Ana
Contaré el comienzo de la historia tal y como lo recuerdo. Debía de sumar yo unos tres lustros de edad, año arriba o abajo. Habíamos salido de la misa matutina y estábamos haciendo costura en el patio del convento. Entonces se produjo el revuelo.
Todas las allí reunidas éramos huérfanas, recogidas en aquel santo lugar para protegernos de las malas costumbres del mundo; que, según contaban las monjas, eran muchas, y de tan viciosa naturaleza que causaban gran espanto. Aún más en nuestra villa de Alcalá de Henares, que por ser universitaria tenía exceso de hombres jóvenes y estudiantes, que andaban a la caza de las mozas y no se cuidaban de respetarles la virtud.
Las buenas madres no dejaban de repetirnos la suerte que teníamos de estar allí acogidas. Pues entonces, como ahora, los conventos estaban llenos y muchas postulantes habían de quedarse fuera. Nos decían que la abundancia de vocaciones era señal de que vivíamos buenos tiempos, puesto que tantas doncellas y viudas oían la llamada de Nuestro Señor. No es que yo las desdiga, eso no; pero después aprendí que los tiempos aquellos no eran buenos, como tampoco lo son los de ahora. Hasta he llegado a pensar que la llamada de Dios se oye con más claridad en las épocas malas que en las de bonanza.
Añadiré también que no todas las vocaciones surgen por amor al Creador; que en ocasiones pesa más el ansiar salirse de un sitio que el querer entrar a otro. Con esto vengo a decir que el ingresar en clausura a veces no se hace por sentimiento religioso, sino para escapar del mundo. Porque lo que hay aquí afuera suele estar lleno de dolor e injusticias para las mujeres.
Pero no me enredo más, y me vuelvo al caso. Como he dicho, todas las niñas éramos huérfanas, aunque no iguales. La mayoría eran expósitas, pobres de solemnidad, abandonadas en las calles a poco de nacer. Estas desdichadas ni sabían de su familia ni tenían medios con que costearse una dote. Y no hablo ya de la necesaria para el matrimonio, sino de la que se pide para ingresar en clausura, que es de menor cuantía que aquella. Dependían de lo que las gentes de buen corazón fuesen donando al convento «para ayuda de las huérfanas». Lo que, como imaginaréis, no era mucho, ni bastaba para dotarlas a todas.
No entraré aquí en lo que opino de estos usos. Los dineros que se dan para ayuda de un niño van siempre a costear el aprendizaje de su oficio; los de una niña, a engrosar su dote. Pues, cuanto mayor sea esta, a mejor marido puede aspirar. Todos entienden que este es el oficio femenino: conseguir esposo y cuidarlo a él, los hijos y el hogar. Bien sé yo lo que pienso al respecto: que el trabajo de una mujer hace que esta pueda dar más al prójimo que estándose encerrada en casa. Aunque, para conseguirlo y mantenerlo, ella deba esforzarse diez veces más que un varón. Y, pese a lo que la gente opina, eso no quita honra ni valor a su persona, muy al contrario.
Retornando al tema, no todas las huérfanas éramos expósitas. Unas pocas —tres, para ser exacta— sí teníamos padres conocidos, a los que Dios se había llevado siendo nosotras muy niñas quedándonos sin familia que se ocupase de nosotras. Al marcharse aquellos de este mundo, nos habían dejado herencia —mayor o menor, eso ya dependía— que nos aseguraba en el futuro un matrimonio decente. Las buenas monjas no cesaban de preguntarnos si no profesaríamos como religiosas, entregando esos bienes al convento. Pero ninguna sentíamos querencia por la clausura. Preferíamos vivir en el siglo, con casa y marido.
Las tres estábamos tan unidas como buenas hermanas. O, más bien, como imaginábamos que debían sentirse estas; porque de primera mano, por así decir, la relación no la conocíamos. No sé si el afecto nos llegó por tener edades parecidas o porque Dios así lo quiso. Tampoco hay que buscar explicación a todo; en la mayoría de las cosas no importa tanto la causa como el resultado.
