Leonís. Vida de una mujer

Andrés Ibáñez

Fragmento

cap-1

PRELUDIO

Tres retratos

En el viejo barrio de La Latina de Madrid, en una callejuela de cuyo nombre no quiero acordarme, existe, hasta el día de hoy, un caserón antiguo que ostenta el curioso nombre de Palacio de las Calas. El edificio no impresiona en exceso desde fuera, y su arquitectura de piedra leonada se funde insensiblemente con la de los otros edificios del viejo barrio medieval. Tiene un gran portón de madera coronado con un escudo nobiliario y un jardín aledaño protegido por un alto muro de mampostería, por encima del cual se vislumbran las copas de varios cipreses.

Una fría mañana de principios del invierno del año 1938, se vio a una figura descender a toda prisa por la callejuela y dirigirse al Palacio de las Calas. Era una mujer joven, de no más de treinta años, alta y de buena planta, que llevaba un bolsito en la mano derecha y un rollo de papel de estraza bajo el brazo izquierdo. Se acercó a la casa, sacó del bolso una gran llave de hierro, abrió el portón sin la menor dificultad y desapareció en el interior.

Una vez dentro, cerró la puerta apoyándose en ella y suspiró como si acabara de dejar atrás un peligro. Luego echó a caminar a través de una sucesión de habitaciones en las que no había ni un solo mueble y en las que resonaba con fuerza el eco de sus tacones. Subió al piso superior, recorrió un pasillo y entró en una estancia bastante amplia cuyas paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo. Aquí sí había algunos muebles, muy pocos. Frente a la ventana, una mesa de despacho de madera de castaño y al lado una silla con respaldo de ratán. Sobre la mesa, una escribanía de piel y una lámpara de pantalla. La mujer dejó el bolso y el rollo de papel de estraza sobre la mesa, abrió las contraventanas para que entrara bien la luz y luego, por espacio de unos instantes, se puso a contemplar los miles de volúmenes de la biblioteca girando sobre sí misma. A la luz grisácea de la mañana los lomos de los libros brillaban débilmente como joyas. Muchos tenían, de hecho, tejuelos y nervios de oro, ya que había entre ellos volúmenes muy antiguos y ejemplares muy valiosos. ¿Cuánto tiempo, cuántos siglos, cuántas vidas habían sido necesarias para reunir una biblioteca como aquella?

—¡Adiós, viejos amigos míos! —dijo la mujer en voz alta—. ¡Quién sabe si nos volveremos a ver alguna vez!

Luego se dirigió a la habitación de al lado, una alcoba en la que había también algunos muebles: un armario de lunas, una cama de matrimonio y un antiguo espejo de forma oval colgado en la pared.

Recordaba con toda claridad el día en que había comprado aquel espejo y el precio que había pagado por él en una moneda que ya no existía. En cierto modo la historia de aquella casa era la historia de su vida, y la historia de su vida, la de la casa. Ahora se hallaba medio vacía, pero tiempo atrás había estado abarrotada de muebles de todo tipo, de alfombras, de cuadros, de figuritas, de tapices, de lámparas. Los muebles habían entrado y habían salido. Las alfombras se habían apolillado y habían sido sustituidas por otras. Luego los ladrones se habían ocupado de hacer desaparecer muchas otras cosas, y también ese otro gran ladrón, el tiempo, aunque afortunadamente los asaltantes humanos, que habían llegado a robarle cuberterías y vajillas enteras, nunca habían sentido el menor interés por los libros.

Era su casa, pero ya no era su casa. La casa le pertenecía, pero ella ya no pertenecía a la casa. Se marchaba de España, y no sabía si volvería alguna vez. Habían sido dos años y medio de guerra en Madrid, de continuos bombardeos, de muerte, de violencia, de hambre. Madrid había resistido y seguía resistiendo, pero cada vez se hacía más evidente que la guerra estaba perdida. Y ella, ¿a qué estaba esperando? ¿Por qué había tardado tanto en marcharse? Todavía había una extensa parte del país que no había caído en manos de los rebeldes, toda la mitad sudeste de la península desde Madrid hasta la costa, desde Valencia hasta Almería. Hacia allí, hacia los puertos del Mediterráneo, se dirigían ahora todos los que deseaban huir, con la esperanza de encontrar algún barco que quisiera acogerles para llevarles a Francia o a Inglaterra. Cada día que pasaba, la situación se hacía un poco más difícil.

Perder la casa no le dolía tanto como perder los miles de libros de su biblioteca, pero había dos cosas que no quería y que no podía perder de ningún modo.

Se dirigió al armario de lunas, lo abrió y apartó los dos o tres vestidos que colgaban de la barra. La pared del fondo del armario era falsa, y consistía en dos paneles de madera que se retiraban con facilidad revelando un doble fondo del que extrajo dos bultos bien embalados en telas gruesas. Los puso sobre la cama y los fue desembalando con cuidado. Eran dos cuadros, uno de ellos pintado en una tabla, el otro en un lienzo con un marco sencillo. No eran muy grandes, pero ¿cómo iba a llevárselos? Era necesario protegerlos bien, ya que eran dos joyas de un valor incalculable y no podía imaginarse qué clase de dificultades y de inclemencias le aguardaban en su huida: el tren, si tenía suerte, los caminos embarrados, la lluvia, malas posadas, un barco hasta Marsella o cualquier otro puerto fuera de España, bodegas, aduanas, quizá incluso la detención, el campo de concentración... Se dijo que lo mejor era quitar el marco al lienzo para que abultara menos y luego envolver ambos cuadros con telas y luego con papel de estraza. Los metería en una maleta, bien acolchados con su ropa.

Tras desenvolver los cuadros, los colocó uno al lado del otro sobre la cama. La tabla parecía de fines del siglo XV y representaba el busto de una dama muy elegante, enfundada en un precioso vestido de brocado rojo y dorado entreverado de esas perlas diminutas llamadas aljófares. Se trataba de una mujer muy bella, de cabellos oscuros peinados en dos gruesos rodetes a los lados que dejaban el cuello desnudo, y grandes ojos morenos y melancólicos que apartaban modestamente la mirada, dentro de la moda de los retratos femeninos de la época. Después de contemplarlo por espacio de unos minutos, le dio la vuelta. Por el otro lado de la tabla había otro retrato de la misma dama, pero en este, que sin duda debía permanecer secreto cuando el cuadro estuviera enmarcado, aparecía completamente desnuda, mostrando el pecho, con apenas un collar de perlas y una cinta de terciopelo cruzándole la frente para atenuar su desnudez. En este otro retrato, la mujer miraba directamente a los ojos del espectador con un gesto de tranquila confianza y una sonrisa apenas esbozada en los labios. Era, pues, un doble retrato de la misma mujer, anverso y reverso, vestida y desnuda, y estaba ejecutado con la delicadeza y la pulcritud características de la pintura holandesa del primer renacimiento.

El otro cuadro, el lienzo, era también un retrato, pero de un hombre joven, como de unos treinta años. El retratado iba vestido con una levita azul índigo, un chaleco plateado estampado de flores celestes y una corbata blanca anudada al cuello, a la moda de finales del siglo XVIII, y sostenía un librito en la mano derecha. Parecía un hombre elegante y refinado pero también agradable e inteligente. No cabía duda de que el pintor le miraba con simpatía y con afecto cuando le hizo el retrato, y que quería no solo representar unos rasgos físicos, sino también la persona interior, el carácter, el temperamento. El de aquel joven parecía agradable, sí, pero también algo frívolo, poco profundo. ¿Y de quién era el pincel capaz de mostrar tales sutilezas psicológicas solo aplicando manchas de colores oleaginosos sobre un trozo de tela? La firma que aparecía en la esquina inferior derecha no dejaba lugar a dudas: Goya.

Goya, decía la firma, y la calidad y el estilo del retrato hacían que la firma fuera del todo innecesaria, ya que el cuadro era, sin duda, de Francisco de Goya y no podía ser de ningún otro. Pero ¿quién ha oído hablar de este retrato de un joven aristócrata vestido con una levita azul? ¿Quién lo ha visto alguna vez? No aparece mencionado en ningún sitio, ni reproducido en ningún catálogo.

El doble retrato de la mujer debía de ser de principios del siglo XVI, el de Goya, de finales del siglo XVIII. Trescientos años los separaban. No podían ser más distintos en cuanto al estilo y la técnica. Y sin embargo, ambos rostros, el de la mujer y el del hombre, resultaban tan extraordinariamente parecidos que uno hubiera dicho que se trataba de miembros de una misma familia, quizá madre e hijo. A pesar de los trescientos años que los separaban, bien podrían haber sido hermanos, quizá hermanos gemelos.

La mujer pasó un largo rato contemplando ambas pinturas. Luego quitó con cuidado el marco del retrato de Goya, envolvió de nuevo los dos cuadros en las telas y a continuación comenzó a embalarlos con papel de estraza y bramante a fin de dar a los paquetes la apariencia de cosas de poco valor. Mientras lo hacía, las lágrimas le corrían por el rostro.

cap-2

LIBRO PRIMERO

cap-3

1. El unicornio

Recuerdo muy bien cuándo fui consciente de mí misma por primera vez. Mi vida había sido como una niebla hasta ese momento, pero de pronto, quién sabe por qué, me desperté. ¿Dónde estaba yo entonces? ¡Era tan niña! Tenía solo quince años, aunque en aquella época se consideraba que ya era una mujer. Era la primera vez que entraba en la Universidad de Salamanca, la casa de los estudios con la que tanto había soñado. Allí, en el vestíbulo, había una panoplia donde se exhibía un cuerno de unicornio, una larguísima espada de marfil recorrida en toda su longitud por una línea espiral, que había adornado, tiempo atrás, la frente de una de esas bestias santas que tan difíciles son de ver y de apresar. Yo había oído hablar de aquella reliquia de la que la universidad estaba justamente orgullosa, una de las pocas de su clase que existen en el mundo. Y algo me sucedió en ese momento: era como si aquel cuerno fuera la primera cosa verdaderamente real que hubiera visto en mi vida.

«¡Soy Inés! —me dije, con una sensación de sorpresa que me recorrió el espinazo como un fuego frío—. Soy yo, Inés. ¡Estoy aquí!».

Y hasta ese momento, ¿dónde había andado yo escondida? ¿Cómo había vivido? En una cueva, en la oscuridad, dormida. Y ahora había despertado.

Era el 18 de octubre del año de Nuestro Señor de 1484, festividad de San Lucas y día de inicio de las clases. Unos días atrás me había presentado ante el cancelario y el Juez de Estudio y a pesar de que no llevaba las ropas reglamentarias, la sotana y el manteo prescritos, sino un vestido de mujer serio y recatado y cerrado hasta la barbilla que mi tía había considerado más adecuado a mi sexo, me habían dado la papeleta con la inscripción «Va arreglado en traje», sin la cual no podía inscribirme en la matrícula. De modo que pagué los siete maravedíes que, si mi memoria no me engaña, costaba entonces matricularse en Salamanca y firmé el juramento de lealtad al decano. Todos me miraban con asombro, casi con espanto, aunque no era yo la primera mujer que asistía a Salamanca. Ya me había precedido Beatriz Galindo, famosa por su dominio de la lengua latina, y me seguirían algunas otras como Luisa de Medrano, ya que en aquellos tiempos las cosas no resultaban tan difíciles para las mujeres como lo serían un poco más tarde, tras la muerte de la reina Isabel.

Cuando entré en la clase vi que los primeros bancos estaban ya ocupados por los pajes y criados de los alumnos ricos, llamados «generosos», cuyos amos los enviaban muy temprano para que les reservaran los mejores sitios, aunque a mí, siendo mujer, me habían reservado un banco aparte de los demás donde no tendría que dar codazos para hacerme sitio y podría tomar mis notas sin dificultad. Llevaba yo conmigo, como todos los estudiantes, un tintero de cuerno lleno de tinta, un par de plumas de ganso bien cortadas y un cartapacio con pliegos para tomar apuntes. Todos me miraban, y me pareció que al entrar yo en la clase se hizo un silencio expectante. No se habrían admirado más de ver a una mona con un cuerno de tinta y un cartapacio debajo del brazo.

Pero ¿no había acaso mujeres por todas partes, en las calles y en las casas, en las lavanderías y en los palacios, tirando del arado y vendiendo cebollas en el mercado? ¿Por qué ver a una mujer en aquellas salas parecía algo tan extraordinario?

Yo, como es natural, no hice ningún caso. Todo me maravillaba. Había en aquel lugar un ambiente de seriedad y de propósito que me emocionaba profundamente. Aunque no tardaría en descubrir que no todo en Salamanca eran estudio y latines, en aquel momento yo me sentía como si hubiera llegado al empíreo de los saberes y a la cima de la eminencia humana. Enseguida se llenó la clase y se abarrotaron los bancos, que eran estrechos y carecían de respaldo y tenían una tabla delante sobre la cual los estudiantes se apoyaban para tomar sus notas. Luego entró el maestro, fray José de Calderuega, un clérigo de gesto bondadoso y ojos fríos de águila, subió a su cátedra, que era como una torre de madera a la que se accedía por una escalerilla y que me parecía tan imponente como un púlpito, y se dirigió a la clase en latín, para confusión y risa de los estudiantes, muchos de los cuales no entendían ni palabra.

—¿Qué es lo que he dicho? —preguntó también en latín, ya que en aquellas estancias venerables no se hablaba otra lengua.

Como nadie decía nada, yo le respondí también en latín, diciendo que acababa de citar unos versos del canto tercero de la Eneida.

—¿Puedes escandir los hexámetros?

Hice lo que me pedía, roja como una amapola y rogando a Dios que no me fallara la voz.

—Tu latín es excelente —me dijo fray José—. ¿Dónde lo has aprendido?

—En la casa de mis padres —dije bajando los ojos modestamente.

