Dramatis personae
AECIO: Flavio Aecio, último gran general romano. Derrotará a Atila.
AMALASWINTHA: Hija del rey visigodo Teodorico II. Vivirá una intensa historia de amor con Rekhiario (rey de los suevos), con quien contrajo matrimonio.
ARDARICO: Rey de los gépidos (tribu germana).
ÁSPAR: General bizantino de origen alano. Gran intrigante, trepa y oportunista.
ATILA: Se crio como rehén amistoso en Roma y Constantinopla, y acaba convirtiéndose en el kan de todos los hunos.
AVITO: Marcus Maecilius Avitus. General romano muy amigo de Aecio. Llegó a ser por un breve período, durante el año 456, emperador de Roma.
BLEDA: Hermano mayor de Atila.
CRISAFIO: Primer ministro del Imperio romano de Oriente, o Bizancio.
DAMA MING XIAO SUN: Primera concubina del emperador chino Xiao-Wendi.
EDECO: General huno y el mejor amigo de Atila.
ERNAC: Hijo menor y favorito de Atila.
EUDOCIA: Emperatriz de Bizancio, cuñada de Pulqueria.
EURICO: Rey visigodo, hijo de Teodorico I.
GALA PLACIDIA: Hija del emperador Teodosio el Grande. Madre del emperador Valentiniano III.
GENSERICO: Caudillo y primer rey vándalo.
HONORIA: Hija de Gala Placidia.
K’ANG-CHU: Kan de los pueblos ávaros que dominan Mongolia y cobran tributo a los chinos.
LEON I: Obispo de Roma, es el primero que utiliza la palabra «papa» como pontífice romano.
LICINIA EUDOCIA: Hija de Teodosio II de Constantinopla. Esposa de Valentiniano.
MARCIANO: General bizantino del que está secretamente enamorada Pulqueria, y futuro emperador de Oriente.
ODOACRO: n. 434, hijo de Edeco y de una mujer hérula. Depondrá al último emperador romano de Occidente Rómulo Augústulo en el año 476.
ORESTES: Romano prófugo, luchó al lado de Atila y fue uno de sus generales. Padre de Rómulo Augústulo.
PULQUERIA: Hermana del emperador Teodosio II. Es quien manda de facto en el Imperio bizantino. Su hombre de confianza es Saturnino.
RÉKHILA: Primer rey suevo de Hispania. Le sucede su hijo Rekhiario, que vivirá un amor apasionado con la visigoda Amalaswintha.
RÓMULO AUGUSTO: n. 460, hijo de Orestes. Último emperador de Occidente, depuesto en el año 476. Llamado Augústulo despectivamente.
TEODORICO I: Rey visigodo. Funda el reino de Tolosa. Le sucede su hijo Turismundo, y a este su hermano Teodorico II.
TEODOSIO II: Emperador de Bizancio, hermano de Pulqueria.
TIBATO: Caudillo de los bagaudas, casado con Berchama.
VALENTINIANO III: Emperador romano de Occidente.
WUCHOU: Chamán favorito de Atila y buen amigo suyo.
XIAO-WENDI: Emperador del reino chino Toba, que también era conocido por el nombre de Wei Bei.
Prólogo
La novela que ustedes tienen entre sus manos es una continuación de Hipatia de Alejandría y, sobre todo, de El triunfo de los bárbaros. Discurre desde el año 434 de nuestra era hasta la deposición del último emperador romano de Occidente, el malogrado Rómulo Augústulo, el año 476, a manos del hérulo Odoacro, hijo del mejor amigo y general de Atila, Edeco. Este acontecimiento constituyó el nacimiento de una nueva era, dado que puso fin históricamente a la Edad Antigua y dio paso a la Edad Media.
La acción gira, fundamentalmente, alrededor de la figura de Atila, cuya sombra era tan alargada que se extendía desde el centro de su poder en las llanuras húngaras hasta Hispania y la lejana China, ejerciendo una influencia absoluta en todos los acontecimientos que se desarrollaron en toda Europa y parte de Asia, aun cuando él no estuviera físicamente en todos los lugares donde se produjeron los hechos.
Sobre el caudillo huno desearía hacer algunas precisiones:
Atila no fue un salvaje sanguinario como la leyenda negra nos ha transmitido, en realidad fue una persona medio romana con cuerpo de bárbaro asiático que tuvo que asumir las obligaciones de un caudillo nómada y compaginarlas con sus aspiraciones y ambiciones de hombre latino. Educado en Roma y Constantinopla, la civilización le caló tan hondo que hablaba latín y griego, estudió retórica y ciencias, sabía escribir, por lo que no era, precisamente, un iletrado. La imagen de un Atila vestido con pieles, con la cabeza rapada luciendo una coleta, y con todos los atributos del salvaje, fruto de la imaginación del siglo XIX, no se corresponde con la realidad.
Aquí la tradición grecorromana también influyó poderosamente, por cuanto el ideario helenístico, acerca de los viajes y las personas que vivían en las tierras remotas e ignotas, que pintaba una realidad distorsionada dado que los bárbaros como contraposición a los griegos tenían que ser, forzosamente, salvajes iletrados que vestían ropajes con pieles, y tenían costumbres extravagantes y brutales. Reiteramos, ese fue el ideario helenístico que obligaba a sus autores a escribir esos relatos de viajes, hombres y costumbres adornados, hasta el extremo, por todo tipo de exageraciones y excentricidades, porque si aquellos contaban la verdad no eran creídos por unos lectores que deseaban relatos bizarros e inmoderados.
Además, su conducta política nos muestra a un extraordinario estadista con un gran sentido de la justicia hacia sus súbditos, que modernizó e hizo evolucionar a un pueblo nómada y primitivo que solo había alcanzado un alto nivel de desarrollo en el arte de la guerra, uno de cuyos máximos exponentes era un ejército muy especializado que no conocía rival en el ámbito europeo.
Atila, dotado de una gran inteligencia y preparación, condujo a su pueblo a los más altos logros, consolidando un inmenso imperio cuyas bases ya habían comenzado a asentar los kanes hunos que lo precedieron, entre otros su abuelo Octar, su padre Mundiuch y su tío Rugila.
Una única sombra oscurece su labor, desde el punto de vista de los hunos. Seguramente su dualidad personal «romano de educación y huno de nación», hizo que en ocasiones triunfara dentro de él la opción romana, dando rienda suelta a una oculta aspiración: ser alguien importante en el mundo romano... ¿acaso un emperador? Lo cual le impidió dar el golpe definitivo de la toma de Roma...
Es posible que Atila, sin saberlo, se convirtiera siendo un niño en un romano más, merced a la educación y preparación que recibió, y que tuviera que mantener una lucha esquizofrénica toda su vida, en la que resultó triunfador, hacia el final de sus días, su lado más bárbaro y menos grecorromano.
También fue el artífice e impulsor de una formidable maquinaria de espionaje y propaganda que se encargó de difundir la imagen del «Azote y flagelo de Dios», de que «Por donde pasa el caballo de Atila no vuelve a crecer la hierba jamás», y de que «Mejor muertos que en manos de Atila»... Gracias a esa publicidad tan tremenda obtuvo algo muy importante para la consecución de sus proyectos: sembrar el terror en las poblaciones que había decidido atacar. De esta manera, disminuyó ostensiblemente la capacidad militar defensiva de sus víctimas, al desmoralizarlas y predisponerlas para la derrota, obligándolas a pensar con fatalismo: «No tenemos ninguna posibilidad frente a los hunos».
Tal arma psicológica, propia de la guerra moderna, era inherente al modo de guerrear de los nómadas asiáticos, pues ya la habían utilizado con anterioridad los alanos, a la sazón la emplearon los hunos y la usarían más adelante ávaros, magiares, turcos y mongoles, y se basaba en la rapidez de maniobra, de despliegue y repliegue de los ataques.
Los hunos desarrollaron a la perfección, quince siglos antes que nuestros contemporáneos, los conceptos de la guerra moderna y la Blitzkrieg o guerra relámpago, realizando rápidos y masivos despliegues de efectivos a caballo seguidos de ataques fulminantes. Además, después de estudiar concienzudamente el terreno y gracias a un aparato de espionaje y propaganda formidables, efectuaban movimientos de tropas a velocidades impensables en aquellos tiempos, llegando a puntos geográficos donde no eran esperados, y descargando ataques de una violencia inusitada, que ejercían de una manera fría y calculada.
Toda esa velocidad de maniobra, unida a una violencia sistemática sin precedentes, revelaba una organización militar de primer orden, al tiempo que daba pie a que las futuras víctimas sintieran que ya estaban derrotadas de antemano. De esta manera, con un par de actos de violencia aplicados con frialdad y eficacia, los hunos se aseguraban la victoria con un coste humano más bajo y con un menor riesgo para sus intereses. Ahora bien, los últimos años y campañas de Atila demostraron que las tácticas guerreras de los hunos perdían eficacia al convertirse en soldados de infantería porque sorprendían en menor medida a sus contrarios.
A propósito de los hunos, quisiéramos señalar que tanto su origen geográfico y étnico como su cultura siguen siendo objeto de estudio, y hoy en día aún no pueden precisarse con exactitud. Algunos estudios recientes sitúan su origen en un área geográfica centroasiática (Mongolia), fruto de una asociación de pueblos nómadas de origen posiblemente turco, en cuyo seno convivieron pueblos de raza mongólica con tribus iranias, germanas y eslavas de lengua indoeuropea. Posiblemente fueron restos de los derrotados hsiung-nu, el poderoso pueblo nómada túrquico de rasgos al parecer caucásicos, que tuvieron en jaque a los reinos chinos entre el siglo I a. C. y el III d. C., hasta que estos y los ávaros lograron aplastarlos. Y, seguramente, parte de aquellos hsiung-nu se unieron a otros pueblos de la zona y emigraron hacia Rusia, empujados por una terrible sequía que azotó las estepas de Mongolia durante la mitad del siglo segundo de nuestra era, lo que explicaría la diversidad étnica entre los hunos blancos eftalitas y los hunos negros. Durante aquella migración, además, recogieron a otros pueblos como los alanos iranios, que les influyeron culturalmente de un modo muy notable y determinante, los ostrogodos y diversos pueblos del ámbito germánico.
