Capítulo 1
Octubre de 1806, Londres
Si alguien le hubiera dicho dos meses antes a Sebastian Hayes, marqués de Roshtell, que iba a prostituirse, habría propinado al insensato que profiriera semejante disparate una paliza de la que jamás pudiera recuperarse. Sin embargo, cuando finalizara la conversación que estaba teniendo lugar en ese momento, esa sería, no obstante, la conclusión a la que él mismo iba a llegar.
Los acontecimientos de su vida se habían visto alterados de manera dramática unas semanas atrás, y, desde entonces, el joven marqués había perdido por completo el control de sus circunstancias. En los últimos días, todo parecía girar en torno a lo que hizo aquella noche. Sus hermanas, su madre, incluso una futurible prometida; todas las personas importantes para él corrían el riesgo de sufrir la más absoluta de las ignominias. Sebastian había hecho todo lo posible e imposible por mantenerlas a salvo del escándalo. Era por ellas que se hallaba sentado en la biblioteca de su residencia de Mayfair escuchando amenazas contra las que le gustaría no solo rebelarse, sino tomar justa venganza. Mas no podía hacer otra cosa que callar y prestar atención. Era su futuro el que estaba en juego.
—Se lo expondré del modo más directo. No soporto los rodeos ni los subterfugios, a no ser que los crea necesarios, y en su caso no lo son —anunció el elegante hombre que había tomado asiento sin ser invitado—. Y no lo son, amigo mío, porque está usted entre la espada y la pared. Dicha pared es el escándalo más definitivo y la horca. Yo, obviamente, soy la espada; una muy afilada, se lo garantizo.
—¿No iba a ser directo? —preguntó, irritado.
—Sus criados ofrecen versiones muy distintas sobre el modo en que murió su padre —prosiguió sin inmutarse—. Los rumores ya circulan por la ciudad a un ritmo trepidante. Ustedes no se soportaban y hay quien apunta a que no pudo esperar para hacerse con el título.
—No tienen pruebas.
—En eso se equivoca, amigo mío. —Si alguna vez había odiado el exceso de confianza por parte de un desconocido, ese fue el momento para Sebastian. Que le llamase «amigo mío» conseguía crisparle casi tanto como la disipada tranquilidad con la que aquel tipo le estaba extorsionando—. No solo tengo pruebas más que suficientes para inculparlo, sino que crearé cuantas sean necesarias, ex profeso, para que a nadie le quepa la menor duda de que usted asesinó a su padre.
Sebastian notó como la presión en la boca de su estómago se incrementaba hasta casi revolverle las entrañas. Aquel hombre no se andaba con minucias. Lo conocía. Samuel Gardner, un don nadie, nacido de la más absoluta nada, cuyo pasado era un completo misterio para la buena sociedad londinense, se había convertido —nadie sabía cómo— en una persona influyente dentro del círculo político del primer ministro. Había algo turbio en él. Todo el mundo lo sospechaba, mas no había forma de demostrar cuáles eran sus credenciales ni de dónde provenía su poder. Tal vez de extorsionar a la gente, reflexionó mientras elaboraba una respuesta que le hiciera ganar tiempo.
—¿Por qué habría de creerle? Hasta donde yo sé, no ha hecho otra cosa que repetir los rumores que ya he escuchado hasta la saciedad en las últimas semanas. Es más, hay miembros de mi club de caballeros que tienen historias mucho más elaboradas y estrambóticas que la que usted pueda inventar. —Se levantó del sillón y se dirigió hacia la licorera. Llenó por la mitad un par de vasos con el mejor coñac de su bodega y se lo ofreció a su acompañante. Por mucho que le irritase la presencia de ese hombre en su casa, no podía hacerle un desprecio a alguien como Samuel Gardner. No era tan tonto—. Así que, tal y como yo lo veo, esto podría no ser más que una bravata por su parte; un… alarde de poder sobre mi persona que tal vez no sea más que humo.
—La tengo a ella —anunció tras dar un largo sorbo a su vaso con una sonrisa sesgada.
Sebastian fijó la mirada en su interlocutor, ocultando con maestría el estremecimiento de inquietud que lo recorrió de arriba abajo. La frialdad y seguridad de aquellos incisivos ojos azules contestaron la muda pregunta de su mente. Sí, la tenía. No le cabía la menor duda.
—No sé de quién me habla —objetó, sin embargo.
—Hablo de la prostituta que presenció aquella noche cómo lanzaba a su padre desde lo alto de las escaleras, milord. —Sebastian contuvo a duras penas el impulso de cerrar los ojos, pero se permitió la debilidad de tomar asiento—. ¿Qué le parece si dejamos de jugar al ratón y el gato? Usted llegó a casa aquella noche, encontró a su padre maltratando a su madre mientras una prostituta lo observaba todo desde la cama, le propinó una paliza y después lo lanzó hacia el piso inferior con pleno conocimiento de causa.
