Esclava de la libertad

Ildefonso Falcones

Fragmento

esclava-epub-2

1

Cuba, 1856

Playa de Jibacoa

Sobre la arena se apiñaba una muchedumbre compuesta por centenares de miserables. Los sollozos, los lamentos y los quejidos se estrellaban contra las órdenes de los capataces y el restallar de los látigos. Había allí setecientas jóvenes y niñas de origen africano, de piel negra y color chocolate; desnudas las más, harapientas otras, desnutridas todas, débiles, muchas enfermas. Lloraban desde el inicio de su infortunio, en África, tras ser capturadas en alguna de las numerosas guerras tribales. Lloraron a lo largo de su peregrinaje hacia la costa de Benín, unidas en largas filas por cadenas con argollas en cuellos y manos. Luego llegó una espera incierta, encarceladas en factorías junto al mar, para, al cabo de un tiempo, tras agruparlas en un contingente de hembras jóvenes entre las que se colaron unas decenas de niños, afrontar la terrible travesía hacinadas en la bodega de un barco rápido, un clíper, que en menos de tres meses acabó por desembarcarlas en la isla caribeña.

Más de un centenar de las consignadas fallecieron en el trayecto, y casi todas las supervivientes se vieron en la tesitura de tener que convivir con su agonía, sin medios para ayudarlas y sin palabras para darles esperanza, todas acostadas sobre sus propias heces. Creyeron agotar las lágrimas al dormir junto a sus cuerpos fríos mientras esperaban que el médico o algún marinero se apercibiera de su muerte, recogiera el cadáver y lo arrojara al mar para alimento de tiburones.

Sin embargo, Kaweka, de once años, se esforzaba por tapar el cuerpo de Daye, su hermana menor, en cuanto se abría la escotilla, la luz acuchillaba el ambiente pútrido de la bodega y descendía algún tripulante. Había prometido cuidar de ella. Le dio su palabra cuando las apresaron, y la consoló día tras día, reprimiendo sus propias lágrimas, su tremenda congoja cada vez que su hermana clamaba por su madre y se hundía en el dolor. La pequeña se le deshizo durante la travesía, entre los brazos; ella le habló, la acunó, le cantó al oído, con dulzura, olvidando las cadenas que las ataban, la animó con paraísos que sabía imposibles, pero la niña se apagó en unos días y dejó de contestar, de sollozar y de respirar… O quizá no. Tal vez no estuviera muerta, solo quieta, y respirase flojito, como era habitual en ella. Kaweka no lo sabía. ¿Y si solo durmiese? Los dioses eran caprichosos, eso aseguraban su madre y su abuelo. Daye podía despertar en cualquier momento. Algunas veces sucedía; eso le habían contado también su madre y su abuelo, pero ninguno de los dos estaba allí para curarla, como hacían con otros niños del poblado. Así que la cubrió con su cuerpo y trató de esconderla hasta que unas chicas mayores, más allá de la línea en la que se encontraban aherrojadas ella y su hermana, la delataron dos días después de esperar en vano el milagro.

—¡Está muerta! —gritaron los marineros mientras pugnaban con Kaweka para liberar el cadáver.

La niña no entendía el idioma, aunque sabía qué era lo que decían, y, pese a su debilidad, peleó por impedir que se la llevaran. ¿Qué sería del espíritu de su hermana si acababa devorada por uno de esos monstruos marinos de los que hablaban?

Luego, sin la presencia de la pequeña, su cuerpo profanado, el barco hincando las olas con ferocidad, todo cruel, violento, como si proclamase la desventura de aquellos cientos de jóvenes, cuando Kaweka no tenía que fingir esperanza ni entereza ante su hermana pequeña, se entregó a un llanto desesperado que la acompañó el resto de la travesía.

—¡Permaneced quietas y en silencio! ¡Silencio!

Las bozales, como se llamaba a los esclavos recién llegados de África, no entendían las órdenes que se repetían a gritos a lo largo de la playa tan pronto como pusieron un pie en ella tras ser transportadas en barcazas desde el clíper. Pero, al igual que Kaweka cuando los marineros bajaron a llevarse el cadáver de su hermana, supieron qué era lo que querían los tratantes, una veintena de hombres sudorosos, barbudos la mayoría, rudos, armados con machetes o pistolas, y se fueron amontonando en el centro del círculo que aquellos delimitaban a golpes de látigo, azuzándolas con los perros que algunos retenían con fuerza. Muchas de las niñas pretendieron dejar atrás el hedor y los efluvios infectos de las bodegas del clíper, y disfrutar respirando el aire limpio y fresco de una noche plácida y estrellada de finales de invierno, coronada por una luna que alumbraba la ignominia de forma tan esplendorosa como hiriente. Sin embargo, la nueva cadena con la que les apresaron el cuello les impidió esos escasos instantes de sosiego.

—¡Levanta! —ordenó un negrero a una chiquilla de la edad de Daye, escuálida, que se había derrumbado sobre la arena antes de que la encadenaran de nuevo.

La criatura no lo hizo. El hombre la aguijoneó con la punta de una de sus botas. Ella continuó postrada; el blanco de uno de sus ojos, que habían quedado grandes en su rostro demacrado, suplicando. El hombre la agarró del cabello, la alzó como a un muñeco, la castigó zarandeándola en el aire, la ató y, cuando iba a dejar que cayera de nuevo a la arena, Kaweka la recogió.

No era su hermana.

«¡Silencio!», exigían los negreros ante los llantos, los quejidos y un recital de toses incontrolables. Los perros conocían su oficio, gruñían sin ladrar, en una penumbra en la que no se vislumbraba otra cosa que no fueran las sombras con las que jugueteaba la luna. Los negreros procuraban actuar con sigilo. Hacía casi cuarenta años que la trata de esclavos estaba prohibida, y la Armada británica, que se había alzado como la garante de esa proscripción en un tratado suscrito con España, vigilaba mares y costas para detener a los tratantes que continuaban mercadeando con la vida humana. Pero si Gran Bretaña había abolido la esclavitud, España todavía no lo había hecho en sus provincias de ultramar. El comercio de hombres y mujeres estaba prohibido, pero no su propiedad, y los esclavos continuaban llegando de forma subrepticia a la isla de Cuba, una de las últimas posesiones coloniales de lo que fuera el vasto Imperio español, al amparo de unas autoridades corruptas y de la ambición desmedida de los productores de azúcar.

Quizá aquellas niñas a las que ahora volvían a encadenar no entendieran el lenguaje en el que hablaban sus captores, pero sí que eran conscientes de su destino. Eran yorubas, naturales de Guinea, y la esclavitud no era ajena a su forma de vida en África. Gran parte de la población trabajadora de los diversos reinos del continente era sierva. Los esclavos constituían la principal fuente de riqueza de los privilegiados, los jefes tribales los poseían a millares, y si bien el comercio con los países occidentales había disminuido sensiblemente debido a la proscripción de la trata, continuaba siendo muy fructífero con Oriente —Egipto y el resto del mundo árabe—, igual que lo había sido hasta entonces en su vertiente atlántica. Todas sabían de sacrificios humanos; todas conocían el significado de las argollas alrededor del cuello.

Restalló un látigo.

La primera de las cadenas de niñas inició la marcha. Uno de los capataces se permitió un grito: «¡Andad, negras!». La noche era tranquila, no había rastro de los británicos, y la comitiva se internaba en la isla, donde se hallaría a salvo.

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