Las tres somos hijas y vecinas de esta villa; en primer lugar, servidora, Ana García. Me pongo por delante no por ser de más edad, ni de mejor calidad, sino porque por algún lado hay que empezar.
Luego está Clara Huertas. Ya sé que cuando la menciono algunos tuercen el gesto; en lo que a mí toca, ni todas las muecas del mundo mermarán la estima en que la tengo. El proverbio dice que una persona vale tanto como lo que el prójimo opina de ella. Pero, en el caso de Clara, la opinión del prójimo anda bastante errada. Aún digo más: su matrimonio es cosa que no concierne a nadie, salvo a ella y al marido. Jamás oí a Luis quejarse de nada. Así pues, ¿a qué tienen que protestar los demás?
Después está Francisca de Pedraza. Nuestra querida Franca, como la llamábamos. Inocente y dócil como un corderillo, así era ella. Jamás he conocido a nadie menos dado al engaño. De niña no tenía el menor talento para el disimulo; algo que, ya de casada, habría de costarle muy caro.
Era una muchacha juiciosa, tan discreta y reservada que siempre pasaba desapercibida. Ni se la veía ni oía, aunque allí estuviera. Ya hubiera querido yo que se la escuchara cuando por fin alzó la voz. Y eso que sus gritos resonaban y sus lesiones saltaban bien a la vista. Pero todo el mundo actuaba como si aquellos fuesen mudos y estas, invisibles.
Aunque mejor será que me vuelva a mi historia. El caso fue que, estando sentadas en el patio tras la misa, comenzaron a alborotarse las más pequeñas. Y esto fue porque una sirvienta vino a susurrarles algo. Quien no haya vivido allí puede pensar que las internas no teníamos noticia de lo que ocurría fuera de los muros. Tal vez eso sea cierto en el caso de las monjas. Pero nosotras, las niñas de acogida, no estábamos encerradas tras las rejas, ni nos dedicábamos solo a rezos y asuntos divinos. Asistíamos a dos misas diarias y a clases para aprender las letras y el catecismo. El resto de la jornada la empleábamos en tareas domésticas. Agradecíamos los ratos dedicados a coser e hilar porque estábamos sentadas y podíamos conversar entre nosotras. Pero la mayor parte del tiempo se empleaba en faenas duras y fatigosas: barrer, fregar, lavar la ropa, hacer las camas, acarrear agua y leña, ayudar en la cocina... Esos penosos quehaceres diarios que toda mujer conoce bien, que la obligan a levantarse antes del alba y a acostarse agotada cuando el resto de la casa ya duerme.
A causa de estas tareas, pasábamos tiempo con las mozas de servicio, que entraban y salían del convento, e incluso con muchachas de afuera, que nos traían lo necesario para comer y vestir. Con ellas hablábamos, y las oíamos comentar asuntos de más allá de la clausura. A través de sus historias, íbamos formando una imagen del mundo que bullía al otro lado de los muros, que nos asustaba y fascinaba a la par. Estábamos hambrientas de rumores, siempre emocionantes, aunque solo los comprendiéramos a medias.
En raros casos, las noticias guardaban relación con nosotras. Entonces causaban gran revuelo, como sucedió aquel día. Se comentaba que una mujer había venido para pedir a una niña de unos nueve años que le sirviera de aprendiza. Algo tan extraordinario, tan increíble, como que la estatua del san Juan Bautista se saliese de su hornacina para pasear por el patio.
—Yo os digo que no puede ser —declaró Clara, rotunda como siempre—. ¿Una mujer con oficio, y que busca aprendiza? ¡Anda allá!
—Pues yo me creo que sea cierto —respondí—. Y solo me pesa tener más años de los que pide porque no hay modo de que me escoja a mí.
—Querrás tener razón, no faltaba más —bufó ella—, que siempre te las das de entendida en todo. Pues ¿sabes qué te digo? Que basta una pizca de seso para ver que es una patraña, ¿verdad, Franca?
La aludida hizo un gesto con la cabeza, que bien podía tomarse por un sí o un no, o ambas cosas a la vez. Seguía concentrada en su labor de costura, como si el alboroto no fuese con ella. Pero el bullicio sí había atraído otras atenciones. La hermana lega Catalina se vino a nosotras con sus pasos recios esgrimiendo la vara que todas conocíamos.
