divertida que Schmitz enrojecía al contarlo–. Me hacía cosquillas en la barbilla y decía: «¡Tienen que ser mil marcos! ¡Mil, directorcito! ¡Es una suma tan redonda y bonita!» ¿Qué remedio me quedaba? ¡Dígame!

Era costumbre de Höfgen entrar como un nervioso viento de tormenta en el despacho de Schmitz cuando necesitaba un adelanto o un aumento de sueldo. En estas ocasiones hacía el papel de jovencito maniático y caprichoso, porque sabía que el bobalicón de Schmitz cedería si le alborotaba el cabello o le oprimía insolentemente el estómago con el índice. Como esa vez se trataba de un sueldo de mil marcos, hasta se le había sentado en las ro–¡Eso son tonterías! –Kroge movía con disgusto la cabeza–. Höfgen es un necio integral. Todo en él es falso, desde sus aficiones literarias hasta su pretendido comunismo. No es un artista sino un comediante.

–¿Qué tienes contra nuestro Hendrik? –La señora Von Herzfeld se esforzaba por hablar con ironía, pero en realidad no la sentía al referirse a Höfgen, a cuyos estudiados encantos no era del todo insensible–. Es lo mejor que tenemos, y podemos estar contentos de que no se nos vaya a Berlín.

–Pues yo no estoy especialmente orgulloso de él –replicó Kroge–. No es más que un actor de provincias, con cierta experiencia. Eso lo sabe hasta él.

–Por cierto, ¿dónde anda metido? –preguntó Schmitz.

–Está en su camerino, escondido detrás de un biombo. Me lo ha contado el pequeño Böck. Siempre que vienen invitados de Berlín se pone nervioso y celoso. <

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