Lo que sí se ha podido determinar gracias a distintos estudios y a las descripciones de sus contemporáneos romanos, es que los hunos negros se asemejaban físicamente a los primeros turcos y mongoles, y que tanto sus creencias como su estilo de vida y su forma de guerrear fueron muy similares a las de los pueblos turcos, mongoles, sármatas, escitas, alanos, ávaros...
En cuanto a la guerra, el gran problema militar con que se fueron encontrando los hunos fue que al adentrarse en una Europa llena de bosques y sembrados, y combatir junto a sus aliados germánicos, fueron abandonando su estilo de guerrear y tuvieron que acostumbrarse a un tipo distinto de lucha, y a batallar en unas condiciones que no eran las más idóneas para ellos, razón por la cual fueron perdiendo la efectividad en el combate que tanta fama les había reportado, pues sus técnicas militares se adecuaban más a las grandes llanuras y a los enormes espacios de las estepas. Atila detectó este hándicap enseguida y, en la medida de lo posible, trató de solventarlo enviando unidades compuestas solo por jinetes hunos para realizar sus audaces y efectivos golpes de mano; otra cosa, sin embargo, era mantener el terreno conquistado.
En cuanto a los personajes masculinos de la presente novela, además de Atila encontraremos a Flavio Aecio, buen amigo del huno, aunque también fuera su rival. Aecio fue el último gran general romano que, además, derrotaría a Atila. También hallaremos a los emperadores Valentiniano III, Teodosio II, Marciano... Al caudillo visigodo Teodorico y a sus hijos, así como a Genserico, el creador del reino vándalo radicado en el norte de África. Asimismo, asistiremos al despertar de los guerreros suevos, germanos asentados en Hispania desde el comienzo de las invasiones, quienes de la mano de Rékhila y su hijo Rekhiario crearon y mantuvieron un poderoso reino en el noroeste de la península ibérica.
También encontraremos a las maravillosas e insustituibles mujeres de nuestra historia. Comparecerá de nuevo Gala Placidia y asistiremos a sus duelos de poder con Flavio Aecio. Asistiremos a la rebeldía de su hija Honoria, protagonista de una vida azarosa, romántica, apasionada y dramática, que mantendrá una extraña relación sentimental a distancia con Atila, dando lugar a una de las más furiosas invasiones de los hunos. Y a Pulqueria, la hermana de Teodosio II de Constantinopla, a quien conocimos en Hipatia de Alejandría, con cuyos manejos e intrigas disfrutamos en El triunfo de los bárbaros, y seremos testigos, por fin, de la consecución de alguno de sus más secretos anhelos, amén de continuar dirigiendo en la sombra el Imperio bizantino...
Como en ocasiones precedentes, siempre procurando mantener el máximo rigor histórico y el respeto por las fuentes consultadas, nuestra intención no es otra que difundir esta apasionante etapa de nuestro pasado, divirtiendo al lector y aportándole algunos datos de interés. Ojalá hayamos conseguido el objetivo. Esperamos que disfruten con la lectura de esta novela, y que el contenido de sus páginas les sirva para recordar o descubrir los hechos históricos que sustentan esta narración.
Aravaca, septiembre de 2020
1
Atila observaba, desde la grupa de su caballo, el inmenso valle que se extendía a los pies de la suave elevación sobre la que se encontraba. En medio de la llanura se alzaba orgulloso el gigantesco campamento, corazón y capital del inmenso imperio que tanto su hermano mayor Bleda como él habían heredado de su tío Rugila tras el fallecimiento de este, que se había producido dos años atrás.[1] Aquella defunción propició que el padrecito Rugila se reuniera con los espíritus de los antepasados y se convirtiera, además, en espíritu protector de sus hijos: los hombres que hacían retumbar la tierra con los cascos de sus caballos, a los que griegos y romanos denominaban khunoi, hunoi o hunos.
El caudillo huno tenía las manos apoyadas en el pomo de su silla de montar, y así descargaba parte el peso de su cuerpo, lo cual le proporcionaba una agradable sensación de descanso. El semblante grave, enmarcado en un rictus contraído, reflejaba la honda preocupación que sentía, materializada en una angustia viscosa que se le enroscaba en el estómago. El origen de tal zozobra residía en el permanente desacuerdo que mantenía con su hermano Bleda respecto a la forma y a los objetivos de su gobierno, así como a la distinta visión que ambos tenían de los problemas que en la actualidad tenía su pueblo. Tal empecinamiento por parte de su hermano le impedía reparar en los desafíos que, con toda certeza, habrían de presentárseles al cabo de unos pocos años.
Amaba a Bleda porque este siempre había sido muy cariñoso con él, era un hombre extravertido y se conducía con generosidad.
Además, su hermano era amante de la caza y de la bebida, era un buen caudillo de los suyos, temía a los espíritus de los antepasados y era respetuoso con los chamanes; amén de ser un jinete valiente y capaz. En definitiva, Bleda era un auténtico jinete nómada y, por ende, un buen huno.
Lo amaba de corazón, aunque le repelía su dejadez, su desidia y su renuencia a invertir más horas en la responsabilidad de gobernar, así como su incapacidad para adaptarse a las nuevas condiciones de vida de los hunos, que conllevaban otra forma de gobernanza y, por consiguiente, la toma de otro tipo de decisiones. Pero, por encima de todo, le asqueaba la cantidad de horas que Bleda pasaba con Zerco, el enano mauritano que le servía de bufón, y, sobre todo, los comentarios malintencionados e insidiosos que tal conducta y tales excesos de intimidad suscitaban.
La asamblea de los kanes, kaghanes y caudillos hunos les había encomendado a ambos hermanos la tarea de regir sus destinos, como era costumbre entre su pueblo. Antes que ellos se habían sucedido otras parejas de gobernantes sin que pasara a convertirse en monárquica cuando uno de los dos dirigentes fallecía, pues no se nombraba un sustituto. Atila consideraba que en esos momentos todo era distinto; tenía la convicción de que los hunos debían ser acaudillados solo por una única cabeza rectora, teniendo en cuenta que las circunstancias habían cambiado, y ahora tocaba asumir otros retos distintos de los que afrontaron en su momento cuando emigraron desde las inmensas estepas eurasiáticas.
Por el contrario, Bleda quería que la situación permaneciera tal como hasta entonces, y que los hombres que hacían retumbar la tierra siguieran actuando como siempre, a saber: cobrando un tributo de Bizancio y otro de Rávena[2] mediante la amenaza, y explotando a sus siervos germanos a través de la extorsión directa. En otras palabras, aspiraba a perpetuar el modelo que Rugila había puesto en práctica años atrás, un modelo que fue válido en su momento, pero que ahora debía ser adaptado necesariamente a los nuevos tiempos.
De repente, el ruido de un caballo lo sobresaltó y dio un respingo.
—No te asustes, Atila, soy yo —le dijo un sonriente Bleda que en ese instante llegaba cabalgando junto a él—. ¿Qué hace aquí mi hermano pequeño, tan solitario?
—Reflexionar...
—¿Reflexionar, dices?... ¡Hum!, yo creo que tú piensas demasiado, hermano. Tal parece como si fueras romano...
Atila esbozó una sonrisa amarga antes de contestar.
—Bleda, le sigo dando vueltas a tu negativa a cabalgar de nuevo y expandir nuestro poder con las armas en la mano...
Bleda hizo una mueca cómica y rechazó con un gesto las ideas de Atila.
—Mi querido hermano, nosotros ya tenemos un imperio muy grande, el que nos legó nuestro padre y nuestro tío. ¿Para qué quieres que mueran más de los nuestros ampliándolo? —le replicó Bleda.
—Porque considero que hemos nacido para hacer retumbar la tierra con los cascos de nuestros caballos y dominarla... Tenemos que vivir siendo nómadas porque nuestro cometido es mantenernos en continuo movimiento y hacernos cada vez más fuertes...
—Esas ideas tan incómodas te las ha metido en la cabeza nuestro hermano romano, Flavio Aecio —le dijo Bleda interrumpiéndolo—, porque la última vez que estuvo entre nosotros insistió mucho en lo cambiado que hallaba a nuestro pueblo y en lo peligrosa que encontraba tal permuta para nosotros...
—Entonces rebatí sus opiniones, pero ahora creo que Flavio tenía razón...
Bleda echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Atila hizo caso omiso y prosiguió con su razonamiento.
—Ahora reconozco que él estaba en lo cierto, y estoy convencido de que si nos convertimos en un pueblo sedentario será el final para los nuestros.
—¿Por eso no permites que nuestro pueblo se dedique al pastoreo de vacas y ovejas? —inquirió Bleda con un tono de voz escéptico.
—Efectivamente, por esa razón se lo he prohibido —reconoció Atila—. Los hombres solo podrán ser pastores de caballos, de esta manera tendrán que luchar como jinetes si desean obtener ovejas y vacas...
—Mira, Atila, tú pasaste muchos años en Roma mientras yo padecía las penurias y la dureza de la vida de aquellos años entre los nuestros... Ahora, los que hacemos retumbar la tierra tenemos poder y riquezas, y queremos disfrutar de ellas... Nuestro padrecito Rugila nos proporcionó el bienestar a todos... ¡Déjanos disfrutar de ese don y no nos fastidies!