—¿Tú sola? —se sorprendió.

—Sí, padre, yo sola, con un diccionario y las gramáticas de Prisciano y de Donato.

Hubo un rumor de admiración en la clase, y también algunas risas.

Cuando terminaron las clases esa mañana, uno de los estudiantes que se sentaban en las últimas filas se acercó a mí.

—¿Cómo te llamas? —me dijo.

—Soy Inés de Padilla —dije.

—Tú no eres de Salamanca. ¿De qué nación eres?

—De Madrid.

—Eso es la Mancha —dijo otro de sus compañeros.

—No —dije yo—, Madrid es Madrid.

No sabía yo entonces que en Salamanca todos los estudiantes están repartidos en «naciones», y que cada nación tiene un distintivo que los estudiantes suelen llevar cosido a su manteo: una aceituna los andaluces, una espiga los castellanos, una botella los de La Rioja...

¡Tenía tantas cosas que aprender! Aquel lugar me fascinaba tanto como me aterraba. En la Universidad de Salamanca todo estaba rigurosamente organizado. La ciudad entera gravitaba en torno a la universidad y era la universidad la que imprimía su carácter alegre, juvenil y montaraz a la ciudad entera. ¿De qué nación era yo? Creo que fue en ese momento cuando comencé a comprender que Salamanca era un mundo complicado y que había muchas cosas que aprender allí además de latín, gramática y retórica.

—Ven, Inés de Padilla —me dijo el estudiante—, unos cuantos de nosotros vamos a reunirnos en los jardines para traducir a Horacio. Tú podrías ayudarnos, que ya se ve que eres una latina como Beatriz Galindo.

Yo era muy joven entonces, ignorante e inocente, y me sentí fascinada y maravillada por esas palabras. El que me hablaba era un muchacho bastante más alto que yo, con rasgos varoniles y agradables y unos ojos verdes que me parecieron cautivadores. Se llamaba Félix, los otros dos, García y Francisco. No tenían ropas ricas, pero tampoco parecían manteístas ni sopistas.

Estaba yo muy contenta porque ya en mi primer día en Salamanca había logrado hacer amigos, y me prometía una conversación muy sabrosa sobre Horacio, cuyas odas conocía a la perfección y cuya «Epístola a los pisones» me sabía casi de memoria.

Salimos de la universidad y echamos a caminar y enseguida, no sé ni cómo, nos encontramos en una era, un terreno inclinado de algo menos de una fanega de tierra, que bajaba escalonadamente hacia el Tormes. Más abajo había un huerto con una noria, un algarrobo muy grande y un burro de pelaje oscuro atado al tronco del algarrobo. El prado donde nos hallábamos estaba sin cultivar, todo lleno de un aroma de hinojos tan intenso que casi me mareaba. Cuando entramos allí, me parecía como si fuera aquel un jardín de los que aparecen en las novelas sentimentales, en los que cada cosa tiene un significado: una fuente son los ojos, una rosa son los labios, un templete es el corazón, y poseída por esos pensamientos y por el recuerdo de esos jardines mágicos de los tapices y las estampas, dije sin pensar:

—El unicornio.

Pensaron que hablaba del burro que estaba un poco más abajo, y se echaron a reír.

—Unicornio es —dijo entonces García, que era el más deslenguado de los tres—, pero el cuerno no lo tiene en la frente.

Y era cierto que el animal, aunque no era la época del estro, se encontraba como suelen hallarse las bestias en primavera. Hicieron muchas bromas con el cuerno de marfil que tenía el burrito tan bien dispuesto, y luego nos sentamos entre las matas de hinojo, y me pregunté cómo íbamos a poder estudiar allí a Horacio.

—Saca las Sagradas Escrituras —dijo Francisco.

Félix abrió una escarcela que llevaba y sacó de allí una bota de cuero dentro de la cual, con toda evidencia, no había latín.

—La sangre de Cristo —anunció con tono de cura santurrón.

Yo estaba un poco asustada, pero también sedienta. Todos bebían y yo también, aunque aquel no era un vino como el que yo había tomado en mi casa o en casa de mi tía, sino otro más espeso, que enseguida se me subió a la cabeza. Insistían e insistían en que bebiera, y yo por no desairarles me bebí la bota casi entera, y de pronto noté que veía chiribitas y que todas las cosas me daban vueltas.

Entonces ellos me cogieron entre los tres y empezaron a tocarme, mientras me seguían diciendo cosas muy amistosas y con mucha guasa, como si todos fuéramos viejos amigos, y yo notaba sus manos en todas partes, pero sobre todo en las tetas, que me pellizcaban con fuerza. Intenté gritar, pero me taparon la boca y luego me agarraron y me dieron la vuelta, y yo de pronto no sabía dónde estaba ni lo que sucedía. Pensé en el cuerno del unicornio, pensé en el burrito atado al algarrobo de un poco más abajo, pensé en que el burrito se transformaba en el blanco unicornio de crines de oro y que se acercaba hacia mí con sus belfos color de camelia y sus ojos color de mandarina y noté entonces cómo me daban vueltas entre ellos, como jugando, pasando de las rodillas de uno a las de otro en medio del aroma intenso y mareante de las umbelas de los hinojos en flor, y cómo me levantaban las faldas y la camisa, y de pronto me di cuenta de que estaba boca abajo y con las nalgas al aire, porque notaba la brisa fresca entrando por mis muslos y por mis partes, y sentí una vergüenza tan grande que me ardían las mejillas, pero también, no sé por qué, tenía ganas de reír y estaba como esperando a ver qué hacían aquellos ganapanes ahora que me tenían así, tendida sobre las rodillas de uno de ellos y con el culo al aire. «Dios mío —me dije, tan mareada y ebria como estaba—, ¿qué me va a suceder ahora?». Pensé que me iban a forzar pero a pesar de todo no lograba gritar, ni tampoco sentir verdadero miedo. Todavía hoy no puedo comprender aquella reacción mía de aquel día, aquella sensación de peligro entreverada de placer y maravilla. A pesar de todo, intenté soltarme y gritar con todas mis fuerzas para pedir ayuda, pero me tenían bien sujeta y amordazada. Y de pronto, empecé a oír unos gritos y noté que me dejaban caer al suelo.

Me incorporé como pude. En el extremo de la era, por detrás de un olivo, había aparecido un muchacho vestido con ropas negras de estudiante que arrojaba piedras a mis atacantes y les gritaba que me soltaran.

—¡Soltadla! ¡No seáis malnacidos!

—¡Tú sí que eres malnacido, judío! —le dijo Félix muy furioso.

Los tres empezaron a tirarle piedras al muchacho, que se refugió tras el tronco del olivo pero seguía gritando.

—¡Soltad a la moza y no diré nada! ¡Dejad que se vaya!

Fueron allí corriendo y le agarraron entre los tres. Era muy pequeño y delgado, y parecía tullido. Tenía una ligera joroba y una pierna más corta que la otra que le hacía caminar cojeando. Su rostro era muy fino y delicado, sin apenas bozo, casi como el de una muchacha, pero tenía el ojo derecho cubierto con una nube azulada. Yo parecía más alta y fuerte que él, y me sorprendió que hubiera tenido el arrojo de enfrentarse él solo a los otros tres valentones.

Le llevaban con ellos tirando de él y dándole golpes y pescozones, y el muchacho no tenía fuerza para resistirse.

—¡Vamos, judío! —le decían—. ¿Ves ese burro de ahí? Pues vas a besarle el culo.

Aquella nueva posibilidad de diversión les había hecho olvidarse de mí. Contemplé horrorizada, temblando y con lágrimas en los ojos, cómo arrastraron al delicado muchacho judío hasta el huerto de más abajo, y cómo, mientras uno levantaba el rabo del burro, los otros dos le obligaban a besar el trasero del animal y, puesto que se negaba a hacerlo, le hundían allí la cabeza.

—¡Bésalo, inmundo! —le decían entre carcajadas.

Yo me alejé de allí corriendo. Pero no sabía cómo regresar a la universidad ni por qué corredores ni callejuelas me habían traído hasta allí.

Por fortuna, mis atacantes se cansaron enseguida de vejar al muchacho judío, que fue tras mis pasos y me encontró perdida por las callejas.

—¿Te han hecho daño? —me preguntó.

—No, tú me has salvado —le dije con gratitud.

Nos alejamos de allí, cruzamos una puerta de un muro y ya estábamos de nuevo en la ciudad.

Ahora que le tenía al lado veía que yo era, en efecto, más alta que él y me maravillé de la cantidad de desgracias que le aquejaban: la corcova, la cojera, la mancha azul y la nube que cubrían su ojo derecho. Sin embargo su rostro era agradable y delicado, y podría incluso haber sido hermoso.

—No vayas con esos —me dijo—. Son la vergüenza de Salamanca, siempre con naipes y con mancebías.

—¿Y tú quién eres?

—Soy Miguel Abravanel.

—Miguel es nombre cristiano.

—Y también judío —dijo el muchacho—. No somos tan diferentes de vosotros como creéis.

—Pero no vais a misa.

—No, eso no.

—Y no creéis en Jesucristo.

—No.

Regresamos a la universidad, donde ya estaba Marcela, la criada de mi tía, envuelta en lágrimas y preguntando por mí en todas partes, que pensaba que me habían robado y que tendría que regresar sin mí a casa y que mi tía la haría azotar. Cuando me vio me agarró de los hombros y me preguntó dónde me había metido. Miguel le dijo que como no conocía la universidad me había perdido buscando la salida, y así regresé a casa de mi tía, avergonzada, borracha y temblando de sensaciones nuevas, no todas tan desagradables como hubiera sido lógico esperar. Me encontraba yo, la verdad sea dicha, bastante asustada conmigo misma. ¿Qué habría pasado si no llega a aparecer Miguel Abravanel? ¿Qué habrían hecho conmigo Félix y los otros dos? Y sobre todo, ¿cuánta resistencia habría opuesto yo a sus ansias? ¿Me habría defendido o me habría dejado hacer?

cap-4

2. Miguel

Desde aquel día, Miguel Abravanel fue mi amigo y mi confidente. La siguiente vez que nos vimos me trajo un regalo: un fino estilete de acero con su funda de cuero y dos correítas para atarla. A partir de entonces lo llevaba siempre en la pantorrilla derecha. Sentirlo allí me proporcionaba una sensación de seguridad.

Miguel era muy dulce y muy sabio y resplandecía en el latín, el griego y el hebreo. Era su propósito aprender también arameo y caldeo para poder leer así los textos de la Biblia en sus lenguas originales. Discutíamos a menudo, a la salida de las clases, caminando por las calles de Salamanca o saliendo a las eras y prados que rodean la ciudad, especialmente las huertas de avellanos y almendros de las orillas del Tormes.

—Pero tú, Inés, ¿qué vas a hacer? ¿No vas a casarte?

—Yo soy de familia hidalga, pero mi padre no tiene fortuna y no puede dotarme —le explicaba yo—. Por eso quiere que entre en religión.

—Pero ¿tú quieres ser monja y vivir apartada del mundo?

—¡Si yo pudiera elegir...! —decía yo—. Pero así fue dispuesto desde que era muy chica, que mi hermano Don Fernán entraría en la carrera de las armas y yo entraría en la orden de las carmelitas.

Pensar en todo aquello me llenaba de melancolía, porque lo que yo verdaderamente deseaba era leer y aprender para convertirme en una «latina», una mujer sabia, pero también deseaba casarme y conocer el amor.

Un día Miguel Abravanel me regaló unos bollitos de miel y de almendra con aroma de azahar. Eran deliciosos, y aunque quise convidarle a él también insistió en que eran para mí y solo para mí. Siempre he sido aficionada a los dulces, y mi amigo se reía al verme comerlos y relamerme y chuparme los dedos y poner los ojos en blanco. No me di cuenta del sacrificio que había hecho hasta que un día, al entrar en una de las pastelerías que hay cerca de la catedral, vi que bajo el mostrador había unos cuantos libros atados con una correa, y me pareció reconocer la correa.

—¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Qué hacen ahí esos libros?

—Algunos estudiantes los empeñan para comprar pasteles —me dijo la dueña de la tienda—. ¿Le interesan estos a vuestra merced?

Pedí verlos, desabroché la correa y vi que, en efecto, eran los libros de Miguel. Pagué lo que la pastelera pedía por ellos, que era mucho más que lo que costaban los pasteles, y al día siguiente se los devolví a Miguel, reprendiéndole por lo que había hecho. Él parecía tan corrido y avergonzado que no sabía qué decir.

Vivía en la Aljama, la judería de Salamanca, que estaba situada muy cerca de la universidad. Tiempo atrás la judería había sido grande y floreciente, ya que los mercaderes judíos daban mucho dinero al rey para sus empresas y conquistas. Los médicos judíos eran, también, los más renombrados, y muchos señores y prelados principales, incluido el rey Don Fernando, se preciaban de tener médicos judíos. Pero desde hacía un tiempo la convivencia con los judíos había ido empeorando sobre todo a causa de los gravámenes impuestos por la corona, que se unían ahora a los que se debían a los acreedores israelitas.

—¿Ves? —me decía Miguel cuando caminábamos por la Rúa Nueva, que era la vía principal de la Aljama—, tiempo atrás aquí había una midrash y una yeshiva, que son las escuelas donde nosotros aprendemos nuestra fe, y también había una gran sinagoga. Nada de eso existe ya: la midrash es ahora el Hospital del Estudio, y la Sinagoga Vieja, la iglesia de San Salvador. La universidad va ocupando edificios, y nos obliga a vendérselos a precio de ganga. Nos van cerrando y aplastando.

Yo había oído contar tantas cosas malas de los judíos que no sabía qué contestarle. Se decía que a veces robaban niños cristianos y los mataban, o que hacían escarnio de imágenes sagradas de vírgenes y cristos, azotándolas o profanándolas de otras maneras. Algunos judíos habían sido quemados en la hoguera por ofensas como aquellas, algunos en efigie, otros en persona.

