Irlanda, año 996
—Venid, joven, acercaos. Deteneos un instante en este punto del camino y observad. Desde aquí se ve todo el acantilado, el oscuro mar de color índigo que se pierde en el horizonte y las blancas olas en combate contra las rocas; es la lucha eterna entre los elementos, cantada por los bardos en sus legendarias composiciones. El estallido de cada golpe de mar predispone al espíritu para escuchar las viejas historias que circulan por toda Irlanda. Quedaos conmigo un instante y sosegad vuestra alma. No os inquietéis, llegaréis a vuestro destino si eso es lo que os proponéis, pero ahora limitaos a disfrutar del viento húmedo y salado que asciende hasta aquí y hace ondear nuestras capas con violencia…, aspirad su fragancia, limpia, salvaje… Hace frío. Pronto llegará el invierno.
»Vengo a este lugar desde que era niño, siempre los días que no llueve, que no son demasiados… Sentado en esta vieja roca observo orgulloso la belleza misteriosa del paisaje: los verdes pastos que cubren la ondulada planicie antes de morir abruptamente en el escarpado precipicio, las piedras desnudas que se enfrentan al mar.
»Dicen que toda la isla es igual, pero no es cierto. Aquí, bardos y druidas forjaron nuestra memoria evocando la historia de sus paisajes, bosques y piedras, describiendo el fragor de míticas batallas, urdiendo increíbles aventuras y bellos romances. En este último confín del poniente se inspiraron para componer los versos que nos hablan de antiguos dioses, de los gigantescos fomorianos que habitaban la isla en el albor de los tiempos, de los Tuatha Dé Danann, poderosos héroes llegados de brumosas regiones allende el mar y que aún perviven en bosques, estanques y grutas como seres incorpóreos. Cantaron también la llegada de los milesios del sur y de tantos otros…
»Aunque venís de muy lejos, sabréis reconocer la magia de este lugar: algo de sangre irlandesa se adivina en vuestra pálida tez y en el verde de esos ojos que observan con interés cada detalle del paisaje, cada hálito de vida en la fértil naturaleza… Tal vez por eso, extranjero, vuestra llegada sólo es un regreso, como dirían los druidas.
»¿Decís que vais a las ruinas de San Columbano? Disculpad a este pobre viejo, mis hijos dicen que hablo demasiado, pero ¿qué le queda a uno cuando ni sus manos ni sus piernas pueden aportar nada? Tan sólo la memoria, las lecciones de la vida y un puñado de consejos tras tantas penurias. ¿El viejo monasterio? ¡Hace años que nadie va allí! Desde que ocurrió la tragedia. ¿Cuánto hace? ¿Veinte años? ¿Treinta? Sí, puede ser… A veces mi memoria falla… ¡He vivido ochenta primaveras! Soy el más viejo de Mothair y puede que de toda la región de Clare, pero aún no he olvidado cómo se llega al recogido convento. Os anticipo, no obstante, que sólo hallaréis ruinas ennegrecidas y mucho dolor impregnado en sus piedras. Antes todo era distinto…
»Seguid el camino que bordea el acantilado, hacia el norte. Decidle al carretero que os acompaña que vigile las ruedas del carruaje, no seríais los primeros en precipitaros accidentalmente, y el mar, enardecido, os engulliría para siempre. La hierba oculta algunos tramos, pero seguid adelante, un sendero hollado durante miles de años no desaparece nunca del todo. Además, veréis las runas grabadas en las rocas; si vuestros ojos no las distinguen, pasad las manos sobre la rugosa superficie y las sentiréis con la yema de los dedos. Una gran roca, negra y puntiaguda, marca el principio del bosque; torced a la derecha e internaos en él. Dejad que las sombras de los robles y los tejos os envuelvan, pero no os amilanéis, pues el bosque es muy viejo, percibiría vuestro miedo, se nutriría de él y lo convertiría en la más horrible pesadilla. Cuando os sorprenda la noche, espero que alberguéis suficiente valor. Dudo que el arriero, si es un irlandés de ciudad, acceda a pasar por allí; os costará unos buenos peniques adicionales convencerle. Al salir del bosque os espera una pradera ondulante que muere en la costa, con grandes piedras que parecen haber brotado de la tierra. Es el círculo. Un lugar antiguo y poderoso, fuente de leyendas… Esas piedras las pusieron allí héroes cuyos huesos ya eran polvo hace demasiados siglos… Al final de la pradera, sobre un promontorio al borde del acantilado, se yerguen las ruinas del monasterio. Un pequeño muro delimita el convento. En su interior sólo quedan los escombros de las casas de los monjes, pero la última vez que visité el lugar seguían en pie la pequeña capilla, la esbelta torre circular y el gran edificio junto al abismo: la antigua fortaleza de los O’Brien.
»Estuve allí muchas veces, era leñador, y cuando acude a mí el recuerdo de ese paisaje, el vello aún se me eriza… A plena luz del día, el mullido pasto, de un verde salpicado de diamantes, cubre toda la pradera hasta el acantilado. Jamás he visto un lugar tan bello y enigmático como el monasterio fundado por Patrick O’Brien, el legítimo rey de estas tierras, que para consagrarse a Dios renunció al trono a favor de su hermano, el actual monarca, Cormac O’Brien. Él fue el primero y el último abad de San Columbano.
»Si vais allí, sed respetuoso, esa tierra ya era sagrada para los irlandeses antes de Patrick, mucho antes incluso de que san Patricio la besara en nombre de Jesucristo. Bajo los restos existe un túmulo muy antiguo; tal vez aún exista. Dicen que los antiguos dioses se ofendieron por esto… A los pocos años de su fundación, la desgracia se cernió sobre el lugar: ¡el fuego lo arrasó todo! Sólo unos pocos pastores se acercan allí desde entonces.
»Sin duda tenéis grandes influencias para que el rey Cormac permita que os instaléis en las ruinas… porque ésa es la intención que albergáis, ¿no es cierto? Vuestro carro deja dos profundos surcos en el fango, demasiada carga para estar de paso…
»Veo por vuestra túnica oscura que sois monje, como lo fue Patrick. En Mothair todos somos cristianos, cristianos irlandeses, por supuesto. Mirad, justo ahí delante hay una cruz de piedra, dicen que la mandó esculpir el propio san Patricio mientras recorría la isla evangelizando. Irlanda está llena de ellas, ya lo habréis comprobado; pero no seáis ingenuo: igual que el musgo y el liquen amarillento invaden la piedra cruciforme, las costumbres y las creencias de la isla impregnan el mensaje de salvación traído de lejanas tierras. Si queréis ser aceptado, no sólo deberéis obedecer nuestras Leyes Brehon,* sino también aprender a respetar la sutil energía que fluye tras cada ritual, tras las plegarias que los fieles elevan al cielo con fervor. Los antiguos dioses se resisten a desaparecer, sólo nos han permitido que les cambiemos los nombres, que pongamos cruces sobre sus altares, que les recemos con otras palabras. Así es en esta tierra. Las cosas cambian, es cierto, pero muy lentamente. No seáis como esos clérigos y eremitas que recorren los caminos con arengas incomprensibles y terribles amenazas. Observad y aprended. Dejad que la esencia celta de vuestra sangre guíe vuestro corazón en las horas oscuras y comprenderéis por qué todos los forasteros creen que Irlanda es mágica.
»¡Pero marchad ya, joven! ¡No perdáis más tiempo con la cháchara de un pobre viejo! El sol ya desciende, el mar no tardará en engullirlo repentinamente…, luego las estrellas desaparecerán y llegará la lluvia. Seguid mis indicaciones y cruzad el umbral hacia una nueva vida… Y recordad: vengo a esta roca todos los días que no llueve. Tal vez nos veamos en otra ocasión…
1
Hermano Brian, las mulas se niegan a avanzar! —gritó el arriero para hacerse oír bajo la lluvia torrencial.
—¡Son las ruedas, han quedado atrapadas en el fango!
—Este lugar… No debimos adentrarnos en este bosque en plena noche, más nos hubiera valido acampar…
—Vamos, Roiberard, deja de quejarte y ayúdame.
Descendieron del carro y sus botas se hundieron un palmo en el suelo anegado. Las tupidas copas de los robles y los alisos no lograban contener la violencia del viento y el agua, que golpeaba con saña. Brian, con la cabeza cubierta por la capucha de la cogulla, escudriñó en la oscuridad algún posible refugio, pero apenas distinguía las formas de los troncos centenarios que flanqueaban el camino. Internarse en el robledal habría sido demasiado arriesgado.
—¡La única alternativa es seguir adelante!
Roiberard fustigó a las mulas, que resoplaban inquietas y agotadas tras el largo día de marcha. Sus esfuerzos resultaron vanos. Desesperado, el arriero se acercó a las ruedas con el ceño fruncido.