—¿A qué viene este jaleo? ¿Os pensáis acaso que estamos en el mercado? ¡Silencio ahora mismo, si no queréis verme enojada!
Eso, por descontado, ninguna lo quería. Así que nos callamos, agachamos las cabezas y nos guardamos dentro la agitación.
—Eso está mejor —asintió ella, aún con el ceño algo arrugado—. Y ahora, necesito voluntarias para un trabajo en el almacén de entrada.
Pensé que, por supuesto, nadie se ofrecería. ¿Quién en sus cabales se metería en un cuartucho oscuro para arrastrar sacos y toneles en lugar de quedarse allí sentada, descansada y al sol?
Para mi sorpresa, Clara se puso en pie.
—Nosotras, madre —dijo señalándonos a Franca y a mí—. Aquí nos tenéis, bien dispuestas.
Así que allá nos fuimos las tres. Yo, rezongando entre dientes. Francisca, con los hombros hundidos y algún que otro suspiro. Solo Clara se mostraba satisfecha.
—Ahora veréis —nos dijo, retadora—. Veréis como tengo razón.
No entendimos a qué se refería hasta que la hermana, tras darnos las instrucciones, nos dejó solas. Entonces Clara ordenó a Francisca que se fuera a la puerta, vigilara y nos hiciera señas si alguien venía.
—Y tú —me dijo—, échame una mano con esto.
No sin esfuerzo, movimos unos toneles que había frente a uno de los muros. Allí, para mi sorpresa, apareció un hueco, de la anchura de un hombre grueso, y de tamaño tal que me llegaba a la cintura.
—¿Cómo has llegado a saber de esto? —pregunté, anonadada.
—Toda casa tiene sus secretos. Solo hay que poner empeño en descubrirlos —respondió, con sonrisa traviesa—. Ahora, métete ahí y pega la oreja.
Así lo hice, aunque la postura era harto incómoda. Eso sí, antes de apoyar la mejilla palpé con la mano. Noté tacto a madera.
—¿Qué hay al otro lado?
—Pues una portilla cerrada con su llave. Y encima de ella, un repostero, para que nadie sepa de la abertura.
Calculé que allí se hallaba la entrada al convento, que se usaba como sala de recibir, con su reja rematada de clavos dirigidos al visitante. Todo esfuerzo era poco para disuadir a este de acercarse a los barrotes tras los que se protegían las buenas monjas.
—Si de verdad ha venido tu famosa oficiala, ha de estar ahí. Pon la oreja, anda. Convéncete de que tengo razón.
Escuché, con el alma en vilo. Sabía que, si nos sorprendían allí, nos esperaba un castigo ejemplar. Pero la curiosidad me arrastraba con la fuerza de un tiro de bueyes. Era en vano intentar resistirme.
Permanecí así agazapada no sé cuánto tiempo, apretando tanto la oreja que empezó a dolerme. No escuché un solo sonido, aparte de mi respiración entrecortada.
—¿Qué? ¿Estaba yo en lo cierto o no? —preguntó Clara, con tono de quien no admite réplica—. Pues hala, arreando, que tenemos que volver a colocarlo todo antes de que nos pillen...
Chisté para acallarla. Me parecía haber oído algo. ¿Era posible? Recé por que así fuera. Cerré los ojos y me concentré aún más.
Ahí. ¡Sí! La voz inconfundible de la madre superiora, altanera y aguda. Estaba saludando a la visitante, fuere esta quien fuere. Era evidente que la había hecho esperar largo rato antes de dignarse aparecer.
Oí entonces a la desconocida. Tenía una voz grave, como de varón. Había algo en su tono que llamaba la atención, esa franqueza de las personas convencidas de lo que cuentan, que te lleva a escucharlas y creer en ellas. Dijo llamarse Rafaela Márquez. Era comadre; o, como ella expresó, «experta en el arte de ayudar a la preñada a partear».