—¡Tal prosperidad nos debilitará y acabará con nosotros! —insistió Atila, que también había empezado a alzar la voz—. ¡Fíjate en ti mismo, por el eterno cielo azul, estás muy gordo, y solo deseas pasarte el día en cacerías y en comilonas, y emborrachándote con tu concubino Zerco!
—¡A él no lo metas en esto! —replicó Bleda con odio.
—¡Nunca los hombres de las estepas hemos tenido ni inclinación ni trato carnal con otros hombres! —le recriminó duramente Atila con infinito desprecio en su voz.
—¡Zerco es mi bufón y me divierte! —se defendió Bleda, al tiempo que la tonalidad de su rostro viraba hacia el color del bronce.
—Hermano, el pueblo te quiere porque eres un buen kan, pero comenta que pasas las noches dentro del enano...
Los dos hermanos permanecieron en silencio durante unos instantes, mirándose de hito en hito.
—No voy a autorizar una expedición militar contra el territorio de los romanos mientras nos estén pagando puntual y generosamente el tributo —sentenció tercamente Bleda—, porque los nuestros quieren vivir en paz.
—¡Tú eres el que quiere vivir sin luchar, comiendo y cebándote como un capón! —gritó exasperado Atila.
—No voy a apoyar tus romanas ansias de gloria militar —replicó Bleda a su vez, pero sin alzar la voz, mientras tiraba de las riendas de su caballo, daba media vuelta y dejaba solo a su hermano con sus pensamientos.
Atila desmontó del caballo de un salto e hincó una rodilla en tierra mientras de su nariz comenzaba a manar un incesante río de sangre.[3] Al instante se aplicó un paño en las fosas nasales y echó la cabeza atrás, con la esperanza de que la hemorragia remitiese como en ocasiones precedentes.
Se encontraba en esa posición cuando compareció ante él Ruga, uno de sus fieles, que le traía la información solicitada. En cuanto el recién llegado se percató de lo que Atila estaba intentando hacer, se arrodilló junto a él y le sujetó la espalda para que pudiera reclinarse totalmente.
Atila se lo agradeció con un ligero movimiento de cabeza y lo instó a hablar con un movimiento de su mano.
—Tu tío Ebarso ha muerto dejando huérfanos a sus hijos, los hunos blancos del Cáucaso. Algunas hordas de hsiung-nu se han unido a los poderosos juán-juán[4] y sostienen combates con los más importantes principados chinos. Los germanos llamados vándalos se han adueñado de casi todo el norte de África que antes pertenecía a Roma. Y un emisario enviado por Flavio Aecio te aguarda en el campamento —le informó Ruga por riguroso orden, pues así era como le gustaba recibir las noticias a su kan.
Una hora más tarde, Atila, ya repuesto de su percance sanguíneo, recibió al romano acompañado por Ruga y Edeco, otro de sus fieles colaboradores y buen amigo suyo.
—¿Quién eres y qué te ha traído hasta nuestros dominios?
—¡Salve, Atila, caudillo de los hunos!... Mi nombre es Marcus Maecilius Avitus, pero me suelen llamar Avito, y soy uno de los legados del Alto Estado Mayor del magister militum maximus Flavio Aecio, quien me ha enviado para rogarte que le envíes una vez más tu ayuda, ¡oh, caudillo de los hunos!, y que lo auxilies contra sus enemigos.
Atila sonrió de una manera extraña, y preguntó:
—¿Quién perturba ahora la paz de mi hermano Flavio, al margen de los visigodos?
—Las bandas de bagaudas y de burgundios que intentan asolar las Galias.
—¿Quiénes son esos bagaudas[5] de los que hablas? —preguntó Ruga.
—Son cuadrillas de esclavos, de siervos, de desertores... Escoria inmunda que se ha unido para atentar contra la ley y el orden establecido, atacando la propiedad privada de los ciudadanos —explicó Avito con desprecio—. Son una hez de esclavos y siervos que abandonan sus puestos de trabajo y saquean las casas y las propiedades de sus respetables dueños, robando todo cuanto hallan a su alcance. Una plaga que asola cuanto toca y se apropia de los latifundios echando a sus legítimos amos. A tanto está llegando esta chusma miserable, que, habiéndose adueñado de una parte muy importante de las Galias, ha tenido la desfachatez de nombrar a un tal Tibato, antiguo esclavo, como emperador de sus territorios...
—Entonces, ese tal Tibato es una especie de nuevo Espartaco, ¿no? —lo interrumpió Atila con un tono ligeramente burlón—, un justiciero que quiere repartir la riqueza entre quienes la producen y no la disfrutan...
—No es mi intención contradecirte, ¡oh, gran kan de los hunos!, pero Tibato no es un justiciero, sino más bien una lacra y una desgracia similares a las que trajo aquel miserable esclavo tracio —insistió con vehemencia Avito, algo desconcertado ante la actitud del huno—. ¡Los bagaudas son una asociación de malhechores y bandidos, y un peligro para todos!
Atila le hizo una seña con la mano a Avito para que dejara de hablar, y todos permanecieron en silencio durante un rato, al cabo del cual el caudillo huno le comunicó:
—Avito, partirás acompañado de dos contingentes de diez mil guerreros cada uno.
—¡Gracias, magnánimo Atila!... ¡Veinte mil hunos! Aecio se alegrará sobremanera...
—Solo he dicho veinte mil guerreros —precisó Atila, interrumpiendo de nuevo al romano.
—Claro, claro, poderoso Atila... —reculó rápidamente Avito.
—Únicamente marcharán contigo cuatro mil hombres, el resto de la expedición la formarán nuestros siervos germanos —especificó Atila despidiendo con un gesto de su mano al romano, quien abandonó con toda celeridad la enorme tienda de fieltro del kan.
Cuando se quedaron solos los tres hunos, Atila les comunicó sus planes más inmediatos.
—Deseo que organicéis el llamamiento y el alistamiento de veinte mil hombres, y que preparéis todo lo necesario para que me acompañen.
—¿Vas a visitar a nuestros hermanos eftalitas al Cáucaso? —le preguntó Ruga.
—Nos vamos los tres —respondió Atila pasando un brazo por encima de los hombros de sus colaboradores—, para conocer entre los eftalitas, de primera mano, cómo se ha realizado la sucesión tras la muerte de mi tío Ebarso. Después nos iremos hacia las estepas que se extienden desde donde murió nuestro padrecito Rugila hasta el horizonte, por donde sale el sol, para observar los movimientos que están desarrollando allí los pueblos eslavos y las tribus alanas que merodean por aquellos contornos.[6] Y, por último, nos acercaremos hasta los dominios de los juán-juán y las infinitas murallas de los reinos chin[7] con el objeto de establecer alianzas con los que allí imperan.
Quiero tener las espaldas de nuestro mundo bien cubiertas, seguras y protegidas de cualquier ataque por sorpresa de los pueblos que habitan nuestras antiguas tierras y señoríos.
2
—Nos batimos en retirada en todos los frentes, el Imperio se hunde. ¡Esto es humillante! —bramaba el joven emperador Valentiniano en el salón de mapas del palacio de Rávena—. En cambio, el imperio de mis primos Teodosio y Pulqueria de Constantinopla mantiene casi intactos los límites y las fronteras que se establecieron tras la muerte de nuestro abuelo, el gran Teodosio I.
—Mi querido príncipe, esta situación es la consecuencia lógica de la conducta de muchos romanos que han malgastado cuantiosas energías y recursos de Roma en su exclusivo interés, haciéndonos gastar otro tanto a los demás para salvar nuestro Imperio, en vez de aunar todos los esfuerzos en una causa común —le respondió Flavio Aecio mirando con toda intención hacia la emperatriz madre, Gala Placidia, quien, a juicio de él, con sus manejos y conspiraciones políticas había debilitado y dispersado la fuerza romana.
Gala Placidia, que seguía siendo una mujer muy bella pese a sus cuarenta y cinco años, hizo una mueca de desagrado y replicó mirando de hito en hito a Aecio con ademán altanero:
—Mi hijo tiene dieciséis años, y afortunadamente su memoria no está mancillada con el recuerdo de las vilezas y las traiciones de quienes, aparentando amar a Roma, han ido labrando su particular carrera político-militar situándose por encima de todos.
Este no pudo por menos que admirar la belleza y el majestuoso porte de Gala, así como el aplomo de la mujer al responderle con un ataque, al tiempo que soslayaba su propia y directa responsabilidad, fruto de sus intrigas, en la errónea marcha política del Imperio durante los últimos años.
—¿Nuestra situación real es tan mala como parece, Flavio? —inquirió Valentiniano, haciendo oídos sordos a las palabras de su madre.
—Mi dilecto pupilo —así le hablaba porque había sido tutor de Valentiniano durante su minoría de edad—, en verdad que es ciertamente lamentable —contestó Aecio con voz apenada—. El Imperio retiene como propias solo las tierras de Italia, parte de Hispania y la Galia, algunas islas, Cartago y parte de Iliria.
Valentiniano resopló en silencio, con la desolación reflejada en su rostro.
—Y en la Galia, mi estimado príncipe, tenemos abiertos tres frentes que nos desangran sin cesar: al sur los visigodos; al oeste, los bagaudas; y cerca del Rin, los burgundios.
—Enorme es la tarea, pero estoy seguro de que tú podrás con todos gracias al apoyo de tus aliados, esos salvajes y despreciables asiáticos —exclamó Valentiniano cambiando de humor.
—Mi querido príncipe y emperador, todos deberíamos estar muy agradecidos por la ayuda que nos prestan los hunos...
—Aquí el único que tiene motivos para mostrar su reconocimiento a esos asquerosos bárbaros eres tú —lo interrumpió Gala Placidia sonriendo con desprecio—. Habida cuenta de que les debes todo lo que eres en la actualidad.
