La buena esposa

Olalla García

Fragmento

Ana

Ana

Contaré el comienzo de la historia tal y como lo recuerdo. Debía de sumar yo unos tres lustros de edad, año arriba o abajo. Habíamos salido de la misa matutina y estábamos haciendo costura en el patio del convento. Entonces se produjo el revuelo.

Todas las allí reunidas éramos huérfanas, recogidas en aquel santo lugar para protegernos de las malas costumbres del mundo; que, según contaban las monjas, eran muchas, y de tan viciosa naturaleza que causaban gran espanto. Aún más en nuestra villa de Alcalá de Henares, que por ser universitaria tenía exceso de hombres jóvenes y estudiantes, que andaban a la caza de las mozas y no se cuidaban de respetarles la virtud.

Las buenas madres no dejaban de repetirnos la suerte que teníamos de estar allí acogidas. Pues entonces, como ahora, los conventos estaban llenos y muchas postulantes habían de quedarse fuera. Nos decían que la abundancia de vocaciones era señal de que vivíamos buenos tiempos, puesto que tantas doncellas y viudas oían la llamada de Nuestro Señor. No es que yo las desdiga, eso no; pero después aprendí que los tiempos aquellos no eran buenos, como tampoco lo son los de ahora. Hasta he llegado a pensar que la llamada de Dios se oye con más claridad en las épocas malas que en las de bonanza.

Añadiré también que no todas las vocaciones surgen por amor al Creador; que en ocasiones pesa más el ansiar salirse de un sitio que el querer entrar a otro. Con esto vengo a decir que el ingresar en clausura a veces no se hace por sentimiento religioso, sino para escapar del mundo. Porque lo que hay aquí afuera suele estar lleno de dolor e injusticias para las mujeres.

Pero no me enredo más, y me vuelvo al caso. Como he dicho, todas las niñas éramos huérfanas, aunque no iguales. La mayoría eran expósitas, pobres de solemnidad, abandonadas en las calles a poco de nacer. Estas desdichadas ni sabían de su familia ni tenían medios con que costearse una dote. Y no hablo ya de la necesaria para el matrimonio, sino de la que se pide para ingresar en clausura, que es de menor cuantía que aquella. Dependían de lo que las gentes de buen corazón fuesen donando al convento «para ayuda de las huérfanas». Lo que, como imaginaréis, no era mucho, ni bastaba para dotarlas a todas.

No entraré aquí en lo que opino de estos usos. Los dineros que se dan para ayuda de un niño van siempre a costear el aprendizaje de su oficio; los de una niña, a engrosar su dote. Pues, cuanto mayor sea esta, a mejor marido puede aspirar. Todos entienden que este es el oficio femenino: conseguir esposo y cuidarlo a él, los hijos y el hogar. Bien sé yo lo que pienso al respecto: que el trabajo de una mujer hace que esta pueda dar más al prójimo que estándose encerrada en casa. Aunque, para conseguirlo y mantenerlo, ella deba esforzarse diez veces más que un varón. Y, pese a lo que la gente opina, eso no quita honra ni valor a su persona, muy al contrario.

Retornando al tema, no todas las huérfanas éramos expósitas. Unas pocas —tres, para ser exacta— sí teníamos padres conocidos, a los que Dios se había llevado siendo nosotras muy niñas quedándonos sin familia que se ocupase de nosotras. Al marcharse aquellos de este mundo, nos habían dejado herencia —mayor o menor, eso ya dependía— que nos aseguraba en el futuro un matrimonio decente. Las buenas monjas no cesaban de preguntarnos si no profesaríamos como religiosas, entregando esos bienes al convento. Pero ninguna sentíamos querencia por la clausura. Preferíamos vivir en el siglo, con casa y marido.

Las tres estábamos tan unidas como buenas hermanas. O, más bien, como imaginábamos que debían sentirse estas; porque de primera mano, por así decir, la relación no la conocíamos. No sé si el afecto nos llegó por tener edades parecidas o porque Dios así lo quiso. Tampoco hay que buscar explicación a todo; en la mayoría de las cosas no importa tanto la causa como el resultado.

Las tres somos hijas y vecinas de esta villa; en primer lugar, servidora, Ana García. Me pongo por delante no por ser de más edad, ni de mejor calidad, sino porque por algún lado hay que empezar.

Luego está Clara Huertas. Ya sé que cuando la menciono algunos tuercen el gesto; en lo que a mí toca, ni todas las muecas del mundo mermarán la estima en que la tengo. El proverbio dice que una persona vale tanto como lo que el prójimo opina de ella. Pero, en el caso de Clara, la opinión del prójimo anda bastante errada. Aún digo más: su matrimonio es cosa que no concierne a nadie, salvo a ella y al marido. Jamás oí a Luis quejarse de nada. Así pues, ¿a qué tienen que protestar los demás?

Después está Francisca de Pedraza. Nuestra querida Franca, como la llamábamos. Inocente y dócil como un corderillo, así era ella. Jamás he conocido a nadie menos dado al engaño. De niña no tenía el menor talento para el disimulo; algo que, ya de casada, habría de costarle muy caro.

Era una muchacha juiciosa, tan discreta y reservada que siempre pasaba desapercibida. Ni se la veía ni oía, aunque allí estuviera. Ya hubiera querido yo que se la escuchara cuando por fin alzó la voz. Y eso que sus gritos resonaban y sus lesiones saltaban bien a la vista. Pero todo el mundo actuaba como si aquellos fuesen mudos y estas, invisibles.

Aunque mejor será que me vuelva a mi historia. El caso fue que, estando sentadas en el patio tras la misa, comenzaron a alborotarse las más pequeñas. Y esto fue porque una sirvienta vino a susurrarles algo. Quien no haya vivido allí puede pensar que las internas no teníamos noticia de lo que ocurría fuera de los muros. Tal vez eso sea cierto en el caso de las monjas. Pero nosotras, las niñas de acogida, no estábamos encerradas tras las rejas, ni nos dedicábamos solo a rezos y asuntos divinos. Asistíamos a dos misas diarias y a clases para aprender las letras y el catecismo. El resto de la jornada la empleábamos en tareas domésticas. Agradecíamos los ratos dedicados a coser e hilar porque estábamos sentadas y podíamos conversar entre nosotras. Pero la mayor parte del tiempo se empleaba en faenas duras y fatigosas: barrer, fregar, lavar la ropa, hacer las camas, acarrear agua y leña, ayudar en la cocina... Esos penosos quehaceres diarios que toda mujer conoce bien, que la obligan a levantarse antes del alba y a acostarse agotada cuando el resto de la casa ya duerme.

A causa de estas tareas, pasábamos tiempo con las mozas de servicio, que entraban y salían del convento, e incluso con muchachas de afuera, que nos traían lo necesario para comer y vestir. Con ellas hablábamos, y las oíamos comentar asuntos de más allá de la clausura. A través de sus historias, íbamos formando una imagen del mundo que bullía al otro lado de los muros, que nos asustaba y fascinaba a la par. Estábamos hambrientas de rumores, siempre emocionantes, aunque solo los comprendiéramos a medias.

En raros casos, las noticias guardaban relación con nosotras. Entonces causaban gran revuelo, como sucedió aquel día. Se comentaba que una mujer había venido para pedir a una niña de unos nueve años q

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