Recuerdo esas palabras con toda nitidez, aun con el paso de los años. Y es que me golpearon como una revelación. Me había estado preguntando qué tipo de mujer sería aquella, que afirmaba tener un oficio y precisar de una aprendiza, cuando aquellas dos cosas, según nos habían enseñado, eran exclusivas de los varones. Las hembras no buscan aprendices, sino mozas para el cuidado del hogar; y tampoco tienen oficios, más allá de ayudar al esposo a desarrollar el suyo en su taller o su local. Les toca llevar la casa, claro, pero esto no se considera un oficio, a pesar de acarrear más fatigas y desvelos que ningún otro trabajo.
En ese instante comprendí algo. Hay ciertas cosas que solo puede hacer una hembra. Gestar los hijos, traerlos al mundo, amamantarlos... Dios ha querido que sean tareas femeninas. Así, los trabajos relacionados con ese acto milagroso deben desempeñarlos las mujeres. Por eso hay parteras y nodrizas. Esas labores, a diferencia de cualquier otra ocupación femenina, sí reciben paga a cambio. Justo por eso, son las únicas que vienen a considerarse «oficio».
Pensé también: «Gracias sean dadas a los cielos de que los hombres no puedan partear ni dar de mamar. Pues, en mediando dineros, maravilla sería que ellos no intentaran hacerse con el control de esos negocios y prohibírselos a las mujeres».
Siempre me ha sorprendido la insistencia con la que nuestros buenos confesores repiten que estos son temas pecaminosos, que conviene silenciar. De modo que una hembra no puede ufanarse de sus partos, mientras los varones tanto se jactan de sus peleas y hechos de armas. Pues, si el mayor orgullo de una hembra es dar la vida, a veces pareciera que el mayor orgullo de los varones sea quitarla. Seamos nosotras madres con terrible esfuerzo y sufrimiento, y jugándonos en ello la existencia, para que luego se nos lleven a los hijos a luchar en guerras que en nada nos benefician ni engrandecen.
Pero mejor regreso a mi historia. De la conversación que siguió, solo puedo reproducir ciertos detalles. La portezuela debía de ser delgada, pues las voces se escuchaban con bastante nitidez, aunque no siempre alcanzara a distinguir con claridad todas las palabras. En suma, la comadre Rafaela Márquez vino a decir que buscaba una aprendiza y que, de concedérsela, las buenas monjas harían un gran favor a la niña elegida. Había acudido a aquel lugar porque sabía que las pobres expósitas no tenían un mendrugo de pan que llevarse a la boca; qué mejor oportunidad para una de ellas que recibir una formación en aquel oficio. Así, la muchacha podría ahorrar para, en el futuro, costearse una dote o, incluso, ganarse la vida en caso de que el marido llegase a faltarle.
Imaginé a la madre frunciendo el morro ante aquellas palabras, o quién sabe si incluso santiguándose. De cierto, debían de sonarle poco menos que a imprecaciones. Yo misma estaba anonadada, aunque de una forma extraña, como si algo dentro de mí se caldeara ante las frases de aquella mujer. No sé muy bien cómo expresarlo, porque no era un fuego de esos que dejan quemadura, sino más bien como la lumbre que alegra el corazón y las carnes al volver a casa tras pasar largo tiempo en la calle en pleno invierno.
—Reverenda madre, el mío es un oficio bueno —decía ahora la partera—, que permite ayudar a otras mujeres en el momento en que más lo necesitan. Bien sabe Dios que, en tal trance, toda asistencia es bienvenida...
—¿Un buen oficio, decís? —la cortó la priora con sequedad—. ¿Cómo os atrevéis? Habláis de hurgar en las partes más sucias y pecaminosas de una extraña. Ninguna de mis niñas, tenedlo por seguro, se dedicará jamás a tan inmundos menesteres.
Allí vino a truncarse el intento de la visitante. Dejé la escucha, con la espalda y el corazón entumecidos. Sabía que el espiar así era pecado, y que debería sentirme arrepentida; pero lo cierto era que no lo estaba. También sabía que ya no iba a olvidar el nombre de aquella mujer, Rafaela Márquez. Y pedí a los cielos que, en el futuro, me permitieran volver a encontrarme con ella. Su voz, sus palabras, me habían dejado por dentro una desazón que antes no conocía.