—¡Madre, tampoco hace falta ser tan dura! —terció Valentiniano, sonriente—. Flavio está prestando unos servicios impagables al Gobierno.
—¡Ni impagables ni impagados! —saltó la emperatriz madre como una fiera—. No te lleves a engaño, hijo mío, que Aecio bien que se los cobra...
Flavio Aecio permaneció en silencio mientras miraba a ambos con una mezcla de desprecio y lástima, pensando en lo ingratos que eran con él, porque, con independencia de las diferencias políticas que mantenía con Gala Placidia desde hacía varios años, así como de la enconada rivalidad política que los enfrentaba, llevaba bastantes años sosteniendo a ambos en el trono, y hacía auténticos milagros militares para el mayor número de territorios bajo el dominio imperial. A veces pensaba que debería haber accedido a alguna de las generosas ofertas que le habían hecho desde Constantinopla y haberse instalado allí a disfrutar de todos los honores y reconocimientos que a buen seguro le habrían dispensado. En cambio, mientras él seguía batiéndose el cobre por Roma a costa de mil sacrificios, luchando incluso con sus gobernantes, Sebastián, el antiguo amante de Gala Placidia, estaba cómodamente establecido en Bizancio desde que se precipitó a aceptar la oferta que le hizo aquel gobierno.
—¿No te defiendes, Flavio..., no tienes nada que alegar...? —oyó que le decía Valentiniano, como si su voz sonase muy lejana.
—No —respondió Aecio, tajante—, porque no merece la pena. Solo me queda por decir que ahí fuera están los representantes del dux vándalo Genserico, y que vienen a negociar.
—¿Y qué pueden querer tratar con nosotros esos bárbaros?
—El reconocimiento oficial de sus conquistas africanas.
—Me quedo perplejo. ¡Qué osadía y qué desfachatez la de esos salvajes! Invaden los territorios del norte de África que nos pertenecen, y ahora quieren que les demos nuestro plácet. Inaudito... —exclamó Valentiniano.
—La tienen porque la han ganado en el campo de batalla. Por ese motivo tan incuestionable nos van a presionar para que aceptemos sus condiciones.
—Pero si aceptáramos su pretensión, estaríamos admitiendo nuestra incapacidad para reconquistar nuestra propia tierra —argumentó el joven césar.
—Mi querido príncipe, lo cierto es que militarmente somos incapaces de recuperar África —precisó Aecio—, no tenemos más opción que negociar con los vándalos, reconociendo que son dueños de lo que han conquistado, si queremos que respeten Cartago y su ámbito de influencia como posesión romana.
—¡Nunca!... Me oyes... ¡Nunca jamás! —replicó airadamente Valentiniano—. De ningún modo admitiré en un tratado que las rapiñas y robos que esos bárbaros han perpetrado contra nuestro territorio les convierten en sus poseedores legales...
—Entonces, mi estimado príncipe y césar, ve preparando y armando un fuerte y numeroso ejército para ir a defender Cartago y su comarca —exclamó Aecio, interrumpiendo a Valentiniano con impaciencia.
Unos días más tarde se formalizó en Rávena un tratado de amistad entre el Gobierno imperial y los representantes de los vándalos. En él, Roma reconocía la existencia del reino que había fundado Genserico sobre el territorio que el líder vándalo y su pueblo habían arrebatado a los romanos en el norte de África. A su vez, los vándalos se comprometían a no atacar las posesiones romanas situadas en África, como Cartago, en las islas Baleares o en Europa.
Genserico sonrió satisfecho en su palacio de Hipona, situado en el norte de África, cuando su canciller le mostró la copia del tratado que traía firmado por los representantes imperiales de Rávena.
—Todo se va cumpliendo tal cual has planeado, rey Genserico —le dijo Stilico utilizando por primera vez el tratamiento regio.
—Sí, mi buen amigo. Ya somos un reino libre e independiente, al igual que el de los visigodos de Tolosa, porque hemos firmado un tratado de igual a igual, políticamente hablando, con Roma. Gracias a ello, los vándalos ya no somos solo una tribu o nación, ahora somos un estado, un regnum —respondió Genserico con la felicidad reflejada en su rostro mientras echaba un vistazo al contenido del pergamino.
—Y no ha sido un precio muy alto el que hemos tenido que pagar.
—No te entiendo.
—Quiero decir —le aclaró Stilico— que respetar Cartago y su comarca como posesiones romanas no es un precio muy elevado para...
Las carcajadas de Genserico interrumpieron al canciller vándalo.
—Stilico, amigo mío, no te confundas. Hemos aceptado no atacar las posesiones romanas para que Roma nos reconociera como reino independiente y legitimara nuestras conquistas. Pero eso no significa que yo..., quiero decir, que nosotros, los vándalos, pensemos renunciar a proseguir con la expansión territorial que comenzamos hace siete años.
Stilico, que después de tantos años sirviéndolo conocía perfectamente a su caudillo, esbozó una sonrisa de complicidad.
—Conquistaremos Cartago, su comarca y el resto del África romana cuando llegue el momento. Ahora, en realidad, mi querido Stilico, solo hemos firmado una tregua —le aclaró sonriente Genserico a su colaborador—. Solo eso, un armisticio...
Después de asistir a la formalización del foedus con los vándalos, Flavio Aecio se trasladó rápidamente a las Galias y se instaló en Lugdunum, donde estableció su cuartel general con el objeto de poder estar cerca de los burgundios y observar sus movimientos, ya que estos, aunque seguían apostados en la Germania, estaban cruzando la frontera del cercano Rin y procedían a asentarse alrededor de la corte que había radicado su caudillo Gundicaro en Worms, acogiendo a cuantos se le unían.
Aecio convocó a su Alto Estado Mayor, a cuya reunión acudieron, entre otros, Litorio, Avito, Maioriano y Ricimero.
—Avito, ten la bondad de informarnos sobre tus gestiones con los hunos —le dijo Aecio, invitándolo a tomar la palabra.
—Como muy bien habías imaginado, Atila no nos ha defraudado y nos ha prestado su ayuda: veinte mil hombres.
—Una cifra muy generosa —exclamó Litorio frotándose las manos.
—Entre los cuales, solo se cuentan cuatro mil jinetes hunos —aclaró Avito frunciendo el ceño—. El resto son germanos de infantería.
—¿Y por qué Atila nos ha facilitado tan pocos hunos? —preguntó Aecio con cara de preocupación.
Ninguno de los presentes supo qué responder, por lo que permanecieron en silencio.
—Me temo que Atila prepara algo grande —sentenció Aecio por fin, para sumirse de nuevo en un reflexivo y momentáneo silencio; tras lo cual, concluyó—: Por tanto, debemos actuar con rapidez. Litorio, tomarás a los cuatro mil hunos que ha enviado Atila y junto con otros cuatro mil, de los que sirven con nosotros como mercenarios, te enfrentarás a ese bastardo de Tibato y acabarás con el reinado de los bandidos bagaudas, antes de que encuentren aliados poderosos.
Unos fuertes golpes en el portón de la sala interrumpieron el discurso de Aecio, tras los cuales un centurión sucio y con el uniforme hecho jirones entró en la sala, captando la atención de todos los presentes.
Aecio autorizó al militar a hablar, y este, después de presentarse e indicar su rango y la unidad a la que pertenecía, los informó de lo siguiente:
—Gundicaro, al frente de un numeroso y feroz ejército de burgundios, ha atacado nuestras comarcas de la Galia belga. El frente está roto y las comunicaciones entre sus ciudades resultan imposibles, pues aquí y allá hay bandas de bárbaros campando a sus anchas.
—¿Han caído muchas zonas en manos germanas?
—Desconozco la respuesta —contestó el centurión.
—¿Y las legiones?[8] —preguntó alarmado Litorio.
—Concentradas en la capital provincial.
—¡Parto de inmediato hacia la Galia belga! —decidió Aecio sin pensarlo dos veces—. Litorio, reduce a los bagaudas con los hunos y llévate a Avito y sus tropas; Ricimero, que se quede contigo Maioriano. Vigilad los pasos del Rin y no perdáis de vista a los visigodos. ¡Muchachos, en marcha! Volveremos a obrar milagros militares...
—¡A tus órdenes, magister militum maximus! —respondieron al unísono los militares.
—Por cierto, Litorio, quiero a ese tal Tibato vivo —le ordenó Aecio antes de levantar la reunión—. Me has entendido, ¿verdad?
—Sí... Como tú mandes, Flavio. Te traeré a ese miserable esclavo vivo para que hagas con su vida lo que quieras —confirmó Litorio con una mueca de desagrado.
—Lo único que deseo es interrogarlo para que me explique el origen y las causas por las que ha iniciado esta rebelión...
3
Tibato observaba el bravío océano Atlántico desde lo alto de los acantilados de la costa de Bretaña. Todo cuanto le rodeaba era salvaje y poderoso: la intensa lluvia; los cortantes picos de la accidentada costa, que formaban una arquitectura singular de construcciones pétreas, como si hubieran sido erigidas por unos gigantes y semidestruidas por otros; las vigorosas olas, que batían contra las rocas con tal ímpetu que semejaban arietes intentando derribar una muralla; el viento, que soplaba con unas rachas tan furiosas que parecía que quería arrastrar todo lo que sobresaliera del suelo, y por último, aquel verde tan intenso, con la fuerza de un titán, que conquistaba todo el terreno donde no había rocas o arena. Es decir, la manifestación de la libertad de la naturaleza.
—¿En qué piensas, esposo mío? —le preguntó de repente Berchama, su esposa, al tiempo que se abrazaba a su espalda para protegerse de la inclemente furia de la galerna.
—Pienso que los romanos no consentirán que sigamos siendo libres.
—Nosotros también somos romanos —replicó la mujer con orgullo.