Que aquel hombre fuera capaz de resumir con semejante crudeza y sencillez el caos en el que se había convertido su vida hizo que Sebastian perdiera la poca paciencia que le quedaba. Se levantó como un resorte, con la idea de agarrar del cuello a su interlocutor, pero se dio cuenta a tiempo de que él ya le estaba apuntando con un revólver.
—No se ofenda, Roshtell —se disculpó con cierto aire amohinado—. Disfrutaría mucho de una pelea cuerpo a cuerpo, pero no tengo tiempo para eso. ¿Podemos ir concretando? Como ya le he dicho antes, lo tengo entre la espada y la pared. Estoy dispuesto a retirar la oferta a la señorita Adams si usted colabora con nosotros.
Kensington Adams no era más que una rata alevosa. Sebastian había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano aquella noche para no retorcerle el pescuezo a ella también. La rabia aún se adueñaba de él con solo recordar el momento en que había entrado en la habitación de su padre tras volver de su viaje a India y había encontrado la dantesca escena que no lograba borrar de su mente. Su madre estaba en el suelo, en camisón, mientras su padre, desnudo, se inclinaba sobre ella y la golpeaba por haber irrumpido en su dormitorio. La habitación era una soporífera mezcla de olores a humo de opio y fluidos sexuales cuyo origen se explicó al enfocar su mirada en la joven desnuda que yacía en la cama, una prostituta de la más baja ralea, como descubrió después. Había pagado una generosa suma de dinero a aquella ramera para que mantuviera la boca cerrada. Al parecer, no lo suficiente.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —farfulló entre dientes mientras se volvía a sentar con un sordo dolor en las sienes.
Verse vencido por aquel hombre le resultaba tan humillante como hiriente. Al menos, había que reconocer que su rival tenía la suficiente elegancia para no ser mezquino ni condescendiente. En lugar de regodearse en su victoria, procedió a responder a su pregunta del modo más aséptico imaginable.
—Nos encontramos en una situación un tanto… surrealista. Tenemos pruebas de que un antiguo colaborador de nuestra agencia vuelve a estar en activo; algo que nos resulta del todo sorprendente pues el susodicho murió hace dos años tras unas fiebres tifoideas. —Samuel Gardner guardó su arma en el bolsillo del abrigo y dio un largo trago a su coñac antes de continuar—. Nuestra sospecha ahora es que sigue vivo, que logró fingir su muerte y que, por algún motivo, se ha vuelto contra nosotros.
—No me cuesta imaginar por qué —apuntó con rencor.
—Demasiadas molestias para un hombre de vida retirada como él —opinó el otro con una ceja enarcada y un gesto desdeñoso—. La cuestión es que hemos encontrado documentos que solo podrían provenir de su puño y letra. Si Wood sigue vivo debe tener algún tipo de contacto con su viuda; de eso no nos cabe duda. Ahí es donde usted entra en el juego, Roshtell.
—Explíquese.
—Queremos que se introduzca en el círculo de la señora Wood. Y no me refiero a coincidir con ella en un par de fiestas, sino a ser un invitado habitual en su casa.
Sebastian intuyó una doble intención en aquel tono que no pudo soslayar; incluso había un sutil brillo de diversión en la mirada azulada de su interlocutor. Formuló en voz alta sus sospechas.
—¿Y en su cama?
—Me temo que no queda otro remedio. Tiene que lograr su confianza para poder moverse a placer por la vivienda. Necesitamos que acceda a los papeles de su esposo y que busque pruebas de movimientos recientes, comunicaciones entre ellos… Ya sabe. Si encuentra otro modo efectivo de lograrlo, yo no me opondría.
—¿Es consciente de lo que me pide?
—Plenamente. Será recompensado por ello, como lo son todos los hombres que trabajan para mí. Estipularemos una cantidad que le satisfaga, y puedo garantizarle que la señora Wood es del todo aceptable como amante.
Con aquello quería decir que la mujer no debía ser demasiado mayor, ni demasiado fea. A Sebastian le importaba un comino cómo fuera la viuda. Lo único que quería en aquel momento era estrellar sus puños contra el rostro bien modelado de aquel adonis de cabello rubio y ojos azules.
—¿Y si me niego?
—El precio que tendrá que pagar es su enjuiciamiento por asesinato, y puede que el de su madre. Los criados la sitúan junto al finado en el momento del crimen, y créame cuando le digo que no me pesará la conciencia si ella acaba con una soga al cuello.
Tuvo que contener una sarta de insultos que empezaban por la madre de Gardner y terminaban por todos sus antepasados. Prefirió señalarle lo inaudito de su propuesta.