—Pero Miguel —le decía yo—, ¿no sería más fácil que tu familia y tú os convirtierais a la fe cristiana?

—Tú tienes tu fe y yo tengo la mía —me decía él, apretando el gesto.

—Pero muchos se convierten —le decía yo.

—Sí, muchos se convierten a la fuerza, o por miedo a que les maten o les quiten todo lo que tienen. ¿Qué valor puede tener una conversión así?

Un día me llevó a su casa para que conociera a su madre y a sus hermanas. Yo nunca había entrado por aquellas callejuelas tan estrechas y sórdidas. Con los expolios y las expropiaciones, los judíos habían visto de tal modo reducido su espacio vital que habían empezado a unir unas casas con otras y también a edificar en huertos y jardines, cegando algunas calles y reduciendo las plazas a rincones en los que apenas podían colocarse los puestos de los mercaderes.

La casa donde él vivía tenía un huerto minúsculo en el que había apenas espacio para el pozo del que sacaban el agua. Ese día conocí a las hermanas de Miguel, que se llamaban Sara, como la mujer de Abraham, y Abigail, como una de las esposas del rey David. Eran muy bonitas las dos, lo cual me sorprendió al compararlas con mi pobre amigo, lusco, zambo y corcovado. Tenían una jineta doméstica con la cual jugaban y a la que vestían con lazos y haldas como si fuera una niña como ellas, y los ojos de las dos me recordaban a los grandes ojos negros y vivos de la jineta.

—¿Te vas a casar con Miguel? —me preguntó Abigail, la más pequeña, en un momento en que Miguel salió de la habitación para ir a buscar unas galletas que nos había hecho su madre.

—No puedo —le dije con cariño—. Yo soy cristiana.

—Pero ¿si fueras como nosotros te casarías con él?

—No la hagas caso, que es una niña y no sabe lo que dice —dijo Sara.

—Pero Miguel te quiere —dijo Abigail.

En realidad yo ya lo sabía, por la forma en que me miraba y por sus muchas atenciones.

Cuando mi tía se enteró de que había ido a la judería me riñó mucho y me obligó a confesarme, aunque yo la desafié preguntándole contra qué mandamiento de la Ley de Dios había pecado. Mi tía, que no comprendía la decisión de mi padre de enviarme a Salamanca, sufría mucho con estas cosas y me advertía que las mujeres deben ser sumisas y obedecer y servir en todo al varón, que no hay cosa peor que una mujer sabia, nada más ridículo y contra natura, y que los hombres odian más a una mujer sabia que a una fea.

Tenía un libro, el Carro de las donas de Francesc Eiximenis, que era su Biblia para la educación de la mujer, y donde se recomendaba que las hijas no se relacionaran con musulmanes ni judíos, que no jugaran con muchachos y que estuvieran siempre con la mirada baja, fijos los ojos modestamente en el suelo. Tejer, coser y rezar eran, según Eiximenis, las actividades propias de la mujer.

—Cuando entres en el convento ya te quitarán todos esos resabios —me decía mi tía.

Pero no era mala conmigo, y yo sabía que me tenía cariño.

El padre Eiximenis recomendaba en su libro que los padres apalearan a menudo a sus hijas, no en la cabeza sino en las espaldas, hasta dejarles «alguna verdusca», pero mi tía, aunque a veces perdía la paciencia conmigo, nunca usaba la vara.

Estaba la casa de mi tía al final de la calle del Arcediano, cerca de la muralla. Era una construcción severa de dos plantas adornada con bolas de piedra, con una puerta de medio punto y un alfiz decorativo en el muro que rodeaba un balconcillo. En la parte trasera, protegido por una alta pared de piedra, había un pequeño jardín donde se abría un pozo y crecían varios árboles frutales, así como rosas, azucenas y otras flores que eran el orgullo y el placer de mi tía. Como la buena mujer se había quedado viuda y no tenía hijos, había mucho espacio en la casa y yo podía disfrutar de una alcoba para mí sola que tenía una ventanita que daba al jardín.

cap-5

3. Fernando

Mi fascinación con la universidad no disminuyó con el paso del tiempo, pero yo me fundí con las extrañezas de aquella vida y me convertí en parte de ella. Mi presencia en las aulas comenzó a ser aceptada como algo habitual y en lo que apenas se repara. En cierto modo era yo como el cuerno del unicornio que se exhibía en la entrada de la universidad, algo que maravilla al principio y que luego, por la fuerza de la costumbre, ya ni siquiera vemos.

Durante mis años en Salamanca conocí a muchas personas notables y curiosas, entre maestros y estudiantes, pero me gustaría hablar sobre todo de tres de ellas.

El primero era un estudiante toledano con el que trabé una cierta amistad. Digo «cierta» porque, aunque era tan docto como bien criado, sus inclinaciones por el juego, la bebida y la parranda le convertían en una compañía que yo hubiera debido evitar. Pero me resultaba simpático y me gustaba hablar con él.

No era de familia rica y no había conseguido beca en ningún colegio, de manera que tenía que vivir en una casa de pupilaje, llevada por un maestro de pupilos que, según me contaba con mucha gracia, mataba de hambre a los que tenía a su cargo. Les daba diariamente una libra de carnero, media para la comida y media para la cena, las medidas de pan y vino correspondientes y una vela que durara al menos tres horas, aunque a menudo el carnero era escaso, el vino estaba aguado y la vela se consumía antes de haber podido decir «¡Ave María!».

Algunos de sus amigos eran todavía más pobres que él, ya que, por alguna razón que yo no podía comprender, se sentía atraído por los llamados «sopistas», que viven de la limosna y van a los conventos para comer la sopa que dan las monjas; los «manteístas» o «capigorrones», que no tienen oficio ni beneficio, y los que llaman «vagantes» o «extravagantes», como los caballeros de la Tuna, que eran vagabundos, ladrones, cantores de serenatas, borrachos y licenciosos. Era, además, aficionado a los naipes y a las mancebías.

Se pasaba los días, según me contaba, en el Mesón del Estudio, cerca del puente romano, jugando a los naipes y frecuentando las malas compañías. Gracias a él descubrí que cerca de la casa de mi tía había varias mancebías, que también solía él visitar. Pensar que allí, cerca de mi casa, había casas de mujeres de la vida que se acostaban con cualquiera que les pagara una jarra de vino o les regalara unas monedas me daba escalofríos, pero me producía también una gran curiosidad. Cuando pasaba por delante de las casas que él me había señalado, veía a veces a mujeres asomadas a las ventanas. Me parecían tan corrientes y normales que me preguntaba si no me lo habría dicho por burla.

—Pero Fernando —le decía yo—, ¿para eso te ha mandado tu padre a Salamanca, para que frecuentes la compañía de tahúres y de malas mujeres?

—Yo no he venido a Salamanca solo a estudiar las leyes de los romanos —me decía con mucha gracia, porque ya digo que, a pesar de sus malas costumbres, era un muchacho de muy buena crianza.

A veces le castigaban por sus malas andanzas y le encerraban varios días en la cárcel de la universidad o le enviaban de vigía a la muralla de la ciudad durante la noche. No eran penas demasiado severas, y cuando las cumplía volvía al maldito Mesón del Estudio, que era el centro de la picaresca salmantina, y también a una casa que había al otro lado del Tormes, donde frecuentaba, según me habían contado los que envidiaban la amistad que nos unía, una casa de mancebía regida por una vieja trotaconventos que era famosa por sus artes de hechicera. Yo me moría de miedo con estas cosas porque tenía un terror cerval al Diablo. A veces veía en la plaza de Salamanca a mujeres puestas en la picota por haber sido acusadas de brujería. Casi siempre eran pobres y viejas, y a mí me daban tanta lástima que intentaba pasar sin mirarlas.

Se llamaba Fernando de Rojas, y a pesar de la vida de disolución y diversiones que llevaba, llegó a ser bachiller en Salamanca, y en las paredes de la ciudad debe de haber todavía alguno de esos «Víctor» con su nombre pintados con sangre de toro y alumbre que los estudiantes ponían tras las graduaciones, aunque su fama en los siglos venideros no se debería ni a un anagrama en una piedra ni a un título de bachiller, sino más bien a sus excursiones a las tabernas y las casas de lenocinio. ¡Bonitas ironías de la vida! De esas casas y tabernas, y de unos pliegos que, según él decía, había encontrado dentro de un cartapacio caído en la calle, saldría la famosa Tragicomedia de Calisto y Melibea, que es uno de los libros más hermosos del mundo.

cap-6

4. Beatriz

La tercera persona importante para mí que conocí en Salamanca, después de Miguel Abravanel y de Fernando de Rojas, fue la famosa Beatriz Galindo, a la que llamaban «la Latina». A pesar de su juventud, ya que era apenas unos años mayor que yo, era ya una maestra reconocida, y durante una larga temporada sustituyó a nuestro catedrático de latín, que estaba postrado en cama con fiebres tercianas. Al terminar la clase, como hacían los otros maestros, Beatriz salía al claustro y se apoyaba en una de las columnas para «asistir al poste» contestando las preguntas que le hacían los alumnos. Yo, que nunca me había atrevido a acercarme a ninguno de los maestros en el claustro, me presenté ante ella con toda humildad, y ella desde el principio me trató como a una amiga, casi como a una hermana.

No sé cuál era la pregunta que había preparado como excusa para acercarme a ella, pero recuerdo perfectamente que tenía que ver con Ovidio y sus Metamorfosis. Recuerdo también mi atrevimiento al decirle a Beatriz que yo consideraba las Metamorfosis muy superiores a la Eneida.

—¡Eso sí que me sorprende! —me dijo ella con su tono alegre y desenfadado, porque era una mujer muy simpática, llana y carente de afectación—. Pero explícate, mujer, ¿cómo es que pones a Ovidio por encima de Virgilio? ¡Si el propio Ovidio consideraba a Virgilio su maestro!

—Lo sé, maestra —dije yo humildemente—. Pero Ovidio en sus Metamorfosis me ha hecho reflexionar profundamente sobre la vida, más todavía que Virgilio. Me ha hecho reflexionar sobre lo que significa ser una persona. Porque a lo mejor eso es lo que nos sucede a todos, que por miedo, porque nos persigue Apolo, o por vanidad, o por tristeza, dejamos de ser personas para convertirnos en plantas que no sienten o animales que carecen de entendimiento...

—El mundo de los paganos era muy cruel y no se regía, como el nuestro, por la práctica del bien —me dijo Beatriz—. Los seres humanos se sentían perdidos frente a los deseos de sus dioses, pues si uno les ayudaba, otro les era enemigo.

—¿Y no eran los deseos de esos dioses sus propios deseos? —dije yo.

Beatriz quedó en silencio durante un rato al escuchar estas palabras.

—Eso que has dicho me da mucho que pensar. ¿De dónde sacas esas ideas, muchacha?

—Lo digo porque a veces me parece que cuando los antiguos hablan de sus dioses y sus diosas están hablando en realidad de sus propios pensamientos y de sus sueños.

—¿Y cómo es eso?

—Pues en Homero, por ejemplo, ¿no ven siempre los hombres a los dioses en sueños? No los ven nunca con los ojos abiertos, sino con los ojos cerrados...

Me recomendó que leyera a Aristóteles, que era de todos su autor favorito. Creo que me veía muy fantástica y soñadora y quería que bajara un poco los pies a la tierra.

A partir de ese día fuimos amigas. Me preguntó por mí y por mis circunstancias, y cuando le conté mi vida me decía que le recordaba tanto a ella misma que era como si se estuviera viendo en un espejo. Todo lo que le contaba le interesaba. Me preguntaba sobre mis padres, sobre mi hermano, sobre la villa de Madrid, cómo era mi casa, cómo era mi madre. También a ella sus padres la habían destinado al convento, dado que su padre, como el mío, carecía de fortuna para darle la dote adecuada.

Era muy bella. Tenía una preciosa cabellera rubia y rizada, unos ojos vivos, unos labios gordezuelos y rojos y una frente ancha y despejada y parecía más destinada a brillar en la sala de un palacio que a dilapidarse en la oscuridad de una celda, pero ella parecía haber aceptado su destino de mucho mejor grado que yo.

—Si tu verdadera vocación es el estudio —me decía mi maestra—, entonces el convento ha de ser para ti un refugio y un paraíso. Allá, en la soledad de tu celda, podrás dedicarte a los libros y al ejercicio de la pluma, si es que Dios te llama por ese camino. Mucho mejor que la vida de esposa, atada siempre a los caprichos y la autoridad de un marido y a la incomodidad de niños que se ensucian y berrean.

—Sí, sí —decía yo—, pero el amor...

—¡El amor! —me decía ella con una carcajada—. ¡El amor déjalo para las novelas! ¡El buen amor es el amor de Dios! A nosotras las mujeres el amor solo nos trae dolores y locuras.

¡Proféticas palabras! Ya que pronto conocería yo el amor, sus dolores y sus locuras.

cap-7

5. Don Luis

Se llamaba Don Luis de Flores y Sotomayor, y era hijo del marqués de Colindres. Como pertenecía a una familia rica, había puesto casa propia en Salamanca, y tenía caballos, criados, pajes y hasta coche. Su situación era ideal, mucho mejor incluso que la de los estudiantes con beca, que al vivir en la propia universidad se veían obligados a llevar una vida monacal y estrictamente regulada, de modo que tenían que pasarse el día, cuando no estaban en clase, rezando y estudiando. Él, en cambio, era libre de ir y venir como quisiera. Nos fijamos enseguida el uno en el otro en las clases, creo yo, pero pasó un cierto tiempo hasta que él me hablara.

—¿Por qué andas con ese Fernando de Rojas? —me dijo un día, mirándome con enorme altivez—. ¿Es que no sabes que es un sopista y un tuno, y que se pasa el día con malas mujeres?

