1
—¡Dispara de una vez, Julius! —gritó Helena cuando un enorme jabalí macho entró en el alcance de tiro del joven.
Los ojeadores concentraban la caza dentro de un cerco formado por los cuarenta y seis invitados al dominio Grossgerstorf. Julius von Gerstorf y su prima Helena compartían un puesto de tiro, pero en ese momento ella estaba recargando el arma. En cuanto el jabalí había aparecido, había apuntado y fallado el tiro.
El animal pasaba justo por delante de la escopeta de Julius. Corría aterrorizado hacia el puesto, seguido de una jabalina y una cría. El joven no podía fallar. Sin embargo, dudó. Un animal tan espléndido... tan lleno de vida... Le parecía deshonesto matarlo en una emboscada. Pero debía actuar deprisa. Cuando un jabalí se percataba de la presencia de un ser humano, podía volverse peligroso. Julius apuntó con cuidado y disparó por encima de la cabeza del animal. Helena, por su parte, ya volvía estar preparada para intervenir. Supuso que él tendría el macho en el punto de mira y apuntó a la hembra. Esta cayó, mientras que el macho y el jabato giraban hacia la derecha y pasaban de largo huyendo del cerco.
—¿Cómo has podido fallar, Julius? —preguntó Helena indignada—. ¿A cuánto estaba? ¿A veinte metros? Hasta un niño lo habría alcanzado. ¡Y lo mismo pasa en el ejército! ¿Qué harás si estalla una guerra?
Eso mismo se preguntaba también Julius de vez en cuando, aunque solía acertar bastante cuando apuntaba a una diana. Matar animales, sin embargo, le resultaba repugnante y, aún más, matar a seres humanos. Aun así, disponía de otras cualidades que hacían de él un individuo interesante para el ejército, al menos en tiempos de paz. Julius von Gerstorf era un jinete excelente. Servía en el Primer Regimiento de Ulanos del Reino de Sajonia y en breve iban a destinarlo al Instituto Militar de Equitación de Hannover. Un gran honor, ya que con veinte años solo era aspirante a oficial y normalmente la academia de equitación solo aceptaba a alféreces o a quienes ocupaban un rango superior.
—Creo que he tropezado —se disculpó—. Qué raíz tan absurda... Pero por lo menos tú has dado en el blanco.
La jabalina a la que Helena había abatido no se movía ni tampoco lo hizo cuando se acercaron para verificar su muerte.
—¡Tiro de paletilla! —exclamó orgullosa Helena.
—Felicidades —contestó Julius con sequedad.
Entretanto, un cuerno emitió la señal que anunciaba la conclusión de la batida. Una buena noticia para Julius, pues a fin de cuentas llevaban sin apenas moverse desde las cinco de la mañana en ese bosque frío y húmedo en pleno mes de octubre. Estaba empapado y congelado, y lo mismo debía de pasarle a Helena.
Pero la pasión febril por la caza parecía enardecer a su prima, y no se la veía desaliñada. El traje loden se ceñía elegantemente a su silueta y llevaba el cabello rubio recogido con gran cuidado bajo el sombrero. Pese a contar apenas diecinueve años, Helena von Gadow tenía un aspecto imponente. En su rostro diáfano y aristocrático se dibujó en ese momento una sonrisa.
—Por mí podemos decir que la has abatido tú —propuso.
Julius negó con la cabeza.
—A tal señor, tal honor.
Ahora ya podían abandonar su puesto y cruzar el tiradero sin correr ningún riesgo en dirección a los coches, que esperaban a los participantes en la cacería en medio de un claro. Mientras tanto, los ojeadores se dedicaron a reunir las piezas derribadas para colocarlas y ordenarlas en filas, es decir, a formar la llamada junta de carnes. Al lado de los coches, el servicio tenía preparado un tentempié para los cazadores y, por supuesto, las botellas de aguardiente empezaron a circular. Casi todos los hombres llevaban una petaca con licores diversos.
Albrecht von Gerstorf repartía orujos de hierbas. Julius cogió uno para calentarse al menos por dentro. Helena también dejó que le sirvieran un vaso ignorando las miradas despectivas del propietario del coto. No se consideraba femenino que una mujer tomase bebidas fuertes, y aunque su marido estuviera junto a ella en la cacería, este no podía prohibirle que bebiera.