Por primera vez, pensé que el mundo tal vez podía ser diferente a lo que me habían enseñado. Y eso resultaba terrible a la par que esperanzador.
Clara
Si alguien me pregunta cómo empezó todo, no tengo dudas. Fue el día en que me subí a la higuera del convento.
A fin de explicar por qué lo hice, comentaré primero cómo fue que Francisca nos habló de su dote. Ana y yo solíamos discutir entre nosotras por ese tema. Ella, tan bachillera y cargada de razón, aseguraba que iba a conseguir mejor marido que yo. Porfiaba en que lo único que importa a un pretendiente es la hacienda que la novia aporta al matrimonio.
—Tú no tienes idea de cómo son los hombres —decía—. En el mundo de afuera, una mujer vale lo que vale su dote. —Y en eso, ella me ganaba.
—Sí, sabrás tú mucho de los hombres, anda allá —respondía yo sin más intención que irritarla. Pues recelaba que para ellos no todo es cuestión de dineros. También les atrae que la muchacha sea lucida y galana. Y en eso, servidora, la superaba a ella y a todas.
En estas, nos dio por preguntarle a Francisca. Ella nunca participaba en aquellas disputas. Pensábamos nosotras que porque no tenía de qué ufanarse. No es que de aspecto la pobre fuera gran cosa. Y, como callaba, Ana y yo razonábamos que tampoco su dote debía de ser tan lustrosa como para sacarla a colación. Pero ese día exigimos que nos revelara qué caudales tenía en herencia, para compararlos con los nuestros.
Al principio, ella se negó. Tanto y tanto porfiamos que, al fin, acabó cediendo. Entonces comprendimos que, si no había hablado antes, no era por vergüenza, sino por modestia. Y aun por el cariño que nos tenía y porque, pregonando lo suyo, no pensáramos nosotras que nos estaba haciendo de menos.
Resultaba que ella tenía dote por valor de cuatrocientos ducados. ¡Virgen santa! Y nosotras creyendo que tendría que ir al altar vestida de trapillo. ¡Quita! Si hasta guardaba un cielo de palmilla azul para la cama, con sus cortinas y flecos de seda dorada, que valía casi trescientos reales; y almohadas de Holanda con su encaje de la misma seda; y gorgueras también de Holanda; y un vestido de buen terciopelo negro; y basquiña y jubón de gorgorán forrados en tafetán verde... ¡y hasta un verdugado! Y no hablo ya de las alhajas, ni de los relicarios e imágenes santas, ni de los muebles de nogal, ni de las toallas de lienzo de Daroca, ni de los manteles y servilletas de gusanillo, ni de los chapines de Valencia...
Como muchos dicen, más vale andar bien vestido que bien comido. Así pues, lo que a mí me llegó al alma fueron esos trajes de tan hermosos paños. Sobre todo, el verdugado. Mi sueño siempre había sido tener uno, como las damas de la nobleza o las esposas de los mercaderes adinerados. Y salir a la calle con la basquiña bien hueca, con forma de alcuza. Para mí no cabía mayor signo de distinción. ¡Qué importaba que aquella armazón fuese incómoda, que estorbase el paso o que hiciese doler la espalda y la cintura! Lo importante era atraer las miradas, provocar admiración y envidia. Tanta o más admiración, tanta o más envidia como la que, en aquellos momentos, yo sentía por mi amiga.
—Un día, también tendré un verdugado —aseguré—. Y hasta una casa bien elegante, con su estrado para recibir a las visitas, como las damas distinguidas.
—Sí, mujer; y ya puestas, una saleta con damasquillos chinos y un carruaje en la cochera —ironizó Ana, siempre tan fastidiosa—. Y vendrá la marquesa de Mondéjar a tomar el chocolate a tu casa.
Ya por entonces, Ana tenía la habilidad de sacarme de quicio. En eso no ha cambiado.
—Pues lo tendré. ¡Eso y más! ¡Vas a verlo!