—Conmigo siempre ha sido cortés y bien criado.

—Así hace siempre el gavilán con la paloma —dijo él—. Pero tú eres demasiado buena para ese gavilán.

—Yo no soy paloma de nadie —le dije.

—Ay, mi señora, en este mundo todos somos de alguien. Y yo, desde que te vi, soy de tus ojos.

—Vaya, Don Luis, o sea que es vuestra merced el verdadero gavilán.

Él se echó a reír, y al instante yo sentí que le amaba. No sé si reía por mis palabras o porque yo sabía su nombre aunque nunca hubiéramos hablado antes.

Era bastante más alto que yo, y eso teniendo en cuenta que siempre he sido alta para ser mujer, y muy refinado y cortés. Tenía un rostro muy hermoso, ovalado, adornado con unos ojos bellos y tristes y orlado con una fina barba oscura, bien cuidada y recortada, y era tan suave en sus facciones como varonil en su ademán. Iba vestido con las ropas exigidas en la universidad, la sotana, el manteo y el bonete, pero en él aquellas ropas corrientes parecían investidas de una elegancia y una gracia que no tenían en los otros estudiantes. En el escudo de su casa, que llevaba cosido en su ropa de fuera de las clases y en su coche, había dos cisnes blancos con los cuellos entrelazados sobre fondo turquesa.

Aquellos dos cisnes me maravillaban. Yo había leído hacía poco La gran conquista de ultramar, donde aparece la leyenda del Caballero del Cisne, ya que me gustaban mucho las historias caballerescas y de aventuras, y a partir de entonces llamaba a Don Luis, medio en serio medio en broma, «el Caballero del Cisne».

Solíamos encontrarnos en los recreos de las clases. A pesar de la vigilancia a que yo estaba sometida, a veces bajábamos hasta el Tormes y nos sentábamos a contemplar el río. Descubrimos un escondido lugar de la orilla donde vivía una pareja de cisnes. La hembra se quedaba en el nido incubando y el macho le traía comida en el pico.

—Mirad, Caballero del Cisne —le dije—, son los dos de vuestro escudo.

—Los cisnes no son como los otros animales —me dijo Don Luis—, se casan como los hombres y se son fieles de por vida.

—¿Es eso cierto?

—Así seremos vos y yo, como esos dos cisnes de las orillas del Tormes —me dijo, mirándome con sus bellos ojos.

Yo me sentía halagada de que me requiriera de amores, aunque suponía que solo lo hacía por juego, o me forzaba a mí misma a creer que lo hacía por juego, ya que él estaba tan por encima de mí que cualquier alianza posible entre los dos quedaba fuera de cuestión.

Iba a las clases siempre con un paje suyo llamado Leoncillo, que se ocupaba de tomarle las notas y que incluso era el encargado de preguntar por él a los maestros cuando estos se ponían a «asistir al poste», no porque no le gustaran las enseñanzas o no tuviera cabeza para entenderlas, sino porque sus intereses eran muchos y las clases normales eran solo una parte de ellos.

Un día me contó, con mucho misterio, que junto con sus estudios formales en Salamanca había iniciado otros que le interesaban todavía más y en los que estaba encontrando unos tesoros del conocimiento como jamás había imaginado que pudieran existir.

Estábamos los dos en un rincón apartado de uno de los claustros. Solo había allí unas palomas posadas en el brocal de un pozo, pero él bajaba la voz como si temiera que alguien pudiera oírnos.

—Hay un sacristán que enseña las ciencias ocultas en una cueva —me contó—. Solo toma a siete estudiantes, y yo he logrado ser uno de ellos.

Algo había oído yo contar sobre la cueva de Salamanca y la parroquia de San Ciprián, pero nunca había dado crédito a lo que suponía que eran solo habladurías.

—No podéis hablar en serio —le dije asustada—. Entonces, ¿existe de verdad la cueva de Salamanca? ¿Y está debajo de la parroquia de San Ciprián?

—No, no, eso son solo cosas que cuentan. Pero no me preguntéis ni cómo se llama el párroco ni dónde está la cueva, porque no puedo revelar nada bajo pena de muerte.

—¿De verdad os interesan las artes mágicas? —le pregunté.

—Siempre me han interesado —me dijo—. Y a mi padre también. ¿De dónde crees que he sacado yo este interés por la magia, más que de los libros que mi padre tiene ocultos en su biblioteca?

—¿Qué libros?

La clavícula de Salomón. El Grimorio. El libro de Alberto Magno. El Picatrix, de Maslama «el madrileño».

—Pero ¿no están esos libros prohibidos por la Santa Madre Iglesia?

—Desde luego que no deberían estar al alcance de todos —me dijo Don Luis—. Pero no todos están prohibidos, y algunos son considerados sabios y santos, como el Picatrix, ya que revelan las propiedades de las piedras, de las hierbas y de los números.

—Pero ¿cómo puede un simple sacristán saber esas cosas ocultas a todos?

—No es el sacristán nuestro verdadero maestro —me dijo Don Luis bajando todavía más la voz, como si tuviera miedo de que hasta las palomas pudieran oírle—. Cuando entramos los siete en la cueva, el sacristán se queda a un lado, y no hace sino encender unas velas y cantar unas oraciones y jaculatorias. Hay allí una cabeza de alambre, y al cabo de un rato la cabeza empieza a hablar y a explicar las artes mágicas. Es de la cabeza de alambre de la que aprendemos.

—¿Y quién es el que habla en la cabeza de alambre?

—¡Nadie!

—Alguien habrá escondido, debajo de la cabeza, o detrás de la pared, que finja ser la voz de la cabeza.

—Allí no hay nadie, ni lugar donde se esconda.

—Pues entonces será el sacristán. ¿Acaso no has oído hablar de esos que saben hablar con el estómago y que pueden pronunciar palabras sin mover los labios?

—No cabe duda de que no es la cabeza de alambre la que habla —dijo Don Luis—. Es una voz la que habla en ella, pero no menos milagroso sería que hablase por intermediación del sacristán, aunque fuera a través de su epigastrio.

—Pero Luis —le dije yo, muerta de terror—. Entonces ¿es el Diablo el que habla?

—Sí, es el Diablo —dijo él gravemente.

—Pero si sirves al Diablo te condenarás.

—¿Por qué, si soy un buen cristiano? Yo no pienso usar la hechicería para hacer el mal.

—¿Para qué, entonces?

—Para conocer los poderes que existen y aprender a usarlos en mi beneficio, sin buscar el perjuicio de nadie. El mago invoca a los diablos, pero los somete a su poder.

—Pero el Diablo siempre pide un precio.

—Es cierto —dijo él—. Al cabo de siete años, uno de nosotros tendrá que quedarse con él. Ese es el pago que exige. Satisfecho esto, los otros seis quedaremos libres.

—Pero ¿y si eres tú ese que ha de quedarse?

—No lo seré, con la ayuda de Dios.

Todo aquello me tenía tan fascinada y aterrada que no sabía qué hacer ni qué pensar.

Ya no volvimos a hablar de estos asuntos, seguramente porque él se dio cuenta del miedo que me causaban. ¡Ay, si mi padre supiera las amistades que estaba yo cultivando en Salamanca: un judío, un visitador de burdeles y un estudiante de artes oscuras!

cap-8

6. Una novatada

Miguel Abravanel no lo tenía fácil en Salamanca. Los alumnos nuevos sufrían siempre novatadas, una horrible tradición de Salamanca de la que yo me libraba por ser mujer. En el caso de Miguel se unía su condición de novato a la de judío y también al hecho de haberse destacado ya desde el primer día, cuando se enfrentó a los pequeños malhechores de mi clase.

Él las sufría todas. Sufría, desde luego, las colectivas, como la «lluvia de nieve», que consistía en ir escupiendo a los novatos hasta dejarlos cubiertos de gargajos, o el «obispillo», que no era otra cosa que vestir a la víctima con una especie de mitra ridícula y hacerla subir a un púlpito para que pronunciara un discurso, tras lo cual le tributaban acatamiento burlesco, a veces arrojándole trozos de papel mascados. Pero también sufría otras dedicadas a él exclusivamente.

En una ocasión le agarraron entre varios y le pelaron toda la cabeza dejándole unos pocos mechones, que mi pobre amigo intentaba luego cubrirse como podía con el bonete de estudiante.

Lo único que podía hacerse en estos casos era lo que llamaban «pagar la patente», que consistía en convidar a los atacantes a comer y a beber, tras lo cual todos quedaban tan amigos y los que le habían humillado pasaban a protegerle. No sé cómo consiguió Miguel reunir los maravedíes suficientes para pagar a sus atacantes un gran banquete, en el que convidó y festejó a todos aquellos que habían insultado a su madre llamándola perra y ramera. Pero ni siquiera abajándose y humillándose de aquel modo logró librarse.

Le dijeron que por ser judío tenía que pagar la patente dos veces, y como no tenía con qué hacerlo, volvieron las novatadas.

Yo me fui a hablar con fray José de Caleruega, mi maestro de latín, y le dije que había un muchacho al que estaban torturando con las novatadas, y que aunque había pagado la patente no le dejaban en paz.

—Las novatadas son una práctica bárbara —me dijo—. Somos muchos los que nos oponemos a ellas, pero ¿cómo vamos a controlar lo que hacen los alumnos fuera de las aulas y lejos de la casa?

—¿No hay nada que pueda hacerse? —le dije—. Acabarán por matarle.

—Bueno, bueno —me dijo—. Nadie ha muerto nunca por una novatada. Ya se cansarán y le dejarán en paz.

Los torturadores de Miguel, entre los cuales se contaban también el trío de Félix, García y Francisco, que habían pasado de perseguidos a perseguidores, le obligaron a jugar al jincamorro en una rueda de novatos.

Consiste este juego en que los estudiantes se colocan en círculo y por orden van extendiendo una pierna hacia el centro, donde otro de ellos, armado de un palo muy largo y terminado en una punta metálica, intenta golpearles. Miguel, que no era ágil y se movía con torpeza, no fue capaz de esquivar el golpe, y recibió un garrotazo tremendo que le provocó una herida abierta y sangrante en el tobillo. No le dejaron que recibiera auxilios inmediatamente y en parte por la falta de piedad de sus compañeros, en parte porque intentó ocultarles a sus padres aquella herida que tanto le avergonzaba, temeroso de que le sacaran de Salamanca al ver cómo le trataban, dejó la herida sin curarla de la forma adecuada, de modo que se le infectó y se le gangrenó.

Aunque mi tía me había prohibido que fuera a la Aljama, yo iba a verle con Marcela algunas veces. Le veía muy mal, y su madre me dijo llorando que el médico había dicho que la gangrena se había extendido y habría que cortarle la pierna entera por lo alto del muslo.

—Inés, tengo mucho miedo —me dijo Miguel cuando fui a verle.

—Todo lo que te pasa es por defenderme aquel día —le dije, intentando contener las lágrimas—. Si no hubieras intervenido, no te habrían cogido tanto odio.

—Entonces te habrían forzado aquellos malnacidos —me dijo—. No me arrepiento de lo que hice.

—Miguel, Miguel —le dije cogiéndole de la mano y sintiendo que las lágrimas corrían por mis mejillas sin que pudiera contenerlas—. ¡Tienes que convertirte!

—¿Convertirme? —me dijo—. ¿Convertirme a la fe de mis torturadores para poder disfrutar del amor cristiano?

Yo no sabía qué decirle. Me habían enseñado que solo los discípulos de Cristo podían salvarse, y que los judíos y los mahometanos iban todos derechos al infierno.

—Además, yo ya vivo sin corazón, o sea que podré vivir sin pierna.

—¿Sin corazón, Miguel? —le dije—. ¿Y cómo es eso?

—Porque tú me lo has robado, Inés de Padilla —me dijo.

Tuvieron que cortarle la pierna, una operación tan bárbara y salvaje que cuando me ponía a pensar en lo que tenían que hacerle sentía que me ponía enferma. Los cirujanos realizaron la amputación y Miguel no murió desangrado, pero, aunque logró recuperarse de la operación, era demasiado tarde. La gangrena se había metido ya en su sangre y había avanzado tanto que era imposible detenerla.

Yo iba a verle y veía que se estaba muriendo.

—Y tú, Inés —me dijo un día—. ¿Sientes algo por mí? Dime, si tuviera las dos piernas, si me hubiera convertido al cristianismo, ¿te habrías casado conmigo?

—Pues claro —le decía yo—. Eres el mejor hombre que he conocido. Y no me importa que tengas una pierna o dos piernas.

—Aunque yo me hiciera cristiano y no fuera contrahecho y fuese hermoso como un príncipe, tus padres tampoco querrían casarte con un cristiano nuevo —decía él con tristeza.

Me hablaba abiertamente de amor porque sabía que iba a morir, y yo veía ya en sus ojos la humillación y la vergüenza de la muerte cercana, aunque al mismo tiempo no paraba de hablar de los futuros estudios bíblicos que haría cuando aprendiera arameo, árabe y caldeo, e incluso comenzó a enseñarme las letras hebreas, que yo habría de dominar también, me decía, si quería avanzar en el estudio de las Escrituras. Y me hablaba de las bellezas de la Cábala, el movimiento místico surgido entre los judíos de Guadalajara, y de El Zohar, publicado por Moisés de León, porque estaba orgulloso de su herencia y de todos aquellos que eran a un tiempo judíos y españoles.

Un día fui a su casa a visitarle y encontré a su madre y a sus hermanas envueltas en llanto y con las ropas rotas y rasgadas, que es lo que hacen los de su raza para manifestar el duelo, y supe que Miguel había regresado con su Hacedor y que todos sus tormentos habían terminado.

Así fue como murió Miguel Abravanel, valiente hasta el final, hermoso como un lirio que se apaga. Fue enterrado extramuros, en el fonsario judío que hay en el vado de Santervás, cerca del Arrabal del Puente, junto a la aceña del Arenal.