—¡Vivan los cazadores! —dijo Albrecht.
—¡Viva la caza! —respondió Helena.
—¿Y a vosotros qué tal os ha ido, Julius? —Magnus, su hermano mayor, se separó del grupo.
Había compartido el puesto con Veronika, la hermana pequeña de Helena. Julius pensó que la chica debía de estar tan muerta de frío y fuera de lugar como él mismo se sentía.
Helena habló de la jabalina abatida sin mencionar el error de Julius, pues era reservada con respecto a esos asuntos. Nunca habría puesto a nadie en evidencia, y menos aún a él, por quien parecía sentir una especial debilidad. ¿Por qué, si no, se habría unido a él ese día y no a su hermano, más conversador y vivaracho?
Magnus también había matado un jabalí, un auténtico verraco. Julius suponía que Veronika ni siquiera había tocado la escopeta.
—Por allí hay Glühwein —le dijo—. ¿Quieres un poco para entrar en calor?
El vino aromatizado con especias se calentaba sobre un fuego abierto. Veronika lo siguió agradecida hasta la hoguera, a la que acercó las manos mientras él le servía un vaso.
—Odio la caza —declaró la joven antes de llevarse la bebida a los labios.
A Julius le habría encantado comunicarle que él era del mismo parecer, pero eso no habría encajado con su papel de anfitrión en una batida. Así que se limitó a sonreír con indulgencia.
—Estoy seguro de que te lo pasarás mejor luego, en el baile.
Veronika le sonrió a su vez.
—Siempre que vuestro salón de baile esté caldeado —respondió.
—Si no es así, haré cuanto esté en mi mano para que entres en calor bailando —le prometió Julius.
Le gustaba Veronika. Era tímida y dulce, por completo distinta de su más atractiva hermana.
—¿No tienes que bailar con Helena? —preguntó Veronika.
Era un secreto a voces que los padres de Helena y Julius la consideraban la futura candidata a esposa del joven, una decisión estipulada según cuestiones hereditarias. Karl von Gadow no tenía hijos varones y su primogénita, Helena, era su heredera. El heredero de Albrecht von Gerstorf era Magnus, por lo que no quedarían tierras para Julius. ¿Qué mejor, entonces, que casar al hijo menor con Helena y de este modo garantizarle el control de la propiedad de Von Gadow? Julius estaba convencido de que Helena habría preferido administrar ella misma las tierras de su familia, pero las convenciones no se lo permitían. ¿Se debía tal vez la simpatía de la joven a que esperaba tener con Julius más autoridad en la administración de su propiedad que a través de un casamiento con un hombre como Magnus, que tenía mayor seguridad en sí mismo?
Julius reprimió un suspiro.
—Como buen anfitrión —dijo—, es mi deber ocuparme en igual medida de todas las damas que nos acompañan. Bailar contigo será además un placer —añadió al instante.
—Entonces nos vemos más tarde —contestó Veronika amablemente.
Uno de los ojeadores se había acercado a él para aclarar una cuestión organizativa y, como joven bien educada que era, no quería seguir acaparando la atención de su primo.
Entretanto, las piezas ya se habían dispuesto en orden formando un tapiz, y sonó el halalí para dar por finalizada la caza. Los criados recogieron los restos de la comida y se dispusieron a apagar la hoguera. Todos los cazadores se repartieron entre los cuatro carros tirados por caballos pesados que iban a trasladarlos a la mansión. El viaje se hizo largo. La masa forestal de la finca era grande y, además, se explotaban cincuenta hectáreas de campos de cultivo y pastizales. El grupo llegó por fin a la avenida flanqueada por castaños que conducía a la mansión señorial. Al final había que cruzar un puente, pues lo que en su día había sido un señorío estaba rodeado por un foso de agua de cinco metros de ancho.
A través de una barbacana llegaron a uno de los patios, donde unos criados ya los esperaban con otra bebida y panecillos con salchichas caseras. Julius y Veronika tuvieron que soportar más brindis por la caza antes de que los invitados se retiraran a sus aposentos para cambiarse y descansar. Julius siguió a su padre y a su hermano a las dependencias privadas de la familia. En el vestíbulo los esperaba el ama de llaves, una impresionante matrona en la cincuentena.