—No lo conseguiremos, la carga es demasiado pesada. Tal vez si descargáramos el arcón…
—¡No me separaré de él! —replicó el monje con brusquedad, pero al instante suavizó el tono y trató de insuflarle ánimos—: Un esfuerzo más, ya estamos cerca…
Mientras Brian se acercaba a un roble y quebraba unas ramas resecas, el arriero lo observaba admirado. Con esa misma determinación, que ni aun en esas aciagas circunstancias flaqueaba, habían cruzado de este a oeste toda la isla de Irlanda. Desde el primer momento en que lo vio y le ofreció sus servicios, allá en el puerto de Dyflin,* se fijó en su piel pálida, sus profundos ojos verdes, como la hierba que cubría la isla, y su pelo castaño, demasiado largo para un monje. Le calculaba unos treinta años. Era apuesto: rostro anguloso, nariz recta y labios finos que sonreían con frecuencia; Roiberard recordaba bien el brillo de la mirada de su esposa cuando salió a despedirlos. La retirada vida monacal no había hecho mella en su vitalidad ni en su físico. Sus ojos, profundos y francos, y su habitual gesto concentrado agradaban al arriero, que a menudo aguardaba ansioso oír —en un gaélico con un extraño acento— los profundos conocimientos que el monje tenía de la isla y de sus gentes. En las largas jornadas de camino le había impresionado la férrea voluntad que lo guiaba. Más allá del generoso pago que esperaba recibir, la fuerza de la mirada del monje benedictino Brian de Liébana —así se había presentado— había convencido al arriero de que era crucial alcanzar el remoto monasterio.
Pero en ese momento la profunda angustia, que bebía de las viejas leyendas arraigadas en su mente celta, había conseguido mermar su confianza en el monje.
—¡Ya habéis oído al viejo del acantilado! —adujo con voz ahogada—. Este camino no ha sido hollado en décadas. ¡Dios sabe qué nos espera tras el siguiente recodo!
—¡Llegaremos!
Brian hundió las ramas en el fango, bajo las ruedas.
—Cuando dé la orden, empuja con fuerza.
En ese momento un rayo atravesó el cielo. La fugaz imagen del bosque iluminado dejó mudos a los dos hombres. Sin el hacha del leñador, la arboleda se había convertido en una maraña impenetrable. Roiberard dio un respingo cuando resonó el profundo trueno.
—¿Lo habéis oído?
—Es una tormenta, Roiberard, nada más que una tormenta…
—¡No! Me refiero al llanto…
El monje se irguió con las manos embarradas. El orondo rostro del carretero era la viva imagen del terror.
—Olvídalo.
—¡Vos también lo habéis oído!, ¿no es cierto? ¡Era un llanto! Como el lamento de las plañideras en los funerales. ¡Una bean sídhe anunciando la cercana muerte! —El hombre temblaba de pies a cabeza. Uniendo las manos, susurró una rápida plegaria. Luego dijo—: ¡Regresemos, hermano Brian! En alguna aldea hallaremos aposento.
—¡Demasiado tarde!
—Pero… ¿acaso no recordáis las palabras del viejo? ¿Y si son las almas de los que murieron en el ataque al monasterio? Dicen que esas cosas pasan.
El viento cruzaba veloz entre el follaje, arremolinaba las hojas ya marchitas tras el verano, y se dispersaba en mil susurros, chasquidos e indescriptibles gemidos que helaban la sangre.
Chapoteando en el fango, el monje se acercó a Roiberard y lo asió por los hombros. Debía ayudarle a salir del abismo de terror en el que se hundía. Si perdía el control y huía despavorido, acabaría irremisiblemente perdido en la densa arboleda olvidada por los hombres.
—Ten fe, amigo, enseguida saldremos de aquí. Concéntrate en empujar con todas tus fuerzas y no te dejes llevar por tu imaginación. Lo que has oído era el viento.
—No lo decís muy convencido… —En el rostro de aquel hombretón, además de lluvia había lágrimas.
Brian le dio un apretón afable en los hombros y luego terminó de trabar el ramaje bajo las ruedas. Cuando hubo acabado, se acercó a las mulas.
Roiberard iba a ofrecerle la fusta cuando vio que el monje acariciaba la testuz de las bestias y les hablaba en susurros. Las mulas agitaron sus empapadas orejas y resoplaron. Suavemente, Brian tomó las bridas y tiró de ellas.
—¡Con fuerza!
El arriero ya sólo pensaba en salir de allí y, a poder ser, con su pertenencia más valiosa. Se ganaba la vida transportando mercancías por los valles cercanos a Dyflin. Jamás había aceptado un encargo como aquél… Se hallaba en el extremo oeste de la isla, en las agrestes costas de Mothair, en la región de Clare, una tierra inhóspita y casi despoblada, llena de leyendas que los bardos recitaban con voz queda y cavernosa, encogiendo el alma del público. Lamentando haber desoído los consejos de su supersticiosa esposa, hundió los pies en el fango y empujó con todas sus fuerzas mientras las mulas tensaban los cuartos traseros y trataban de responder al tirón de las riendas.
Se oyeron los chasquidos de las ramas quebrándose bajo el peso, pero el lodo dejó de succionar y bruscamente salieron despedidos hacia delante.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Roiberard.
—No nos detengamos.
Al oír esas palabras, que sonaban a advertencia, el carretero se estremeció.
—Hermano, vos creéis que aquí…
—Es poco lo que sabemos del mundo, Roiberard, pero no debemos rendirnos a los temores ni a las habladurías.
Para evitar nuevos problemas a causa del peso, siguieron a pie. Brian guiaba las monturas con cautela.
—¡Lo oigo de nuevo! —exclamó Roiberard con una voz trémula.
El monje no despegó los labios pero tiró de las riendas con más fuerza y las mulas aceleraron su avance. Avanzaban penosamente, sobrecogidos, cuando un nuevo relámpago iluminó la noche. El carretero lanzó un alarido de terror y las bestias se encabritaron.
—¡Ahí, ahí delante!
El cielo se rasgó de nuevo y Brian pudo seguir con la mirada la dirección que el otro señalaba con mano temblorosa.
—Pater Noster…!
Durante aquel efímero instante habían visto, de pie junto a un roble gigantesco, una figura esbelta de rostro tan ajado y anciano como aquel bosque milenario. Portaba un manto grisáceo y asía un cayado. Las tinieblas regresaron, pero en las retinas del monje y del arriero quedaron ciertos detalles de aquella visión: la luenga barba, veteada de canas, un grueso anillo de metal sobre el pecho y, ante todo, sus ojos, dos pozos de indecible negrura en los que flotaba una muda advertencia.
Roiberard, aterrorizado, apenas podía respirar, pero Brian continuó hasta donde habían visto esa figura. Una vez allí, levantó la mano y detuvo el carruaje.
—¡Observa!
El camino había cedido; un profundo barranco de fango y raíces los obligaba a dar un rodeo. Brian puso un pie en el borde y la tierra cedió; sólo el brazo firme de Roiberard evitó que rodara hasta el tenebroso fondo.
—¡Qué extraño que ese hombre se encontrara justo aquí…! —comentó el monje, pensativo.
—¿Y si lo ha provocado él? ¡Ha sido una suerte que lo advirtierais a tiempo!
—Tal vez. Sin embargo, es posible que la explicación sea justo la contraria…, tal vez nos ha advertido del peligro… —Su sonrisa desconcertó al arriero—. ¡Vamos, Roiberard! No temas, somos bien recibidos.
—Si no era un fantasma, ¿quién era? —preguntó el otro, no muy convencido.
No hubo respuesta. Brian guió a las mulas entre la densa vegetación y lograron bordear el profundo socavón. El renovado ánimo del monje se impuso y siguieron adelante.
La lluvia persistía.
Tomaron conciencia de que habían abandonado la arboleda cuando un nuevo rayo rasgó la noche e iluminó una planicie cubierta de hierba; al fondo, una muralla de tosca factura, baja y muy deteriorada, rodeaba un suave promontorio. En la cima, al borde del acantilado, se recortaba un edificio de planta cuadrada y, a la derecha, una esbelta torre circular de vigilancia, típica de muchos monasterios de la isla.
—San Columbano…
Los destellos de la tormenta revelaban el aspecto ruinoso del viejo monasterio. La tierra parecía estremecerse con los profundos truenos. El carretero se santiguó con ademán inquieto.
—¿Aquí es donde pensáis instalaros?
—Este convento se alzará sobre sus cenizas… —repuso el monje con determinación.
Roiberard lo observó intrigado. A pesar de la oscuridad, podía vislumbrar la serenidad que reflejaba su rostro. También él sintió la dicha de haber logrado llegar hasta allí. Tenía por norma no preguntar a sus clientes y se había contenido durante todo el trayecto, pero en ese momento anhelaba compartir la enigmática satisfacción del monje.
—¿Por qué, hermano Brian? En Irlanda hay grandes monasterios cerca de ciudades importantes, con tierras de cultivo y repletos de piadosos monjes, novicios y estudiantes… ¿Por qué habéis elegido este remoto confín, un lugar olvidado…?
El monje le puso una mano en el hombro y sonrió.
—Lo único que quiero que recuerdes de este viaje son los peniques de plata que tienes en la bolsa y los que recibirás cuando hayamos descargado.
El arriero se disponía a protestar cuando Brian tiró de nuevo de las riendas y el carro avanzó por la ladera. El fragor de las olas embravecidas golpeando con saña los pies del acantilado se unió al sonido de la lluvia. Las ruinas se alzaban en el borde, hacia el abismo.
El pesado carruaje dejó dos surcos en la hierba empapada; la impronta del nuevo camino que conduciría al monasterio.
