Prólogo
Tierra Santa, Cuernos de Hattin, 4 de julio de 1187
Godric desplazó el pequeño guijarro con la lengua, de una mejilla a la otra, con la esperanza de exprimir al menos un poco de humedad de su paladar reseco. Sin embargo, el humo y el polvo hicieron que la boca se le llenara tan solo de una masa pegajosa. El sol, el fuego, los miles de cuerpos sudorosos de personas y de animales creaban un calor insoportable a su alrededor, unos vapores intensos que apestaban a ceniza y a miedo. Peor no podía ser ni tan siquiera el purgatorio.
La idea de felicidad de Godric se reducía a una jarra de agua fría. Imaginar cómo se deslizaba fresca y estimulante por su garganta casi le hizo perder el sentido. Sin embargo, era imposible que cayera esa breva. Entre el lago que destellaba prometedor en la llanura y el ejército cristiano había miles y miles de guerreros sarracenos armados hasta los dientes.
La persona junto a Godric estaba de rodillas y mantenía sujeta una cruz de madera con tanta firmeza que podía apreciarse el color blanco de los nudillos de los dedos bajo su piel rebozada de polvo. Entonaba una y otra vez el padrenuestro, mientras le brotaban las lágrimas de los párpados entrecerrados trazando un rastro sucio sobre las mejillas.
—Será mejor que te guardes la saliva y la respiración porque las vas a necesitar —dijo Godric con la voz ronca, pero el hombre lo ignoró.
«Por mí que haga lo que quiera». Godric resopló y se dio la vuelta para contemplar de nuevo el escenario que se les presentaba en el valle. El conde Raimund estaba en lo cierto cuando señaló que no debieron haber abandonado nunca la llanura de Séforis, fértil y abundante en agua. Se decía que el viejo demonio de De Ridefort, Gran Maestre de la Orden del Temple, estuvo atosigando al rey hasta que este envió al ejército por aquella senda fatigosa: muchos miles de soldados de a pie, caballería ligera y tropas auxiliares, además de mil doscientos caballeros, el mayor ejército que había reunido jamás el reino de Jerusalén.
Solo Dios sabía si de esa guisa no había dictado la sentencia de muerte para todos ellos.
La larga marcha por laderas y colinas, sin agua, había dejado resecos a las personas y a los animales y había consumido sus fuerzas; los caballos habían perecido, los hombres se dejaban caer en el polvo para no levantarse nunca más, otros se desprendían de sus armaduras y de sus armas. Los incesantes ataques de los arqueros sarracenos y las hogueras que sus enemigos encendían para dirigir contra ellos un humo denso y picante habían hecho el resto.
Fresco y descansado, con el lago de Genesaret a sus espaldas, el ejército sarraceno no tenía en realidad otra cosa que hacer que esperar. Lo mismo que la soga del patíbulo, los paganos iban estrechando cada vez más sus líneas en torno a sus rivales. Disponían de todo el tiempo del mundo.
En cuanto a los cristianos, después de una noche agitada sin agua, ya el sol de la mañana hizo bullir los últimos restos líquidos de sus huesos.
—No tiene muy buena pinta —murmuró Godric y escupió el guijarro al polvo, donde produjo un sonido sordo.
—¡Deja de hablar así! —le gruñó su vecino poniéndose en pie con mucho esfuerzo—. Un ejército cristiano nunca ha perdido una batalla cuando le ha precedido la Santa Cruz.
—Por mí, vale —refunfuñó Godric y dirigió la vista hacia el obispo de Acre y hacia la magnífica cruz con los herrajes de oro que destellaban al sol—. A pesar de ello, en cada batalla han caído muchos hombres. Y, créeme, hoy van a ser más que nunca.
Entre sollozos, su vecino volvió a desplomarse de rodillas y se puso a rezar con las manos entrelazadas con fuerza, como si no creyera en sus propias palabras.
«¡Sí, ya puedes rezar lo que quieras si eso te ayuda!», pensó Godric y se frotó con el puño los ojos ardientes. Él mismo llevaba ya demasiado tiempo ejerciendo su brutal oficio como para hacerse ilusiones falsas. Solo por esa razón seguía con vida. Godric estaba seguro de que, incluso antes de que el sol alcanzara su punto más alto, la sangre de muchos hombres buenos empaparía la tierra seca, y únicamente Dios sabía quién de ellos sobreviviría para ver el final del día.
En algún lugar, una mula comenzó a rebuznar y a provocar un pequeño tumulto. En una de las líneas de retaguardia, Godric descubrió al animal encabritado que trataba de desprenderse de un manojo de lanzas y de flechas clavadas. Numerosas manos intentaban sujetarlo, pero nadie se atrevía a acercarse demasiado hasta el ronzal por entre aquel torbellino de cascos herrados. Finalmente, la mula acabó por soltarse del todo, disolvió las filas de los soldados y corrió colina abajo hacia el enemigo y el agua prometedora. Incluso parecía haber olvidado su temor natural al humo y al fuego, así de loca estaba por la sed. ¿Quién se lo podía tomar a mal?
Godric se pasó la lengua por los labios agrietados y se sorprendió deseando hacer lo mismo que el animal. ¿Qué importaba si los endiablados sarracenos lo acribillaban a flechas? Al menos se acabaría todo con rapidez, pues, si algo había peor que el infierno furioso, rugiente y sangriento de la batalla, ese algo era la espera.
Y estar a solas con tus propios pensamientos.
Fue la orden de Clement de Gise la que le ahorró una decisión. Así pues, iban a intentar un ataque. ¿Qué otra cosa podían hacer?
—¡Aprestaos, hombres! —vociferó mientras forzaba a su cansada montura a ir al trote—. Deus lo vult! ¡Dios lo quiere!
Godric trató de escupir, pero no pudo reunir suficiente saliva. En lugar de eso, se agarró con mayor firmeza y se santiguó. Se decidió por otro grito de guerra: «¡Que Dios nos auxilie a todos!».
LIBRO I
«Lo que no cura la palabra, lo cura la hierba.
Lo que no cura la hierba, lo cura el cuchillo.
Lo que no cura el cuchillo, lo cura la muerte».
HIPÓCRATES (h. 460 – h. 370 a. C.)
1
Condado de Tonnerre, señorío de Arembour, junio de 1189
La flecha se clavó temblorosa en el disco de paja, apenas a un palmo de la diana. Con una sonrisa de superioridad, Gérard bajó el arco y dio un paso a un lado.
—Te toca, hermanito.
Étienne avanzó, calculó la distancia y buscó afirmar su postura clavando hondo las botas en el suelo empapado del patio. Cargó su peso sobre el pie sano y colocó una flecha. Mientras exhalaba, con la mirada fijada en el blanco, tensó la cuerda hasta que la oyó crujir y disparó. La flecha salió rauda en línea recta y se clavó en plena diana produciendo un sonido sordo.
La sonrisa burlona de Gérard se le quedó congelada en los labios y dio paso a un asombro incrédulo, casi