—Debo comunicarles que el honorable Kommerzienrat Gutermann y su hija ya han llegado —informó en un tono impersonal.
Albrecht von Gerstorf asintió confuso.
—¿Tan pronto? —preguntó asombrado—. Pensaba que llegaría mañana... ¿Y cómo es que trae a su hija?
—¿Es nuestro banquero? —intervino Magnus—. ¿Lo has invitado, padre? ¿Al... baile?
Albrecht torció el gesto.
—No. Pero tendremos que enmendarlo. Señora Greta, entregue por favor al señor una invitación para la comida y el baile de después, aunque este último más bien debería interesarle a su hija. No sé nada de ella... —Se marchó.
—¿Cómo es que el banquero de nuestro padre se ha presentado aquí? —preguntó Julius a su hermano—. ¿Se trata de otro préstamo?
Los propietarios de un dominio solían pedir préstamos bancarios para adquirir maquinaria agrícola o financiar obras de rehabilitación. Aunque, tratándose de su padre, Julius temía que se endeudara por otras razones. La carrera militar de Magnus exigía una gran cantidad de dinero, no solo por lo que concernía al estatus propio de un joven alférez, sino a causa de la forma de vida más bien libertina del primogénito. Este, también alumno de la academia de equitación de Hannover, no se perdía ninguna partida de cartas ni hacía ascos a las apuestas arriesgadas. Albrecht von Gerstorf esperaba que su hijo pequeño ejerciera una buena influencia sobre su hermano cuando ambos compartiesen alojamiento. Julius era menos optimista a tal respecto. Magnus nunca le había hecho el menor caso.
Este se encogió de hombros.
—Ni idea —afirmó—. Y ahora discúlpame. Nos vemos por la noche. —El joven rubio subió la escalera en dirección a sus habitaciones.
Julius se temió algo malo. Le disgustaba que Magnus se aprovechara con tanto descaro de su padre, aunque no temía que fuera a arruinar a su familia. El bosque del dominio era enorme y los cultivos arrojaban unos beneficios considerables; además, su yeguada disfrutaba de cierta fama. El ejército compraba sus remontas, es decir, sus nuevos caballos, en Grossgerstorf; muchos cazadores también adquirían ahí sus ejemplares, y además se cedían algunos sementales y yeguas a otras yeguadas por cantidades importantes de dinero. Pese a ello, no había ninguna razón para derrochar la herencia tal como hacía Magnus.
A Julius no le interesaban lo más mínimo los juegos de azar. También a él le gustaba ganar, pero se limitaba a las competiciones ecuestres. El ejército organizaba carreras de larga distancia, cross-country, es decir, campo a través, y salto de obstáculos. El joven había destacado en todas estas disciplinas, en las que con frecuencia había dejado en el segundo puesto a su hermano mayor. Magnus era un jinete igual de dotado, pero más temerario e impulsivo. Si todo iba bien, era invencible; pero ¿cuándo iba todo bien? En la mayoría de los casos, la prudencia y una concienzuda formación del caballo resultaban más eficaces. A Magnus le gustaba confiar en la extraordinaria naturaleza innata de los caballos de su padre. Julius se esforzaba por entrenarlos mediante la doma clásica por encima de esas cualidades.
Esperaba con impaciencia asistir a las clases de la academia de equitación de Hannover. En su regimiento actual, el Primero de Ulanos del Reino de Sajonia, se daba poco valor a la doma clásica. Allí enseñaba el sargento Friedrich Schmitz, quien había vivido hasta hacía poco en Estados Unidos y había acabado la formación en su caballería. Alcanzó el rango de alférez en ese país y ahora enseñaba también en Sajonia según los métodos que eran habituales en América. Eso tenía algunas ventajas en los combates a caballo. Schmitz prestaba importancia al trabajo en suelo antes de subirse a los caballos de la remonta y enseñaba el neck reining, según el cual el caballo obedecía al apoyo de las riendas en el cuello para cambiar de dirección. Esta técnica simplificaba la obligada conducción a una sola mano durante el combate. Los ulanos sajones montaban además sus caballos sin bocado y por lo general con las riendas combadas. Julius encontraba esto fascinante. Su caballo de servicio iba estupendamente y disfrutaba trabajando con los jóvenes ejemplares de la remonta. Pese a ello, también se interesaba por disciplinas más elevadas de la doma y deseaba ganar torneos deportivos. Las competiciones de salto ecuestre y las carreras le atraían más que el adiestramiento específico para las operaciones militares. Aunque cada día realizaban ejercicios con armas, ni él ni sus compañeros pensaban nunca seriamente en participar en una guerra.