El muro que antaño protegía el cenobio se hallaba en un estado lamentable, con derrumbes en varios puntos. Apartando escombros, cruzaron por donde una vez estuvo la puerta y cubrieron el último tramo ascendente hasta las construcciones que se erigían en la cima: una iglesia pequeña y aislada como una ermita, la torre circular y el gran edificio, con al menos cuatro plantas, construido con piedras irregulares de caliza gris y bloques de granito. El incendio y el posterior abandono habían causado graves estragos; sólo la torre se mantenía intacta. Brian, como si conociera el lugar, torció hacia la izquierda y pasó entre los restos de lo que habían sido las humildes celdas de los monjes: construcciones cónicas erigidas en piedra y aisladas unas de otras. Se dirigía a la pequeña iglesia. Su factura recordaba a los primeros templos cristianos de la isla. Los gruesos muros permanecían firmes y aún soportaban parte de la techumbre, de forma combada, semejante al casco invertido de un drakkar vikingo. Detrás de la iglesia se distinguían lápidas y cruces celtas inclinadas o caídas sobre la hierba, los últimos vestigios del cementerio. Más allá, la tierra desaparecía en la negrura del risco y el tenebroso mar al fondo.
Se detuvieron ante el templo. La puerta había sido arrancada y el interior estaba devastado, pero buena parte de las vigas y las losetas del techo resistían. Las goteras eran numerosas y se habían formado charcos en el suelo empedrado, pero la zona del altar, al fondo, estaba seca.
—Descargaremos ahora.
—Pero…
—¡Un último esfuerzo, Roiberard! Sólo eso te ruego. Debemos proteger el arcón, el resto puede esperar.
El clérigo apartó las tres mantas que protegían la carga: un hatillo con útiles de construcción, una jaula con dos palomas mensajeras que se agitaron alteradas y un gran arcón de madera breada y ennegrecida por el tiempo, que tenía remaches metálicos y un grueso candado de hierro oxidado.
El arriero suspiró mientras se acercaba con desgana; recordaba bien cuánto pesaba aquel arcón cuando lo cargaron en el puerto de Dyflin… Durante todo el camino, el monje jamás se había separado de él más que unos pasos.
—No debe tocar el suelo —advirtió Brian.
—Pesa demasiado…
—¡Vamos! —le alentó el monje al tiempo que resonaba un estruendoso trueno.
Haciendo un esfuerzo titánico, lo transportaron hasta el interior de la iglesia y lo depositaron en la zona seca del fondo. Al dejarlo en el suelo, volutas de polvo acumulado durante años se elevaron en el aire.
—¿Qué lleváis ahí? —dijo Roiberard entre jadeos y tensando la espalda tras el esfuerzo; su ánimo regresaba tras muchas horas de inquietud—. ¿Un tesoro? Así lo creería cualquiera que supiera lo que estáis dispuesto a pagarme…
Brian asintió sonriendo. Tomó el marsupium que pendía en su costado y sacó una tintineante bolsa de cuero.
—Hemos cerrado el precio del transporte. Ahora quiero sellar tus labios para siempre. —Su gesto afable disipó la primera reacción de inquietud del carretero. Para no dejar dudas acerca de su contenido, agitó la bolsa. Un brillo de advertencia en los ojos del monje convenció a Roiberard de que debía demostrar su honestidad.
—Sé guardar un secreto.
—Así lo espero. Será por tu bien, te lo aseguro. Puede que algún día pregunten por mí… Yo voy a ser generoso contigo y tú vas a olvidar para siempre nuestro viaje.
2
El inverno había llegado al ducado de Sajonia, en el corazón del continente. En la abadía de Corvey, a ocho jornadas de viaje de Aquisgrán, la capital, era aún de noche. El gélido viento racheado se colaba a través de los postigos de madera llevando consigo la humedad del cercano río Weser. Tras el hermano que portaba el candil, dos filas de monjes recogidos bajo sus cogullas descendían en absoluto silencio las escaleras hacia la cripta —erigida en tiempos del legendario Carlomagno—, para el rezo de maitines. Como a los apóstoles, Dios les exigía que en las horas previas al amanecer permanecieran en vela, atentos como soldados, y elevaran plegarias que alejaran el influjo del Maligno, señor de las horas nocturnas.
Tiritando de frío, entraron en la cripta y ocuparon sus sitios. Si bien eran casi cincuenta los monjes no dispensados del primer oficio del día, sólo algunas toses y el roce de los ásperos hábitos rompían el silencio. El altar, iluminado con unas pocas velas, se hallaba extrañamente vacío. Sin embargo, ninguno de los monjes se atrevió a quebrar el voto de silencio: permanecieron inmóviles, con la vista fija en el suelo, esperando la llegada del abad que debía oficiar el rezo.
—Me temo que vuestro amado abad no podrá reunirse con vosotros.
La poderosa voz resonó en las paredes de la cripta. Los presentes, sobresaltados, miraron a su alrededor, buscando el origen de aquellas palabras, pronunciadas con un marcado acento extranjero. Y, de repente, como surgida de la nada, una figura ataviada con un largo hábito negro con capucha se materializó en el altar. Las velas no bastaban para vislumbrar las facciones del que hablaba.
—He venido en busca de Brian de Liébana.
Un murmullo de confusión se elevó entre los presentes y alguien, con voz firme, contestó:
—Aquí no habita ningún hermano con ese nombre.
La figura que ocupaba el altar iba a decir algo cuando uno de los monjes, el más anciano, abandonó su lugar y se acercó despacio hacia ella.
—¿Quién sois? —preguntó el viejo—. ¿Cómo osáis ocupar el lugar del abad?
La figura no respondió. Sin decir una palabra, se despojó de la capucha. Una cabeza rapada, blanca como la escarcha acumulada en el exterior, brilló trémula bajo las velas. Lentamente, con movimientos estudiados, alzó el rostro y abrió la boca. Tenía la tez extremadamente pálida, más propia de los muertos que de los vivos. En su rostro, de facciones duras y angulosas, apenas parecía haber carne.
El anciano monje se quedó paralizado ante aquella siniestra aparición, cuyos ojos parecían horadarle hasta el alma.
—¡Satanás! —musitó, antes de caer como si un rayo lo hubiera fulminado.
Y entonces todos escucharon su risa, gélida y cruel. Aquel rostro entornaba sus iris blancos y mostraba sus dientes puntiagudos, limados en forma de sierra.
El caos descendió sobre la iglesia abacial de Corvey. Los monjes, aterrorizados, huyeron gritando e implorando protección al Altísimo. Todos menos uno, que permaneció impasible y, cuando todos los demás hubieron salido de la cripta, avanzó lentamente hacia el altar.
—Esta profanación añade un pecado más a tu inabarcable lista, strigoi —le dijo, con desprecio.
—Entonces tú sí sabes quién soy…
—Te conozco. Eres el séptimo strigoi, aquel al que llaman Vlad Radú, corrompido por el Maligno, como todos vosotros —dijo el monje con voz serena—. ¿Qué le has hecho al abad, maldito demonio?
—Nada grave… de momento —respondió el otro con una sonrisa macabra—. Estará indispuesto durante unas horas.
Vlad señaló al anciano, que yacía a los pies del altar.
—¡Correrás su misma suerte si no me revelas el paradero de Brian, Abelardo de Bobbio!
El monje no pudo evitar dar un paso atrás al oír su nombre en boca de aquel ser diabólico.
—¿Te extraña que sepa tu nombre? En Aquisgrán, uno de los vuestros creyó en el último instante que salvaría su vida y me confesó que los supervivientes habían huido hacia aquí. —Hizo una pausa y gritó, mientras sacaba una espada reluciente de debajo de la cogulla—. ¿Dónde está Brian de Liébana?
Abelardo, que conocía bien a su adversario, no pudo evitar estremecerse. Luchó contra el terror que irradiaba aquella alma alejada de la luz divina y, de pronto, corrió hasta hacerse con un candelabro de bronce y atacó. Con una sonrisa, Vlad levantó el arma e interceptó la primera embestida. En el exterior, los monjes lanzaban cantos y lamentos para exorcizar la maldad que había acudido esa madrugada a Corvey.
Abelardo luchaba con fiereza, pero Vlad poseía un arma de verdad. Con un chasquido seco, el candelabro rodó por las losas y Abelardo retrocedió, jadeando y sangrando por numerosos cortes.
—Es el momento de hablar —dijo Vlad.
Entonces Abelardo abrió las manos y rió. No había en él el menor asomo de temor.
—Deberías apartarte de Brian y de su tesoro. Por tu propio bien… —añadió, con una sonrisa irónica.
—¡Maldito seas, Abelardo!
La punta de la espada rozaba el pecho del benedictino, que seguía esgrimiendo una sonrisa cargada de sorna.
—Un monje se prepara toda la vida para la muerte, ansiándola. Mi promesa de preservar el Espíritu de Casiodoro me ha permitido tener una vida dichosa al servicio de Dios y del conocimiento. Dime, ¿de verdad crees que temo a la muerte?
Los ojos de Vlad brillaron con intensa malignidad.
—Si callas, serán muchos los monjes que morirán aquí esta noche. ¿Quieres llevar sus cadáveres sobre tu conciencia cuando llegues al otro mundo?
Aquella amenaza quebró el aplomo de Abelardo.
—Hace semanas que el hermano Brian de Liébana abandonó secretamente el monasterio de Bobbio para emprender una misión sagrada; la mayoría de los hermanos ignoramos cuál era su destino. Nuestra tarea era hacerte creer que viajaba entre nosotros, y nos instalamos en una apartada ermita, a las afueras de Aquisgrán mientras él se alejaba por otra ruta. —Abelardo percibió con agrado el desconcierto del strigoi—. Antes de tu ataque, un pequeño grupo de monjes se separó de nosotros y escapó de tus garras en pos de Brian. Nosotros, mientras, teníamos que resistir en la vieja ermita durante el máximo tiempo posible, empeñando en ello nuestra vida.