—Su plan hace aguas por todas las tablas. ¿Cómo supone que me voy a aproximar a esa mujer? ¿Acaso no recuerda que usted mismo se ha encargado de hacer creíbles los rumores sobre mí? Me necesitaba contra las cuerdas. Tal vez debió reflexionar antes sobre las consecuencias de la infamia que ha derramado sobre mi familia.
—Los rumores ya estaban ahí, Roshtell. Nos atribuye más mérito del que merecemos —agregó con una sonrisa complacida que le gustaría borrar con los puños—. Por el modo de contactar con la viuda, no se preocupe. Solo tendrá que seguir mis indicaciones. Le diré exactamente cuándo y dónde debe estar.
—Aún no he dicho que vaya a aceptar.
—Vamos, Roshtell, no me haga perder el tiempo —repuso al tiempo que se levantaba y dejaba el vaso sobre la mesa de centro—. Ambos sabemos que un hombre como usted está preparado para expiar sus culpas, pero ¿su madre? ¿Seguro que quiere exponerla a la ignominia?
—Algún día esto le traerá consecuencias —le advirtió sin levantarse de su sillón—. ¿Es consciente de eso?
Sebastian bullía por dentro con suma indignación. Que aquel hombre se atreviera a amenazarle bajo su propio techo era algo que se le hacía intolerable. Necesitaba, al menos, dejarle claro que no iba a olvidar fácilmente una ofensa como esa.
—Recibo amenazas con asiduidad. La suya es poco creíble además de inconcreta. —Gardner se dirigió hacia la salida e hizo un gesto al mayordomo cuando abrió la puerta para que le trajera su abrigo—. Entiendo que no le guste el método y que alguien de su posición no está acostumbrado a que lo obliguen a hacer nada, pero —se giró en su dirección para enfrentar su mirada— la misión es sencilla en realidad. No le llevará mucho tiempo y yo me encargaría de borrar toda sospecha sobre usted. Es una buena oferta, Roshtell.
—Es un chantaje —le aclaró.
—Uno que limpiará el nombre de su familia.
Sebastian apretó los labios y le dirigió a aquel hombre una mirada de advertencia que pareció equilibrar las cosas entre ellos. Gardner le ofrecía una justificación digna para que aceptase. Un intercambio. Podía enfocarlo de ese modo, hacer lo que le pedían y garantizar que la muerte de su padre quedara enterrada en el olvido, o rebelarse ante ello y arriesgarse a que no solo Gardner, sino cualquier otro después, pudiera descubrir sus actos pasados y utilizarlos contra él.
—¿Se encargarían del problema con la señorita Adams?
Samuel Gardner asintió.
—Y lo situaríamos en el bando de los inocentes más allá de toda duda razonable —añadió con tono de promesa.
Convencido de que no podía perder esa oportunidad, por mucha rabia que sintiera aceptándola, Sebastian Hayes dejó salir un sonoro suspiro lleno de resignación y volvió a enfocar su mirada en la del hombre que había llegado esa noche a su casa para trastocarlo todo.
—Acepto.
—Le haré llegar correspondencia con las indicaciones. Buenas noches.
Por la falta de expresividad de su visitante, pareció que no tuviera mayor interés en si aceptaba o no, pensó Sebastian mientras lo veía salir. Aunque sospechaba que aquella aparente flema se debía más bien a que el hombre había llegado allí con la certeza de conseguir su propósito. A fin de cuentas, no le había dado mucho donde elegir; la urdimbre de su amenaza estaba bien tejida.
Tenía plena consciencia de que cualquier pequeño cabo suelto podía enviarlo a la horca. Por mucho predicamento que tuviera como marqués de Roshtell, nadie le libraría de una condena a muerte si se encontraban pruebas de su culpabilidad.
Como Gardner había intuido, no era la muerte lo que temía, ni siquiera el juicio público. No había mayor penitencia que la que lastraba su alma, pues, a pesar de las atrocidades cometidas por su progenitor, no podía reconciliarse con el hecho de haberle arrebatado la vida con sus propias manos. Rezaba a menudo para pedirle al hacedor que nunca volviera a dominarlo una ira tan helada y ciega. Le gustaría poder decirse a sí mismo que no había sido consciente de sus actos, que había perdido la razón y había actuado movido por algún demonio interior. Pero recordaba exactamente cada una de sus palabras y cada razonamiento enfervorecido de su mente. Solo había querido dañarlo, borrarlo de la faz de la Tierra, terminar con la vergüenza y el horror que infringía a su familia, a su madre, una y otra vez.
—Su señoría, la cena está lista. —La voz de Warrioth lo sacó de aquellos aciagos pensamientos—. ¿Pido que se la sirvan?