Aquel fue también el final de la familia Abravanel en Salamanca. Como muchas otras familias judías llevaban haciendo desde hacía un tiempo, el padre de Miguel vendió su casa y sus bienes y los Abravanel pasaron a Portugal, a la ciudad de Coimbra. Unos años más tarde, cuando los judíos fueron expulsados de Portugal, los Abravanel se trasladaron a Flandes, donde es de esperar que pudieran llevar una vida más feliz que la que habían tenido en España.

cap-9

7. Tomás de Córdoba

Don Luis faltaba cada vez más a las clases. Enviaba siempre a Leoncillo, su criado, que era muy despierto y aprendía lo mismo que los demás alumnos, y él aparecía de vez en cuando, y yo le veía como consumido por dentro, y me preguntaba si estaría enfermo. Luego desapareció, dejó de buscar mi compañía, y yo pensé que había perdido todo interés por mí.

Hice un nuevo amigo, un muchacho rubicundo y bondadoso llamado Tomás de Córdoba. Por el nombre se sabía que era de familia conversa y que no era cristiano viejo. Era un gran latino y se sabía a Horacio y a Juvenal de memoria. Juntos repasábamos las lecciones del día. También nos gustaba comentar la Vulgata y recitar nuestros salmos favoritos, y el Jeremías, y el Job, y el Eclesiastés, que era su libro predilecto de la Biblia. Yo le escandalizaba diciendo que el mío era el Cantar de los Cantares de Salomón. Le propuse que lo tradujéramos juntos y me miró con ojos de terror.

—Pero ¿es que no sabes que está prohibido traducir la Biblia?

—Pero si nadie va a saberlo.

—¡Estás loca, Inés de Padilla! Si se enteraran los del Santo Oficio nos encerraban a los dos.

—¿Por traducir unos versos?

—¡No se te ocurra ni volver a hablarme de esas cosas! —me dijo muy asustado.

Yo no sabía al peligro que me exponía, ni podía imaginar que por traducir el Cantar de los Cantares a lengua vulgar uno podía ser denunciado a la Inquisición.

Un día estábamos hablando de un pasaje de las Tristes de Ovidio, que él prefería a mis amadas Metamorfosis, cuando sentí unos ojos fijos en mí, y alzando la vista me encontré con los de Don Luis, que nos observaba muy serio desde una esquina del claustro. Hacía tiempo que no le veía por las clases, y le encontré más delgado y más pálido.

Al día siguiente me buscó, y cuando salía yo con Tomás de Córdoba, me tomó del brazo y me apartó de él para hablar conmigo.

—Dichosos los ojos —le dije—. ¡Qué caro os hacéis de ver!

—Y vos qué pronto habéis encontrado otro amigo —me dijo él.

—¿Y qué os va a vos en ello? —le dije.

—¿Es que no sabéis que es judío, o que lo fueron sus padres?

—¿Y eso a mí qué se me da?

—Sois amiga de lo peor de Salamanca, Inés —me dijo—. Sopistas y tunos, judíos y conversos.

—Y aprendices de hechicería —dije yo con intención—. ¿Seguís estudiando las artes mágicas? ¿Sois ya un hechicero?

—De los dos, tú, Inés, eres la verdadera hechicera —me dijo él—. Me miraste un día, y tu imagen entró por mi pupila y la tengo grabada en mis entrañas.

—No es hechicería si no está hecho a voluntad —dije yo.

—Ay, Inés, esa es precisamente la hechicería más poderosa, la que no se hace a voluntad.

—Pensaba que ya os habíais olvidado de mí —le dije—. Pensaba que solo la magia os interesaba.

—Me he consagrado a las artes secretas para intentar olvidaros —me dijo—. Por eso os habré parecido serio y desapegado, porque el Diablo exige total dedicación a sus artes durante los siete años que le hemos prometido. Pero no puedo más, Inés. Ya no puedo esconderlo ni sufrirlo. Y cuando os veo hablando con ese... ¡Siento que ardo por dentro!

—Ay, Don Luis —dije yo, que estaba que se me salía el corazón por la boca pero intentaba aparentar una gran calma y muy buen humor—. ¡Rezad a Dios para que os apague esos fuegos!

Yo misma, desdichada de mí, sentía los mismos fuegos, y también el mismo deseo de arder en ellos.

—Os he visto riendo con él —me dijo.

—¿Y qué tiene de malo?

—Los que ríen juntos... —comenzó a decir él, sin atreverse a seguir.

—Es una risa casta e inocente.

—Pero ¿le queréis?

—¿A Tomás de Córdoba? A mí me gusta lo dulce en la comida y lo salado en los hombres —le dije, usando unas palabras que jamás había oído en parte alguna y que no sé de dónde salían—. Y él es muy dulce para mi gusto.

—¿Y yo qué soy? —me dijo él.

—¿Vos? Ni dulce ni salado —le dije.

—¿Os ha hablado él de amores? ¿Qué le habéis prometido?

Le veía consumido por los celos, lo cual me agradó tanto que no cabía en mí de gusto. De pronto había descubierto que tenía en mis manos un arma poderosa. Don Luis solo me había revelado sus sentimientos cuando había visto que me interesaba por otro y pensé que a lo mejor habían sido precisamente los celos lo que le había hecho descubrir su amor por mí.

A partir de ese día, le evitaba a propósito, afectaba estar siempre muy ufana y contenta y pasaba todos los recreos y el tiempo libre con Tomás de Córdoba. Un día, Tomás me entregó con mucho secreto un papel doblado varias veces. Don Luis se enteró de esto a través de Periquillo, uno de sus criados, que solía quedarse en los claustros jugando a los dados y a los naipes con los otros pajes, y al que debía de haber encargado que me espiara y que viera qué hacía yo con Tomás.

—Sé que os han entregado un billete —me dijo Don Luis, pálido y trágico.

—No sé de qué me habláis —le dije.

—¿Os ha declarado su amor? ¿Os ha citado en algún lugar? ¿Os ha requerido de amores? ¡Mirá que podéis perderos!

—Pero eso, ¿a vos qué se os da? —le dije yo, seca y cortante—. No era billete ni carta, era solo una traducción de Ovidio, que estamos haciendo juntos.

—Dejadme verla.

—No sois mi dueño —le dije.

—Juradme, al menos, que no es un billete de amor.

—Es pecado jurar en vano.

Lo cierto era que aquel papel que me había dado Tomás de Córdoba no era ni billete ni carta ni traducción ni nada más que un papel en blanco, y yo me había puesto de acuerdo con él para que me lo entregara, como si fuera algo secreto, cuando nos estuviera espiando Periquillo.

Pero mis manejos no terminaron ahí.

Como yo sabía que el paje de Don Luis observaba todos nuestros movimientos, le pedí a Tomás de Córdoba que me guardara durante una semana un relicario que llevaba yo siempre al cuello, y se lo entregué de forma que Periquillo lo viera.

Cuando Don Luis me habló, le vi tan consumido por los celos que casi me dio miedo.

—¿Qué le habéis dado? —me dijo muy agitado—. Os han visto darle un regalo a ese malnacido. Le habéis dado un relicario que llevabais al calor de vuestro pecho.

—Ay, Don Luis —le decía yo—. ¿Quién os cuenta esas cosas?

—¿Sois suya acaso? —me preguntó—. ¿Le habéis dado palabra de ser su esposa?

—Me ofendéis con esas sospechas —le decía yo—. Si solo sabéis hablarme para insultarme, no me habléis.

Ahora Don Luis me perseguía y me requería continuamente de amores; me hacía regalos, una perla, una margarita, una mandarina; me escribía villancicos y letrillas, que me entregaba escondidamente; me miraba siempre con aquellos ojos suyos que tenía, como de ciervo dolorido, y yo me resistía con todas mis fuerzas a entregarme a él a pesar de la inclinación que le tenía, porque sabía que nunca podría ser su esposa y porque era muy joven entonces y tenía mucho miedo al amor. Ni siquiera entiendo por qué le daba tantos celos y por qué disfrutaba yo de aquel modo viéndole sufrir y consumirse de amor por mí, si sabía que él nunca podría ser mío ni yo suya.

No creo que sea yo una persona malvada, pero en aquellos días me comporté como una verdadera diablesa.

Moría por decirle que Tomás de Córdoba no era nada para mí más que un buen amigo y que era a él a quien quería con todas mis fuerzas desde el día que le conocí. Me moría por decirle que era la luz de mi vida y el consuelo de mi alma, pero no lo hacía porque sabía que si le revelaba mi amor, estaba perdida.

cap-10

8. El huerto

Y es lo cierto que el amor nos enloquece. Solo así puede explicarse lo que sucedió una noche de primavera, en mi segundo o tercer año en Salamanca.

Ya he hablado del huerto que había en la casa de mi tía. Estaba por la parte de atrás, cerrado con una alta tapia de piedra cubierta de madreselvas, y en él había encontrado yo mi pequeño paraíso. Tenía varios árboles frutales, manzanos, almendros y cerezos, unos arriates de flores y un pozo, y allí, en el banquito de piedra que rodeaba el pozo, o bien sobre la hierba que crecía como espesa y verde alcatifa, solía sentarme yo por las tardes para estudiar mis lecciones decorándolas en alta voz y para leer a mi Ovidio y a mi Juan Rodríguez de Padrón, cuyo Siervo libre de amor me gustaba tanto que al leerlo se me aceleraba el corazón.

Seguramente Don Luis se enteró de la existencia de este huerto y de su situación óptima y apartada, ya que una de sus tapias daba a un callejón en el que era fácil poner una escala sin ser visto, y eso le hizo concebir, en su loco deseo, lo que ahora se verá.

Una noche me desperté de pronto y sentí el súbito deseo de bajar al huerto. Era una idea extraña, estando yo sin vestir y con toda la casa a oscuras, y aunque nunca antes había tenido antojo semejante, de pronto no podía pensar en otra cosa. Era una noche cálida de primavera y había luna llena, y me esforcé por salir de la casa sin ser notada caminando en la oscuridad sin ayuda de vela ni candil y utilizando una puertecilla trasera que daba directamente al huerto.

Iba yo vestida solo con un bonete y una camisa de cenda muy ligera que usaba para dormir, pero nada más entrar en el huerto sentí el deseo de descubrirme y soltarme los cabellos y de quitarme también la camisa, cosa que hice al instante, sacándomela por los brazos y quedándome en cueros.

Me sentía yo igual que Eva en su jardín, caminando desnuda por entre los árboles del huerto, envuelta en el perfume de la madreselva y sintiendo en mi piel erizada y sensible el roce de las plantas, la caricia de las flores y el hálito fresco de la brisa nocturna. Entonces vi cómo por encima de la tapia del jardín aparecía la figura de un hombre, que con toda facilidad la saltaba, a pesar de la altura, y vi que estaba envuelto en una especie de fulgor que le hacía brillar en la oscuridad. Cualquier mujer en mi situación habría salido de allí espantada y se habría puesto a gritar pidiendo ayuda, pero yo era incapaz de moverme del lugar donde estaba y, para mi propia sorpresa, no sentía el menor temor ni tampoco la menor vergüenza. Enseguida vi que se trataba de Don Luis, y que estaba tan desnudo como yo. Pero ¿cómo era aquello posible, y cuándo se había quitado él la ropa? Ya que no podía ser que él hubiera llegado hasta mi casa desnudo ni que hubiera saltado así la tapia.

Era la primera vez que veía a un hombre en cueros, y me pareció la cosa más hermosa del mundo, lo que me sorprendió también sobremanera, porque muchas veces había oído decir que los hombres desnudos son muy feos y que ofenden a la vista. Le vi avanzar hacia mí bajo los manzanos del huerto diciéndome: «Inés amada, aquí está tu esposo», y yo, para mi propio espanto y maravilla, le dije a mi vez: «Toma de mí lo que es tuyo», porque de tal modo tenía rendida la voluntad que me resultaba imposible hacer otra cosa más que obedecerle en todo. No sé si era realmente Don Luis o un íncubo que había tomado su apariencia. Llegó hasta mí y los dos nos abrazamos y nos dimos los labios, y los suyos me parecieron dulces como el almíbar y no podía cansarme de ellos. Ya estaba a punto de tomarme y hacerme suya cuando de pronto me dijo: «No, no, Inés, no es así, con artes y rindiendo tu voluntad, como deseo que seas mi esposa», y se apartó de mí y con la misma presteza volvió a saltar las tapias del huerto, y yo, avergonzada de pronto de encontrarme en cueros, y como volviendo a mis sentidos, cogí mi ropa y volví corriendo a mi cuarto, donde me encomendé a una imagen de nuestra Señora besándola muchas veces y regándola con mis lágrimas.

«Inés, Inés, Inés —me decía a mí misma—. ¿Qué locura es esta? ¿Te habrías entregado a él? ¿Qué locura es esta?».

Al día siguiente Don Luis no vino a los estudios y Leoncillo me contó que había sufrido una caída del caballo y estaba dolorido, lo que me extrañó, porque era muy buen jinete, y supe entonces que el Diablo, su señor, le había castigado.

Yo estaba tan triste y tan confusa que no oí nada de las clases. Don Luis pasó diez días sin aparecer por los estudios, y cuando regresó al fin, me miraba con ojos de culpa. En el recreo de las clases me lo confesó todo: a saber, que había usado uno de los hechizos que aprendía con su grupo de magos para doblegar mi voluntad y hacer que me entregara a sus deseos. Y pasó a explicarme el mágico embeleso que había hecho, trazando un pentáculo en el suelo, escribiendo mi nombre y el suyo en diversas combinaciones de letras y arrojando luego sobre el pentáculo alumbre y vinagre, aceite de abelmosco y agua de rosas.

