Cerbantes

Álvaro Espina

Fragmento

1. De lo que Miguel aprende durante el viaje en la galera Santiago, al mando del cuatralbo Juan Jin

1. De lo que Miguel aprende durante el viaje en la galera Santiago, al mando del cuatralbo Juan Jin Centellas

El viaje desde Madrid con José de Blas habría sido completamente apacible de no haber ocurrido el sobresalto del volcán de Cancarix, en donde se habían refugiado diez forzados que iban conducidos desde Almadén a Cartagena. Nadie sabe bien cómo huyeron porque la media docena de hombres de la Santa Hermandad que los custodiaban aparecieron muertos cerca de Albacete.

Desconociendo todo esto, José no se preocupa demasiado al verlos llegar:

—Debe de ser la gente de Tiburcio Contreras. Hoy no van a tener suerte.

—¿Por qué lo dices? —pregunta Miguel, atemorizado por el aspecto de la pandilla.

—Porque su jefe sabe bien que en los portes por cuenta del rey no cabe peaje ni montazgo alguno.

—¿Quién se lo va a impedir, si andan echados al monte?

—Incluso en esta profesión hay que cumplir algunas reglas, y la de respetar la propiedad del rey es la primera. No hacerlo es delito de lesa majestad, penado con el ajusticiamiento inmediato sin mediar juicio. Nadie lo quebranta.

La partida de malhechores rodea la galera y los obliga a apearse sin el menor miramiento.

—¿Qué lleváis ahí?

—Propiedades del rey. Piezas de armas para el ejército de Flandes.

—¿Qué armas son esas?

—No son armas, sino cabezas de picas y cañones de mosquete y arcabuz.[1]

—Eso no nos interesa. Dadnos todo lo que llevéis encima.

José les entrega todo lo que tiene, y Miguel, lo poco que no lleva oculto bajo la faja de peto en que esconde las claves y los escudos que le dio RuyGómez, bien pegados al cuerpo. Como José dice que es su hijo y lo que les da les parece suficiente, al observar que por el horizonte se acerca una partida de caballistas huyen atropelladamente dejándolos medio atados y tirados por el suelo.

—Estos no son de la profesión —le dice José tras desatarse y ayudarlo a levantarse—. Creo que los que vienen por ahí sí son los de Tiburcio.

—¿Qué pasa, José? ¿Quiénes eran esos que salían huyendo? —pregunta Tiburcio.

—No lo sé. Al principio creí que eran de los tuyos, pero al ver que no respetaban la propiedad del rey supe que no era así. Deben de ser galeotes huidos.

—¿Os han robado?

—Todo lo que llevábamos encima; lo de las armas del rey no les interesaba.

—Pues vamos a darles caza y te lo devolveremos. Por aquí todo el mundo sabe que esta es mi jurisdicción y no permito que nadie mancille mi reputación. Si estás en lo cierto, deben de ser los galeotes que ahorcaron a la patrulla de la Santa hace unos días y pueden considerarse perdidos. No nos gusta hacer el trabajo de la Hermandad, excepto cuando matan a alguno de ellos. Eso es sagrado. Si son esos galeotes, mañana habrán vuelto a sus grilletes.

Y así fue. Al día siguiente un mensajero de Tiburcio les devolvía todo lo robado, comunicándoles que los diez galeotes habían quedado bien atados a unas encinas junto a las puertas de Hellín para que la Hermandad, avisada por su gente, los apresara de nuevo. No cabe resaltar ningún otro incidente hasta llegar a Cartagena y entregar el contenido de la galera al capitán Jin Centellas. José no lo conoce y va con prisa porque ha apalabrado un retorno y llega tarde. Además, dice que en el arsenal de galeras no se encuentra en su sitio, así que lo presenta al capitán sin el menor miramiento, otorgándole toda la autoridad del contador mayor, pidiendo que le firme el albarán de entrega y despidiéndose de Miguel con un abrazo paternal.

El capitán Juan Jin Centellas es tan nuevo como Miguel en la galera Santiago, encargada de llevar a Génova el cargamento de picas y cañones de arcabuz que José ha traído de Madrid. En realidad, Centellas estaba hasta hace unos días al mando de la galera Serafina, de la Escuadra de la Guarda del Estrecho, que actúa por todo el sur del Mediterráneo para limpiarlo de piratas berberiscos, oficio escasamente remunerado aunque muy lucrativo porque los moros capturados durante las operaciones se venden a buen precio en el mercado de esclavos que se celebra al comienzo de los cinco meses de invernada de las galeras, precisamente en Sevilla, puerto de amarre de la Serafina. Aunque esa escuadra está costeada por la cuenta de averías de los buques que hacen la carrera de Indias, administrada por los cónsules de Sevilla, al tener poca paga los encuadrados en ella han venido pidiendo cumplir funciones de la antigua Escuadra de la Guarda de la Costa del Reino de Granada, para tener parte mayor en el negocio de esclavos, y como las cuentas del rey en la Escuadra de Galeras de España nunca salen, ni siquiera con la ayuda de los fondos de la bula de la Santa Cruzada, la Contaduría Mayor les asigna cada vez más cometidos, como este que ahora lleva a cabo Jin Centellas.[2]

La temporada ya se encuentra avanzada y la Serafina ha tenido que volver a su base porque en su última acción el espolón de una galera berberisca le abrió una vía de agua en el costado de babor que no puede arreglarse para ponerla en buen orden con tiempo de volver a actuar antes de invernar. Tras una reparación provisional, hecha en Málaga deprisa, el caporal Marcos Lorenzo se ha encargado de conducirla a Sevilla con la mitad de la chusma de remeros, todos ellos lisiados o enfermos, una pequeña guardia de gente de guerra, a cargo de los esclavos capturados durante la estación y para defender la nave, y alguna gente de mar para gobernarla. El resto de la gente de remo y de la gente de cabo ha llegado para dotar a la Santiago junto al capitán, a quien el marqués de Santa Cruz ha nombrado cuatralbo de la escuadra de galeras que conducirá un gran cargamento de armas hasta Génova. Lo que trajo José es solo una parte de él. Otras cinco galeras y una multitud de carretas llegan después de su partida con más carga de diferentes armas y procedencias. Jin Centellas llama a Miguel a su cabina tan pronto se queda solo:

—Pasa, Francisco —Miguel está a punto de descubrirse porque es la primera vez que lo llaman por el nombre falso que figura en su cédula de comisionado de la Contaduría Mayor, pero enseguida se repone, se mete en la cabeza que es Francisco de Blas, hijo de José, y recupera el aplomo—, tengo que hacerte un encargo: el veedor mayor de esta escuadra falleció ayer; todavía no sé la causa. Partimos esta mañana hacia Génova y no hay tiempo para sustituirlo. Tengo aquí la cédula que me presentaste antes y veo que tienes todos los poderes de la Contaduría para esta expedición, de modo que serás tú quien sustituya al veedor y se ocupe de llevar el libro de alarde con las listas de la gente de remo de las cuatro galeras.

—Nunca lo he hecho. Yo soy contador de tierra. Mi cédula no me autoriza a hacerlo —dice Miguel a modo de excusa, sabiendo que no

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