Su mayordomo era sumamente intuitivo, y debía colegir que la conversación mantenida no había sido del agrado de su señor. Mas también sabía, porque lo conocía desde que era un crío, que pocas cosas podían arrebatar el apetito al actual marqués de Roshtell. Enfocó los ojos en los del hombre. Tenía unos cincuenta años, los hombros estrechos en comparación con el torso, lo que hacía que la levita de su uniforme le quedara como colgada. Era bastante alto y poseía un rostro de facciones amables, aunque un poco estiradas, como todo buen mayordomo inglés. Sus ojos hundidos estaban plagados de arrugas y habían visto más de lo que cualquier empleado tenía la obligación de callar. No obstante, Warrioth, como casi todos los criados de Mudland Manor, sentía una ferviente admiración por la marquesa viuda, su madre. Por eso aquella noche, en lugar de horrorizarse y proferir acusaciones, dirigió al resto del servicio de la mansión para que conservaran la calma, volvieran a vestir el cuerpo sin vida de su padre y encerraran a la señorita Adams en una habitación hasta que el nuevo marqués tuviera el ánimo de espíritu para tratar con ella. Consiguió granjearse la lealtad de todos los demás para aquella causa, aunque obviamente, alguno se había ido de la lengua o no había sabido mentir lo suficientemente bien. También se encargó de que las doncellas de Maisie y Alicia subieran de inmediato a la habitación de sus hermanas para tranquilizarlas y evitar que se vieran envueltas en aquel lamentable siniestro. Le debía mucho a Edgar Warrioth, y Sebastian Hayes nunca olvidaba ese tipo de cosas.
—El cuerpo siempre necesita alimento —dijo a modo de confirmación.
—Su señora madre no se cansa de repetírselo a la joven Alicia.
—Y aun así no hay modo de poner algo de carne en esos huesos —bromeó con cariño, levantándose del sillón para dirigirse al comedor.
—Será una joven deslumbrante —vaticinó el mayordomo con orgullosa sonrisa mientras lo acompañaba.
—No le quepa la menor duda, Warrioth. No le quepa la menor duda.
Capítulo 2
La próxima vez que tuviera a Samuel Gardner delante debía acordarse de arrancarle uno de esos «angelicales» ojos azules que tenía. O tal vez reposicionarle su perfectamente alineada nariz.
Sebastian llevaba toda la mañana maldiciendo en los tres idiomas que conocía al dichoso «agente» y a su maldita «agencia». ¡Indicaciones! Le había garantizado que le haría llegar indicaciones por correspondencia, y lo único que le había enviado era una invitación para una fiesta campestre a su nombre.
Esa era toda la información que su extorsionador «amigo» le había ofrecido hasta el momento. Por suerte, en la tarjeta daban buena cuenta de la etiqueta para la fiesta y se animaba a los invitados a pasar la noche en Ridderton Cottage, que era la finca donde se celebraba el evento. Los señores Mouthaan eran los anfitriones de tan insigne evento en el que, también se detallaba, habría una prestigiosa exposición de arte cedida por lord Pinkerton para la ocasión.
Su destino quedaba a menos de cincuenta minutos desde Mayfair, por lo que Sebastian no se dio demasiada prisa esa mañana en pedir su carruaje e iniciar el viaje. ¿Por qué le habrían invitado a esa fiesta? ¿Estaría allí la señora Wood? ¿Cómo sería ella? En contra de su mejor criterio, había pasado las últimas cuarenta y ocho horas investigando acerca de aquella mujer a la que se suponía que tenía que seducir; algo que Sebastian iba a intentar evitar en primera instancia.
Había descubierto que, incluso en vida de su esposo, ella era una gran mecenas de la cultura. Había heredado una sustanciosa fortuna por vía paterna y ofrecía de cuando en cuando reuniones para poetas, eruditos de las artes plásticas, pintores, escultores y personas de reconocido prestigio social que se declaraban amantes de aquellas manifestaciones artísticas. Era una diletante viuda con una situación más que acomodada y una conducta intachable, por mucho que tuviera por costumbre mezclarse con gente de aquel mundillo estrafalario. Ayudaban a pulir esa imagen las subastas benéficas que organizaba, pues la caridad era algo muy apreciado entre la gente de buen tono.
A Sebastian no le habría extrañado que lo invitaran a una de las recepciones ofrecidas por la señora Wood, pero ¿los Mouthaan? No eran precisamente el tipo de gente con la que los Hayes se relacionaban. Eran un matrimonio un tanto… liberal y escandaloso. Casi le daba miedo lo que pudiera encontrarse en aquella finca. No iba a quedarse a pasar la noche, eso por descontado.