—¡Fue una artimaña! —rugió Vlad temblando de ira. La punta de su espada subió hasta la garganta y la sangre comenzó a manar.
—Ése era nuestro cometido, strigoi, un sacrificio que aceptamos con humildad y valor. Muchos de mis hermanos cayeron en Aquisgrán, pero Brian y los monjes que formarán su pequeña comunidad viajan ya a su destino. Yo fui herido y escapé a este monasterio. —Sonrió—. Cada día de los pasados en Corvey he rezado para que mi rastro fuera el que siguieras. Ahora ellos gozan de la ventaja suficiente.
—¡Dime dónde se oculta Brian!
Abelardo recordó el juramento que había hecho mucho tiempo atrás. En ese instante el éxito de la misión dependía de su valor. La espada apuntaba ahora la boca de su estómago; el ansia cruel de la mano que la empuñaba hacía vibrar la hoja. Todo estaba perdido para él, pero no sintió miedo.
—Sólo sé que ha regresado al lugar donde todo empezó —concluyó con voz firme.
—¿Te refieres al monasterio de Liébana, en el ducado de Cantabria, en Hispania?
Abelardo se encogió de hombros.
—Eso es lo único que oí en su despedida —mintió y volvió a sonreír—. Donde quiera que esté, alabará a Dios y protegerá la esencia del Espíritu de Casiodoro, la mayor de nuestras bibliotecas y el libro que tanto ansías poseer.
De pronto dio un paso al frente con decisión y se quedó inmóvil. La sonrisa se fue borrando de su rostro mientras trataba de contener el dolor con la dignidad de un guerrero. La hoja de la espada había penetrado profundamente en su carne; el bajo del hábito se teñía de un rojo oscuro.
—¡Que tu alma se pudra! —espetó Vlad, furioso, al tiempo que clavaba con más fuerza aún el acero.
—¡Desciende pronto al infierno donde habita tu señor, strigoi!
El valeroso hermano del Espíritu, Abelardo de Bobbio, exhaló su último aliento susurrando el nombre de Cristo.
Vlad salió de la cripta y se alejó del monasterio sin mirar atrás. Los monjes se apartaron de su camino persignándose; nadie le impidió el paso.
Ya en el bosque, se deshizo del hábito con desprecio y continuó hasta una pequeña arboleda donde aguardaba su corcel, negro como la noche. Sus manos de largas uñas se cerraron y elevó el puño a la luna, mortecina como su propia tez. Faltaba poco para el amanecer: el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
—¡Te seguiré hasta el último confín del orbe y te encontraré, Brian de Liébana! Cuando las esperanzas del Espíritu sean cenizas, escupiré sobre tus lágrimas, mis dientes rasgarán ese libro maldito y tu alma se colmará de oscuridad.
3
Al amanecer, Brian salió de la pequeña iglesia y se acercó al borde del acantilado. Las nubes se disipaban y un tímido sol luchaba contra la espesa bruma condensada sobre el mar. Sería un día luminoso, y dio gracias por ello en sus oraciones.
Con el gesto sereno, aguardó hasta que el primer rayo tibio acarició su rostro. Cerró los ojos y respiró hondo. El aire era fresco, limpio, cargado de un intenso aroma a tierra mojada. A su alrededor, cada gota de rocío se había convertido en una minúscula gema y la ladera cubierta de hierba refulgía brillante. Sonrió admirado ante la belleza del paisaje. Sólo los restos del monasterio permanecían envueltos en un ambiente sombrío y misterioso.
Su mirada se posó en el antiguo círculo de piedra, más allá de la muralla: grandes losas inclinadas o caídas, medio ocultas en la hierba. No necesitaba acercarse para saber que había en ellas grabados extraños y símbolos incomprensibles para él. A lo largo del trayecto desde Dyflin había visto menhires, dólmenes y círculos líticos. Los antiguos moradores de Irlanda honraron así a sus dioses y dejaron su impronta indeleble, el testimonio de un pasado cuyos relatos seguían estremeciendo a los habitantes de la isla.
Abrió el pequeño códice que sostenía en las manos y, bajo la emergente claridad, rezó laudes. Cuando acabó, su mirada recorrió de nuevo los acantilados. Hacía cuatro días que Roiberard había emprendido el camino de regreso, con una bolsa repleta de peniques de plata y la mente llena de preguntas sin respuesta. A pesar de la lluvia, Brian había cerrado las goteras de la pequeña iglesia recolocando las losas de pizarra; por fin el suelo estaba seco. Había llegado el momento, se dijo. El templo debía recuperar su sagrada función. Brian se encaminó hacia la iglesia y entró.
Se sentía a gusto en el interior de aquel edificio austero, rectangular, de apenas diez pasos de longitud, hecho de lascas de piedra gris y mortero.
Con solemnidad, depositó sobre el altar —una simple repisa de piedra adosada al muro de poniente— un pequeño cáliz de madera y una cesta con un mendrugo de pan ácimo reseco. Recitó una oración de exorcismo y roció con agua bendita las paredes. Con voz susurrante, celebró la Eucaristía y comulgó. Luego se acercó a un pequeño fardo y lo desenvolvió con delicadeza mientras entonaba un cántico de suaves cadencias. Debajo de la tela apareció una imagen. La luz que penetraba desde la entrada se reflejó en la policromía y en las vetas de oro del manto y la corona de la Virgen con su hijo en brazos. Era una talla de madera de peral envejecida por el tiempo. El rostro de la Virgen tenía una curiosa tonalidad oscura. El niño levantaba una mano con dos dedos extendidos; su mirada era adusta, casi colérica. Sin dejar de cantar, Brian regresó al altar y depositó la figura en una oquedad que hacía la función de hornacina.
—Salve! Regina, Mater Misericordiae…
Cuando terminó de rezar, con la punta de una daga gravó en la losa del altar:
ANNO DOMINI CMXCVI
Henchido de emoción, cogió una pequeña caja de madera y la jaula de las palomas y salió al exterior. Bajo los tímidos rayos del sol, se encaminó hacia una roca plana que había frente a la muralla, comprobó que su superficie estaba casi seca y se sentó. Extrajo una ampolla de arcilla y una pluma de ganso y garrapateó unas pocas frases sobre una diminuta tira de pergamino. Cuando la tinta se secó, enrolló la tira y la anudó a la pata de una de las palomas.
—¡Hoy comienza la nueva historia del monasterio de San Columbano! —exclamó mientras abría las manos para que el ave volara libre. Sus ojos se habían humedecido—. La memoria de la humanidad ha encontrado un nuevo refugio… ¡Que Dios bendiga el Espíritu de Casiodoro!
La paloma ascendió aleteando con fuerza y rodeó la alta torre circular. Voló sobre el mar, pero cuando alcanzó una altura considerable viró hacia el sur, sobre el bosque, y Brian la perdió de vista. Su orientación la guiaría hacia su estratégico palomar, muy lejos de allí. Pero el mensaje viajaría aún más lejos: otras palomas completarían el periplo hasta su destino.
El monje recorrió con la mirada las ruinas y, consciente de la tarea a la que se enfrentaba, suspiró. Observó con disgusto el edificio principal. Antaño tal vez era una construcción soberbia, pero en aquel momento su aspecto era penoso, con buena parte del techo hundido. Brian sólo había podido acceder a la planta baja, dividida en dos partes aisladas. La orientada hacia la iglesia albergaba el refectorio, una estancia de grandes dimensiones, milagrosamente bien conservada y con un hogar de los tiempos en que había sido fortaleza de los O’Brien; por una estrecha puerta, al fondo, se accedía a otras cámaras de pequeño tamaño, todas ellas derruidas, a excepción del muro exterior. Era difícil saber con certeza qué utilidad se les había dado en el pasado, tal vez eran las cocinas, la enfermería y habitaciones para almacenar víveres. La otra parte del edificio, cerca de la torre de vigilancia, había tenido la función de scriptorium, de planta rectangular y de allí se accedía a algunas salas menores entonces derruidas.
Brian había examinado con interés esa parte. Los grandes ventanales orientados al este, que en su día dejaban entrar la luz necesaria para los copistas, eran un gigantesco boquete abierto a la intemperie, como las fauces desdentadas de un gigante enterrado. En el interior del scriptorium, los escombros y los restos de madera carcomida llegaban hasta la cintura. Medía treinta pasos de largo por quince de ancho, y había sido la estancia más importante del antiguo monasterio, así lo revelaban los relieves de los capiteles de las pilastras y los pilares, aunque el hollín, el musgo y las telarañas apenas permitían apreciar los detalles. Las vigas del techo que habían resistido el fuego estaban podridas y amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. En un extremo de la sala había descubierto una pequeña estancia en la que se hallaba la escalera circular que llevaba a las plantas superiores —la biblioteca—, pero era imposible subir.
El monje alejó de sí el desánimo. Había hecho un largo viaje impulsado por una fuerza y una convicción que vibraban con ímpetu en su alma. Podía imaginar el edificio en pie y el valor de lo que allí se guardó. Cada relieve grabado en las piedras del scriptorium era una muda señal que susurraba secretos aún sin descifrar. Se negaba a creer que todo había sido destruido treinta años atrás. Patrick era un hermano del Espíritu y conocía los peligros que acechaban a la misión. Si quedaba algún cubículo intacto, lo encontraría. Pero de momento lo más importante era la valiosa carga que transportaba, y ésta se hallaba a buen recaudo, a salvo de sus siniestros perseguidores.