—Me refiero a los que ostentan el poder, Berchama, esos a los que disgusta en extremo que no sigamos produciendo para ellos. Los latifundistas, los dueños de las factorías, los amos de los bienes de producción... Todos aquellos que a lo largo de los siglos se han ido convirtiendo en dioses de sus semejantes porque tienen la vida, la muerte y el futuro de miles de seres humanos en sus manos.
—Tibato, amado esposo, dices unas cosas y unas palabras que me llenan de espanto, porque no las entiendo bien.
El hombre se dio la vuelta y estrechó a Berchama entre sus poderosos brazos, mientras le hacía comprender el sentido de su discurso con voz afectuosa.
—Las palabras que denuncian la injusticia y la iniquidad no deben causar temor. Lo que verdaderamente causa un pavor insalvable es tener que gritar estas palabras en un mundo cristiano.
—Cristo fue muy bueno... —argumentó débilmente Berchama, muy insegura por su ignorancia y su falta de mundo.
—Por eso lo asesinaron clavándolo en una cruz de madera como a un animal.
Berchama escrutó los ojos claros y nobles de su esposo, y supo que sufría.
—¿Qué es lo que te inquieta tanto, mi amor?
—Nuestra situación —respondió Tibato con rotundidad—. Si nos hubiéramos limitado a conquistar nuestra libertad mediante la fuga y nos hubiéramos establecido discretamente en esta costa, probablemente Roma nos dejaría en paz. Pero los bagaudas hemos ido demasiado lejos. Hemos ganado muchos territorios, a mí me han nombrado emperador contra mi voluntad, muchos de los que se hacen llamar bagaudas no desean asentarse con sus familias para vivir libres y en paz, porque son saqueadores, bandidos y maleantes. Ayer, una partida de desertores y esclavos fugitivos entraron en una de nuestras aldeas y la arrasaron por completo pese a identificarse como un asentamiento bagauda. Suponemos un enorme peligro para esos dioses humanos.
—¿Y cómo explicas tú que, en una situación tan inestable como la que estamos viviendo, los bárbaros invadiendo territorios, con incesantes cambios políticos y la muerte acechándonos tan de cerca, esos «dioses humanos» solo piensen en su riqueza y en los esclavos que se les fugan? —preguntó de repente su amigo Eliano, acercándose hasta la pareja que se había refugiado bajo un enorme dolmen.
Tibato se separó un poco de Berchama y sonrió a su amigo antes de responderle:
—Porque, mi estimado Eliano, esa panda de seres inhumanos ama más el oro y el dinero que a su propia vida, pues esta, sin el poder que les otorga la riqueza, carece de todo valor.
Eliano miró con admiración a Tibato y exclamó:
—Qué bien hicimos en nombrarte emperador de los bagaudas, porque, sin duda, de entre nosotros tú eres uno de los más capacitados para regir nuestros destinos.
—No digas eso, buen amigo. Hamando es un hombre mucho más instruido que yo, habida cuenta de que fue maestro durante su esclavitud, mientras que yo solo era un humilde tintorero.
—Pues debiste de pensar mucho mientras pisabas, durante horas, las telas y las lanas dentro de las tinajas de agua, tinte y orina[9] —replicó Eliano con cariño—. Porque dices unas cosas, y las dices tan bien, que parece que uno está escuchando a un filósofo o a un obispo, o a cualquier otro personaje de sabia estirpe.
—No te figuras cuánto tiempo tuve para pensar, y cuánto pensé. Tanto como las miles de millas que debí de recorrer, sin moverme del sitio, pisando una y otra vez las lanas y las telas en aquellas malditas piscinas del obrador de tintorería —respondió Tibato con un rictus amargo en el rostro—. Para abstraerme de tan embrutecedora y dolorosa tarea y eludir el látigo que combatía la fatiga de aquellos que flaqueaban, andaba y pensaba, pisaba y pensaba, saltaba y pensaba, y siempre pensaba y casi no sentía nada.
Los tres permanecieron en silencio mientras el vendaval azotaba las piedras que los cobijaban y la lluvia pasaba veloz por los flancos, como miles de flechas de agua que empapaban la pradera de hierba.
—Cuando rememoro aquellos interminables días, tiemblo de horror —añadió Tibato, volviendo a sus recuerdos con la tez extremadamente pálida—. Desde el alba caminaba dentro de una gran tina cuadrada llena de aquel líquido asqueroso que llegaba hasta la mitad del muslo y, junto con otros desgraciados, pisaba una y mil veces las malditas telas para que se impregnaran de aquel fluido que unas veces era azul; otras, rojo; otras, verde... Cuando el sufrimiento producido por el agotamiento de tan brutal ejercicio se hacía insoportable y sentíamos cómo se nos agarrotaban los miembros, nuestra productividad descendía por el esfuerzo y entonces otros desdichados nos relevaban a golpe de látigo. Enseguida entraban en las piscinas y proseguían con nuestra agotadora labor. Mientras, nosotros descansábamos un rato, comíamos algo y después dábamos vueltas alrededor de otra tina enorme llena de tinte y fijador cuya base calentaban con fuego, y allí, entre indescriptibles dolores y fatigas, entre todos removíamos las telas y las lanas con unos grandes remos para que se fueran tiñendo merced al calor del fuego.
Ni siquiera el terrible estruendo de la galerna que azotaba todo a su alrededor les sobrecogía tanto como el relato de Tibato sobre sus pretéritos padecimientos.
—Luego volvíamos a otra alberca a pisar de nuevo telas hasta la caída de la noche, momento en que nos encerraban en la ergástula, nos daban algo de cenar y a continuación nos dejábamos caer en el suelo y dormíamos totalmente agotados, ajenos a los abusos sexuales de los que algunos de nosotros éramos objeto por parte de los guardianes. Y así un día detrás de otro...
—¡Qué horrible, mi pobre amor! —exclamó Berchama abrazando al hombre—. Yo no habría sido capaz de aguantarlo.
—Pero lo más espantoso de todo era el olor —continuó Tibato como si estuviera realizando una confesión judicial—, un hedor fuerte, untuoso, pesado... Un olor que parecía como si tuviera vida propia. Nunca conseguiré olvidarme de aquel tufo, lo tengo grabado aquí dentro —les dijo mientras se señalaba la cabeza y la nariz.
—Pero al final escapaste.
—Sí, me fugué cuando el dolor y la desesperación fueron más grandes que mi miedo a huir. En el momento en que no temí a la muerte porque fui consciente de que allí, en aquellas malditas albercas, empezaba y acababa mi vida. Solo entonces reuní el valor suficiente y me escapé.
4
La noticia de la llegada de los refuerzos enviados por Atila a Flavio Aecio, así como el inicio de la campaña contra los bagaudas, provocó movimientos en la cancillería del joven reino visigodo de Tolosa.
—Teodorico, se presenta de nuevo la oportunidad de ampliar territorialmente nuestro reino —le expuso Leoviuldo, uno de los más importantes nobles del consejo, a su rey Teodorico en el salón del trono de Tolosa.[10]
—Explícate, porque nuestros últimos intentos de expansión siempre han fracasado —respondió con escepticismo el monarca.
—A los romanos se les acumulan los problemas. Parte de sus fuerzas marchan hacia el oeste para sofocar la rebelión de los bagaudas, y el resto, a las órdenes de Aecio...
—¡Aecio, ese bastardo malnacido! —gritó Teodorico con odio interrumpiendo el parlamento de su colaborador—. Un miserable chupasangre que solo desea la ruina de los godos.
Leoviuldo aguardó pacientemente a que su rey terminara de desahogar su animadversión hacia el romano antes de proseguir.
—Los romanos, decía, también se dirigen hacia el norte para combatir a los burgundios que intentan extenderse hacia la Galia belga.
—¿Qué propones, Leoviuldo?
—Poner cerco a Narbona y a las ciudades romanas de toda la comarca Septimania para asegurarnos definitivamente nuestra salida al mar.
—Eso ya lo hemos intentado otras veces y siempre fracasamos —insistió con pesimismo el rey.
—Pues penetremos en Hispania, padre, o marchemos hacia Italia —propuso Turismundo, el hijo de Teodorico, que entraba en ese momento en el salón del trono—, o pactemos con Roma o hagamos cualquier otra cosa... Pero hagamos algo.
—¿Tú también vas a opinar sobre política? —refunfuñó Teodorico gruñendo como un oso.
—Padre y rey mío, algún día yo ceñiré la corona de hierro... es natural que exprese mis opiniones sobre la política del regnum.
Su padre accedió a que su hijo interviniese con un movimiento de cabeza.
—Padre y rey mío, los vándalos se adueñan de África, los burgundios y francos intentan conquistar la Galia, los salvajes hunos no tardarán en empujar a más germanos hacia el Imperio romano, como hicieron con nosotros... ¡Si no nos ponemos en marcha ya, nos quedaremos sin nada! —concluyó con vehemencia el príncipe visigodo, evocando cuando los visigodos cruzaron el Danubio casi sesenta años atrás, impelidos por las hordas hunas.
—Tenemos un reino magnífico, fuerte y temido. El primer reino germano que es independiente de Roma y que se ha construido sobre territorio romano. Contamos con decenas de miles de los mejores guerreros. Y en los últimos años hemos conseguido que no mueran muchos visigodos intentando conquistar más tierras de las que necesitamos. Todo ello gracias a la prudencia —le replicó Teodorico.
—Señor, escucha a tu hijo —intervino Leoviuldo—. Representa el parecer y el pensamiento de muchos visigodos.
—Padre y rey mío, la oportunidad es única. Estamos confinados en una tierra que nos aleja del Mare Nostrum romano —argumentó Turismundo, animado por la intercesión de Leoviuldo—. Hoy en día los pueblos que quieren prosperar y enriquecerse deben comerciar por mar, y nosotros los visigodos dependemos de los romanos para esos menesteres.