La incomodidad que ya sentía mientras se dirigía a su destino no fue nada comparada con la que sintió al llegar allí. Se dio cuenta, con lamentable tardanza, de que podía no conocer a nadie en aquella fiesta. ¿Cómo iba a relacionarse con los invitados? ¿Quién iba a presentarle a la señora Wood? Debería haberse llevado a Macius. Su amigo era el tipo de persona que se desenvolvería con soltura y elegancia en un lugar como aquel. Pero el vizconde Kingston tenía la fastidiosa cualidad de ser muy impertinente, y muy fisgón. Lo habría acosado a preguntas hasta que le dijese por qué acudía a una fiesta como esa. Y Sebastian no podía explicarle lo que estaba ocurriendo por el sencillo motivo de que Macius desconocía cualquier aspecto relacionado con la muerte de su padre. Contaba con la versión oficial: una caída accidental. No. No podía confiarse con él por el momento.
Bajó del carruaje para toparse con una estructura recia de estilo Tudor con un entramado de piedra y madera de líneas verticales. Las ventanas con maineles eran sinuosas y elegantes, pero el recinto tenía en general un aspecto muy gótico y recargado. El patio anterior, en el cual se encontraba, lucía descuidado. La impresión fue, como mucho, tolerable.
El interior de la mansión era como cabría esperar de los Mouthaan. La profusión de muebles, lámparas y objetos decorativos se distribuían por el recibidor sin ningún orden ni concierto. No había una sola pared despejada en toda la estancia, por la que deambulaban criados vestidos con librea en un color azul muy estridente.
—¿Su invitación, milord? —Le abordó un lacayo espigado, cuyo rostro estaba lleno de pecas.
Sebastian se la mostró con desconfianza mientras continuaba inspeccionando el lugar. La decoración de Mudland Manor era espartana en comparación con aquel despliegue de color y extravagancia. Y eso que la marquesa viuda tenía un gusto exquisito y ostentoso a la hora de diseñar un espacio.
—Acompáñeme, lord Roshtell. La recepción está teniendo lugar en el jardín.
¿El jardín? ¿Pero es que aquella gente no sabía que estaban en el mes de octubre? Refunfuñando para su coleto, acompañó al imberbe lacayo por una amplia galería hasta llegar a un saloncito donde se habían servido ya algunos aperitivos para el almuerzo que nadie parecía haber tocado. En ese momento, de hecho, había algunos camareros terminando de colocar bandejas sobre las mesas que se encontraban en los laterales de la sala. A través del gran ventanal hacia el que se dirigían, pudo ver, al menos, a medio centenar de invitados. ¿Dónde pensaban hospedar a toda aquella gente? Cerró los ojos por un instante. Prefería no elucubrar respecto al tema.
—Por allí se encuentra la señora Mouthaan —señaló el lacayo antes de hacerle una venia y marchar de nuevo hacia el interior de la casa. Le pareció curioso que la nombrara a ella en lugar de a su esposo.
Sebastian se quedó parado en medio de la terraza que daba paso al jardín sin saber muy bien qué hacer. Supuso que lo más lógico era acercarse a los anfitriones y presentar sus respetos. Tampoco estaría de más preguntarles el motivo por el que lo habían invitado, pensó con ironía. Optó, finalmente, por moverse con donaire entre los invitados y rezar para encontrarse con algún conocido.
No había deambulado más de cinco minutos cuando observó que una dama levantaba la mano en su dirección y se despedía con regocijo del grupo de señores con el que estaba charlando animadamente. Sebastian contempló, contrariado, cómo ella se acercaba con un despampanante movimiento que no pasó inadvertido para ninguno de los caballeros con los que se fue cruzando. A medida que se acercaba, el estupor de Sebastian fue en aumento. Se trataba de una beldad sin parangón, y una muy famosa para ser más concretos. Katharina Sharpe, la cortesana más codiciada de Londres se aproximaba a él con una sonrisa de oreja a oreja.
—Mi querido Rosh.
Cuando llegó hasta su posición, recitó el saludo con voz cantarina y se inclinó para darle un suave y perfumado beso en la mejilla.
—Señorita Sharpe —logró contestar, en medio de la más absoluta estupefacción.
—Finja que me conoce y que se alegra mucho de verme, si es tan amable —le susurró antes de apartarse.
Sebastian no pudo evitar abrir los ojos con sorpresa, como tampoco le pasó desapercibida la mirada del marqués de Rigaud, un viejo amigo con el que hacía muchos años que no coincidía. El noble francés no apartaba los ojos de la cortesana, aunque, a la postre, alzó la vista hacia él y le dedicó algo parecido a una venia respetuosa.
Debía estar pensando que la dama le había dedicado alguna confidencia subida de tono, y usó aquella hipótesis para lidiar con la efusiva madame.
—Es un placer volver a verla, querida.