Julius se alegró de que hubiesen encendido la chimenea de su habitación; además, el servicio había dejado preparada agua caliente para que los miembros de la familia pudieran lavarse después de la cacería.
El joven hizo un generoso empleo de ella y por fin entró en calor. Todavía le quedaba tiempo antes de cambiarse para el baile y se planteó por un instante si su padre ya habría hablado con el banquero. Le habría gustado enterarse de qué créditos había solicitado Albrecht von Gerstorf. Por otra parte, se decía que él no tenía ni voz ni voto en ese asunto y consideraba además bastante improbable que su padre fuera a conversar esa misma tarde con el banquero. Albrecht von Gerstorf había bebido aguardiente y Glühwein por la mañana. Seguramente dedicaría el tiempo a dormir en lugar de al banquero.
No obstante, Julius bajó al vestíbulo. Tenía intención de echar un vistazo a la cuadra. El día anterior habían instalado a Medea, la yegua purasangre que él mismo había adiestrado durante el último año, en la cuadra contigua a la casa. Albrecht von Gerstorf tenía planeado venderla. A Julius le daba pena y quería volver a montarla antes de que abandonase la granja. Así que decidió dirigirse a la cuadra por una de las salidas laterales, pero solo llegó a la altura del despacho de su padre, cuya puerta estaba abierta. Frente al voluminoso escritorio de Albrecht von Gerstorf estaba sentado un hombre algo rollizo que estudiaba uno de los pesados libros mayores de la propiedad. Junto a la puerta esperaba un criado, listo para asistir al banquero si necesitaba algo. Sin pensárselo dos veces, Julius entró decidido.
—¿Es usted el honorable Kommerzienrat?
El hombre levantó la vista. Julius distinguió unos vivaces ojos castaños detrás de los gruesos cristales de las gafas. Gutermann tenía el cabello espeso, una nariz pequeña y una barbilla huidiza. A Julius le evocaba la figura de un oso amable.
—¡El joven señor Von Gerstorf! —Gutermann se levantó, aparentemente dichoso del encuentro, y tendió la mano a Julius—. Qué bien que alguien de la administración de la finca se muestre hoy dispuesto a dedicarse a los libros de cuentas conmigo. Ignoraba que irrumpía aquí en medio de una jornada de cacería...
—Mi padre debería habérselo comunicado —señaló disculpándose Julius—. Hace mucho que la fecha se había fijado, debió de pasársele por alto. En cuanto a la contabilidad, me gustaría ayudarlo, pero por desgracia no entiendo nada. Soy soldado de caballería.
—Es una pena, joven —opinó el banquero con un tono de desaprobación—. A fin de cuentas, un día dirigirá usted la empresa. Algo debería saber...
Julius negó con la cabeza.
—Se confunde de persona. Soy Julius von Gerstorf, el hijo menor. Mi hermano Magnus... —Estuvo a punto de decir que sospechaba que todavía sabía menos de números que él mismo, pero se contuvo. Pensó, en cambio, que podía subsanar el error—. Tal vez podría... En fin, si también desea ver las cuentas de la yeguada, podría revisarlas con usted. —Con respecto a las existencias de animales en el dominio, el joven contaba con una visión general realmente buena.
Gutermann sonrió.
—Algo es algo. Por favor, Franz, ¿podría traernos el libro de cuentas? —preguntó volviéndose hacia el criado.
Acto seguido, Julius y el banquero se sumergieron en las listas de nacimientos de potros, los honorarios por apareamiento y la compraventa de caballos.