Entendí entonces de dónde había surgido aquel impulso mío súbito de bajar al huerto y de aguardarle desnuda, y cuál era la razón de que todo mi pudor y mi miedo hubieran desaparecido ante él de manera tan inexplicable.

—Ahora os he perdido para siempre —me dijo.

—Pero ¿de verdad pensáis que se puede doblegar tanto la voluntad de una persona? —le dije yo.

—Había jurado no usar mal mis artes —me dijo—. Por eso he sido castigado.

—¿Castigado cómo? ¿Con una caída de caballo?

—No, Inés, con tu desprecio.

—Pero yo no os desprecio.

—Eres muy niña, no sabes lo que dices.

Pero yo no le despreciaba y él no me había perdido. Al contrario. Al comprender de qué modo había logrado sobreponerse a su deseo por respeto a mí y cómo había sabido rendir su ansia por no comprometer mi libertad, mi amor por él se hizo tan grande que ya no cabía dentro de mí, y le quería tanto que no podía vivir.

«Somos como dos cisnes —pensaba yo, pobre loquita llena de amor—, y estaremos unidos de por vida. ¡Él mismo lo dijo aquel día! ¡Fue él quien lo dijo!».

No podía leer, no podía comer, no podía casi ni respirar, y tenía que aflojarme la ropa porque sentía que el pecho se me salía y que el corpiño me ahogaba. ¿Cómo había podido yo encontrar a un hombre así, que al propio Diablo se enfrentaba por mí? ¿Cómo había yo podido inspirar un amor tan grande? Me pasaba el día una mitad llorando por cualquier causa y otra mitad riendo por cualquier cosa. Sentía piedad y amor hasta por las hormigas de la casa, y un día vi a un criado persiguiendo a un ratón y le pedí que no le hiciera mal a pesar del aborrecimiento que siempre he tenido a esos animalejos, porque estaba tan llena de amor que deseaba extenderlo a todo y a todos.

cap-11

9. Un traidor

No podía dejar de pensar en él, y a partir de esa noche que saltó las tapias del huerto de mi tía no lograba dormir, pensando que podía saltarlas otra vez, y me aficioné a bajar allá en medio de la noche para esperarle, cosa que hacía sin candela ni candil para no ser notada de ninguno de los que vivían en la casa. Y a veces me quedaba dormida en el huerto esperándole, y a veces me quitaba la camisa y me soltaba el pelo y me paseaba desnuda entre las adelfas y las azucenas.

Un día, ya enloquecida con tanta espera, tanto deseo, tanto pasearme en cueros por el huerto a riesgo de que me descubrieran los criados de mi tía y esta me hiciera azotar o me hiciera encerrar en mi cuarto, le escribí un billete, que le puse al día siguiente discretamente en la mano. Decía así:

Señor Don Luis, vos me disteis palabra de ser mi esposo y yo me di entera a vos y os dije que tomarais lo que es vuestro. ¿Qué os detiene entonces para cumplir vuestra palabra? Os espero esta noche en el lugar que sabéis.

Esa noche le esperé de nuevo en el huerto, pero él no vino. Al día siguiente, en Salamanca, me dirigí a él con palabras de fuego.

—Inés, Inés —me dijo—. No eres tú la que habla. ¡No estás en ti!

—¿Cómo es eso, Don Cobarde? —le dije—. ¿Hacéis promesas que luego no cumplís?

—El matrimonio es el libre acuerdo de dos almas, y en este caso vos no sois libre. No os entregáis a mí por vuestra libre voluntad ni porque me améis, sino por la fuerza de un embrujo.

—Yo soy la dueña de mis actos y sé lo que siento y a quién amo.

—No, Inés, es la fuerza del Diablo la que te hace querer entregarte a mí.

—Pues ¿qué os importa eso a vos? —le dije bajando la voz e intentando sosegar mi pasión—. ¡Tomadme, que ya soy vuestra!

—No, Inés, todavía no sois mía. Todavía eres tuya y estás entera. Yo os quiero, pero os quiero libre. Y si es a otro a quien amáis...

—Mirá que sois simple, Don Luis —le dije yo entonces—. Sois tan lindo como necio.

—¿Necio?

—Tomás no es nada para mí —le dije—. ¿Es que no veis cómo os miran mis ojos? ¿Es que no veis que solo vos estáis en ellos? Desde el momento en que os vi os amé. Mucho antes de que entrarais en esa malhadada cueva con ese hechicero y empezarais a escuchar las necedades de una cabeza de alambre, yo ya habría dado el mundo por vos y os habría seguido contenta a lugares de fuego. Os amo sin remedio por mi propia libertad y albedrío, que daría gustosa por vos.

—Yo también os quiero desde el primer momento, desde el primer día, desde que puse los ojos en vos. Algo sucedió en ese instante, Inés: yo comencé a vivir.

—Pues entonces, ¿por qué no tomas lo que es tuyo?

—Ya lo he tomado.

Nos cogimos de las manos y noté que las suyas temblaban, y como estábamos en un claustro apartado y no había nadie a la vista, nuestros labios se unieron también y nos besamos hasta cansarnos.

—Esta noche iré a tu huerto —me dijo al oído.

—Te estaré esperando.

¿Sucedió así de verdad? ¿No es al revés como siempre suceden estas cosas en las historias? ¿No es el hombre siempre el que intenta convencer a la doncella y la doncella siempre la que intenta, como fortaleza inalcanzable que le enseñaron que fuera, no hacerse perdediza y no ser ganada?

¿Qué locura se apoderó de mí, yo que era niña, virgen e inocente como una paloma? ¿Qué fuerza es esta, señora Venus, que de tal modo agitas los corazones?

Había algún traidor escondido entre las muchas columnas, y nos vio y nos oyó y fue con el cuento a mi tía, que me recibió al llegar a casa como si fuera el tribunal del Santo Oficio. Pero no tuvo necesidad de darme tormento para hacerme confesar, porque venía yo tan emocionada y temblorosa, tan llena de felicidad y de amor que le dije libremente todo lo que había sucedido, y que le había dado mi palabra de ser su esposa a Don Luis de Flores y Sotomayor. Vi tan furiosa a mi tía que pensé que me iba a hacer azotar, pero se limitó a decirme que a partir de aquel día yo viviría encerrada en mi habitación, de donde solo saldría para ir a las clases, cosa que haría siempre acompañada de Marcela, con instrucciones de que si dejaba que me alejara un minuto de su vista le daría doscientos azotes.

Esa noche me encerró en mi cuarto, cosa que hasta el momento no había hecho nunca. Yo cerraba la puerta por las noches desde dentro, pero mi tía cogió la llave y me dijo que a partir de entonces la guardaría ella.

Y allí estaba yo, encerrada y prisionera en mi propia casa. Había una ventana que daba al huerto, pero estaba muy alta y sabía que si saltaba por allí me mataría. Desesperada, comencé a anudar unas sábanas con otras para hacer con ellas una soga por la que poder descender. Até luego esta soga a la pata de la mesa, colocando esta al lado de la ventana, que era tan estrecha que solo con muchas dificultades podía yo salir por ella. Movida por la locura del amor, cuando consideré que los nudos ya eran lo suficientemente fuertes y no se soltarían y que la soga tenía la longitud necesaria, salí por la ventana y, agarrándome a la tela como pude, logré ir descendiendo hasta el extremo, que no estaba cerca del suelo. Calculaba yo que si me dejaba caer desde allí la hierba amortiguaría mi caída. Así lo hice, y caí al suelo sin daño.

¡Qué feliz me sentía de haber escapado de mi cárcel! Nunca me había parecido tan mágico aquel huerto, tan inmenso y lleno de aventura. Me acerqué al muro, protegida por la oscuridad, y me puse a esperar a que llegara Don Luis.

La noche de Salamanca estaba llena de peligros. Cuando se ponía el sol, la oscuridad más absoluta inundaba las calles, y llegaba la hora de los salteadores y de los asesinos. Era peligroso caminar a oscuras, tentando las paredes y sin ver los pozos y socavones de las calles, y peligroso también caminar con luces y llamar la atención de los matarifes. Cuando pensaba en mi amado atravesando las calles con la sola defensa de su espada y un par de criados armados que llevaría con él, me llenaba de terror.

Al fin llegó. Le vi aparecer en lo alto de la tapia y descender, agarrándose a las enredaderas con la agilidad de una garduña, y corrí hacia él y me fundí en sus brazos. De lo que hicimos entonces y de lo que dijimos, y de la dulzura de nuestros besos y nuestras caricias, ¿qué habré de contar? El que lo conoce, ya lo sabe, y el que no lo conoce es como si no hubiera vivido.

Él me juró su amor de nuevo y yo le juré el mío. Yo le quité sus ropas y él me quitó las mías, aunque yo, estando en camisa, quedé desnuda mucho antes que él. Me maravillaba poder estar así, desnuda ante él, y no sentir la menor vergüenza, y que él estuviera desnudo ante mí y me pareciera aquello lo más natural, y la forma en que el amor y el deseo me inflamaban, deseo de entregarme a él, de fundirme en él y con él y darme a él entera. Y así me enseñó él una ciencia nueva que yo no conocía, y que me gustó más que toda la ciencia que había conocido hasta entonces. Di un grito, sentí un dolor dentro, pero luego el dolor desapareció y todo era dulzura. Nunca había imaginado yo que fuera así, como navegar por un río que arrastra en dirección al sol, como hundirse en un océano en el que el cuerpo y los nervios parecen deshacerse.

—Ay, mi señor, y qué bueno es esto, ¿y cómo es que yo nunca lo había conocido?

—Porque eras niña, y ahora eres mujer.

—Quiero hacer esto muchas veces —le dije.

—Toda la vida —dijo él.

—Toda la vida —dije yo.

A partir de entonces fuimos marido y mujer, si no ante los ojos de los hombres, sí ante los de Dios. Y cuando yacíamos allí abrazados sobre la hierba del huerto, oliendo los olores de la madreselva y del aligustre, de las adelfas y las azucenas, y contemplando sobre nosotros los guiños que nos hacían las estrellas, yo solo podía pensar en la bondad de Dios que ha creado este mundo de maravillas, y me sentía en el paraíso porque de pronto había descubierto que el paraíso no era un lugar ni un jardín, sino mi propio cuerpo. Mi cuerpo y su cuerpo fundidos el uno en el otro como se deshacen los elementos en la alquitara, como se funden los metales en la fragua, como penetra en la esponja el agua.

Oímos entonces cantar el gallo, y él comenzó a vestirse para marcharse, pero yo no podía soltarle y le requerí de amores de nuevo, y tanto era nuestro ardor que una vez más me tomó entre sus brazos, y oímos cantar al gallo otra vez. Temerosos de que nos descubriera el alba, enemiga de los amantes, le dejé partir al fin.

¡Ay, niña tonta, inexperta, joven loca de amor! Ahora que me encontraba de nuevo sola en el jardín, descubrí que no tenía manera de volver a entrar en la casa. ¡Pero qué necia había sido, qué hábil para escapar y qué torpe para pensar en la retirada! La puerta por la que había salido las otras veces estaba cerrada, ya que yo, cuando salía por ella, la dejaba abierta, y la soga hecha de sábanas anudadas por la que había descendido desde mi ventana quedaba demasiado alta y no podía agarrarla.

Esperé a que llegara la mañana, suplicando a la Virgen y a todos los santos que Marcela se despertara antes que mi tía y abriera la puerta del jardín. Y así lo hizo, por puro milagro, porque ella no sabía dónde estaba yo ni lo que hacía, y pude colarme en la casa, pero cuando subía las escaleras, mi tía me descubrió. Era inevitable que esto sucediera tarde o temprano, ya que ¿cómo iba yo a entrar en mi cuarto, si solo ella tenía la llave? Se alteró mucho al verme fuera de la habitación, con los pies manchados de tierra y de hierba y la camisa manchada de sangre. Cuando abrió la puerta de mi cuarto lo comprendió todo.

Aquella fue la primera y última vez que mi tía me golpeó. Cogiendo una vara que tenía, comenzó a sacudirme en las espaldas y yo no me defendí por no acrecentar su furia pero le rogaba que dejara de golpearme, y ella me gritaba y me decía que era una perdida, y que iba a hacer que me metieran en un convento, y que solo esperaba que no me hubiera quedado preñada para no terminar de desgraciarme y de avergonzar a mi familia.

Yo jamás la había visto tan furiosa y de pronto me entró un terror desmesurado ante lo que había hecho, y comencé a llorar por el miedo que sentía, aunque mi tía pensaba que era por el daño que me causaba con la vara. Me dejó la espalda llena de verdugones y moratones y en las nalgas unos verduscos que me impidieron sentarme cómodamente durante semanas. Los duros bancos de Salamanca me hacían tanto daño que se me saltaban las lágrimas. Se lo confesé a Marcela, que esa misma tarde me hizo un ungüento diciéndome que me lo pusiera en las partes doloridas y que me alivió mucho. La buena muchacha me contó que había sido apaleada tantas veces desde que era niña que había aprendido a hacerse su propio bálsamo.

Mi tía hizo poner barrotes de hierro con argamasa en mi ventana, que de milagro no ordenó que la tapiaran con ladrillos, y me dejó allí encerrada igual que a un pajarillo en su jaula. A partir de entonces, me acompañaba ella misma a las clases y me recogía a la salida, y yo vivía encerrada en mi cuarto con mis libros, mis plumas y mis pliegos.

Creo que aquella fue la primera de mis cárceles.

Me dijeron que había sido Tomás de Córdoba el que me había delatado. Se lo pregunté, y primero enrojeció y se puso muy nervioso, pero no tuvo valor para negarlo. Me dijo con falsa santurronería que lo había hecho para proteger mi honra, que aquel Don Luis era un pájaro de cuidado, un saltatapias y un galán de monjas que tenía mozas burladas por doquier en Salamanca, cosa que yo sabía que era mentira. Y le aborrecí tanto por su doblez y su mezquindad, que ya no quise volver a hablarle nunca.