—Desde luego que lo es, bribón —repuso la hermosa joven de brillante cabello negro y sobrecogedores ojos azules como zafiros—. Lo he echado terriblemente de menos. Venga, demos un paseo. Tiene que contarme qué tal su último viaje —siguió comentando con entusiasmo para todo el que quisiera escucharlo mientras lo conducía hacia el pequeño riachuelo que cruzaba la zona trasera del jardín—. ¿Había sido a Asia?
—A la India —puntualizó, avanzando con tranquilidad con el brazo de aquella impresionante cortesana colgando del suyo hasta que estuvieron lo suficientemente apartados—. Está bien, ¿qué es lo que está ocurriendo? Estoy seguro de que la recordaría si nos hubieran presentado.
La señorita Sharpe le conminó a seguir andando sin desviar la vista del paisaje, y carraspeó para aclararse la voz. Cuando volvió a hablar, aquel superficial tono cantarín había desaparecido, sustituido por un tono mucho más grave y en su opinión más sensual.
—Le pido disculpas por el modo de abordarlo, lord Roshtell. Tenía que dar la impresión de ser su amiga para que nadie desconfíe de nuestra conversación.
—Pues la felicito. Es usted una actriz consumada. Drury lane está perdiendo un activo muy valioso.
—Es mi trabajo, milord. Pero le agradezco el halago.
Su trabajo, hasta donde Sebastian sabía, era el de complacer a los hombres en la cama, no el de prestar sus servicios a conspiraciones gubernamentales. La miró de soslayo y volvió a maravillarse con las exquisitas facciones de aquel rostro que parecía haber cincelado el mismísimo Michelangelo.
—Imagino que está usted… relacionada con el señor Gardner y que ahora me contará qué es lo que hago aquí exactamente.
Con una risita encantadora y musical, la joven se inclinó hacia delante y después alzó su inmaculado rostro para guiñarle un ojo. Por vida suya que no había visto ser más exquisito sobre la tierra. Incluso sintió como su corazón se saltaba un latido.
—Me habían prevenido contra su acidez, lord Roshtell, pero he de confesar que me resulta encantadora. —Le echó una mirada de arriba abajo y se mordió ligeramente la comisura del labio inferior—. A decir verdad, todo usted me resulta encantador. ¿Tal vez ande buscando una protegida?
Sebastian no pudo hacer otra cosa que pararse sobre sus pies y mirarla con los ojos muy abiertos. No se tenía por un tipo especialmente atractivo, aunque siempre se le había considerado un soltero codiciado entre la buena sociedad. Él nunca había sabido si se debía a su apostura o a su posición como heredero de un marquesado, pero lo cierto era que nunca habían faltado mujeres dispuestas a compartir su cama. ¿Una protegida? ¿Una amante oficial? No, nunca había tenido una de esas.
Por suerte para él, la preciosa jovencita, pues no podía tener más de veintidós o veintitrés años, se echó a reír con deleite y le dio un pequeño empellón en el hombro antes de aclarar:
—Solo bromeaba, Rosh. ¿Le importa que le llame Rosh?
Aquella rutilante beldad podía llamarlo como le viniera en gana. Maldición, por un momento había llegado a ilusionarse con la posibilidad de que ella estuviera realmente interesada. Asintió con la cabeza en respuesta a su pregunta.
—Eso dará credibilidad a nuestra amistad —prosiguió—. No solo en esta fiesta, sino durante algunas otras veladas en las que le serviré de salvoconducto
—No pienso alojarme en esta casa de locos —aclaró tajantemente, por si la preciosa morena estaba insinuando algo similar.
—Oh, no se preocupe por eso. La señora Wood jamás pernoctaría aquí tampoco. De hecho, lo conveniente para nuestros planes es que partan hacia Londres más o menos al mismo tiempo.
—Ah, ¿pero tenemos un plan?
—No sea impaciente, querido. Todo a su tiempo. Tengo mucha información que compartir con usted y una serie de prioridades muy concretas. —La señorita Sharpe se detuvo e hizo que ambos se volvieran en dirección a la muchedumbre presente en el jardín—. Mi primera obligación es mostrarle al objeto de su misión. ¿Puede ver a un señor alto con un traje verde y un exagerado sombrero de copa junto al cenador de madera?
—¿Es el que está hablando con tres hombres y dos mujeres?
—Exacto. La señora Wood es la más joven de las dos; la que luce un abrigo de color malva con los puños en terciopelo negro.
Desde aquella distancia a Sebastian le costaba mucho diferenciar las facciones de la viuda. Pudo notar, no obstante, que era una mujer no muy alta y no muy delgada. El cabello parecía rubio y el rostro redondeado.
—Parece un tanto… ¿anodina?