Así diciendo, di un golpe al aire, frente a su cara. No para tocarla a ella, faltaría más, sino por dar énfasis a mis palabras. Con tan mala fortuna que la pobre Francisca, que en aquel momento pasaba por delante, vino a quedar en medio y fue ella quien recibió el manotazo. Lanzó un grito, más de sorpresa que de otra cosa, porque no llegué a hacerle daño. Pero lo peor no fue eso, sino que las cosas que llevaba salieron volando y acabaron en las ramas.
Igual tenía que haber mentado antes que estábamos limpiando el suelo de la higuera. En primavera y verano, todas bendecíamos aquel árbol que nos daba sombra fresca y unos frutos que, aun sin aderezo, eran el mejor manjar del mundo. Pero, al llegar el otoño, la cosa cambiaba. Las hojas caían y también los higos que no hubiéramos llegado a coger. Eso, claro, había que limpiarlo. Y no era tarea fácil.
Aquel día, mirad por dónde, nos había tocado a nosotras. Los higos caídos teníamos que meterlos en un saquillo para ver si aún podían aprovecharse en la cocina y, si no, echárselos a los cerdos. Francisca realizaba esta tarea mientras Ana y yo nos encargábamos de las hojas. Así que, con el golpe, se fueron a las ramas las cosas que Franca llevaba en las manos: una escobilla corta y la famosa arpillera de los higos —que menos mal que iba cerrada con cuerda; porque, si nos llegan a caer aquellos encima, habríamos quedado hechas un eccehomo.
—Ahora sí que la has hecho buena —se quejó Ana, como si toda la culpa fuese mía y ella no hubiese tenido nada que ver con aquello.
—¡Calla! —le respondí—. Y ayúdame, que esto podemos arreglarlo.
Intentamos menear el árbol por el tronco por ver si las cosas se sacudían, pero no sirvió de nada. Luego probamos a saltar, pero no alcanzábamos a donde estaban la escoba y el saquillo. ¡También era mala sombra que no se hubieran quedado en las ramas más bajas!
—Aúpame un poco —le dije a Ana—. Voy a trepar ahí arriba.
—Ni hablar de eso. ¿Qué quieres, romperte la crisma? —bufó ella. Y dándose la media vuelta, añadió—: Voy a buscar un palo largo, a ver si logramos hacerlo caer.
Sin esperar respuesta, se alejó. Yo seguía mirando las ramas, meneando la cabeza.
—¡Qué sabrá ella! Siempre se piensa que lo sabe todo, pero no tiene ni idea —rezongué. Luego me giré hacia Franca—. Tú sí lo entiendes, ¿verdad? Lo del estrado de recibir, y el verdugado y la lechuguilla, a eso me refiero. La apariencia lo es todo. A falta de ser hidalgo, al menos parecerlo. —Señalé hacia arriba—. No vamos a estarla esperando, vete a saber lo que tarda. Anda, aúpame tú.
En un paternóster, ya estaba yo encaramada a la copa. La madera nudosa del tronco y las ramas ayudaban a trepar. Aunque tenía las tripas encogidas y había empezado a sudar, había que fingir que nada de aquello me asustaba.
—Ya casi estoy, verás —le decía a Franca—. No es para tanto...
Aunque sí lo era, ya lo creo que sí. Recuperar el saquillo no resultó tan complicado. Pero la condenada escoba... Sobre todo porque, para entonces, yo ya iba con la arpillera a cuestas, y moverme era mucho más engorroso. Francisca me dijo después que ella me había estado llamando, diciéndome que soltara el fardillo y se lo echara. Bien sabe Dios que no oí nada de aquello. Y que tampoco se me ocurrió. El caso era que, cada vez que intentaba aferrar el escobajo, lo que hacía era empujarlo más lejos, o moverlo a otra rama. Pero siempre sin que la bendita cosa cayera al suelo, que parecía tener vida propia y estarse burlando de mí.