—Ha pagado usted una suma considerable por tres caballos de Inglaterra —observó Gutermann señalando una anotación—. ¿Me permite preguntar por qué se invirtió de este modo el dinero?
Julius frunció el ceño antes de responder:
—Dos caballos de Inglaterra —corrigió—. Dos potros sementales. La yegua viene de Hoppegarten. Los tres son purasangres.
—Entonces ¿su padre quiere criar caballos de carreras? Yo... bien... he oído decir que su hermano está interesado en ello.
Julius esbozó una amarga sonrisa.
—Mi hermano apuesta a los caballos de carreras y de vez en cuando participa en competiciones del ejército. Mi padre compró los sementales purasangres para refinar nuestra yeguada de sangre caliente. La raza local es... bueno, un poco pesada para la caballería moderna y para la caza a caballo. Y nosotros nos concentramos en la cría de caballos de monta más bien elegantes. Últimamente hay gran demanda de caballos media sangre.
No mencionó que la compra de los purasangres no respondía tanto a la capacidad para los negocios de su padre como a sus propias reflexiones sobre el futuro de la cría de caballos de monta. Magnus lo había apoyado en la adquisición, posiblemente con la segunda intención de emplearlos en las carreras. Albrecht von Gerstorf había cedido de mala gana a los deseos de su primogénito.
Gutermann asintió con un gesto.
—Muy sensato, sobre todo la reflexión de no concentrarse exclusivamente en la cría de caballos para el ejército. Sin querer ofenderlo, señor...
Buscó el rango militar, pero la indumentaria de Julius no le aportó ninguna información. Aunque en el baile llevaría el uniforme de desfile, en la granja de su padre prefería el traje de montar civil.
—Aspirante a oficial —le indicó—. Espero que me asciendan a alférez dentro de poco.
Gutermann volvió a asentir con la cabeza.
—Sin duda. No obstante, opino que la caballería no tendrá mucho futuro en las próximas guerras. Tan poco como los cañones tirados por caballos de la artillería. Los vehículos de motor se acabarán imponiendo también en el campo de batalla. Algo se les ocurrirá a nuestros ingenieros y estrategas militares.
Julius se encogió de hombros. El sargento Schmitz había dicho algo similar. Para él, la guerra de Secesión en Estados Unidos había constituido la última gran operación de la caballería. El mismo Julius no podía ni quería emitir un juicio al respecto, pero de todos modos se alegraba de que Gutermann pareciera bastante satisfecho de la gestión de la yeguada de los Gerstorf.
—¿Puedo... puedo preguntarle para qué ha pedido mi padre un crédito en su banco? —inquirió antes de disculparse porque tenía que irse.
Un vistazo al gran reloj de pie del despacho de su padre le había revelado que pronto debía cambiarse para el baile.
Gutermann asintió de nuevo con un gesto.
—Se trata de la construcción de un silo para el grano —informó diligente—. Y de la necesaria reforma de un par de edificios de la cuadra, los cuales me gustaría ver mañana. El dominio sirve como garantía del préstamo y querría conocer la dimensión de los daños y cómo repercuten en el valor total.
Julius no había visto hasta el momento ningún desperfecto en los establos, pero tampoco había puesto una especial atención en ello. De todos modos, encontraba bien que se invirtiera en la finca y no en liquidar las deudas de su hermano.
2
El uniforme de Julius se componía de un pantalón azul marino con rayas rojas, una casaca azul con el cuello y las vueltas en rojo, botones amarillos y ribetes blancos. En los desfiles lucía a manera de casco una gorra de piel con visera, que estaba forrada con el color del regimiento. Esa noche llevaba el chascás adornado con un águila, pero solo bajo el brazo. Camino de la sala del banquete se echó un vistazo en uno de los grandes espejos que colgaban de las paredes del pasillo. Le pareció que presentaba un aspecto gallardo. El bigote, que había empezado a dejarse en los últimos tiempos, lo hacía parecer algo mayor y daba más volumen a su delgado rostro. El cabello, de un rubio oscuro, y sus ojos color azul intenso completaban satisfactoriamente el efecto que obraba el uniforme.
