Leonís. Vida de una mujer

Andrés Ibáñez

Fragmento

cap-1

PRELUDIO

Tres retratos

En el viejo barrio de La Latina de Madrid, en una callejuela de cuyo nombre no quiero acordarme, existe, hasta el día de hoy, un caserón antiguo que ostenta el curioso nombre de Palacio de las Calas. El edificio no impresiona en exceso desde fuera, y su arquitectura de piedra leonada se funde insensiblemente con la de los otros edificios del viejo barrio medieval. Tiene un gran portón de madera coronado con un escudo nobiliario y un jardín aledaño protegido por un alto muro de mampostería, por encima del cual se vislumbran las copas de varios cipreses.

Una fría mañana de principios del invierno del año 1938, se vio a una figura descender a toda prisa por la callejuela y dirigirse al Palacio de las Calas. Era una mujer joven, de no más de treinta años, alta y de buena planta, que llevaba un bolsito en la mano derecha y un rollo de papel de estraza bajo el brazo izquierdo. Se acercó a la casa, sacó del bolso una gran llave de hierro, abrió el portón sin la menor dificultad y desapareció en el interior.

Una vez dentro, cerró la puerta apoyándose en ella y suspiró como si acabara de dejar atrás un peligro. Luego echó a caminar a través de una sucesión de habitaciones en las que no había ni un solo mueble y en las que resonaba con fuerza el eco de sus tacones. Subió al piso superior, recorrió un pasillo y entró en una estancia bastante amplia cuyas paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo. Aquí sí había algunos muebles, muy pocos. Frente a la ventana, una mesa de despacho de madera de castaño y al lado una silla con respaldo de ratán. Sobre la mesa, una escribanía de piel y una lámpara de pantalla. La mujer dejó el bolso y el rollo de papel de estraza sobre la mesa, abrió las contraventanas para que entrara bien la luz y luego, por espacio de unos instantes, se puso a contemplar los miles de volúmenes de la biblioteca girando sobre sí misma. A la luz grisácea de la mañana los lomos de los libros brillaban débilmente como joyas. Muchos tenían, de hecho, tejuelos y nervios de oro, ya que había entre ellos volúmenes muy antiguos y ejemplares muy valiosos. ¿Cuánto tiempo, cuántos siglos, cuántas vidas habían sido necesarias para reunir una biblioteca como aquella?

—¡Adiós, viejos amigos míos! —dijo la mujer en voz alta—. ¡Quién sabe si nos volveremos a ver alguna vez!

Luego se dirigió a la habitación de al lado, una alcoba en la que había también algunos muebles: un armario de lunas, una cama de matrimonio y un antiguo espejo de forma oval colgado en la pared.

Recordaba con toda claridad el día en que había comprado aquel espejo y el precio que había pagado por él en una moneda que ya no existía. En cierto modo la historia de aquella casa era la historia de su vida, y la historia de su vida, la de la casa. Ahora se hallaba medio vacía, pero tiempo atrás había estado abarrotada de muebles de todo tipo, de alfombras, de cuadros, de figuritas, de tapices, de lámparas. Los muebles habían entrado y habían salido. Las alfombras se habían apolillado y habían sido sustituidas por otras. Luego los ladrones se habían ocupado de hacer desaparecer muchas otras cosas, y también ese otro gran ladrón, el tiempo, aunque afortunadamente los asaltantes humanos, que habían llegado a robarle cuberterías y vajillas enteras, nunca habían sentido el menor interés por los libros.

Era su casa, pero ya no era su casa. La casa le pertenecía, pero ella ya no pertenecía a la casa. Se marchaba de España, y no sabía si volvería alguna vez. Habían sido dos años y medio de guerra en Madrid, de continuos bombardeos, de muerte, de violencia, de hambre. Madrid había resistido y seguía resistiendo, pero cada vez se hacía más evidente que la guerra estaba perdida. Y ella, ¿a qué estaba esperando? ¿Por qué había tardado tanto en marcharse? Todavía había una extensa parte del país que no había caído en manos de los rebeldes, toda la mitad sudeste de la península desde Madrid hasta la costa, desde Valencia hasta Almería. Hacia allí, hacia los puertos del Mediterráneo, se dirigían ahora todos los que deseaban huir, con la esperanza de encontrar algún barco que quisiera acogerles para llevarles a Francia o a Inglaterra. Cada día que pasaba, la situación se hacía un poco más difícil.

Perder la casa no le dolía tanto como perder los miles de libros de su biblioteca, pero había dos cosas que no quería y que no podía perder de ningún modo.

Se dirigió al armario de lunas, lo abrió y apartó los dos o tres vestidos que colgaban de la barra. La pared del fondo del armario era falsa, y consistía en dos paneles de madera que se retiraban con facilidad revelando un doble fondo del que extrajo dos bultos bien embalados en telas gruesas. Los puso sobre la cama y los fue desembalando con cuidado. Eran dos cuadros, uno de ellos pintado en una tabla, el otro en un lienzo con un marco sencillo. No eran muy grandes, pero ¿cómo iba a llevárselos? Era necesario protegerlos bien, ya que eran dos joyas de un valor incalculable y no podía imaginarse qué clase de dificultades y de inclemencias le aguardaban en su huida: el tren, si tenía suerte, los caminos embarrados, la lluvia, malas posadas, un barco hasta Marsella o cualquier otro puerto fuera de España, bodegas, aduanas, quizá incluso la detención, el campo de concentración... Se dijo que lo mejor era quitar el marco al lienzo para que abultara menos y luego envolver ambos cuadros con telas y luego con papel de estraza. Los metería en una maleta, bien acolchados con su ropa.

Tras desenvolver los cuadros, los colocó uno al lado del otro sobre la cama. La tabla parecía de fines del siglo XV y representaba el busto de una dama muy elegante, enfundada en un precioso vestido de brocado rojo y dorado entreverado de esas perlas diminutas llamadas aljófares. Se trataba de una mujer muy bella, de cabellos oscuros peinados en dos gruesos rodetes a los lados que dejaban el cuello desnudo, y grandes ojos morenos y melancólicos que apartaban modestamente la mirada, dentro de la moda de los retratos femeninos de la época. Después de contemplarlo por espacio de unos minutos, le dio la vuelta. Por el otro lado de la tabla había otro retrato de la misma dama, pero en este, que sin duda debía permanecer secreto cuando el cuadro estuviera enmarcado, aparecía completamente desnuda, mostrando el pecho, con apenas un collar de perlas y una cinta de terciopelo cruzándole la frente para atenuar su desnudez. En este otro retrato, la mujer miraba directamente a los ojos del espectador con un gesto de tranquila confianza y una sonrisa apenas esbozada en los labios. Era, pues, un doble retrato de la misma mujer, anverso y reverso, vestida y desnuda, y estaba ejecutado con la delicadeza y la pulcritud características de la pintura holandesa del primer renacimiento.

El otro cuadro, el lienzo, era también un retrato, pero de un hombre joven, como de unos treinta años. El retratado iba vestido con una levita azul índigo, un chaleco plateado estampado de flores celestes y una corbata blanca anudada al cuello, a la moda de finales del siglo XVIII, y sostenía un librito en la mano derecha. Parecía un hombre elegante y refinado pero también agradable e inteligente. No cabía duda de que el pintor le miraba con simpatía y con afecto cuando le hizo el retrato, y que quería no solo representar unos rasgos físicos, sino también la persona interior, el carácter, el temperamento.

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