Así, al cabo vine a dar al otro extremo de la copa, donde unas ramas pasaban sobre la tapia del convento y asomaban al solar vecino. Lo que allí había entonces era la casa de un maestro de letras, con sus pupilos que acudían a tomar las lecciones. Ese era, al menos, el rumor; aunque las hablillas del convento, en honor a la verdad, no siempre andaban atinadas. Lo que no puede negarse es que a veces se oían voces de muchachos que recitaban a coro alguna lección. Esto ocurría cuando hacía buen tiempo, y era nuestra figuración que entonces se salían al patio a dar la clase. Ni que decir tiene que, cuando tal cosa sucedía, las buenas monjas ponían todo su empeño en alejarnos de ese muro. Y nosotras, en acercarnos lo más posible; aunque en general, sin éxito.
Así que ahí estaba yo, a la vista del patio vecino; que ahora, por ser la estación de frío, estaba desierto. O eso me pareció. Luego vi un movimiento con el rabillo del ojo y me percaté de que sí había alguien. Un mozo joven, quizá cuatro o cinco años mayor que yo. Se le veía de familia próspera, con su cuello y puños de encaje. Vestía jubón ceñido y calzas amplias, todo de fino terciopelo negro. Era apuesto, de buen porte, piernas recias y andar gallardo. Llevaba en la mano una llave y se dirigía a una especie de cobertizo próximo a donde yo me hallaba.
Aunque con gusto me habría quedado un rato mirándolo, estaba claro que tenía que recuperar cuanto antes la escobilla y volverme sin que me viera. No quería ni pensar en lo que me ocurriría si todo se averiguaba y las monjas llegaban a saber de mis andanzas. Pero el bendito cachivache parecía tener intención propia. Volvió a escurrírseme. Y esta vez sí cayó al suelo; pero, mirad por dónde, no al de nuestro convento, sino al del patio de al lado.
Al oír el ruido, el mozo se percató. Se acercó al lugar y agarró el objeto con gesto asombrado. Luego, deduciendo la precedencia, alzó la mirada hacia las ramas. Y allí me vio, con la saya del hábito arremangada hasta bien arriba de las pantorrillas, la toca movida y el pelo desgreñado.
Claro está, no me quedó más remedio que hablarle.
—¡Devolvedme eso! —le grité, antes de que acertara a recuperarse del pasmo—. ¡Es mío!
Las buenas monjas no se cansaban de repetir que, al dirigirnos a alguien, debíamos tener gesto recatado, ojos bajos y voz suave. Y, si además se trataba de una persona de calidad, usar muchas expresiones de obediencia y respeto. Pero a mí —los cielos lo saben— no me salen esas cosas de natural, qué vamos a hacerle. Además, ¿para qué andarse con minucias? Si estaba claro que él debía devolvérmela. ¿Qué zascas iba a hacer un varón con una escobilla de barrer? De seguro que no sabía ni por dónde empuñarla.
Miró el escobajo, luego a mí. Sonrió.
—Te la doy si a cambio me lanzas un beso.
Poco había tardado en superar el estupor. Y, a ver, no es que a mí su propuesta me desagradara del todo. Como ya he dicho, era mozo de no mal aspecto. Pero me molestó su aire bravucón, como si pensase que llevaba las de ganar y a mí no me quedaba más opción que plegarme a su capricho.
—No —dije—. Lanzádmelo y ya está.
—¿Y si no lo hago?
Durante un instante, no supe cómo reaccionar. Luego recordé el saquillo, que aún llevaba a cuestas. Tras todo lo que me había molestado aquella cosa al arrastrarme por las ramas, de algo podía servirme al fin.
—Si no lo hacéis, os espera un chaparrón de higos pochos —respondí, con mi tono más desafiante. Contaba con que aquello bastaría para hacerlo cambiar de opinión—. Elegid vos mismo.
Se echó a reír.
—Por Santiuste, eso habrá que verlo. ¡Vengan esos higos!
Lo cierto era que no había pensado llevar a cabo mi amenaza, pero no me dejó otro remedio. Los cielos son testigos de que cuanto digo es verdad. Así que solté el lazo, agarré un puñado de sustancia pringosa y se lo arrojé sin miramientos sintiendo más lástima por sus ropas que por él mismo.
Lanzó un reniego, dio un paso atrás y se miró la pechera embadurnada como si no pudiera creerlo. Supe que esta vez sí la había liado, y a base de bien. Pero ni siquiera eso me impidió decirle:
—¿Y ahora qué? ¿Me lo devolvéis, sí o no?
