El jinete de bronce (El jinete de bronce 1)

Paullina Simons

Fragmento

El campo de Marte

EL CAMPO DE MARTE

1

La luz entró a través de la ventana, desparramando la mañana por toda la habitación. Tatiana Metanova dormía el sueño de los inocentes, el sueño de la alegría, de las cálidas y blancas noches de Leningrado, de los jazmines en junio. Pero sobre todo, rebosante de vida, dormía el sueño exuberante de la intrépida juventud.

No durmió mucho más.

Cuando los rayos del sol cruzaron la habitación hasta los pies de la cama, Tatiana se tapó la cabeza con la sábana, en un intento de mantener apartada la luz del día. Se abrió la puerta del dormitorio y oyó crujir una vez una de las tablas del suelo. Era Dasha, su hermana mayor.

Daria, Dasha, Dashenka, Dashka.

Representaba todo lo que era querido para Tatiana.

Sin embargo, en ese momento, Tatiana quería estrangularla. Dasha intentaba despertarla y desgraciadamente lo estaba consiguiendo. Las fuertes manos de Dasha sacudían vigorosamente a Tatiana, mientras que su voz, por lo general armoniosa, sonaba de una forma muy extraña.

–¡Eh! ¡Tania! ¡Despierta! ¡Vamos, despierta!

Tatiana gimió. Dasha apartó la sábana.

Nunca la diferencia de siete años que se llevaban se hizo más evidente que ahora que Tatiana quería seguir durmiendo y Dasha estaba…

–¡Para ya! –protestó Tatiana, mientras buscaba a tientas la sábana y volvía a taparse la cabeza–. ¿No ves que estoy durmiendo? ¿Quién eres tú? ¿Mi madre?

La puerta del dormitorio se abrió una vez más. Las tablas del suelo crujieron dos veces. Era su madre.

–¿Tania? ¿Estás despierta? Levántate ahora mismo.

Tatiana jamás hubiera dicho que la voz de su madre fuera armoniosa. No había nada suave en Irina Metanova. Era baja, bulliciosa y derrochaba energía. Llevaba un pañuelo en la cabeza para sujetarse el pelo, porque probablemente había estado con su bata azul de verano de rodillas limpiando el baño comunal.

–¿Qué, mamá? –replicó Tatiana, sin levantar la cabeza de la almohada.

El pelo de Dasha rozó la espalda de Tatiana. Dasha mantenía una mano sobre una de las piernas de Tatiana y se inclinó sobre ella como si fuera a besarla. Tatiana sintió una ternura momentánea, pero antes de que Dasha pudiera decir nada, sonó la voz chirriante de la madre.

–Levántate ahora mismo. Dentro de unos minutos transmitirán un anuncio muy importante por la radio.

–¿Dónde estuviste anoche? –le susurró Tatiana a Dasha–. Ya había amanecido cuando regresaste.

–¿Qué culpa tengo yo de que amaneciera a medianoche? Regresé a una hora absolutamente respetable. –Sonrió–. Estabais todos dormidos.

–Amaneció a las tres y tú no estabas en casa.

–Le diré a papá que estaba al otro lado del río cuando levantaron los puentes a las tres –manifestó Dasha después de una pausa.

–Sí, hazlo. Explícale qué estabas haciendo al otro lado del río a las tres de la mañana.

Tatiana se volvió. Dasha estaba especialmente bonita esta mañana. Tenía el pelo castaño oscuro revuelto, ojos oscuros, y un rostro con expresiones para todo. Ahora mismo su reacción era de divertido enojo. El enfado de Tatiana no era tan alegre. Quería continuar durmiendo. Espió de reojo la expresión tensa de su madre.

–¿Qué anuncio?

Su madre comenzó a quitar las sábanas y las mantas del sofá.

–¡Mamá! ¿Qué anuncio? –repitió Tatiana.

–Transmitirán un anuncio del gobierno dentro de unos minutos. ¡Eso es todo lo que sé! –insistió la madre, que meneó la cabeza como si quisiera decir: «¿Qué más hay que saber?».

Tatiana se despertó a su pesar. Un anuncio. No era algo frecuente que interrumpieran los programas musicales para transmitir un anuncio del gobierno.

–Quizás hemos invadido Finlandia otra vez. –Se frotó los ojos.

–Calla –dijo la madre.

–O quizás ellos nos han invadido. Están dispuestos a recuperar las viejas fronteras desde que las perdieron el año pasado.

–Nosotros no los invadimos –señaló Dasha–. El año pasado fuimos allí para recuperar nuestras fronteras. Las que perdimos en la Gran Guerra, y tú no tendrías que escuchar las conversaciones de los adultos.

–No perdimos nuestras fronteras –afirmó Tatiana–. El camarada Lenin se las dio libre y voluntariamente. Aquello no cuenta.

–Tania, no estamos en guerra con Finlandia. Levántate.

Tatiana no se levantó.

–Entonces, ¿Letonia? ¿Lituania? ¿Bielorrusia? ¿No nos quedamos con ellos después del pacto entre Hitler y Stalin del año pasado?

–¡Tatiana Georgievna! ¡Basta! –Su madre siempre la llamaba por el nombre y el apellido cada vez que quería demostrarla a Tatiana que no estaba de humor para bromas.

–¿Qué más queda? –replicó Tatiana, con una seriedad fingida–. Ya tenemos la mitad de Polonia.

–He dicho basta –exclamó la madre–. Basta de juegos. Sal de la cama. Daria Georgievna, ¡saca a tu hermana de la cama!

Dasha no se movió.

La madre dejó la habitación, rezongando.

Tatiana puso los ojos en blanco y volvió a tenderse en la cama.

–¡Basta! –dijo Dasha, y se echó sobre Tatiana–. Esto es serio, Tania.

–Sí, de acuerdo. ¿Le conociste ayer cuando levantaron los puentes? –Sonrió.

–Ayer fue la tercera vez.

Tatiana meneó la cabeza, con la mirada puesta en Dasha, cuya alegría era contagiosa.

–¿Quieres hacer el favor de quitarte de encima?

–No, no quiero –respondió Dasha, y le hizo cosquillas–. No hasta que me digas: «Soy feliz, Dasha».

–¿Por qué tengo que decirlo? –exclamó Tatiana, riéndose–. No soy feliz. ¡Basta! ¿Por qué debo ser feliz? No estoy enamorada. ¡Para!

La madre volvió a entrar en la habitación. Traía una bandeja con seis tazas y un samovar de plata.

–¡Basta de juegos! ¿Me habéis oído?

–Sí, mamá –dijo Dasha, mientras le hacía cosquillas por última vez con mucha fuerza.

–¡Ay! –gritó Tatiana–. Mamá, creo que me ha roto las costillas.

–Te romperé algo más dentro de un instante. Ambas sois mayorcitas para estos juegos.

Dasha le sacó la lengua a Tatiana.

–Muy mayor –dijo Tatiana–. Nuestra mamochka no sabe que sólo tienes dos añitos.

Dasha mantuvo la lengua afuera. Tatiana tendió una mano y le sujetó la lengua con los dedos. Dasha chilló. Tatiana le soltó la lengua.

–¿Qué os he dicho? –vociferó la madre.

–Espera hasta haberle conocido –le susurró Dasha a su hermana–. Nunca has visto a nadie tan guapo.

–¿Quieres decir que es más guapo que aquel Sergei con el que me dabas la lata? ¿No decías que era guapísimo?

–Cállate –murmuró Dasha. Le dio una palmada en la pierna.

–Por supuesto. –Tatian

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