Teodorico miró a su hijo con cariño y orgullo, mientras pensaba: «Ya está hecho todo un hombre».
—¿Y a vosotros qué os parece que el lobo joven le diga al lobo viejo lo que hay que hacer? —preguntó el rey a Megarico, otro noble, y a Eurico, otro de sus hijos, que se hallaban presentes en el salón.
—Pues que conviene escuchar a la juventud —contestó Eurico con una amplia sonrisa en señal de apoyo a su hermano.
—Te escuchamos pues, joven príncipe —concedió el monarca sonriendo a su vez—. Pero no nos hables de operaciones que puedan costar muchas vidas visigodas.
—Mi rey, yo sugiero algo que ahorrará miles de vidas. Pactemos con Flavio Aecio la entrega de alguna ciudad portuaria... —propuso Turismundo, sorprendiendo a todos los asistentes.
—¿Cómo? ¡Que pactemos con ese hijo de una perra rabiosa! ¡¿Te has vuelto loco, hijo mío?! —exclamó Teodorico echando espumarajos por la boca al tiempo que se levantaba de un salto de su trono.
—Padre y rey mío, Flavio Aecio no es como otros quieren que tú creas que es...
—Pobre hijo mío. Ha perdido la razón —se lamentó Teodorico llevándose las manos a la cabeza.
—Escúchame con toda atención, padre mío. La emperatriz Gala Placidia lleva años envenenándote la razón y predisponiéndote contra Aecio, además de incumplir las promesas hechas a nuestro pueblo.
—No digas más sinrazones, hijo mío. Nuestra antigua princesa[11] solo quiere el bien de los visigodos, y ha intentado cumplir y entregarnos todo cuanto nos fue prometido, pero ha sido ese perro de Aecio quien se lo ha impedido.
—Flavio Aecio se muestra tan hostil porque aún le debe de escocer el rejón que le clavamos hace diez años, cuando derrocamos al emperador Juan, al que él apoyaba, y entronizamos a Valentiniano, el hijo de Gala Placidia —les recordó a todos Megarico esbozando una sonrisa.
Todos los asistentes, menos Turismundo, se rieron con ganas. Este esperó a que cesaran las carcajadas antes de seguir porfiando.
—Yo confío en Flavio Aecio, y propongo que pactemos con él la entrega de alguna ciudad y su territorio...
—¡Prefiero la guerra! —exclamó Teodorico enloquecido, interrumpiendo a su hijo—. ¡Prefiero que muramos todos los godos antes que pactar con ese perro!
Los asistentes se quedaron en silencio mientras padre e hijo resoplaban. Pero al cabo de unos instantes el rey terminó cediendo.
—Está bien, tú ganas, Turismundo, prepara un ejército y parte a la conquista de Narbona si ese es tu deseo, y gana una salida al mar para el pueblo godo.
5
La península ibérica, desde el retorno de los visigodos a Tolosa en la Galia y la marcha de los vándalos al norte de África, había vuelto casi en su totalidad a manos imperiales. Desde Tarraco, y gracias a los continuos refuerzos enviados desde la Galia por Flavio Aecio, las tropas romanas comandadas por el magister militum Fabio Sertorius habían ido recorriendo amplias zonas peninsulares y derrotando a las bandas de alanos que habían vuelto a Hispania. Parecía como si de nuevo Hispania fuera enteramente romana sin la presencia de las hordas germanas que la habían estado asolando hasta hacía bien poco. «Parecía», pero solo era eso, una apariencia. Pues en Gallaecia (norte de Portugal y Galicia) subsistía el pueblo suevo,[12] y durante el mismo siglo V se expandiría por la península, creando un poderoso reino que hizo tambalear el poder romano. Lo que comenzó con una serie de tribus y bandas guerreras, terminó siendo un reino que se consolidó durante años.
—Contempla nuestra riqueza, hijo —exclamó orgulloso Hermerico, caudillo de los suevos, dirigiéndose a Rékhila y mostrándole un pequeño tesoro de monedas de oro, plata, joyas y algunas armas de aspecto formidable.
Rékhila miró los tesoros que su padre le mostraba, pero desvió la vista hacia la ventana y dejó vagar la mirada entre los verdes y maravillosos campos de suaves colinas que rodeaban Bracara Augusta y su fortaleza —donde tenía la nación de los suevos su principal asentamiento—, sin responderle.
Hermerico, desorientado ante el silencio de su hijo, quiso saber qué le sucedía.
—¿Qué te pasa, hijo mío, acaso las riquezas que hemos conquistado no te conmueven?
Rékhila siguió mirando por la ventana en silencio, sin contestar.
—¡Habla, di algo, maldita sea!... ¡Por Wotan!, eres aún más extraño que tu madre, esa hechicera vándala que me embrujó con su belleza tan recia y tan germánica —exclamó enfadado Hermerico, al tiempo que asestaba un fuerte puñetazo en la mesa de recia madera.
Rékhila se echó a reír y miró a su padre con cariño, quien a su vez le correspondió con una mirada de adoración.
—No es que no me conmuevan las riquezas que hemos obtenido. Es que me parecen insignificantes en comparación con las que podríamos conquistar —respondió Rékhila mirando de hito en hito a su padre con sus profundos y vivos ojos castaño claro, que destacaban en su rostro pecoso, enmarcado por una barba y unas trenzas pelirrojas.
—¿Qué te parece el mozo, eh, Heremigario? —le preguntó divertido el caudillo suevo al mejor de sus guerreros que era, además, el hombre que comandaba las más importantes expediciones guerreras en busca de sustanciosos botines.
—Qué voy a opinar yo..., pues que los jóvenes siempre están en desacuerdo con las acciones de sus mayores —respondió el interpelado con los brazos en jarras y lanzando unas sonoras carcajadas, mientras echaba atrás la cabeza y se arreglaba orgullosamente el «nudo suevo»[13] que coronaba su rubia y larga cabellera salpicada de incipientes canas.
—No discrepo por completo, únicamente considero que no es bueno que nos conformemos con tan poco —aclaró Rékhila, ofendido—. Y tampoco deberíamos entregarnos a la rapiña aquí, en la Gallaecia, si queremos que los hispanorromanos acepten nuestro gobierno.
Su padre se volvió raudo, como atacado por un enemigo invisible.
—Si tú no hubieras tenido una infancia tan agradable, no pensarías así —le reprochó Hermerico.
—¿De verdad creéis que mi infancia ha sido fácil? —inquirió Rékhila, decepcionado.
—Sin duda, muchacho, sin duda —intervino Heremigario saliendo en ayuda de su caudillo, con su vozarrón de ogro mientras se mesaba de nuevo el cabello con displicencia—. Si tú hubieras atravesado la mitad del Imperio romano luchando, matando y muriendo, como tuvimos que hacer tu padre y yo... Ahora, estas tierras y las riquezas que conseguimos gracias a nuestras incursiones te parecerían lo máximo y no aspirarías a más.
—No te ofendas, Heremigario, fiel amigo de mi padre. Solo intento haceros ver que los suevos deberíamos aprovechar la ausencia de visigodos y vándalos en Hispania, y que los romanos son menos fuertes de lo que aparentan —se explicó Rékhila—. Creo que ha llegado el momento de los suevos.
—¿Y qué propones? —preguntó con renovado interés su padre, cediendo a la insistencia de Rékhila, como suelen hacer los progenitores las más de las veces.
—Yo creo que es el momento de fundar un reino suevo fuerte y unido en los territorios hispanos que logremos conquistar —les explicó, razonando con una solvencia impropia de un varón tan joven—. Pero antes que nada precisamos tener una base sólida, aquí, en Gallaecia, y no mantener una disputa permanente con los terratenientes...
—Lo dices por las protestas de Hidacio, el obispo de Aquae Flavia —lo interrumpió su padre escupiendo en el suelo con desprecio después de nombrar al obispo—. Ese clérigo es un imbécil y un tipo inocuo.
—No será tan inocuo cuando ha conseguido entrevistarse con Flavio Aecio y lo ha indispuesto contra nuestro pueblo por las continuas rapiñas que perpetramos en Gallaecia —les espetó Rékhila, información aquella que cayó sobre sus interlocutores como piedra lanzada por catapulta.
Hermerico y Heremigario se miraron desconcertados, y se sumieron en un silencio denso y pesado. Hasta que al fin el caudillo le preguntó a su hijo.
—¿Tú cómo sabes eso?
—Porque dentro de poco el comes Censorio, acompañado de tu querido obispo Hidacio, nos visitará con órdenes precisas de Flavio Aecio para que cesen las incursiones y saqueos en estas tierras.
De nuevo el joven suevo fue capaz de dejar a sus mayores sin habla y con una expresión de sorpresa reflejada en sus rostros. Rékhila aprovechó aquella pausa para proseguir con la exposición de sus planes mientras su rostro se iluminaba de emoción.
—Gallaecia y sus alrededores tienen que quedar fuera de nuestras expediciones e incursiones, esos territorios deben formar el núcleo de nuestro reino, el reino de los suevos, y los gallaecii serán nuestros súbditos con todas las garantías. Tendremos una base territorial sólida desde la que podremos lanzarnos a la conquista de tierras en Hispania.
—Pero esa es una tarea imposible, hijo mío. Los suevos somos un pueblo que apenas cuenta con cincuenta mil individuos, apenas veinte mil guerreros, que se encuentran distribuidos en varias tribus semiindependientes, que están dispersadas por varios territorios autónomos...
—Eso lo sabemos, padre, y puesto que no somos una nación excesivamente numerosa, entiendo que será más fácil unir a las tribus si hay un objetivo común y una ganancia que repartir —propuso Rékhila con los ojos brillantes.
—Somos pocos, pero muy celosos de nuestra independencia. Por eso no será nada fácil lo que propones —le aclaró Hermerico, el caudillo, que parecía convencido hasta cierto punto—. Los suevos somos como islas repartidas dentro de un mar inhóspito.