En aquel momento se oyó un grito desde el otro lado del patio:
—Por todos los santos, ¿qué está pasando aquí?
El que así había hablado era un hombre alto y escuálido, de frente abultada, cabellos escasos y anteojos sobre la nariz. Debía de ser el maestro. Sentí que me faltaba el aire. Ahora sí que ya no había remedio. El estudiante me delataría o el dómine me descubriría, eso seguro. De esta no había quien me salvara.
El joven, que estaba de espaldas a su profesor, debió de reconocerlo por la voz. Actuó con rapidez, de forma que me dejó desconcertada. Como si ya estuviera poco manchado, tomó los restos de higos de la pechera, se los arrojó a los zapatos y los pisoteó. Luego se dio la vuelta para encararse con el instructor, que se acercaba furibundo. Al hacerlo, ocultó la escobilla a su espalda agarrándola con la mano izquierda mientras con la diestra fingía limpiarse.
—¿Puede saberse qué hace vuestra merced aquí, y no en el almacén trayendo esas resmas de papel que he pedido? —preguntó el maestro, con el entrecejo fruncido y tono nada amable.
—Vi unos higos en el suelo y quise probarlos —respondió el estudiante con desparpajo—. Pero resbalé al pisar uno y caí a tierra.
—Que eso sirva a vuestra merced de escarmiento. ¿No he dicho nunca que no hay que acercarse a la higuera de las monjas?
—Muchas veces, dómine —replicó el mozo—. Demasiadas.
El maestro entrecerró los ojos. Estaba claro que no le había agradado aquella impertinencia.
—¿Y sabe vuestra merced el castigo que le espera por eso?
—Lo sé, dómine. No es la primera vez, ¿verdad?
La escena me dejó sin aliento. Aquel desconocido había mentido por mí. No solo eso; por no delatarme, iba a cargar él con toda la culpa de lo ocurrido. Encima, después del modo en que yo lo había tratado.
El maestro se dio la vuelta; momento que aprovechó el mozo para girarse hacia mí y, con una velocidad pasmosa, lanzarme la escobilla, que yo cacé al vuelo. Luego fue él quien me arrojó un beso, antes de seguir a su profesor.
Los cielos saben que me quedé allí, sin acertar a moverme, durante un tiempo que se antojó una eternidad. Notaba el corazón galopándome en el pecho. Tenía el aliento entrecortado y el estómago revuelto con una sensación extraña. Al final, no recuerdo muy bien cómo, logré hacer el camino de vuelta sobre las ramas y me dejé caer en el patio del convento. Las piernas me temblaban.
Francisca se vino a mí y me abrazó con fuerza. Ana aún no había regresado con su famoso palo, así que tal vez no hubiese transcurrido tanto tiempo como a mí me había parecido.
—¿Qué tienes? —me dijo mi amiga, que parecía espantada—. Virgen santa, ¿estás bien?
No respondí porque ni yo misma lo sabía, pero lo cierto es que sentía como una conmoción en las entrañas.
—Escúchame bien, Clara —me dijo Francisca, con un tono imperativo nada propio de ella—. Tienes que prometerme por lo más sagrado que nunca, jamás, volverás a hacer esto.
Dudé. Me volví hacia la tapia, hacia el patio que había más allá, hacia el joven desconocido. Me di cuenta entonces de que ni siquiera sabía su nombre. Mi amiga me tomó de los hombros y me obligó a girarme de nuevo hacia ella.
—Prométemelo, Clara, por lo que más quieras. No vuelvas a hacerlo, por favor. Casi me muero del susto.
Miré a Francisca, mi querida Franca, tan pálida, con su rostro angustiado y sus grandes ojos pardos llenos de preocupación.
—No volveré a hacerlo. Te lo prometo.
La abracé, que no hay modo mejor de sellar un juramento. Eso significaba que no volvería a ver al joven del otro lado. Pero eso no impediría que siguiera pensando en él. Ya entonces estaba segura de que no iba a olvidarlo.
Francisca
Todo empezó el día en que la madre superiora me hizo llamar. Adiviné que se trataba de algo realm