La madrina de guerra

José Antonio Lucero

Fragmento

Capítulo 1

1

La Mancha, marzo de 1977

A veces, al mirarse en el espejo, Teófilo ve a su padre.

Suele ocurrir de madrugada, cuando la maldita vejiga lo empuja a salir de la cama.

Envejecer era eso, oyó en alguna ocasión.

Hace ruido al levantarse y camina a tientas palpando la pared en busca del interruptor. Lo pulsa. La luz del cuarto de baño titila unos segundos antes de prender del todo. El tiempo justo para verlo. A él.

También se llamaba Teófilo.

Teófilo padre murió hace muchos años en una cárcel franquista. La última vez que se vieron tosía como si dentro de su cuerpo tuviera un motor gripado, aunque él le quitaba importancia.

—Esto no es nada, solo un apechusque. Aquí casca el frío que no veas, ¿sabes?

Pero no era un simple resfriado, sino tuberculosis. Y su padre lo sabía. Sabía que iba a morir pronto y que nadie, ni siquiera su hijo, podía hacer nada para remediarlo. Por eso, a modo de despedida, se lo dijo. De todas las palabras con las que podría haberle dicho adiós a su único hijo, eligió esa. La del amor.

—Hijo, hijo, hazme caso. Tienes que encontrar el amor.

Luego un estallido de tos. Y los garrotazos del guarda que indicaban que la visita había terminado.

Sin embargo, Teo no quiso oír a su padre, porque Teo odiaba a su padre. Por eso, cuando se lo encuentra de madrugada, tantos años después, cierra los ojos y espera a que el espejo le diga quién es en realidad.

Quién es en realidad: el regente de un humilde hospedaje rural, de poco más de sesenta años, con la piel tostada por el sol manchego y el pelo canoso y en franca retirada. Por suerte —se consuela—, no se ha quedado calvo como esos con los que juega al mus.

Se mira algunos segundos más mientras se desabrocha el pijama. Los ojos, sí, sus ojos azules son lo único en lo que reconoce a aquel mozo rubio que se las llevaba a todas en las verbenas del pueblo. Sus ojos son de su madre.

Y en los ojos de su madre cabía un océano.

Y luego un ay, y las maldiciones de quien teme que otra vez le ataquen las piedras del riñón. Y un instante después, al fin, un caño fino y templado.

Vuelve a la cama. Los fantasmas se quedan ahí, presos en el titilar de la luz del baño. Cierra los ojos y espera a dormirse, pero ya no concilia el sueño. Tras varios minutos en duermevela comprueba que el alba se cuela por los contornos de la persiana de esparto. Se pone en pie y se asoma a la ventana. Ahí afuera todo está igual: el manto del cereal contoneándose con la brisa de la mañana, el cerro redondeado por la erosión y la inconfundible silueta de los molinos de viento harineros. Pareciera —le dijo un huésped que venía de Madrid— que lo hubiese pintado un artista.

El hostal ocupa el ala derecha de esta vieja casona que compró en la posguerra tras pasar algunos años en tierras aragonesas, dedicándose al estraperlo. Se mudó ahí porque no encontró otro lugar más alejado. La casona está rodeada de un largo paraje trigal atravesado por la carretera que lleva hacia el pueblo. De todas sus estancias, Teófilo reservó para sí una habitación, un salón, un baño y una cocina. No necesitaba más.

Cuando no tiene huéspedes, la casona se le hace enorme. Los visitantes suelen llegar a partir de la primavera para trabajar en la recogida o para hacer negocios con los agricultores y los queseros de la zona. Solo algunos —como aquel madrileño— vienen para descansar. «La ciudad estresa, caray», le dijo este.

Teófilo lo sabe muy bien, porque pasó muchos años en Madrid.

Se calza las babuchas y se dirige a la cocina. El pasillo es largo y lo decoran cuadros de escenas de caza. Ninguna foto familiar. Butrón revolotea a su alrededor, meneando el rabo. El granuja sabe cuándo su dueño se levanta para mear y cuándo para dar comienzo al día. El perro se adelanta a Teófilo y se planta frente a su cuenco de comida. Lo mira.

—Ya va, hombre, no tengas prisa.

Saca un plato con las sobras de ayer y las vierte en el cuenco. Butrón las devora. Es un perro pastor al que adoptó en una perrera para que cuidase de la casona. Tiene ya cinco años. Su anterior perro, Barcino, murió de viejo, o eso cree: había cumplido más de doce cuando una mañana se lo encontró tirado en el pasillo.

Unos minutos después, la gata llama a la ventana de la cocina.

Al principio, Butrón le ladraba ferozmente, pero poco a poco la ha ido sintiendo como de la familia. También Teófilo, aunque no quiera reconocerlo. Esa gata de color pardo y ojos rasgados lleva un par de años haciendo lo mismo cada mañana: rascar la persiana, esperar a que se le abra y entrar pidiendo comida.

La gata lo mira desde el otro lado de la ventana, sobre el alféizar. Al maullar arruga el morro y deja ver sus pequeños colmillos. Finalmente, Teófilo la deja pasar, y ella se restriega por el escaso mobiliario de la cocina —apenas una mesa y varias sillas de enea— antes de enroscarse entre las piernas del dueño de Butrón. Luego viene la cantinela de todas las mañanas:

—¡Arrea! Pero ¿cuándo hemos firmado este contrato tú y yo, a ver?

La gata le lanza un maullido. Teófilo abre el frigorífico y saca un poco de fiambre para tirárselo. Butrón, ojo avizor, va al encuentro de la comida, y entonces su dueño lo espanta al grito de:

—¡Tú ya has comido, no seas avaro!

Tras ello comienza a hacer café mientras contempla a la gata mordisquear el fiambre con lentitud. Lleva dos años alimentándola a diario, pero aún no le ha puesto nombre.

Si no tiene nombre no podrá cogerle cariño.

Butrón, recostado, también la observa. Cuando silba la cafetera, la gata se encorva y pega un brinco de saltimbanqui para perderse por la ventana. Teófilo se sienta en la silla de enea, da un sorbo al café y siente cómo le baja ardiente por el esófago. Luego vuelve a mirar fuera. Escudriña el paisaje. La busca, curioso.

Nunca sabe adónde va la gata después de su desayuno.

En el bar de Paco se juegan cada mañana las partidas de mus más emocionantes de toda la comarca manchega, o eso dicen sus parroquianos.

Teófilo arrastra sus cuatro cartas por el tapete y las despliega con la yema de los dedos. No tiene nada, apenas un caballo de bastos. Él es la mano en esta partida, así que le toca decantarse primero.

—Quiero mus.

El resto de los jugadores lo imita. Mira a Luis, su compañero, a quien tiene delante. Juega con él desde hace tantos años que sabría descifrar qué lleva en la mano solo con la mirada. De hecho, podrían sostener largas conversaciones usando solo el puñado de señas del mus.

Una seña como esta: Luis se muerde ligeramente el labio inferior antes de descartarse de dos cartas. «Así que tienes dos reyes, ¿eh?», se dice Teófilo, que le responde con otro gesto sutil: «Pues yo no tengo un carajo, Luisito».

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