—Pero el pueblo y los guerreros te obedecen —argumentó Rékhila.
—Hasta ahora, los suevos de las otras tribus respetan mi autoridad cuando los llamamos y los unimos para formar partidas de guerreros bajo el mando de Heremigario, a quien yo mismo he nombrado general —le explicó Hermerico señalando al jefe militar—. Y solo reconocen mi autoridad para ir a guerrear juntos o para participar en campañas de rapiña que proporcionen un botín para todos. Son momentos muy concretos. No existe ánimo de formar algo más grande.
—Pues ese puede ser el motivo por el que no tenemos un territorio claramente definido como suevo, ni un país que sea solo nuestro, no tenemos un plan para formar algo sólido, y lo necesitamos —insistió Rékhila con vehemencia, alzando la voz—. El hecho de ser tan independientes constituye nuestra mayor debilidad.
—Exactamente, porque es nuestra naturaleza. —Le contestó su padre—. Hay que aceptarlo como algo inmutable, dado que así somos los suevos. En cuanto a la tierra, ya te decía yo antes que somos como islas. Unos cuantos suevos vivimos aquí, alrededor de Bracara Augusta... Otros están asentados en la comarca que rodea Portus Cale o Lucus Augusta,[14] y el resto de los suevos señorean la comarca de Asturica Augusta...
—Y entre unos suevos y otros viven hispanos y romanos, que siguen manteniendo sus tierras y su poder —concluyó Heremigario—. Por ello, cuando llega la temporada de la campaña tocamos los cuernos de guerra y los guerreros acuden raudos desde los cuatro asentamientos suevos para ir a guerrear y a hacerse con un botín.
—Y tras la caza de trofeos y riquezas llega la dispersión, y cada uno vuelve a su guarida... Como alimañas —se lamentó Rékhila, censurando las costumbres de su pueblo.
—Pues sí, de esta manera nos conducimos los suevos, y así hemos obrado siempre desde los tiempos de Wotan hasta la fecha, y no nos ha ido tan mal —le replicó el caudillo.
—Pues esta situación tiene que cambiar —insistió tercamente Rékhila—. Debemos unir todos los territorios donde moramos los suevos y convertirlos en uno único que sea nuestro país. La tierra de los suevos...
Su padre lo miró con orgullo y permaneció en silencio durante un momento, al cabo del cual le anunció:
—Tal vez tengas razón, hijo mío... Pero mientras tanto, prepárate para acompañar a Heremigario. ¡Que suenen los cuernos y las trompas! ¡Os marcháis de campaña!
—¿Y adónde nos vamos? —preguntó ilusionado Rékhila, que era un entusiasta de las campañas y el movimiento militar.
—Nos vamos hasta Olisipo,[15] y después cruzaremos el río Durius y campearemos hasta la desembocadura del Tagus...
6
Constantinopla se preparaba para recibir al emisario de los hunos, y la princesa Pulqueria, hermana del emperador Teodosio II, que en realidad era la verdadera autoridad política bizantina, también se disponía para la audiencia que finalmente su hermano había accedido a concederle.
—¡Adelante, mi adorable conspiradora! —exclamó el emperador en tono afectuoso, invitando a su hermana a entrar en su gabinete.
Pulqueria frunció el ceño mostrando su enfado, porque cuando su hermano la llamaba conspiradora, ella era consciente de que detrás de ese calificativo, y de su tardanza a la hora de recibirla, estaba la mano de su cuñada, la emperatriz Eudocia.
—No pongas esa cara de enojo, Pulqueria, y reconoce que eres una conspiradora, adorable, eso sí —dijo el emperador abrazando con cariño a su hermana, por la que sentía verdadera adoración.
Pulqueria no pudo por menos que sonreír y ceder ante el cariño de Teodosio. Se reconocía incapaz de resistirse a sus carantoñas, ya que había velado y protegido a su hermano desde que era un niño y lo amaba como a un hijo. El hijo que no tenía, puesto que, pese a sus casi cuarenta años, Pulqueria seguía soltera y sin compromiso conocido.
—Vamos, vamos, querida hermana, haz que desaparezca de tu rostro ese rictus de disgusto.
Pulqueria volvió a sonreír y le dijo a Teodosio:
—Mira, Teo, en cuanto tu mujer te presiona y te insiste, me apartas de tu lado, y en especial de las tareas de gobierno...
El emperador intentó interrumpirla, pero ella no se dejó.
—Déjame continuar, por favor, y, sobre todo, no me vengas de nuevo con la vieja cantinela que te dictan de que debo descansar, que ya llevo mucho tiempo soportando las tareas de gobierno, que debería casarme...
—Es que deberías contraer nupcias.
—Por eso no te preocupes, Teo, cuando llegue el momento me desposaré.
—Deberías descansar...
—Y dale. Mi reposo habita en la laboriosidad. La inactividad es la que me agota. Eso, y que se gobierne mal —replicó la princesa.
—¿Crees que se está gobernando mal?
—Mira, Teodosio, desde que habéis vuelto a apartarme de la res publica, las cosas no funcionan bien.
—¿Verbigracia...? —preguntó el joven emperador.
—Como habéis tardado tanto tiempo en enviar una embajada a los hunos tras la muerte de su kan Rugila, estos te están exigiendo con urgencia que comparezcan los negociadores.
—No, no lo están requiriendo ni exigiendo como tú dices... No están exigiendo nada... —balbuceó Teodosio, a la defensiva.
—¿A quién vas a enviar a claudicar ante los hunos? —inquirió Pulqueria, que ya empezaba a perder la paciencia.
—A Plintas y a Sengilaco...
—¡A esos dos godos inútiles amigos de tu esposa Eudocia!
—No son sus amigos, como tú los llamas... Son valiosos...
—Son valiosos dirigentes del partido godo de Constantinopla, que cuenta con el apoyo de tu esposa Eudocia —precisó Pulqueria, interrumpiéndole sin miramientos—. Esos godos conspiran contra ti y buscan llegar a un entendimiento con los hunos, y si crees que no es así, deberías hacer un ejercicio de memoria.
—Soy el emperador, y no deberías obstaculizar mi discurso quitándome la palabra de la boca cuando hablo —protestó débilmente Teodosio.
—Teodosio, mis informes y mis observadores me indican que no nos las habemos con un kan huno manejable y receptivo a nuestros intereses, como fue Rugila. Sus sobrinos y herederos, Bleda y, sobre todo, Atila, pueden llegar a convertirse en un inmenso peligro para los romanos —puntualizó Pulqueria, muy enfadada—. Si te hubieras molestado en leer los informes de Nicéforo...
—Pulqueria, tenemos gente que se ocupa de esos asuntos —repuso el emperador con voz cansina—. No te preocupes más. De verdad...
—Gente que gobierna por ti, mientras tú solo te entretienes con tus interminables reuniones con juristas y jueces para compilar toda la legislación en un solo cuerpo legal.[16]
—También me ocupo de que se concluya la triple línea de murallas.
—Llevamos veinte años construyéndolas —le recriminó con impaciencia la augusta—. Dedica más esclavos y más operarios, y que trabajen con más ahínco. Castígalos con severidad si es menester, pero termina de una vez esas dichosas murallas.
—A veces, Pulqueria, me asusta lo fría y lo dura que eres. Los esclavos y los trabajadores están esforzándose al máximo. ¿De qué serviría tratarlos con una crueldad y un ensañamiento innecesarios y gratuitos? —le espetó Teodosio con sincera indignación, pues era un hombre que tendía por naturaleza a la bondad, y al que realmente satisfacían más los estudios jurídicos, la compilación legislativa y la construcción de algo grandioso y útil, como las murallas, que la tarea de gobierno. Aun así, Teodosio no abdicaba, porque consideraba que reinar era un deber sagrado que debía cumplir personalmente, obligación que no podía dejar oficialmente en manos de su hermana por su condición de mujer.
A él le gustaría tener un hijo varón en quien delegar las tareas de gobierno y al que su hermana Pulqueria y sus consejeros ayudaran a conducir el Imperio, pero solo contaba con su amada hija Licinia Eudocia. Por otro lado, sufría la implacable presión de su esposa Eudocia, que lo último que deseaba en la vida era dejar de ser emperatriz.
Quería a las mujeres y las apreciaba, le fascinaban, aunque las temía desde niño. Su madre lo dominó hasta su fallecimiento. Pulqueria había cuidado de él, pero siempre supeditado a sus decisiones. Y su esposa lo presionaba implacablemente para que obedeciera sus dictados, además de obligarlo a tomar partido a favor de ella y en contra de Pulqueria. Y era digna de ver la ferocidad con que ambas lo atosigaban.
—Más me asusta a mí el desgobierno que padecemos —le replicó Pulqueria—. Yo te he demostrado durante años que soy una excelente y eficaz administradora.
—Eso no se pone en duda, querida hermana.
—Pero tu esposa te presiona y te indispone contra mí.
—Tú la escogiste como esposa para mí, ¿lo recuerdas? —objetó malhumorado el emperador—. Y ahora tenemos que aceptarla tal cual es —concluyó Teodosio, recriminándoselo con acritud.
—Efectivamente, yo la elegí. Pero hay que reconocer que Eudocia ha cambiado mucho en poco tiempo —argumentó Pulqueria—, y, desde luego, no está capacitada para dirigir la política del Imperio.
—No entiendo cómo puedes criticarla de esta manera, una mujer que es mi cónyuge porque tú la seleccionaste para que se desposara conmigo —insistió el emperador—. Y ahora esa mujer me hace muy feliz y la idolatro, confío plenamente en ella y cedo a sus deseos porque ya sabes tú que no sé resistirme a la presión que ejercéis sobre mí las mujeres de la familia. Aparte de todo lo anterior, te confieso que la amo con una intensidad suprema —declaró sinceramente Teodosio con el tono apasionado de un joven enamorado.
