Dante

Matteo Strukul

Fragmento

1. Premonición

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Premonición

Sentía un dolor profundo y agudo dentro de él. Como si le hubieran cortado el aliento con el filo de una espada. Miró al cielo, una placa azul que se tornaba índigo. Pronto se volvería de color gris. Se estaba levantando viento y las columnas de cipreses se doblaban bajo su soplo frío, casi despiadado. El trigo del campo parecía azotado por un látigo invisible y el oro de su color se corrompía con el avance de la sombra que iba apagando la luz del verano.

Muy pronto estallaría la tormenta. Se percibía su olor en el aire, esa esencia del agua de lluvia que borraría cualquier otro perfume.

En ese cambio repentino advirtió una oscura premonición, un amargo auspicio de muerte, como si una criatura demoniaca estuviera estirando sus brillantes garras para lacerar la realidad y sumergir al mundo en un despeñadero de sangre y dolor.

Sabía que Corso Donati anhelaba la guerra. Y junto con él toda Florencia. Arezzo se había vuelto demasiado osada. Arezzo, la prostituta del emperador, gibelina, había provocado a Florencia en todos los sentidos. Los güelfos habían esperado tan solo una excusa, un capricho intrascendente para salir al campo de batalla y aniquilar a sus eternos enemigos. Sabía que, al contemplar ese cielo ahora ya plomizo, los sieneses estaban a punto de retirarse después de haber sitiado Arezzo. Junto con los florentinos incluso habían organizado un torneo bajo los muros de la ciudad, para burlarse del enemigo.

Siena la soberbia, pensó. Siena, que creía que podía someter a hierro a los lobos del emperador.

Sintió una sensación de fatalidad en esa arrogancia. Los gibelinos de Arezzo se habían encerrado dentro de los muros de su propia ciudad. Y, ahora, lo más probable es que estuvieran urdiendo una atroz venganza. No eran hombres dispuestos a aceptar una afrenta como aquella. Muchas veces se habían dado por vencidos para luego revelarse como feroces adversarios.

Menos de treinta años antes, Manfredi había aniquilado a los güelfos en Montaperti, convirtiéndose en señor de Florencia. El León de Suabia había masacrado a sus enemigos como corderos, exterminando a los contrarios. Solo seis años después, los Anjou habían logrado vencerlo. E incluso entonces, ese príncipe orgulloso e invencible había luchado hasta la muerte, había caído luchando, con las armas en la mano, en Benevento. Tanto había sido su valor que los mismos franceses habían recogido las piedras para enterrarlo y honrarlo en el campo de batalla.

Y ahora Florencia y Siena habían despertado a la bestia gibelina y la bestia olía la sangre. Dante no albergaba dudas al respecto; por ello, en aquel momento un sudor frío le helaba la piel.

Pensó en Beatriz: en su sonrisa, en esos ojos de luz y tormento, en su mirada capaz de apoderarse de su corazón. Suspiró. ¡Cómo hubiera querido gritar su amor! Pero no podía. Nunca podría. Solo se le permitía confiarlo a las palabras. En su mente vio esas pequeñas marcas negras, grabadas en tinta, parecidas a gotas de sangre oscura, destinadas a llenar las páginas amarillas de papel de pergamino. Fórmulas secretas de un amor secreto.

Se sentía prisionero. Era un hombre encadenado, incapaz de vivir plenamente sus sentimientos. Y aquella impotencia lo consumía. Mientras esperaba su final, sentía que su amor por Beatriz se hacía cada día más fuerte, más violento, incluso intolerable. E incluso cuando el matrimonio había reducido aquella catedral de la pasión a un mero montón de fragmentos desgarrados, había mecido el fuego humeante entre sus brazos. No tenía ninguna duda, puesto que ese sentimiento era su única razón para vivir.

Se puso en pie y se aproximó a su magnífica yegua. Tenía un pelaje brillante y marrón como canela en polvo y una estrella blanca entre los ojos. Dante le tomó el hocico entre las manos, acariciándoselo. Sintió la lengua áspera de la yegua lamiendo la palma de su mano. Sonrió. Dejó que su mano derecha se deslizara por el poderoso cuello del animal; la gran vena yugular latía, palpitante de vida. A través de sus dedos notó ese flujo cálido e hirviente bajo la piel reluciente. Se quedaba admirado por la nobleza de esa potra: dócil y formidable a la vez, esperaba pacientemente a que su amo decidiera montarse en la silla.

Dante le despeinó la espesa crin. Le encantaba Némesis.

Aguardó un rato más.

Esperó a escuchar el primer trueno y luego sus ojos contemplaron cómo un rayo atravesaba el cielo, que ahora era de color carbón.

Cayeron las primeras gotas y le mojaron el rostro.

Subió a la silla.

Espoleó a su montura.

2. Pieve al Toppo

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Pieve al Toppo

Buonconte sabía que pasarían por allí. Embriagados por su éxito, con la guardia baja debido al vino y al torneo a los que se entregaron bajo los muros de Arezzo, los sieneses habían emprendido el camino de regreso al Val di Chiana. Desfilaban meticulosamente: la infantería en el centro y los jinetes a los lados, en una formación ordenada pero ciertamente no amenazadora. Procedían con rapidez ya que sabían que los perseguía Guillermo de Pazzi de Valdarno —conocido como el Loco por su carácter encolerizado y sanguinario— con su contingente. Sentían su aliento en el pescuezo desde que salieron de Arezzo.

Buonconte, en cambio, había tomado el camino de Battifolle hasta Mugliano. Obligando a sus hombres a desfilar a marchas forzadas, día y noche, había logrado llegar a la altura de Pieve al Toppo con su propia tropa, al único vado del pantano y de las marismas del Val di Chiana, que se habían vuelto más insidiosos aún por la lluvia de los dos últimos días.

Si el Loco hubiera cumplido su palabra, sobreviniendo con sus hombres, habrían podido tender una encerrona a los hombres de Ranuccio Farnesio en un movimiento de pinza.

Buonconte había hecho alinearse a sus soldados en un lado del vado, escondidos entre troncos y arbustos.

Habían colocado los dardos en las ballestas y sostenían los pasadores. Estaban dispuestos a arrojarlos sobre la columna sienesa para asediarlos por un flanco y hacerlos pedazos con una sarta de proyectiles de hierro.

Aquel día el calor era insoportable. El sol había salido por detrás de las nubes y ahora incendiaba el aire. Sus hombres iban ligeramente armados para ser más rápidos y ágiles en sus movimientos y también para aliviar el calor. Después de haber lanzado dardos y pasadores se retirarían ordenadamen

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