Por su parte, Don Luis le confesó a su padre sus amores y su deseo de casarse conmigo, pero el marqués de Colindres no quiso ni oír hablar del asunto. Le tenía prometido desde que tenía nueve años con una joven de la nobleza local, heredera de una discreta fortuna y de una isla frente a la costa cántabra, y yo no era nadie, carecía de título y de propiedades y era hija de un hombre que, aunque cristiano y honrado, no tenía dinero.

cap-12

10. Madrid

Cuando terminaron mis estudios en Salamanca, mis padres dispusieron que regresara a Madrid, donde entraría como novicia en el convento de la Encarnación (el antiguo, digo, y no el que construirían más tarde) para, con el tiempo, profesar de monja.

Los viajes largos eran entonces muy peligrosos porque los caminos estaban llenos de salteadores y ladrones, algunos de ellos notoriamente crueles, pero la reina Isabel acababa de crear la Santa Hermandad y los ataques y asaltos se habían reducido de forma notable. Fuera como fuera, un viaje tan largo como aquel siempre entrañaba incomodidades: fondas sucias, comistrajos incomibles, caminos polvorientos llenos de baches, ruedas rotas, camas con chinches, puentes en mal estado y aquel bendito calor de Castilla.

Volver a ver la villa de Madrid después de tantos años me produjo una gran emoción. Rodeada de vegas y valles con espesos bosques de fresnos, espinos, chopos, álamos, encinas y tamarindos, Madrid aparecía en lo alto de una gran eminencia, fuertemente amurallada y coronada, a la izquierda, por las torres del alcázar, que tiempo atrás había sido un castillo de los moros. Cruzamos el Manzanares por un puente de varios arcos, y la ciudad crecía y crecía sobre nosotros como una montaña.

Justo antes de entrar en la villa había una amplia plaza llena de puestos de mercaderes, y había también inmensas despensas de eras y ejidos donde se almacenaba el alimento para la villa. Entramos por la Puerta de la Vega, la principal entrada de Madrid, que ascendía en una empinada cuesta desde la quebrada donde estaba la Puerta de Segovia y por donde corría entonces un arroyo, llamado de San Pedro. Cruzamos la puerta, pagamos lo que se debía y enseguida estábamos recorriendo las calles que yo recordaba tan bien. Muy pronto me encontré ante la puerta de mi casa, donde mis padres y mi hermano Don Fernán ya me esperaban. Al principio no me reconocían, tan cambiada estaba yo, según me decían, por los años transcurridos, porque había salido como una niña y volvía como una mujer. También yo los veía cambiados. A pesar de los pocos años transcurridos, mis padres habían envejecido mucho, y encontré a mi madre muy desmejorada. También me enteré de que mi hermano Don Fernán había decidido cambiar la carrera de las armas por la de las letras, y había entrado en religión.

Todo estaba dispuesto ya para que yo entrase en el convento. La alegría de volver a Madrid se veía enturbiada por aquel cambio profundo que me esperaba.

Pensaba yo con escalofrío en las emparedadas, esas desdichadas mujeres que son encerradas de por vida en una celda de un convento, cuya puerta tapian con ladrillos. La emparedada o enmurada vive toda su vida en esta celda minúscula, que solo tiene un ventanuco por el que le dan la comida y por el que ella saca sus aguas una vez al día, y así pasa toda su existencia, los años que dure, hasta que muere. Y el día en que muere, o unos días más tarde, cuando el mal olor dice a las de fuera que ya es cadáver, rompen el muro y abren de nuevo la puerta para sacar a la muerta.

¿Y esto es una vida de oración, me preguntaba yo, esto es una vida dedicada a Dios, estar toda la vida encerrada en una tumba que huele como una cuadra? ¿Es esto lo que quiere Dios de nosotras, que nos encerremos sin ver la luz del sol, que no riamos nunca, que no seamos nunca felices? Cuando pensaba en estas pobres mujeres encerradas en los conventos, no solo en las emparedadas en vida sino en las monjas corrientes que vivían en la clausura de una casa cuya única comunicación con el mundo es un torno, sentía tanto sufrimiento y tanta angustia que me daban ganas de llorar. Intentaba recordar las palabras de mi maestra, Beatriz Galindo, que me decía que para una mujer interesada en los estudios era mejor la vida enclaustrada que la vida de esposa, llena de obligaciones y sufrimientos.

Una monja vino a nuestra casa para hablar conmigo, ya que mis padres me veían triste y desconfiada. Era una mujer mayor, de cabellos blancos y rostro amable y bondadoso.

—La vida del convento es la más feliz que puede disfrutar una mujer —me dijo—. ¡Imagina la dulzura de una vida dedicada enteramente a Jesucristo, libre de todas las ocasiones de pecar que hay en el mundo!

Pero yo sabía que no todo eran dulzuras en la vida del claustro, que había también penitencias, votos de silencio, ayunos, disciplinas, cilicios, celdas y aislamientos. Sin duda la madre que me hablaba sabía que yo conocía estas cosas, o había oído hablar de ellas, pero se esforzaba por suavizarlas.

—La vida del convento no es de regalo y de riquezas, es verdad. Es una vida dedicada a la oración y a Dios, pero precisamente por eso, todos los dolores y ansiedades que traen las vanidades del mundo allí no existen. No hay que preocuparse de si una es mejor que yo o si yo soy peor que otras, porque allí todas somos iguales. Las demás hermanas serán para ti como madres y hermanas, y se convertirán en tus mejores amigas.

Era cierto que durante dos años sería novicia, y luego podría decidir si hacerme monja o no. Pero ¿qué otra cosa podía decidir si era eso lo que había dispuesto mi padre para mí? En realidad, yo no tenía ninguna alternativa y, puesto que no podía casarme, o no podía casarme con alguien de mi clase, lo único que podía hacer era ser monja.

Y de pronto, mi vida cambió. Un hombre apareció en la puerta de la casa trayendo una carta para mi padre. Aquello era algo muy poco habitual y causó un gran revuelo en mi hogar, ya que el mensajero venía del alcázar, que era donde ahora vivían los reyes Doña Isabel y Don Fernando. Después de leer la carta en privado, en lo que tardó un tiempo que me pareció excesivo (sin duda la leyó varias veces y pensó mucho sobre lo que decía), mi padre ordenó reunir a la familia y a los criados para comunicarnos su contenido.

—Esta carta no va dirigida a mí —nos dijo, solemnemente—, sino a Inés.

—¿A mí? —pregunté asombrada.

—La escribe Doña Beatriz Galindo —dijo mi padre—, y solicita mi permiso para que te permita ir a la corte con ella.

Yo sentí que me volvía loca. ¿Cómo? ¿A la corte? ¿A la corte con los reyes? ¿Yo sola? ¿Y qué ropa iba a ponerme yo para presentarme en la corte?

Al parecer, la reina Isabel deseaba tener una maestra de latín para ella y para sus hijas y, enterada de la fama de Beatriz Galindo, la había hecho llamar para que se fuera a vivir con ella. Beatriz, por su parte, había solicitado mi presencia a su lado para que la ayudara en sus labores de magisterio real.

Todos en mi casa se quedaron conmocionados con la noticia, y me pareció que empezaban a mirarme de otra manera, con respeto, casi con miedo. Yo ya les había hablado de la Latina, y de que había sido mi maestra, y de la amistad que había surgido entre ambas, pero no creo que hubieran escuchado aquellas historias con excesivo interés, y a lo mejor pensaban incluso que yo las exageraba para hacerme más interesante ante sus ojos.

Aquella carta lo cambiaba todo.

—Tienes que ver qué es lo que quieres hacer, Inés —me dijo mi padre, que sostenía todavía la carta en una mano que temblaba—. Si te vas a la corte para asistir a Doña Beatriz a enseñar latín a las infantas, tendrás que renunciar al convento.

—Renuncio al convento de muy buena gana —dije yo, tan feliz que no sabía si reír o llorar.

—¡Pobrecita! —dijo mi madre—. ¿Y qué vas a hacer tú entre esas señoras cubiertas de armiños y de perlas? ¿No te vas a sentir muy sola? ¿Qué vas a saber decirles cuando te pregunten? ¿Y qué harás en la mesa? ¿Sabrás comportarte como bien criada, no limpiarte las manos en el mantel, no escarbar en las bandejas y sorber la sopa sin mancharte, como te hemos enseñado? Mira que los grandes señores son muy mirados con esas cosas, y que tendrás que tener tu propio cuchillo y limpiarlo bien, que no tenga restos de comida...

Mi madre estaba tan llorosa y preocupada, de pronto, por aquellas cosas sin importancia que todos nos echamos a reír y yo la abracé y la cubrí de besos y le dije que no sufriera por esas cosas. Yo entonces no sabía que estaba muy enferma y que le quedaba poco tiempo de vida.

cap-13

11. En el alcázar

Unos días más tarde, en la fecha en la que nos había convocado Beatriz Galindo, fuimos al alcázar. Estaba situado en uno de los puntos más elevados de Madrid. Desde el patio de armas que había ante él, se veía el valle del Manzanares, los oteros, las vegas, y a lo lejos la línea azul de la sierra.

Entré con mis padres, que parecían algo intimidados por las espléndidas salas y los largos pasillos cubiertos de tapices, y fuimos conducidos hasta una sala donde Beatriz Galindo me recibió dándome besos y saludando muy cariñosamente a mis padres. Estaba tan elegante como una princesa. Yo nunca la había visto con aquellas ropas chapadas que se llevaban en la corte, y me sentí todavía más cohibida.

—¡Inés! —me dijo—. ¡Ya ves el aprieto en que me hallo! ¡Y yo que iba para monja, y que pensaba pasarme el resto de mi vida traduciendo a Aristóteles y escribiendo poemas latinos! Dime, ¿me vas a ayudar? Porque aquí hay mucho trabajo. La señora desea que también sus hijas reciban instrucción desde chicas. ¡Dime que sí, Inesilla, no me dejes aquí sola!

Creo que mis padres estaban asombrados de que aquella mujer tan sabia, tan importante y tan bien vestida me hablara con tanta confianza y se expresara, además, con tanta gracia y desenfado.

—Si mi padre me autoriza, acepto de todo corazón —dije yo con voz tan temblorosa que casi no podía hablar, y sintiendo que se me saltaban las lágrimas—. No tengo palabras para agradeceros vuestra bondad.

—Vamos, vamos, chiquilla, no llores —dijo ella—. De algo tenía que servirte todo lo que estudiaste en Salamanca.

—Pero hay tantas otras que podrían hacerlo mejor que yo —murmuré, pensando en las muchas puellae doctae que florecían entonces en España—. ¡Tantas otras mucho más dignas que yo, con más méritos y más conocimientos!

—Ya sabía yo que no me equivocaba contigo —me dijo ella entonces—. Con esas palabras que acabas de decir, ya no me quedan dudas.

He escrito que mi vida comenzó el día en que entré por primera vez en la Universidad de Salamanca y vi el cuerno de unicornio que tienen allí expuesto. Pero la vida termina y comienza muchas veces, y también podría decir que mi vida comenzó de verdad aquella mañana, al entrar en el alcázar de Madrid.

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12. La reina

Recuerdo muy bien la primera vez que fui presentada a la reina. Era una mujer imponente, muy alta y muy bella. Tenía unos ojos inolvidables de color verde claro, penetrantes e inteligentes, no tan hinchados como aparecen en algunos retratos, o quizá es que ella era más joven entonces, y una cabellera espléndida de color rubio rojizo. Su voz, en cambio, no era hermosa, era aguda y quebrada, un poco ronca, aunque muy expresiva. Era una gran señora y no necesitaba corona ni armiño para que se supiera que era la reina: solo con que entrara en una habitación su presencia era notada, y aun estando callada, cosa que sabía hacer bien, porque era de esas personas que escuchan con interés cuando les hablan, llamaba la atención de los que la rodeaban. Era como si hubiera en ella algo magnético, como si estuviera toda ella hecha de piedra imán. También su forma de hablar era magnética aunque su voz no fuera hermosa. Cuando estaba en confianza siempre andaba haciendo bromas y era muy afectuosa con sus hijos y sus criados. Beatriz y ella siempre estaban riendo juntas.

—Inés de Padilla, sé bienvenida a mi casa —me dijo muy risueña el día que me presentaron ante ella—. Beatriz me dice que eres también una gran latina y que eras el espanto de las aulas de Salamanca. ¿Qué voy a hacer yo en medio de tantas mujeres sabias? Porque yo, Inés, seré la reina de Castilla y León, pero a mí nunca me enseñaron nada que valiera la pena. Mi señora madre, Doña Isabel de Portugal, me enseñó las normas de comportamiento y la oración en portugués y en castellano, y cuando era muchacha aprendí a coser y a hacer rodar la rueca, como todas las mujeres, y también la danza baja, y algo de canto, y un tanto más de clavicordio, ya que heredé de mi padre el amor y devoción por la música, y equitación, desde luego, y también cetrería, que siempre he sido yo muy aficionada a mis halcones y neblíes, y también juegos de mesa, que aquí nos gustan mucho, como el ajedrez, en el que soy bastante hábil. Los frailes del convento de San Francisco me enseñaron a leer y también algo de cálculo, que sé sumar y restar, Inés, y ahí se acaba todo, y cuando digo esto se me salen los colores al pensar lo ignorantes que somos las mujeres y el poco aviso que tenemos para navegar por el mundo con cartas y brújulas tan pobres. ¿Y cómo no han de considerarnos necias si no sabemos nada? ¿Y cómo no vamos a ser necias si no nos enseñan nada? Yo siempre me he sentido ignorante y envidiosa de las pocas que habéis ido a Salamanca o a Alcalá y he querido remediar mi poca instrucción leyendo todo lo que caía en mis manos en las lenguas que conozco, el castellano y el portugués que aprendí de mi madre, pero he querido también aprender el latín y que mis hijas lo aprendan a su vez, no solo para leer a los sabios de la antigüedad y saber de dónde vienen las palabras y los conceptos que decimos en nuestra vulgar lengua castellana, sino para poder hablar con los otros soberanos en las cortes europeas. ¡El rey Don Fernando habla el latín igual que el castellano! ¿Y qué voy a hacer yo con un príncipe de Inglaterra o de Flandes, o con un obispo de Dinamarca o de Polonia? ¿Quedarme callada? ¿Decir que sí a todo y sonreír como una necia? Dime, Inés, ¿cómo es que tu padre te permitió ir a Salamanca?