—Tú y yo somos la verdadera familia..., y tu hija Licinia también, claro está. No olvides, Teo, que la familia de sangre es para siempre, hasta la muerte, porque te une a ella algo sagrado que permanece aun estando muerto... Las esposas y los maridos duran a tu lado mientras no se marchan con otro... Sobre todo, las esposas... Con esas no hay que confiarse... —terminó diciendo Pulqueria con doble intención.
—¿Qué quieres decir?, ¿qué insinúas?, ¿acaso tienes noticia de que mi esposa me es infiel? —preguntó Teodosio con una angustia tan enorme que su voz lo delató.
—No, querido Teo, por el momento no sé nada oficialmente... Tan solo prevengo a mi querido, bondadoso y demasiado cándido hermano de que no confíe en exceso en su esposa, porque después vienen los disgustos...
7
Pulqueria salió del salón de audiencias, y cuando se dirigía hacia sus aposentos, de repente se topó con su cuñada.
—Hola, querida Eudocia —la saludó con toda frialdad—. ¿Qué tal va todo?
Eudocia, que conocía y temía a la augusta, se puso inmediatamente en guardia.
—Todo bien, querida, gracias.
—Por el momento, me imagino —respondió Pulqueria sonriendo de una manera que dejó helada a la emperatriz.
—¿Por qué dices «por el momento»?
—Porque observo, con bastante enojo, por cierto, que desatiendes las recomendaciones que te he formulado repetidamente acerca de que no te inmiscuyas en mis asuntos, y menos aún en la política imperial, de todo lo cual deduzco que esa actitud terminará acarreando problemas —contestó la princesa, con la expresión facial y la dureza plástica propias de la máscara de un ídolo.
La emperatriz, que era una mujer terca y no excesivamente inteligente, aunque estaba dotada de una gran belleza, un extraordinario encanto personal y una amplia cultura, no estaba dispuesta a amilanarse ante su cuñada y, consciente de la adoración amorosa que le profesaba su esposo el emperador, contraatacó.
—No creo que yo tenga nada que temer.
—Ah, ¿no?
—Pues no. Porque el amor desmedido del emperador me protege.
—¿Como si fuera un escudo? —preguntó con sorna Pulqueria.
—Teodosio me adora, y hará siempre todo lo que yo le pida o... le ordene —le anunció Eudocia muy segura de sí misma, con esa altanería que produce, a las personas muy cercanas al poder, la certeza de dominar a quien lo ejerce.
—Muy segura me pareces.
—Es que lo estoy.
—Aunque con esas afirmaciones tuyas, pareces dar por sentado algo que me desazona.
—¿Y qué es, si puede conocerse?
—Que el emperador te ama con la locura de un enamorado.
—Ya te lo acabo de confesar —contestó la emperatriz muy ufana.
—Pero no detecto por tu parte un sentimiento de correspondencia amorosa que tenga una intensidad semejante —le reprochó Pulqueria, sorprendiendo a su cuñada momentáneamente.
—Es que yo no he manifestado en ningún momento que también adore a mi esposo —reconoció la emperatriz, segura de que sus palabras, sin testigos, no tenían ningún valor para Pulqueria, porque no podría demostrarlas. Tal circunstancia la impelía a ser sincera para poder agraviar a su cuñada.
—No sé qué opinará de estas confidencias tu esposo, la verdad —repuso la augusta, haciéndose la enfadada.
—¡Nada! Teodosio no emitirá parecer alguno porque tú no podrás demostrar la existencia de mi sincera confesión —le espetó Eudocia con una sonrisa triunfal—. Esta es mi victoria sobre ti. Sabes que no amo a tu hermano, pero esa información carece de valor porque nunca la podrás demostrar, dado que el emperador siempre hará más caso a su adorada mujercita que a su celosa y resentida hermana.
Pulqueria sonrió en silencio, y a continuación le preguntó a su cuñada:
—Ya que estás predispuesta a las confidencias, mi querida Eudocia, supongo que no tendrás inconveniente en explicarme por qué no amas a un hombre tan recto, tan bondadoso y tan cabal.
—No tengo inconveniente. La verdad es que quiero a Teodosio porque es un buen hombre, pero no siento una pasión amorosa por él desde hace bastante tiempo —le aclaró Eudocia, confiada y segura de su posición de prevalencia.
—Supongo que desde que él te idolatra colma todos tus deseos y caprichos, ¿verdad? —argumentó Pulqueria.
—Efectivamente, así es. Mi vida con tu hermano carece de emociones porque es tan bueno, me quiere tanto, se preocupa de tal manera por mí...
—Que ha llegado a aburrirte como hombre y como amante. ¿No es cierto? —concluyó la princesa.
Eudocia reconoció y admiró al instante la impresionante habilidad que tenía Pulqueria para discernir y encontrar inmediatamente la raíz de un problema, pese a que mantenía un gran debate interno por causa de sus sentimientos hacia su cuñada. Por un lado, la aborrecía, porque odiaba que Pulqueria gobernara tan atinadamente el Imperio desde la sombra y que tuviera una influencia tan determinante sobre Teodosio, y, por otro, también la quería, la admiraba y ansiaba obtener su respeto, su aprobación y la amistad perdida entre ambas.
—Exactamente, querida, es tal cual lo acabas de expresar. Has puesto el dedo en la llaga con la precisión que te caracteriza. Tu hermano, como esposo y amante, me hastía profundamente, y he dejado de valorarlo en cuanto hombre. Pero no nos equivoquemos, lo sigo queriendo, a mi manera, porque es una buena persona y un buen padre —volvió a afirmar Eudocia.
—Por eso no le has dado más hijos.
—El trato carnal con el emperador no es algo que me enloquezca —le confesó la emperatriz envalentonada, disfrutando con cada una de las confidencias que le revelaba a su cuñada, pues creía, erróneamente, que así la hacía sufrir lo indecible—. Además, él, como está tan embrollado con sus asuntos jurídicos y respeta tanto mi intimidad y mi inapetencia, no me llega a poner en ningún aprieto a este respecto, y me permite eludir mis deberes de esposa.
—Pero como mujer tendrás tus necesidades, digo yo... ¿Tal vez otros hombres?... —insinuó Pulqueria, adoptando el tono de confidencialidad e intimidad que ambas utilizaban cuando eran tan amigas, casi como dos hermanas que se llevaban muy bien.
—Por el momento, no —reconoció la emperatriz, que había caído sin darse cuenta en la trampa sentimental que su cuñada acababa de tenderle creando una falsa atmósfera de familiaridad y confianza entre ambas—. Solo si me enamorara perdidamente de un hombre...
—Un hombre tan guapo y tan interesante como Sebastián... —sugirió Pulqueria, como si compartiera con ella un gran secreto, refiriéndose al antiguo amante de su tía Gala Placidia en Rávena, a quien en su momento ella misma había hecho comparecer en Constantinopla por si le podía ser de utilidad en algún momento.
—Por un hombre como Sebastián, sería capaz de perder la cabeza... ¡Ja, ja, ja! —se rio de forma espontánea la emperatriz, que había bajado definitivamente la guardia—. Pulqueria, ¿por qué no podemos llevarnos siempre así, como antes?
—Sería mi mayor aspiración y deseo —respondió la augusta con voz falsa y empalagosa tras la cual ocultaba el inmenso desprecio que sentía por su cuñada—. Somos dos mujeres que deberíamos estar unidas y ayudarnos, como hacíamos antes...
Unos minutos más tarde, Pulqueria se encontraba con su más íntimo colaborador, Saturnino.
—¿Recuerdas que hace meses te dije que debíamos ofrecerle un buen puesto a Sebastián, el antiguo amante de mi tía Gala en Rávena, porque su presencia aquí podría resultarnos útil?
—Lo recuerdo, augusta —respondió Saturnino—. Por esa razón Sebastián vive muy bien entre nosotros, goza de un buen salario y se dedica a holgar a nuestra costa.
—Pues ha llegado el momento de que ese bello inepto se gane el sustento. Habla con él y consigue que se convierta en amante de la emperatriz Eudocia.
Saturnino dio un ligero respingo de sorpresa, antes de replicarle razonadamente:
—Perdóname, Pulqueria, pero me veo obligado a recordarte que mis temores y reticencias son los mismos que tenía cuando me propusiste traer a ese haragán a estas tierras.
—Acierto a saber lo que me vas a decir, buen amigo, y reconozco que mi hermano el emperador, a quien Dios guarde muchos años, sufrirá mucho cuando le hagamos descubrir que su esposa, la emperatriz, le es infiel con ese gandul de Sebastián.
—¿Entonces, por qué tamaña crueldad, por qué debo incitar a Sebastián para que seduzca a la emperatriz si ello hará sufrir al emperador? —quiso saber Saturnino, aunque intuyera la respuesta.
Pulqueria ordenó sus pensamientos, suspiró profundamente y respondió:
—No temas, mi querido amigo, porque el emperador se repondrá enseguida de semejante golpe —afirmó la augusta con frialdad—. Pese al dolor, estamos obligados a liberarlo de semejante parásita para resguardar el gobierno del Imperio de interferencias políticas nocivas, porque el Imperio se encuentra muy por encima del propio emperador, de mí y de cualquier otra persona...
Los dos interlocutores guardaron un largo silencio.
—Saturnino, se acercan tiempos muy duros y muy difíciles —le dijo al fin la augusta—. Y cada uno de nosotros tiene que hacer todo cuanto esté en su mano... Pero, sobre todo, deberá cumplir con su deber sin miramientos...
8
La dama Ming Xiao Sun era la concubina favorita del shi huangdi[17] chino, Xiao-Wendi. Este mo