Movido por un impulso, regresó a la pequeña iglesia y se acercó al arcón. Abrió el candado y tomó un códice protegido por una fina seda carmesí. En ese momento necesitaba recordar que su esfuerzo no iba a ser en vano. Abrió con delicadeza la gruesa tapa con gemas encastradas, pasó varias hojas iluminadas y se detuvo en la imagen de un ángel solitario que sostenía un libro cerrado y hacía un gesto de advertencia al lector. Respiró profundamente varias veces. Poco después, ante sus ojos el detalle y los colores de la miniatura se hicieron más vívidos; la destreza de la mano que siglos antes había dibujado a esa criatura divina lo sobrecogió una vez más. Entonces sintió la fuerza de aquella entidad y quiso absorberla. También él sostenía un libro en un páramo solitario en el extremo de la última isla del orbe. Era mucho lo que tenía que hacer en San Columbano, sin descuidar la protección del arcón y del libro que sostenía con devoción, aquella obra que había demostrado tener un gran poder.
—Protege el Espíritu de Casiodoro, Señor —rogó en voz alta hacia el altar, rozando con el dedo la figura del ángel—. Son tiempos difíciles, y nuestros adversarios han regresado.
Sus ojos se posaron en el arcón. Cientos de códices y rollos se apilaban en su interior, ordenados con esmero. La mayoría se hallaban en buen estado, pero otros tenían los bordes de las páginas resquebrajados.
—No permitas que la humanidad quede sumida en la vileza y la ignorancia del que no entiende la palabra escrita.
Después de tomar un frugal almuerzo a base de pan, queso y nueces, se acercó al cementerio, encarado al mar. La mayoría de las tumbas habían desaparecido y las pocas lápidas visibles yacían sobre la hierba, partidas y amarillentas por el liquen. Una cruz celta se erigía, peligrosamente inclinada, casi en el borde mismo del precipicio, alejada del resto porque en realidad no señalaba un sepulcro. El anillo central representaba una corona de hojas de roble, y en la base tenía un emblema cubierto de musgo. Era una serpiente mordiéndose la cola: el ouroboros.
—Patrick O’Brien… —susurró rozando el relieve, casi imperceptible.
Con una pequeña daga fue arrancando la capa de musgo. Después hizo acopio de todas sus fuerzas y logró devolver la cruz a la posición vertical. Pensativo, rozó el símbolo con la mano.
—El árbol de la Vida reverdece de nuevo. —El rugido del mar, abajo, acompañaba sus palabras—. Hemos regresado. Cuando logre saber la verdad, vuestra alma descansará por fin en paz.
4
Esa tarde, bandadas de estorninos emergieron de los árboles piando frenéticos. Brian levantó la vista hacia el bosque y torció el gesto. Sin demorarse, enrolló los pergaminos que había estado estudiando y corrió hacia la capilla. Tomó la imagen de la Virgen, dobló su pequeño pie y, con un chasquido seco, la base se abrió. Ocultó en su interior los manuscritos, devolvió la talla a la hornacina y se encaminó hacia la vieja muralla. El amortiguado trote de los caballos sobre la hierba llegaba hasta ahí.
Eran ocho jinetes. Siete de ellos llevaban un peto de cuero tachonado, casco y una espada sin vaina colgando del cinto, mientras que el último lucía una gruesa capa de lana negra ribeteada con símbolos de oro. Una cinta dorada ceñía su larga melena canosa, que saltaba al compás de la poderosa montura de guerra, negra como la noche. Aunque tenía algo más de cincuenta años, su cuerpo ejercitado mantenía una postura elegante. El grupo de jinetes se detuvo a los pies del muro y los ojos grises del de la capa escrutaron al extranjero calibrando si podía resultar una amenaza. Finalmente sonrió, aunque la frialdad no se disipó de sus pupilas.
—Saludos, monje.
Brian efectuó una reverencia.
—Sin duda sois el monarca de este valle, Cormac O’Brien —dijo, afable y comedido—. Que Dios os bendiga. A vos solicito hospitalidad.
El aludido asintió. Su dominio del gaélico, pronunciado con un extraño acento, le había impresionado.
—Os habéis adelantado a la fecha indicada en la carta. —Ante el gesto sorprendido del monje, Cormac se explicó—: Hace varias semanas llegó un mensajero de Cashel Rock. El rey de la provincia de Munster, Brian Boru, anunciaba vuestra llegada desde el continente y me solicitaba que os permitiera instalaros en el viejo monasterio que fundó mi hermano. La petición venía avalada por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Otón III, y por un prelado cercano a la sede papal de Roma.
—Sí, mi mentor, Gerberto de Aurillac —puntualizó Brian—, anterior obispo de Reims. Ahora reside en la corte del emperador; es su consejero personal.
—Al principio no di crédito al ruego —prosiguió el otro, sin dejarse impresionar por las referencias dinásticas del lejano continente—. ¡Un monje extranjero deseaba restaurar estas ruinas! Debéis saber que este lugar es muy especial para mí.
—Sin duda. Cualquier hombre de Dios, incluido vuestro difunto hermano Patrick O’Brien, alabaría el renacer de su obra.
—Por supuesto. ¿Es ése vuestro propósito? —preguntó.
—Soy el primero de una pequeña comunidad benedictina que pretende hallar la paz en este alejado rincón del orbe.
El rey entornó los ojos; había imaginado a un eremita aislado, no a una comunidad monástica como las de Kells, Kildare o Glendalough.
—Este lugar pertenece a mi familia —explicó tratando de mostrarse sosegado—. Aquí sufrimos un duro golpe. Veo que habéis levantado la cruz que mandé tallar en memoria de mi hermano… Nunca hallamos su cuerpo, pero para nosotros ésa es su tumba. Prometí que el convento permanecería tal y como quedó la noche en que los malditos vikingos lo arrasaron…
—El hermano Patrick era un monje, no desearía ver su abadía arruinada y engullida por la tierra. Si lo permitís, este lugar consagrado resurgirá para gloria del Altísimo. —Al ver que sus elevados argumentos no convencían del todo al monarca, Brian optó por descender a un plano más mundano y añadió—: No pocos de vuestros súbditos hallarán aquí una fuente de sustento, pues es mucha la labor que tenemos que hacer, y seremos generosos…
—Recordadme vuestro nombre, hermano…
—Brian de Liébana, por el monasterio donde profesé los votos, en la lejana Hispania.
Una sombra cruzó ante los ojos del rey, pero fue un instante.
—He pasado muchos años viajando —prosiguió el monje—, pero crecí entre los astures. Al ver estos verdes pastos y esta abrupta costa —Brian abarcó el paisaje con los brazos—, pienso que aquella tierra y esta isla nacieron del mismo pensamiento de Dios. Por eso aquí me siento como si hubiera regresado a mi hogar.
Cormac separó los labios pero no llegó a formular la pregunta que bullía en su mente. Parecía más pálido y retorcía las riendas de manera inconsciente. No había duda de que las palabras del monje lo habían puesto nervioso.
—Vuestros rasgos no son los propios de esas gentes que, según dicen, se asan bajo el sol…
Los hombres de Cormac rieron, pero Brian había captado cierta inquietud en el tono gutural del monarca y respondió con cautela.
—Procedo de un lugar habitado por numerosos pueblos. Desde que tengo uso de razón he vivido en un monasterio. Huérfano y sin familia, el conocimiento de mi pasado me fue negado desde el principio, tal vez para que pusiera la mirada en el porvenir…
—La palidez de vuestra faz, los cabellos de oro viejo…, ¿podríais tener parientes irlandeses?
—De ser así, sólo sentiría gratitud.
—Habláis gaélico sin dificultad.
—Llevo tiempo planeando mi venida y, como sin duda sabéis, los monasterios del continente acogen a innumerables monjes irlandeses, famosos por su fervor religioso y su profunda sabiduría. Con uno de ellos aprendí esta lengua.
—No sigáis, hermano Brian, vuestras explicaciones parecen abarcar cualquier pregunta. Me sentiría honrado si pudiera escuchar vuestro relato en mi castillo, ante un suculento asado de venado, mañana al atardecer. Está en Mothair, a sólo unas horas de camino. Y si la velada se prolonga, podéis quedaros a pasar la noche en una de las habitaciones del castillo. —Cormac se volvió y señaló las imponentes ruinas que se recortaban tras ellos, al borde del acantilado—. Supongo que mi querido hermano aprobaría que San Columbano volviera a ser un lugar de oración y estudio, sólo os ruego que respetéis su memoria.
—Nada deseo más, mi señor.
—Aceptad, pues, mi invitación. La carta de Brian Boru ha impresionado a mi familia y al resto de los clanes. Tenéis grandes influencias…
—En realidad las posee el prelado Gerberto de Aurillac; yo sólo soy un humilde servidor de Nuestro Señor. No obstante, agradezco vuestra hospitalidad; allí estaré mañana sin falta —dijo con una sonrisa.
Cormac le devolvió el gesto al tiempo que tiraba de las riendas y obligaba a su caballo a dar la vuelta.
Mientras la silenciosa comitiva se alejaba por la pradera, la sonrisa había desaparecido del rostro del monarca; tenía los nudillos blancos de tan fuerte como aferraba las riendas.
En la linde del bosque, a cubierto tras la maleza, detuvo su caballo y observó a Brian en la lejanía; el monje se retiraba tras la muralla que circundaba las ruinas.