—Es que desde muy niña me pasaba el día entre libros y latines, señora. Mi señor tío, el hermano de mi padre, que es clérigo en Alcalá, nos visitaba a menudo y siempre se admiraba de que yo conociera tan bien a Horacio, a Séneca y la Biblia Vulgata.

—¿Y cuántos años tenías entonces?

—Ocho o nueve debía de tener.

—¿Y ya leías a Séneca con ocho años, chiquilla? —me dijo muerta de risa—. Ay, pero ¿qué voy a hacer yo con tantas mujeres sabias?

La reina Isabel era una gran señora y también una gran reina. Tenía un carácter fuerte, que ya manifestó casi desde niña. Cuando a los dieciséis años quisieron casarla con Don Pedro Girón se negó en redondo, ya que solo quería por marido a un hombre al que amara. Se prometió en secreto con el rey de Sicilia, Don Fernando de Aragón, y este, para reunirse con ella, salió una noche de Zaragoza disfrazado de criado con un grupo de caballeros que iban de guisa de mercaderes. Solo con diecinueve años ya supo convencer a su hermano de la bondad de esta alianza entre Aragón y Castilla, después de un siglo de continua degradación de la corona y del reino, de guerras y de enfrentamientos, que habían dejado a Castilla hundida en la pobreza. Era una reina porque pensaba como una reina, y pensaba así porque tenía un alma grande y una ambición inmensa, y deseaba dejar su nombre inscrito en los anales de la historia.

Nada puede hacerse sin ambición, y esta ha de ser infinita, ya que siempre logra menos de lo que ansía.

¡Y qué personalidad tenía! Había comprendido como pocos soberanos que la esencia de la monarquía consiste en inspirar al mismo tiempo, y en la misma y justa medida, amor y terror. Demasiado amor, y el monarca es débil y el país sufre, demasiado terror y el monarca es un tirano. Solo las personas capaces de inspirar amor y terror en los otros pueden ser reyes o reinas.

Yo, entonces, no imaginaba que la vida pudiera ser de otro modo.

La reina hablaba con todos, todo le interesaba, a todos escuchaba. Se entrevistaba con todos los sabios de la época, cuya compañía y conversación parecía preferir a la de los cortesanos palaciegos. Admiraba especialmente a los hombres de letras, a los que honraba más todavía que a los nobles, lo que ofendió a no pocos poderosos, como al arzobispo Carrillo, al que le oyeron decir: «Yo saqué a Doña Isabel de hilar y la volveré a la rueca».

Pero Doña Isabel jamás volvió a la rueca. Su influencia se hacía notar en todos los ámbitos de la vida, hasta en la moda femenina, en la que instituyó una nueva elegancia discreta y austera. Transformó la vida entera del país, desde lo más pequeño a lo más grande. Creó la Santa Hermandad para que vigilara los caminos y los limpiara de bandoleros y ladrones y también, ay, instituyó el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición para combatir a los herejes, ya que estaba obsesionada con la religión y con la defensa de la fe. Siempre se recuerdan de ella las cosas malas, como la triste expulsión de los judíos, y nunca las buenas, que fueron muchas, y que llevaron a Castilla, de ser una nación en ruinas, a convertirse en la más poderosa del mundo.

Siempre consideró a los nativos de los nuevos territorios descubiertos por Colón como súbditos de pleno derecho y dictaminó que de ningún modo los moradores de aquellas tierras deberían sufrir agravios ni en su persona ni en sus bienes. Cuando el Almirante, al regresar de su segundo viaje, trajo a España cuatro indios con intención de venderlos como esclavos, la reina intervino para impedirlo y pronto promulgó una ley para prohibir la venta de nativos de las «islas y Tierra Firme», que era como se llamaba entonces al Nuevo Mundo. Los matrimonios mixtos entre españoles e indias fueron no solo aceptados desde el principio, sino fomentados, incluso, por la reina, seguramente porque veía en ellos una ocasión para lograr más conversiones a la fe de Jesucristo.

Protegía las artes y las letras de mil maneras, muy especialmente la música, que amaba por encima de todo, y creó una capilla en su corte formada por instrumentistas y cantores. Se esforzó por promover el nuevo arte de la imprenta mediante exenciones fiscales y creando imprentas en ciudades que carecían de ellas. Si en la biblioteca de la Universidad de Salamanca había doscientos libros, en la suya había nada menos que cuatrocientos, entre los que se encontraban títulos como el Decamerón o la Fiammetta de Boccaccio, los Triunfos de Petrarca, el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita y numerosos libros de caballerías.

Tenía una fabulosa colección de pinturas y una de tapices que era la más grande que se había reunido en el mundo. Daba tanta importancia a la educación que no quería limitarla a sus hijos, todos ellos futuros reyes y reinas, sino que la extendía también a las damas, pajes y criados de su corte. Entre los monarcas de la historia de España, solo Alfonso X el Sabio puede comparársele en su defensa de las artes y las letras. Su reinado fue, además, una época de oro para las mujeres.

cap-15

13. Granada

La reina Isabel decidió reemprender la reconquista, que llevaba años detenida. El dominio moro había quedado reducido a una serie de pequeños reinos situados en el sur de España. La reina concibió la idea de organizar un gran ejército con fuerzas castellanas para expulsar definitivamente a los árabes y lograr el dominio completo de la península. Los aragoneses apenas participaron en aquella campaña aunque sí el rey Don Fernando, que estuvo siempre al lado de la reina.

Doña Isabel se pasaba el tiempo en el campo de batalla organizando la estrategia y negociando con los distintos reyes moros, algunos de los cuales se ponían del lado de los cristianos. Todas las guerras se alimentan de estas enemistades internas, porque en realidad todas las guerras son guerras civiles.

Pero aquella guerra fue diferente a todas. La reina Isabel convenció al grueso de la nobleza castellana de que unieran todos sus fuerzas y reunió un ejército tan organizado y numeroso como no se había visto nunca, y planeó una campaña cuya finalidad no era la venganza, ni la conquista de un territorio, ni el abajamiento de un señor, sino un verdadero proyecto nacional. Aquella no era una de esas guerras que se libraban cuando hacía buen tiempo y se interrumpían en otoño, sino una guerra sin cuartel. Ya he dicho que Isabel era grande para lo bueno y para lo malo. Y también es cierto que las cosas malas traen siempre alguna cosa buena. Como los heridos de aquella ambiciosa guerra eran muchos, Isabel creó algo que hasta entonces no existía: los hospitales de campaña.

Consideró la reina que era importante que sus hijos fueran testigos de aquella ocasión para ella y para todos tan gloriosa, y mandó que llevaran a los infantes a Granada. Y allá que nos fuimos todos, los hijos de los reyes, Isabel, Juan, Juana, María y Catalina, la más pequeñita, que no debía de tener más de siete años entonces. Isabel, la mayor, acababa de quedar viuda del infante Alfonso de Portugal, que había muerto ahogado al ser arrastrado con su caballo en las aguas del Tajo.

Con los infantes iban también las damas de la corte más allegadas a la reina, las tres Beatrices, Beatriz de Bobadilla, que era la camarera mayor de la reina, Beatriz de Silva y Meneses, que había sido dama de la madre de la reina y era una de sus principales confidentes, Beatriz Galindo y también quien esto escribe, la joven Inés de Padilla.

Beatriz de Bobadilla era diez años mayor que la reina. Cuando la joven Isabel fue prometida a Don Pedro Girón, a quien ella ni amaba ni deseaba por marido, Beatriz de Bobadilla, que ya era buena amiga suya, se ofreció a matarle. Y nadie sabe lo que sucedió, pero lo cierto es que Don Pedro Girón murió cuando viajaba de Jaén a Madrid para formalizar la petición de matrimonio. ¿Fue ella la que le mató con su propia mano? Yo la miraba, veía a una dama refinada y buena conversadora, devota cristiana y buena con sus criados, y me preguntaba si habría sido capaz de clavarle un cuchillo a un hombre. Más tarde me enteré de que la muerte de Don Pedro Girón se debió a un ataque de apendicitis, y me sentí desilusionada. Pero quise todavía más a Beatriz de Bobadilla.

Claro que aquel ataque de apendicitis pudo muy bien ser un envenenamiento.

La mayor de las tres Beatrices era Beatriz de Silva y Meneses, que estaba unida a la reina por una curiosa historia. Beatriz de Silva había sido una dama muy hermosa cuando era joven, y se había dicho, falsamente, que era amante del rey Juan II, el padre de Isabel. La madre de Isabel creyó en las habladurías y ordenó que la metieran en un baúl, lo pusieran en una habitación cerrada y la dejaran allí encerrada hasta que muriera. La pobre muchacha pasó una semana dentro de aquel baúl, del que fue rescatada por fin medio ahogada y con una debilidad extrema. Después de aquello abandonó la corte y se enclaustró como pisadera en el convento de Santo Domingo el Real de Toledo, donde vivió durante treinta años como monja de clausura.

Al cabo de ese tiempo, Isabel, ya reina, tuvo ocasión de conocerla y de enterarse de su historia, y quiso recompensarla por la injusticia con que había sido tratada. La volvió a llevar a la corte, le restituyó los honores y le regaló los palacios de Galiana, donde Beatriz de Silva fundó un monasterio de la Orden de la Inmaculada Concepción en honor a la Virgen, como agradecimiento por algo que había sucedido cuando estaba encerrada en el baúl. Ya que en aquella semana que pasó encerrada, sin comida ni bebida y casi sin aire, se le apareció la Virgen como una mujer muy bella, de pie en medio de un prado, vestida con una túnica azul y con rosas brotándole de las palmas de las manos, y le dijo que confiara en ella y que sería salvada, y gracias a esa visión, decía, había podido resistir sin desesperarse.

—Pero ¿te dijo esa señora que era la Virgen María? —le preguntaba la niña Juana con aquellos ojos tan grandes que ponía cuando algo la asombraba.

—No me lo dijo, hija, pero ¿quién más podía ser? —contestaba Beatriz de Silva.

—Pero ¿le viste la cara?

—Claro, hija, como te estoy viendo a ti.

—¿Y cómo era? ¿Era muy bella? —preguntó María—. ¿Más que nuestra madre?

—Tenía la misma cara que mi madre —nos dijo Beatriz de Silva.

—¡Entonces no era la Virgen! —protestó Juan.

—¡Ay, ay, qué niños sois! —dijo Beatriz de Silva—. ¿Pues no comprendéis que Ella quiso tomar la apariencia de alguien que me fuera cercano y querido?

Los niños se quedaban entre maravillados y confusos.

La infanta Juana me dijo un día con mucho secreto que ella no creía que aquella mujer que había visto Beatriz de Silva fuera la Virgen, porque a la Virgen nunca le habían salido rosas de las manos.

—Entonces, ¿quién crees que era? —le pregunté divertida, porque siempre me extrañaban y me interesaban las cosas que decía Juana.

—Creo que se durmió y tuvo un sueño.

—Ay, cariño mío —le dije—, pero ¿es que no sabes que así es como se nos aparecen Jesucristo y la Virgen, siempre en los sueños, que no podemos verlos directamente?

—Pero si es un sueño no es verdad —dijo Juana.

—Algunos sueños sí son verdad.

Finalmente, después de muchos preparativos, como se hacían todas las cosas en palacio, nos fuimos todos para Granada. Pronto comenzaría el invierno y hacía mucho frío, pero cuando llegamos a Andalucía todo estaba lleno de luz y me parecía que el aire era más suave y amable que en los páramos de Castilla.

Los reyes habían establecido el campamento cristiano en Santa Fe, en la vega de Granada, donde habían hecho construir una gran fortaleza rodeada de torres y murallas almenadas. La reina se reunió con todos nosotros y abrazó y besó a sus hijos y luego a nosotras, porque era siempre muy cálida y afectuosa. La encontré muy cambiada. Siempre había estado llena de vitalidad y de energía, pero ahora la veía cansada en el rostro, con grandes bolsas bajo los ojos como si no durmiera lo suficiente, y al mismo tiempo con más fuerza que nunca.

Reflexionando ahora, me doy cuenta de que Doña Isabel me daba un poco de miedo. Siempre me trató con cariño y me distinguió con regalos y mercedes, pero nunca he conocido a nadie de quien se pueda decir, sin lugar a dudas, que es poderoso. Un poder de esa clase atrae y fascina, pero también aterra.

Al día siguiente de nuestra llegada fuimos a contemplar la Alhambra. Se elevaba en una colina cubierta de bosque, un palacio rojo rodeado todo alrededor de un paisaje de montañas nevadas. La luna estaba ese día en el cielo a pesar de que era de día, y me pareció la media luna de los árabes, que se desvanecía. Las tropas castellanas llevaban meses asediando la ciudad, que seguía allá arriba, como un sueño. Pensé que nunca había visto un lugar más hermoso.

Todas las tropas estaban formadas para recibir a la reina. Era impresionante ver todas aquellas baterías de cañones, lombardas y culebrinas dirigidas hacia la roja fortaleza de la Alhambra. Yo jamás había visto soldados, verdaderos soldados en el campo de batalla, y me causaba admiración ver aquellas hileras e hileras de hombres so

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