El umbral del bosque

Patricio Sturlese

Fragmento

I. La visitación

I

La visitación

*

Corría el mes de agosto de 1604. En la sala capitular del castillo de Čachtice, en el reino de Hungría, todo estaba dispuesto para la reunión que en breve daría comienzo. El capitán veneciano Pier Ugo Mameli mantenía su mirada fija en la ventana, con sus labios firmemente sellados, mientras observaba aquel paisaje que tan extraño llegaba a sus ojos y que parecía arder con las llamas del atardecer.

El castillo se situaba en una cumbre a cuyos pies se abría un valle de agricultores eslovacos, de donde la bruma trepaba deseosa de alcanzar sus murallas pero no lo lograba, pues sus torres permanecían altivas y, desde su interior, la vista, no empañada por la niebla, era magnífica. Pese a ello, no era lo que sucedía en el exterior de la fortaleza lo que había llamado la atención de Mameli. El capitán había llegado al castillo en el transcurso de ese mismo día, durante la mañana, y en cuanto atravesó el portal de entrada fue escoltado a través de un entramado de pasadizos y logias aparentemente laberínticas. Sin embargo, durante ese recorrido consiguió distinguir fugazmente al fondo de un pasillo lo que en apariencia era un patio abandonado, enclavado en el que supuso que debía ser el centro de la edificación. La piedra de sus muros, apenas percibidos en un efímero instante, parecía manchada de oscuras salpicaduras y sus baldosas se mostraban sucias, escabrosas, recorridas por regueros de lo que le parecieron lágrimas negras. Una ráfaga de aire recorrió entonces el pasillo y llegó hasta donde él se encontraba, trayéndole desde aquel patio un hedor nauseabundo, que los soldados que estaban junto a él no parecieron percibir. Ellos ni siquiera se detuvieron y prosiguieron su paso monótono, escoltándolo. Mameli comprendió que debía seguir caminando. No se atrevió a preguntar y tampoco nadie se mostró interesado en hablar de todo aquello.

El capitán, sin cambiar de postura, bajó la mirada apartando la vista del enrejado y las cumbres nevadas que tras él se abrían al valle y entornó los ojos, intentando buscar en aquel patio interior que, semioculto, apenas se distinguía desde la altura de la torre en la que estaban. En vano procuraba captar algún detalle cuando la puerta de madera se abrió, al tiempo que las últimas luces de la tarde luchaban por no apagarse, para dejar paso a los señores del castillo, serios y rodeados de sirvientes.

—Bienhallado seáis en este país —habló la condesa sin que la gélida expresión de su rostro se viera alterada en lo más mínimo.

Mameli se inclinó ante la dama y agitando airoso su capa trazó una reverencia, mientras estiraba su brazo, atento al recibir su mano. Cuando besó su anillo, se percató de que estaba helado.

Detrás de la mujer un hombre de barba y bigote rubio, con ojos muy pequeños que brillaban en lo profundo de su cara, se cuadró y con un breve gesto de su cabeza lo saludó. Lucía un uniforme militar y condecoraciones de distintas órdenes en su pecho. El caballero permaneció en silencio mientras la condesa Elizabeth Báthory de Ecsed tomaba asiento. Solo después de que ella lo hubiera hecho, lo hizo él, su primo Andreas, conde en Transilvania. El silencio cubrió el lugar mientras ambos estudiaban detalladamente y con tesón las facciones del italiano, sin importarle el derroche de tiempo ni lo desabrido de sus maneras. Mientras soportaba aquel cruel escrutinio, Mameli recordó lo que había oído decir sobre esa condesa: ella había mandado romper todos los espejos de aquel castillo para evitar ver su reflejo en las paredes. Al parecer, Elizabeth Báthory se sentía acosada por el paso del tiempo, aunque su piel nívea y lozana a pesar de haber entrado en los cuarenta irradiaba una juventud que, a Mameli, no dejaba de sorprenderle.

Su aspecto tenía algo de macabro e irreal y Mameli comprendió que todos los rumores que habían llegado hasta él debían tener en esa extraña apariencia su fundamento. Las voces en aquella comarca la acusaban de ser una bestia, una asesina de mujeres con un apetito por lo macabro que parecía no tener límites. Las habladurías corrían por los valles húngaros y también más allá, y la culpaban de la desaparición de más medio millar de jóvenes mujeres de los poblados cercanos. Sin embargo la condesa Báthory se mantenía impune, protegida por sus títulos y también por ser esposa del mercenario más temido del reino: Ferenc Nádasdy, el Caballero Negro de Hungría.

—¿Habéis traído la recomendación? —preguntó ella de pronto.

Mameli metió la mano entre uno de los pliegues interiores de su capa y extrajo de un bolsillo oculto el pergamino rubricado por el duque de Treviso, que era alguacil de puertos y mano derecha del todopoderoso dux de Venecia, Marino Grimani.

—Servíos —dijo, y se lo ofreció.

No fue ella quien tomó el pergamino, sino su primo. Se acrecentó el silencio mientras Andreas Báthory comprobaba la autenticidad de los sellos y leía con detalle la larga lista de los viajes realizados por el capitán Mameli al servicio de la Serenísima República de Venecia. Entretanto, inmersa en sus pensamientos, la condesa mantenía sus ojos clavados en él, como estudiándolo.

—Sois el hombre indicado —constató al fin Andreas Báthory plegando el documento.

A continuación hizo una apenas perceptible señal a sus sirvientes que bastó para que estos comenzaran a montar un bastidor sobre el que desplegaron una cartografía del tamaño de un lienzo mediano.

—No será esta una comisión sencilla, capitán. Impondré un pliego de condiciones —afirmó el conde mientras se acercaba al bastidor.

—Escucho —respondió Mameli.

El conde tomó un puntero de madera y comenzó a señalar al tiempo que iniciaba su explicación:

—El asunto recae en la búsqueda y recuperación de un objeto que pertenece a mi familia, un arcón —precisó— que yace oculto en el desierto de Gobi, en las tierras de Mongolia. —El conde apoyó su dedo enjoyado sobre un punto en el mapa—. Es aquí donde debéis recogerlo, y luego deberéis hacer el viaje de regreso para traerlo a este castillo con máxima discreción.

—No os preocupéis. Sé evitar fisgones e inspecciones de la aduana.

Báthory acarició su bigote y le escrutó con fijeza.

—Debéis transportarlo por mar evitando tocar tierras de Europa del Este. Sobre todo habéis de intentar por todos los medios no acercaros a la franja prohibida, que se extiende desde el Ducado de Lituania hasta los Cárpatos, donde mantienen sus enclaves los voivodatos cristianos de Transilvania, Moldavia y Valaquia.

—No será un problema. Vuestra mercancía no tocará tierra sino hasta las costas seguras del reino de Hungría.

—Perfecto.

Mameli volvió su atención en el mapa y se concentró en su estudio. Al cabo de un rato suspiró y, volviendo su mirada sobre el conde, añadió con cautela:

—Serán tres meses.

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