Los leones de Sicilia

Stefania Auci

Fragmento

El terremoto es un zumbido que surge en el mar y se incrusta en la noche. Se hincha, crece, se transforma en un estruendo que rasga el silencio.

En las casas, la gente duerme. Algunos se despiertan con el tintineo de los cubiertos; otros, cuando las puertas empiezan a rechinar. Pero todo el mundo ya está en pie cuando las paredes tiemblan.

Mugidos, ladridos, súplicas, imprecaciones. Las montañas se desprenden de rocas y de barro, el mundo sufre un vuelco.

La sacudida llega a la localidad de Pietraliscia, alcanza los cimientos, los remece con violencia.

Ignazio abre los ojos, arrancado del sueño por aquel temblor que azota las paredes. Encima de él, un techo bajo que parece que va a desplomársele encima.

No es un sueño. Es la peor de las realidades.

La cama de Vittoria, su sobrina, tiembla entre la pared y el centro de la habitación. Sobre el banco, el cofre de metal se tambalea, cae al suelo junto con el peine y la navaja de afeitar.

En la casa resuenan gritos de mujer.

—¡Socorro, socorro! ¡Terremoto!

Los gritos lo hacen saltar de la cama. Pero Ignazio no sale corriendo. Primero debe poner a salvo a Vittoria: solo tiene nueve años, está muerta de miedo. La mete debajo de la cama, a cubierto de los cascotes.

—Quédate aquí, ¿vale? —le dice—. No te muevas.

Ella asiente. El terror le impide incluso hablar.

Paolo. Vincenzo. Giuseppina.

Ignazio sale corriendo de la pieza. El pasillo le parece interminable, y sin embargo son pocos pasos. Nota que la pared se le despega de la mano, consigue tocarla de nuevo, pero se mueve, como algo vivo.

Llega a la alcoba de su hermano Paolo. Por las contraventanas se filtra un hilo de luz. Giuseppina, su cuñada, ha saltado de la cama. El instinto de madre la ha avisado de que una amenaza se cierne sobre Vincenzo, su hijo de pocos meses, despertándola. Trata de coger al recién nacido, que está acostado en la cuna que pende de las vigas del techo, pero la cesta de mimbre está a merced de las ondas sísmicas. La mujer llora desesperada, estira los brazos, mientras la cuna se balancea frenéticamente.

Se le cae el chal, se queda con los hombros al aire.

—¡Hijo mío! ¡Ven aquí, Virgen santa, ayúdanos! [2]

Giuseppina consigue agarrar al recién nacido. Vincenzo abre los ojos de par en par, rompe a llorar.

En medio del caos, Ignazio distingue una sombra. Su hermano Paolo. Baja del colchón, coge a su mujer, la saca al pasillo.

—¡Fuera!

Ignazio vuelve sobre sus pasos.

—¡Espera! ¡Vittoria! —grita.

En la oscuridad de debajo de la cama encuentra a Vittoria, acurrucada, con las manos en la cabeza. La levanta en vilo, sale corriendo. Se desprenden trozos de yeso de las paredes mientras el terremoto sigue ululando.

Nota que la pequeña busca protección aferrándose a su camisón hasta retorcer la tela. Lo está arañando, porque se muere de miedo.

Paolo los empuja hasta la puerta, escaleras abajo.

—Aquí, venid.

Corren al centro del patio cuando la sacudida es más intensa. Se abrazan, las cabezas juntas, los párpados apretados. Son cinco. Están todos.

Ignazio reza y tiembla, y espera. Está acabando. Tiene que acabar.

El tiempo se pulveriza en millones de instantes.

Luego, tal y como había empezado, el estruendo se aplaca, hasta apagarse del todo.

Durante un instante, solo está la noche.

Pero Ignazio sabe que esa paz es una sensación engañosa. Es una lección, la del terremoto, que se ha visto obligado a aprender pronto.

Levanta la cabeza. Nota el pánico de Vittoria a través del camisón, las uñas aferrándose a su piel, su terror.

Ve el miedo en el rostro de su cuñada, el alivio en el de su hermano; ve el gesto de Giuseppina buscando el brazo de su marido, y a Paolo soltándose para acercarse al edificio.

—Gracias a Dios, la casa sigue en pie. Mañana con la luz del día comprobaremos los daños y…

Vincenzo elige ese momento para estallar en un llanto incontenible. Giuseppina lo mece. «Tranquilo, vida mía, tranquilo», lo consuela. Se acerca al niño y a Vittoria. Sigue aterrorizada: Ignazio repara en la respiración agitada, en el olor a sudor, un miedo que se mezcla con el aroma a jabón del camisón.

—Vittoria, ¿estás bien? —pregunta Ignazio.

La sobrina asiente, pero no suelta la mano del camisón del tío. Ignazio se la aparta a la fuerza. Comprende su miedo: la niña es huérfana, hija de su hermano Francesco. Él y su mujer murieron hace pocos años, dejando a esa niña al cuidado de Paolo y de Giuseppina, los únicos que podían ofrecerle una familia y una cama.

—Yo estoy aquí. No te asustes.

Vittoria lo mira, muda, luego se agarra a Giuseppina, tal y como había hecho con él hasta un instante antes, como una náufraga.

Vittoria vive con Giuseppina y Paolo desde que se casaron, hace menos de tres años. Tiene el carácter de su tío Paolo: es taciturna, orgullosa, reservada. Pero en ese momento solo es una niña aterrorizada.

Aunque el miedo tiene muchas máscaras. Ignazio sabe que su hermano, por ejemplo, no se quedará quieto llorando. Ahora mismo, con los brazos en jarras y la expresión contrariada, está contemplando el patio y las montañas que rodean el valle.

—Virgen santa, pero ¿cuánto ha durado?

Se hace un silencio. Hasta que Ignazio dice:

—No lo sé. Mucho.

Trata de calmar el temblor que lo hace vibrar por dentro. Tiene el rostro tenso por el susto, barba rala y rubia, manos finas y nerviosas. Es más joven que Paolo, que sin embargo aparenta más años de los que tiene.

La tensión se va diluyendo en una especie de postración, marcada por sensaciones físicas: humedad, náuseas, los cascotes que pisan. Ignazio está descalzo, en camisón, prácticamente desnudo. Se aparta el pelo de la frente, observa a su hermano, luego a su cuñada.

Toma enseguida una decisión.

Se dirige hacia la casa. Paolo lo sigue, lo agarra de un brazo:

—¿Adónde crees que vas?

—Necesitan mantas. —Ignazio señala con la cabeza a Vittoria y a Giuseppina, que está meciendo al recién nacido—. Quédate con tu mujer. Voy yo.

No espera una respuesta. Con prisa y precaución sube los escalones. Se detiene en la entrada para que los ojos se acostumbren a la penumbra.

Platos, adornos, sillas: todo se ha caído al suelo. Cerca de la artesa, una nube de harina sigue flotando en el pavimento.

Se le encoge el corazón: esa es la vivienda que Giuseppina ha aportado en dote a su hermano Paolo. La casa es de ellos, desde luego, pero también es un hogar donde él se siente bien acogido. Verla así lo angustia.

Vacila. Sabe qué puede ocurrir si hay otro temblor.

Pero solo necesita un momento. Entra, quita las mantas de la cama.

Va

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