—Señor, si ese hombre os causa inquietud… —apuntó uno de los soldados.
—Quiero que os limitéis a vigilarle discretamente —le atajó el rey, pensativo—. Todo esto es muy extraño.
5
Los hábiles dedos de la muchacha punteaban las cuerdas del arpa con precisión y las notas se extendían por el majestuoso salón engarzándose en una suave melodía inspirada en un antiguo himno celta. La dulce voz de la joven ora se elevaba aguda como el trino de los pájaros ora descendía como el rumor sordo de las olas al morir en la arena. Los versos que entonaba relataban las gestas del príncipe Patrick, el primogénito de la familia O’Brien. «Hice componer a un viejo bardo la historia y las terribles circunstancias de su muerte —había explicado Cormac a su invitado de honor antes de que la joven iniciara el canto—. Deseo que permanezca para siempre en el recuerdo de nuestros súbditos, que se escuche en cada feria, en cada celebración. Patrick amaba la música y nuestras canciones; fue un gran músico. Recordad, hermano Brian, que el lugar que habitáis contiene el alma de un héroe celta que dio su vida hace ya treinta años.» El nostálgico eco de la composición reverberaba en los muros, engalanados con gruesos cortinajes encarnados, escudos con el emblema de la familia y grandes cornamentas de ciervo. Varias antorchas y un gran fuego en el hogar de piedra iluminaban con trémulo resplandor la estancia principal del castillo de Cormac O’Brien.
Alrededor de una larga mesa, sentados en banquetas forradas con piel de osos germanos, la veintena de invitados escuchaban embelesados el gorjeo de la muchacha de hermosas trenzas, que cantaba las aventuras del joven príncipe Patrick antes de renunciar al trono para abrazar los votos monacales: sus victorias sobre los crueles y ambiciosos jefes de clanes vecinos, en la región de Clare;su valor y arrojo hasta que abandonó la espada sin conocer la derrota. La melodía adquirió un hálito de profunda intimidad al relatar su consagración a Dios y sus viajes por el continente y otros lugares distantes. Brian, entonces, se irguió, atento en su asiento; intentaba comprender las alegorías relatadas en la vieja lengua de los bardos. El canto afirmaba que el abad había traído valiosos libros y tesoros de sus viajes y que eran muchos los que acudían a beber del conocimiento acumulado en San Columbano. El tono dramático de la melodía alcanzó su cenit al describir la fatídica noche en que una nave vikinga sorteó los arrecifes y atracó a los pies del acantilado. Los fieros norteños saltaron la muralla, arrasaron las celdas de los monjes y finalmente irrumpieron en el edificio principal, donde se encontraba el abad: sed de sangre, baile de espadas y fuego. Así murieron los hermanos de San Columbano y su amado fundador, Patrick O’Brien. Su cuerpo se perdió entre las cenizas, lo que alimentó la leyenda. Con el paso del tiempo, aparecieron rumores sobre un sombrío monje que vagaba entre las ennegrecidas ruinas. En el cementerio se levantó una cruz celta para aplacar la pena del espíritu errante y, por expreso deseo de su abatido hermano, el lugar quedó abandonado.
Tras finalizar los versos, la muchacha siguió punteando el arpa sobre el estrado. La penumbra le confería un aspecto casi fantasmal, cual ser etéreo de los que habitan los viejos bosques de Irlanda.
Cormac, henchido de orgullo, asentía sonriente cada vez que alguno de los presentes le manifestaba con elocuentes gestos su gratitud por aquella velada. Todos pertenecían a la nobleza de la región, líderes de clanes aliados del rey. Los hombres vestían cortas túnicas bordadas, y las mujeres, largos vestidos de vivos colores hechos con telas importadas de los dominios árabes al sur del Mediterráneo. Entre murmullos, los criados se acercaban discretamente a la mesa y retiraban las bandejas de bronce, aún repletas de suculentos trozos de venado horneado, aves confitadas y rojas manzanas, y los cuencos llenos de nueces y avellanas. Sus ávidos ojos reflejaban el hambre que retorcía sus estómagos y que ansiaban saciar en las cocinas de la fortaleza.
En el extremo opuesto de la mesa, Brian permanecía pensativo. Ataviado con su viejo hábito, parecía un mendigo invitado a ese festín por una curiosa excentricidad del monarca. Sin embargo, a nadie escandalizaba su mísero porte; Irlanda contaba con numerosos monasterios que se caracterizaban precisamente por la austeridad y la privación en la que vivían sus monjes, sometidos por voluntad propia a terribles mortificaciones y carencias en pro de la santidad. Su admirable renuncia y su ferviente labor misionera por todo el continente les habían granjeado el respeto, y Brian, aun siendo extranjero, había sido acogido como uno de aquellos santos eremitas.
Sin embargo, esa fachada de humildad y descuido no ocultaba ni los atractivos rasgos del monje ni su cuerpo fibroso, del que sólo mostraba el cuello firme y unas manos nudosas como las de un guerrero. Las mujeres invitadas se cruzaban discretas miradas a espaldas de sus ebrios maridos, y de vez en cuando se oía alguna risa resultado de un comentario picante. Brian desviaba sus ojos verdes ante las miradas insinuantes de las más atrevidas; en Irlanda el celibato de los religiosos era sólo la opción de los ascetas más radicales.
Hasta él llegó una conversación en susurros que le hizo aguzar el oído.
—El canto nada dice de ella… —afirmó una de las mujeres abriendo mucho los ojos.
—Eso sugiéreselo a nuestro monarca —replicó con una sonrisa sardónica la que se hallaba enfrente—, y verás cómo te corta la lengua.
—Pero…
En ese momento un joven siervo se acercó a Brian con una jarra de cerveza y el monje perdió el hilo de la conversación. Como había hecho toda la noche, tapó con la mano la copa de metal.
—Os estáis perdiendo una de nuestras exquisiteces, hermano Brian —adujo Cormac desde el otro extremo de la mesa—. ¿Acaso vuestra orden os prohíbe beber?
Los comensales se volvieron hacia el monje.
—La continencia fue una de las recomendaciones de san Benito de Nursia, nuestro padre fundador. —Brian apartó la mano y permitió que el sirviente vertiera un poco del líquido espumoso—. Pero no se trata de una regla inflexible, en modo alguno, y por ello, en agradecimiento a vuestra generosa hospitalidad, me permitiré acompañaros.
Ambos levantaron la copa y bebieron sin dejar de observarse.
—Me alegra saber que los benedictinos no son tan rigurosos como los monjes de la isla; ninguno de ellos habría aceptado la invitación.
Brian inclinó la cabeza.
—Son muchos los caminos que llevan a la santidad, aunque aviniéndome a estos excesos, el mío será sin duda más prolongado.
Resonó una carcajada general. La muchacha del arpa dejó de tocar.
—¡Vamos, vamos! —la instó Cormac con cierto desprecio—. Esto es un banquete, no el recital de un viejo bardo. El canto de Patrick ha sido excepcional, pero la fiesta no ha acabado. Que siga la música, o no te dejaré bajar a las cocinas…
La joven se inclinó, con el rostro enrojecido y los ojos enturbiados por las lágrimas, y sus dedos volvieron a danzar gráciles sobre las cuerdas del arpa. Los presentes asintieron complacidos; Brian, en cambio, observaba con gesto grave a Cormac, que permanecía aparentemente atento a la nueva melodía.
—Hermano Brian, ¿conocéis esta tonada?
—Jamás la había escuchado, pero tiene claras reminiscencias de viejas canciones astures.
—¿Añoráis vuestra tierra? —preguntó entonces el obispo Morann, quien le había sido presentado en primer lugar y se sentaba junto al rey. Lucía la amplia tonsura de la Iglesia de Columcille, con la frente afeitada hasta la mitad de la cabeza. Vestía una sencilla túnica y sobre el pecho lucía un enorme crucifijo de oro con incrustaciones de jaspe rojo y gruesas esmeraldas en los extremos. Sus ojos, oscuros e inquietos, no se habían apartado del monje en toda la cena, estudiando cada uno de sus gestos con atención. Tenía el semblante pálido, apergaminado, con finas arrugas y sin apenas rastro de barba. A pesar de sus canas y de su cuerpo un tanto encorvado, no sobrepasaba los cincuenta años. Brian siempre se fijaba en las manos de la gente, y advirtió que las del prelado eran finas, de oscuras venas, y se movían precisas por la mesa. Pensó que, de haber sido benedictino, habría podido ser un habilidoso copista.
Todos, y en especial el monarca, aguardaban con interés su respuesta.
—La abandoné hace muchos años y no pasa día en que no sienta una punzada en el pecho…, algo parecido al anhelo.
—Mi hermano dejó su patria para viajar —explicó Cormac mientras masticaba un trozo de carne—. Creo que estaba muy unido a algunos monjes del continente, una especie de hermandad. —El monarca miraba fijamente a Brian; estaba cansado de sus continuas evasivas. Buscaba cierta información y decidió no andarse con rodeos—. ¿Por qué habéis venido hasta aquí, hermano? ¿Acaso vuestra patria no es tan santa como esta isla?
Brian tardó en responder. Desde el otro extremo, Morann le indicó con la mirada que midiera las palabras.
—La vieja Hispania vive tiempos convulsos. El dominio sarraceno se debilita y los reinos cristianos comienzan a expandirse hacia el sur, pero aún no nos es posible atisbar el destino que Dios nos reserva. Todo puede cambiar. Mi misión requiere la paz de esta remota ínsula de verdes valles, aire limpio y…
—… fervorosos cristianos —terminó por él una mujer sonriente buscando su mirada.