—Oh, esa es una palabra que la describe muy bien. En todos los aspectos, me temo. Menos en uno. Es una gran apasionada del arte. Sobre todo, de la escultura. Ese ha de convertirse en su caballo de Troya, mi querido Rosh. Deberá utilizar todos sus conocimientos sobre arte para acercarse a ella y ganarse su confianza.
—No soy muy ducho en la materia, pero he visitado Italia en numerosas ocasiones y conozco de primera mano la obra de los renacentistas, aunque confieso que siempre me ha fascinado más la arquitectura de Michelangelo que sus esculturas.
—¡Oh, es fantástico! Dígale a ella eso mismo y la tendrá completamente entregada a demostrarle que la escultura es la más bella y noble de las artes.
La cortesana le indicó que continuaran, aún a mucha distancia de cualquiera de los invitados. Sebastian era consciente de las miradas que muchos de los caballeros les brindaban. Él no conocía a la mayoría de los que se hallaban presentes, pero estaba seguro de que casi todos ellos habían sabido, nada más verle llegar, que era el marqués de Roshtell. Imaginar lo que debían estar elucubrando acerca de su paseo con la señorita Sharpe le hizo fruncir el ceño. No deseaba que los rumores sobre una posible relación con la distinguida cortesana pudieran llegar a Londres. Tenía una especie de acuerdo de compromiso con lady Brianna Shatersbild que debería empezar a plantearse cumplir en un breve plazo de tiempo, toda vez que había recaído sobre sus hombros la responsabilidad de dar continuidad a la estirpe de los Hayes.
—¿Usted la conoce? —Procuró volver a centrarse en la conversación.
—He estado cultivando su amistad en las últimas dos semanas, pero he sido incapaz de acceder a su círculo más cercano. Solemos coincidir en subastas, soirées… pero la señora Wood no deja de ser una dama de reputación y comportamiento intachable. No permitiría que la relacionasen de forma directa con alguien como yo. —Se dio cuenta de que aquel reconocimiento fue pronunciado sin desazón ni rencor. La señorita Sharpe era una joven muy consecuente con su posición—. He conseguido, no obstante, dejar caer su nombre en algunas conversaciones, de modo que no será extraño para ella que les presente.
Sebastian sintió un nudo de rechazo en la boca del estómago ante la expectativa. Prefería con mucho quedarse paseando todo el día con la hermosa y agradable señorita Sharpe.
—Y una vez que nos presente… ¿qué? Si es una dama de moral tan recta no querrá tener nada que ver conmigo. ¿Acaso no ha oído los rumores sobre mí?
—Claro, desde luego. Parte de mi trabajo ha consistido en poner en tela de juicio dichas habladurías. He procurado limpiar de infamia su nombre y me he asegurado de que algunos de sus conocidos también aboguen en su defensa.
—¿Y cómo lo ha hecho? —preguntó con auténtico interés.
—Creo que preferirá no saberlo —murmuró ella.
De repente parecía cohibida. Sebastian la miró con especial atención y observó que, una vez perdida aquella seguridad tan atractiva y seductora, parecía una auténtica cría salida de la escuela.
—Pues resulta que ahora siento una gran curiosidad por saberlo —la contradijo.
—Por favor, no se enfade conmigo —suplicó con una mirada llena de culpa. Sebastian asintió para tranquilizarla—. Su… padre era asiduo a… a las…
—Lo sé —la interrumpió. Entrar en detalles sobre la promiscuidad de su progenitor solo podía servir para ponerlos a los dos en una situación incómoda.
—Hice creer a estas personas de las que le hablo que conocía a su padre. Las convencí de que su adicción al opio fue la única responsable del accidente.
—Que lo conocía —barruntó Sebastian en voz baja, sin detener sus pasos ni dirigirle a ella una sola mirada.
Imaginaba los términos en los que la señorita Sharpe había asegurado conocer a su padre. Sintió que toda la belleza de la joven se esfumaba ante sus ojos. Aunque no fuera más que una invención de ella para lograr convencer a otras personas de una mentira, la situación le hizo tomar conciencia del tipo de persona con la que se estaba relacionando. Ella no era más que una sibila con una bonita apariencia.
—Sigue existiendo un escollo insalvable, me temo —continuó, decidido a apartar aquel tema de su mente—: siendo ella una mujer tan digna y frígida, ¿cómo se supone que voy a lograr seducirla?
—Oh, yo no he dicho que sea frígida en absoluto. Es callada y reservada, excepto, como ya le he dicho, cuando se habla de arte con ella. Considero que esa debería ser su baza. Aproveche esos momentos. Y, ahora, mi querido Rosh, creo que ha llegado el momento de presentarlos. Nuestros anfitriones parecen impacientes por mostrarnos su gran exposición.