—Así es, señora —aseveró él sin demora—. La presencia divina se respira aquí con la misma intensidad que la hierba húmeda cuando despunta el alba.
—La presencia de los antiguos dioses también fue intensa —repuso un anciano de cabeza calva y rasgos afilados que se hallaba sentado justo en el centro de la mesa—. Su rastro es visible en cada rincón de la isla.
Brian asintió.
—He visto las runas en las piedras y los altares junto a robles milenarios… Jesucristo llegó al mundo en un momento preciso, y hasta entonces Nuestro Señor permitió las creencias paganas de múltiples pueblos, como los celtas. Envió a san Patricio a Irlanda para convertirla a la verdad y ofrecerle la salvación eterna, pero no por ello debemos destruir lo que antaño fue venerado.
—Habláis como Patrick —replicó el anciano con un brillo en la mirada—, pero son muchos los hombres consagrados a Dios que opinan distinto.
—Destruir lo que se teme y se ignora es connatural al ser humano —prosiguió el monje al tiempo que posaba su mirada en el obispo y observaba su reacción—, pero el conocimiento y la experiencia forman parte de la divina Creación, y eso es extensible a la sapiencia alcanzada por la humanidad antes de la venida del Redentor.
El rostro de Morann, si bien sonreía, no revelaba si secundaba esa afirmación.
—¡Veo que hemos acogido a un erudito! —exclamó Cormac con cierta burla—. Yo en cambio soy un hombre de armas. Que Dios me pida que le defienda de sus enemigos ¡y no encontrará siervo más arrojado! Las sesudas disquisiciones teológicas emblandecen los músculos y embotan los instintos, aunque… no parece que eso os haya ocurrido a vos… —Al monarca pareció divertirle el destello de algunas miradas femeninas y la expresión celosa de los varones—. De poco servirán vuestras razones si, como hicieron los sarracenos en vuestra tierra, los perversos vikingos deciden pasar a fuego y cuchillo nuestras aldeas.
Brian levantó la copa y, deseoso de zanjar aquella conversación, dijo:
—Rogaré a Dios para que la paz perdure y pueda cumplir mi misión. —Acto seguido, apuró su copa.
Los ojos de Cormac despedían un brillo poco amistoso. Junto a él, su esposa, Fionnuala, una mujer de rostro macilento y mirada opaca, ajada por la edad y por su agresivo consorte, observaba a Brian con gesto de advertencia. No había hablado en toda la velada y apenas había pellizcado la jugosa carne servida. Sus movimientos eran lentos y mínimos, como si se esforzara por pasar desapercibida. Cada vez que oía tronar la voz de su marido, daba un respingo involuntario y palidecía.
—Decidme, hermano —intervino entonces el obispo Morann—, ¿cómo habéis logrado que el honorable rey de la provincia de Munster, al que estamos unidos por un pacto de fidelidad, se interese por unos monjes del continente? —Antes de que Brian pudiera responder, el obispo añadió otra pregunta—: ¿Por qué buscar refugio en el viejo monasterio de San Columbano?
—El poderoso monarca Brian Boru es un ferviente cristiano y acoge con entusiasmo a los siervos de Cristo. Fue el abad del monasterio de Kells quien le hizo llegar nuestra petición, sellada por el obispo Gerberto, del que os hablé. Hace casi tres meses partí del monasterio de Bobbio, fundado por Columbano, el santo irlandés más venerado en Europa. Pasé por Aquisgrán —un velo oscuro cubrió su mirada durante un instante, pero siguió hablando con naturalidad—, y desde allí me dirigí hacia la pequeña población costera de Calais, próxima a Flandes, donde embarqué rumbo a Irlanda.
—Venís de un lugar fundado por un santo irlandés, curiosa coincidencia… —comentó una bella mujer de cabello negro entornando la mirada con gesto seductor.
—El audaz Columbano es más que un santo irlandés; es una leyenda —añadió el anciano con orgullo.
—Partió de Irlanda hacia el continente para devolver la luz y la esperanza a sus gentes —indicó el obispo.
—A su misión evangelizadora debemos la fundación de numerosos conventos —explicó Brian—. Desde la muerte del emperador Carlomagno, sus dominios se han visto abocados de nuevo a la oscuridad. La miseria azota Europa y terribles epidemias diezman su población; mientras, los señores feudales son incapaces de firmar acuerdos de paz duraderos, lo que agrava la desgracia de su grey. Ante tanta incertidumbre y angustia, los monasterios acumulan tierra y poder para hacerse invulnerables. Los problemas terrenales nos alejan del ascetismo y la contemplación divina, el espíritu de Benito de Nursia, por eso se hace necesario marchar hacia otras tierras… Aún quedan monjes que conocieron a Patrick O’Brien, e incluso se han encontrado, dispersos, algunos escritos de su puño y letra. Así fue como descubrí el paradero de las ruinas de San Columbano.
Morann lo miraba fijamente. Cormac se había puesto pálido; la copa tembló en sus manos y derramó un poco de cerveza, pero Brian aún no había terminado.
—El Altísimo hizo germinar la idea de refundar su monasterio y proseguir su misión.
—Pero… ¿de qué misión habláis? —preguntó el rey.
—Ora et labora —respondió Brian con una sonrisa—, por supuesto.
Cormac asintió no muy convencido. Su mirada, brumosa por la cerveza, saltó del monje a sus leales nobles y se detuvo en el circunspecto obispo. Intentaba saber si el resto de los comensales escuchaban con la misma suspicacia que él las vagas razones del monje.
—Entonces, ¿conocíais la historia de Patrick? ¿Los detalles de su muerte?
Un tenso silencio descendió sobre el salón. La pregunta del rey, proferida casi a gritos, hizo enmudecer el arpa y las conversaciones entre los comensales. Cormac apuró su copa de un trago sin importarle que el líquido se derramara en su pechera de seda. Brian atisbó la mirada suplicante de Fionnuala recomendándole cautela. La inquietud del monarca era patente; sus cambios de humor determinaban el destino de los valles de Clare bajo su dominio.
Pero cuando Brian se disponía a responder, un desgarrado grito de mujer atravesó la puerta. Todos se volvieron, sorprendidos. En la entrada, una joven con el rostro sucio y vestida con ropas andrajosas luchaba con uñas y dientes contra los guardias que trataban de impedir que irrumpiera en el banquete.
Un murmullo se extendió por el salón: «Es Dana…, la ramera… ¿Cómo se atreve? ¡Lo pagará muy caro!». Los ojos de Cormac refulgieron coléricos mientras su silenciosa esposa parecía empequeñecerse con un gesto de amargura. En la puerta, la muchacha seguía empeñada en entrar. El monarca adoptó entonces una actitud solemne e hizo un gesto a los soldados para que la soltaran; no tenía inconveniente en recibir a uno de sus súbditos.
Brian, aliviado por la inesperada interrupción, no perdía detalle. La intrusa tenía el rostro y los brazos cubiertos de hollín; el hedor de su cuerpo se propagó rápidamente y no pocos torcieron el gesto reprobando su aspecto.
El pelo, largo y de color pajizo, le caía apelmazado y ocultaba parte de su rostro, pero no había duda de que era una mujer joven de algo más de veinte años. A pesar de la mugre, podía adivinarse la piel clara en su rostro ovalado, de nariz pequeña y finas cejas. Los ojos, de un intenso azul, brillaban enrojecidos por las lágrimas. Su boca eran dos líneas moradas que temblaban de frío y miedo. Intentó acercarse al rey, pero los soldados la retuvieron a pocos pasos. Su escuálido cuerpo, del que se veían las huesudas piernas a través de los desgarros de la túnica, no podía desplegar más energía; una inmensa cólera movía lo que debía estar postrado y moribundo. El monje presintió que moriría de hambre en pocos días.
—Concedo audiencias a la plebe a diario —dijo el rey—, y quien lo desea acude a mí para pedir justicia o clemencia. ¿Por qué me ofendes, mujer, irrumpiendo esta noche y humillándome ante mis invitados?
—¡Desde aquella maldita noche, nunca habéis querido recibirme!
Cormac apretó los puños con fuerza para aplacar el deseo que sentía de golpearla. Sus barbudas mejillas adoptaron un tono cerúleo.
—¿Debería conocerte?
Brian comprendió lo absurdo de la pregunta, pues nadie de los presentes parecía ignorar la identidad de esa muchacha: Dana, así habían dicho que se llamaba.
—¿Qué hicisteis con mi hijo? —demandó ella fuera de sí, consiguiendo zafarse de los soldados. Uno de ellos desenvainó su daga, pero los gritos ahogados de las mujeres lo contuvieron.
—Pregúntaselo a tu marido, Ultán… —respondió, sarcástico, el rey—, si algún día regresa de las tabernas de Doolin.
La muchacha se estremeció; Brian, viendo que estaba a punto de desplomarse, hizo amago de levantarse, pero una mano firme lo detuvo.
—Asuntos domésticos, hermano Brian —le susurró con mirada maliciosa el noble sentado a su lado—. Cormac no desaprovecha la compañía de las mujeres más bellas de sus dominios. Ya me entendéis, privilegios del monarca, pequeños placeres que Dios a buen seguro disculpa a quienes soportan la responsabilidad de guiar al pueblo…
—¡Ayudasteis a Ultán para venderlo! —gritó ella—. ¡A alguien de fuera! He indagado y sé algunas cosas sobre vuestros tratos…
—¡Basta!
Cormac lanzó la copa con furia y ésta rodó hasta la otra punta de la sala. Durante el silencio que siguió nadie se atrevió a cruzar su mirada con la del monarca. Dana parecía haberse encogido.
—¡Ya es suficiente! —El rey se levantó y caminó hacia la muchacha—. Consentí que te desposaras con uno de mis mejores soldados y por tu indecente conducta lo he perdido para siempre. ¿O negarás que durante años te has prostituido en la propia casa conyugal? —Cormac no pudo contenerse más y una brutal bofetada resonó en la estancia—. Fui benévolo contigo, pero tus pecados han ofendido a Dios y te han emponzoñado el alma.
Dana pareció comprender su error y trató de serenarse. Se había enfrentado al monarca ante sus invitados: la ofensa era imperdonable.
—Señor, os lo suplico —rogó con voz quebrada mientras las lágrimas trazaban surcos blancos en la mugre—. Permitid que me reúna con mi pequeño allá donde esté. —La muchacha miró fugazmente a la esposa de Cormac—. Podría pagaros…
—¿No te da vergüenza? —bramó el monarca fingiéndose escandalizado pero disfrutando de verla rendida a su voluntad—. ¡Eres una mujer casada! ¡La esposa de un soldado retirado! ¿Tanto te gusta tu oficio de ramera? Ultán ha marchado avergonzado de ti y ahora me acusas a mí de la pérdida de tu hijo. ¿No serás tú la culpable? —Su dedo índice la señalaba acusatorio—. Sé cosas de ti, Dana, ¡todos las sabemos! Frecuentas a los druidas del bosque, preparas filtros y bebedizos que vendes a los incautos aldeanos que no pueden costearse un médico. Tu actitud indecorosa y esas siniestras actividades han ofendido a Dios. ¡No me culpes a mí de tus desdichas!
—Rey Cormac —replicó ella con un hilo de voz—, la noche que aplacasteis vuestro ardor en mí, crucé las puertas del infierno. No negaré nada y me someteré a las Leyes Brehon por mi comportamiento si así lo deseáis. Sólo pido conocer la suerte que ha sufrido mi hijo…, y si aún vive…
—Mujer —la cortó el rey evitando las pupilas azules de la muchacha, semejantes al mar de Irlanda, pues temía zozobrar en ellas como le había ocurrido en el pasado—, tus acusaciones ofenden mi honor y el de mi esposa, a la que mancillas con descaro ante mis invitados. Yo no puedo darte lo que ansías porque sólo tú eres responsable de tu inconsciencia. —Cormac abrió entonces las manos y añadió en tono grandilocuente—: Pero soy tu rey y a ninguno de mis súbditos desprecio. Eres una pobre muchacha que ha perdido la razón, y eso sí puedo comprenderlo. Me compadezco de ti. Mis hombres te acompañarán a las cocinas. Come cuanto el estómago te permita y luego márchate para siempre.
Cormac se volvió hacia uno de los soldados y éste asintió con gesto grave. El inesperado encuentro había concluido.
La joven intentó resistirse, pero ya no le quedaban fuerzas. Su desesperada iniciativa había fracasado; ahogados gemidos brotaban de su boca mientras la sacaban a rastras de la estancia.
Cormac ordenó que el arpa sonara de nuevo, pero allí ya nadie tenía ánimos de prolongar la velada; la desesperación de aquella joven flotaba en la atmósfera del salón. Al poco, con excusas y muestras de gratitud, los comensales se fueron retirando. Brian fue uno de los primeros en marcharse, rehusando la invitación del rey a pernoctar en el castillo; deseaba regresar al monasterio esa misma noche. Cuando los guardias le permitieron franquear la puerta, respiró aliviado.
6
Brian descendió la amplia escalera, iluminada por antorchas, hasta la puerta del patio de armas y de pronto se detuvo. El soldado que estaba de guardia lo miró con curiosidad y él se le acercó sonriendo.
—Disculpa, amigo, tu noble señor ha insistido en que me lleve algunas viandas de la cocina. En el solitario lugar donde acabo de instalarme no hay mucho que llevarse a la boca…
Como todos en el castillo de Cormac, el soldado estaba al tanto de la llegada del monje hispano a las ruinas del acantilado. Señaló un corredor que se internaba en la oscuridad y moría en una puerta entornada.
—Al fondo, hermano.
Brian asintió con la cabeza.
La amplia cocina olía a grasa rancia y a cerveza. Mientras pasaba ante el gigantesco hogar, alfombrado de ascuas incandescentes, los ojos le escocieron por el humo. Sobre un banco de piedra yacían, vacías, las bandejas de la cena; no quedaba en ellas el menor resto de comida, ni siquiera el sabroso jugo. Decenas de siervos se alimentarían durante días con las sobras de una noche.
—Habéis llegado tarde, hermano —dijo una voz desde la penumbra—. Los restos del asado corren en este momento por Mothair como la sangre por las venas.
—¿Pasa hambre Mothair?
Una mujer de edad avanzada, corpulenta y de rostro carnoso y brillante, avanzó hacia él con una sonrisa afable; el hábito de Brian disipaba sus recelos.
—La plebe siempre pasa hambre, lo sabéis de sobra. Supongo que igual ocurre en el continente. Cormac les ofrece su espada, normalmente envainada, y ellos le pagan con todo lo demás; así es el vasallaje. —Sonrió con cinismo—. Mientras sigamos aliados con Brian Boru tendremos paz, que es lo único que nuestro monarca conserva del reinado de su padre. ¡Su hermano Patrick nunca debió tomar los hábitos! Era más inteligente y, sobre todo, menos codicioso.
A Brian le sorprendió la franqueza de aquella mujer. La edad desataba su lengua…, supuso que su buena mano a los fogones contenía las represalias del monarca.
—Ni siquiera la fertilidad de nuestros valles colma la ambición de nuestro rey, pero —miró al monje con ironía— ésa parece ser la voluntad de Dios, Nuestro Señor, ¿no es así?
—¡Su voluntad está en los Evangelios! —replicó Brian un tanto molesto—. La capacidad de discernir y tomar el sendero correcto es su legado. ¡No blasfemes culpándole de la necedad humana!
La cocinera agitó las manos y asintió; no parecía afectada por la agria réplica.
—Está bien, está bien… Soy demasiado lenguaraz, lo sé. —Separó los brazos de su orondo cuerpo y compuso una simpática mueca—. Mi nombre es Deirdre, soy la jefa de estas cocinas, y cuando me refiero al pueblo hambriento no me incluyo.
—Eso ya lo supongo.
Ambos rieron y la mujer se acercó hasta la alacena, donde aún quedaban unas hogazas de pan resecas.
—Podéis llevároslas, y también algo de mantequilla. Es todo lo que queda…
—¿Dónde está la joven que ha interrumpido el banquete? —inquirió entonces Brian.
La sonrisa se borró de los labios de la mujer mientras recorría la cocina con la mirada para tener la seguridad de que estaban solos.
—¿Os referís a Dana?
—¿La conoces?
—No deberíais preguntar por ella aquí. Dudo que vuestro hábito baste para protegeros.
—Cormac ha perdido el control, pero al final le ha permitido bajar a las cocinas —explicó Brian.
Deirdre lo miró suspicaz.
—¿Le ha dicho que viniera aquí?
—Así es.
La cocinera frunció el ceño con disgusto.
—Mala cosa.
—No te entiendo.
—Llevo muchos años en este castillo, demasiados, y sé que esa frase es una consigna para sus hombres.
Brian la miró atónito. Deirdre suspiró y se sentó junto a los rescoldos del hogar; de repente tenía frío.
—No sé qué os mueve a preguntar por ella, tal vez sea simple caridad cristiana, pero os aconsejo que reprimáis vuestra curiosidad. Marchaos por donde habéis venido y fundad ese monasterio en paz. Cuanto menos trato tengáis con Cormac, mejor os irá.
Brian se inclinó sobre ella y la miró fijamente.
—Dime dónde está. —Nada quedaba en él de su gesto complaciente.
—¿Qué clase de monje sois? ¡En las mazmorras! Allí la han llevado. Esa muchacha cayó en desgracia hace tiempo, pero la osadía de esta noche no se le perdonará. Jamás volveremos a ver su dulce rostro.
—Si es como auguras, debería disponerla para que reciba con sosiego la llegada de la muerte.
—Descanso es lo que necesita esa pobre alma, ya ha sufrido bastante. —Deirdre, intuyendo que el monje no cedería en su empeño, suspiró y se volvió hacia una estrecha puerta de madera negra que había al fondo de la cocina—. Por ahí saldréis al patio de armas. Seguid el muro a vuestra derecha; la entrada de las mazmorras está al lado de las cuadras. Dentro suele haber dos verdugos cuya identidad nadie conoce, pues nunca se desprenden de sus capuchas en público. Ese infierno es su reino. Cormac no les pide explicaciones, pero nadie que entra allí sale… Sed cauto, tampoco los hombres de Dios son bien recibidos. —Sus ojos se desviaron hacia el hogar y su voz se convirtió en un murmullo—: Los siervos cuentan que se cometen horribles crueldades en ese agujero infecto; tal vez sean exageraciones, pero algunas noches se oyen gritos y, creedme, parecen proferidos por almas atormentadas en el mismo infierno.
Cuando Brian desapareci