Capítulo 3
Debería haber dicho que no.
Aunque no se había encontrado tan incómoda como cabría haber esperado, en el momento en que los Mouthaan ascendieron a la terraza y llamaron la atención de sus invitados con rítmicos toquecitos de sus anillos sobre el cristal de sus copas de champagne, Eleanor se dijo que aquel no era su lugar.
No conocía a la pareja más que a través de terceras personas, pero había oído rumores sobre lo extravagante de sus gustos. El champagne desde primera hora de la mañana, la recepción en el jardín a pesar del frío y la falta absoluta de protocolo la habían convencido de que aquella gente no tenía nada de elegante ni de distinguida.
Su comportamiento con los invitados y hacia sí mismos le había demostrado, además, que los Mouthaan eran tan promiscuos como contaban las malas lenguas. ¿Cómo se había dejado convencer para acudir a aquella fiesta?
Oh, sí, la colección de Pinkerton, se recordó.
Su amigo Arthur Lewis había insistido en que las piezas tenían un valor incalculable y que el viejo conde no solía permitir que nadie visitara sus galerías privadas. El hecho de que hubiera decidido exponerlas en una fiesta organizada por la señora Mouthaan solo podía responder, en opinión de Eleanor, a la desvergonzada intimidad que parecían compartir la anfitriona y el coleccionista en las reuniones sociales.
—Queridos amigos —enunció la susodicha—, es inmenso nuestro agradecimiento por vuestra presencia aquí. Thomas y yo teníamos una especial ilusión por acoger en nuestro hogar la valiosísima y grandiosa colección de nuestro apreciado lord Pinkerton, que lamenta muchísimo no poder acompañarnos hoy por su delicado estado de salud. Y, además, he de anunciaros algo que… —miró a su esposo con arrobo— … algo que nos tiene entusiasmados y nerviosos a ambos. Hoy tendremos el honor de daros a conocer una intimísima obra pictórica que un joven artista amateur ha creado para nosotros.
Eleanor contempló horrorizada como la señora Mouthaan coronaba el anuncio con un efusivo beso en la boca a su esposo que parte de la audiencia coreó. El señor Mouthaan tuvo el detalle de ruborizarse por semejante demostración afectiva, y Eleanor concluyó que la impresión inicial que había tenido sobre la pareja había sido acertada: era ella quien establecía las reglas de aquella extraña relación y quien auspiciaba aquel código poco ético de relacionarse con otras personas fuera del matrimonio. El señor Mouthaan daba la sensación de ser un títere en sus manos; un ser sumiso y sin carácter que la dejaba hacer a ella a cambio de poder disfrutar de cierto libertinaje.
A Eleanor todo aquello le resultaba grotesco, a pesar de que sus preceptos sobre el mundo y las personas se habían visto sustancialmente enriquecidos desde que su marido había fallecido. Su posición como viuda la había expuesto a opiniones mucho menos cautelosas y edulcoradas que cuando era una decente mujer casada. Agradecía la amplitud de conocimiento, pero a veces le horrorizaba el comportamiento de la gente de la que se rodeaba.
—Mi querida Lea.
La melodiosa voz de una mujer se entrometió en sus reflexiones. Giró sobre sus talones y se topó con el dulce y hermoso rostro de la señorita Katharina Sharpe. Volvió a fruncir el ceño, como ya había hecho otras veces, ante la insistencia de aquella joven en usar el diminutivo de su nombre.
Era una mujer agradable y bondadosa, a pesar de ser una conocidísima cortesana. A Eleanor le había sorprendido que, siendo ella una infame y mundana trabajadora del placer, mostrara una educación y un decoro tan exquisito como cualquier dama de la aristocracia. La señorita Sharpe no era vulgar ni deslenguada. No era maliciosa ni procaz. Por el contrario, su efervescencia era contagiosa y deslumbrante; al punto de hacerse querer incluso por el sector femenino de sus conocidos. Era uno de esos ejemplos de «cosas que se les permiten a las viudas»; si el señor Wood siguiese vivo le habría resultado imposible dirigir la palabra a la cortesana.
—Señorita Sharpe, parece que al fin vamos a poder ver esa secretísima colección —comunicó con un júbilo para nada fingido. Realmente tenía unas ganas inmensas de averiguar cuáles eran esas piezas tan valiosas de las que le habían hablado.
Sus ojos se detuvieron en el acompañante de su interlocutora. Había logrado evitarlo durante casi diez segundos enteros, pero una presencia tan varonil y distinguida no podía ser soslayada por demasiado tiempo. El marqués de Roshtell era todo lo que había escuchado de él. Y más. Recordaba haberlo visto una vez en la sede del Museo Británico, en Montague House, cuando el señor Wood aún vivía y accedía a acompañarla a las exposic