Los invitados a la cacería tomaron asiento en sus sitios en la sala del banquete. Albrecht von Gerstorf presidía la larga mesa, a su derecha estaba Magnus con el uniforme de desfile de su unidad, el Regimiento de Ulanos del Altmark. Veronika, su acompañante en la mesa, no parecía muy contenta. Helena, en cambio, resplandeció cuando Julius le enderezó la silla.
—Pensaba que no ibas a venir nunca —le reprendió cuando se sentó a su lado—. No es muy cortés hacer esperar a una dama.
En realidad, Helena ya se había enzarzado en una animada conversación con Magnus y otros cazadores y no se había aburrido en absoluto. Julius se disculpó a pesar de todo y lanzó a Veronika una mirada compasiva. Seguro que la jerga de cazadores había sacado de sus casillas a la hermana de Helena, que daba sorbitos a su copa de vino sin participar en la conversación.
—Lo siento. Estás espléndida —elogió Julius a su prima.
No exageraba. Helena llevaba un vestido de seda color burdeos que cubría con sus pliegues unas amplias enaguas azules, mientras unos encajes también azules adornaban el cuerpo y caían sobre sus brazos. Lucía además unos rubíes. Llevaba su espeso cabello rubio recogido elaboradamente en lo alto, coronado por una diadema con idénticas piedras preciosas.
Helena sonrió.
—Se hace lo que se puede —señaló—. Tú también tienes buen aspecto. Pero ¿dónde has dejado el sable?
El joven frunció el ceño.
—¿Vas a bailar o a pelear conmigo? —preguntó.
Por supuesto, el sable formaba parte del uniforme de gala, pero Julius había renunciado a él. Siempre temía tropezar al bailar con esa voluminosa arma en un costado.
Helena rio.
—Todavía no lo sé —afirmó.
Su voz adquirió un tono voluptuoso al pronunciar esas palabras, algo que desagradó a Julius. Le recordó a las meseras de las tabernas de los soldados en la Oschatz sajona, donde estaba estacionada su guarnición. Periódicamente, intentaban tentar al apuesto joven aspirante a oficial, pero nunca conseguían seducirlo. Él soñaba con una muchacha destinada solo a él, que lo amara y a quien poder amar. Su única visita a una casa de citas no le había complacido.
—Entonces está bien que haya prevenido posibles percances —respondió esperando haber zanjado de ese modo el asunto.
Un criado le sirvió vino. Helena le tendió su copa.
—Tengo un hambre canina —confió a Julius—. Por eso mismo he pedido que no me apretasen demasiado el corsé...
Sin embargo, no se apreciaba en su estilizada cintura. La silueta de Helena era, incluso sin corsé, impecable. Emitió una suerte de ronroneo cuando Julius lo señaló. Este sintió cierto alivio cuando sirvieron la sopa.
El banquete estaba compuesto por varios platos de aves y caza, pescado ahumado de los estanques del dominio y verduras de sus huertos, y de postre un Welfenspeise, pudin típico de la zona, en cuya elaboración sobresalía la cocinera de los Von Gerstorf. Julius se esforzaba por entretener a Helena. Mientras tanto, su mirada se deslizaba entre las hileras de comensales. ¿Dónde estaba el Kommerzienrat? ¿Habría rechazado la invitación? Al final, Julius lo descubrió al otro extremo de la mesa, conversando con el barón Von Medow, un hombre anciano, tal vez cliente también de su banco. Julius buscó con la mirada a su hija, pero no vio a ninguna joven cerca de él.
Tras la comida se repartieron cigarros entre los caballeros y licores entre las damas, mientras los criados preparaban el salón para el baile. Julius y Magnus se unieron a las damas y rellenaron los carnets de baile. Tal como Julius había prometido a Veronika, los anfitriones intentaban bailar al menos una vez con cada muchacha. Se alegraba de que fuera así, pues los temas de conversación con Helena se le habían ido agotando lentamente.
En las horas que siguieron hizo girar a una joven tras otra al compás del vals. Conocía a la mayoría de ellas desde la infancia, lo que no le impedía hacerles ahora afablemente la corte, plantearles preguntas cuya respuesta ya sabía, elogiarlas por su aspecto y susurrarles al oído durante el baile. Seguía sin ver a la hija del banquero por ninguna parte. Gutermann, por su parte, había tomado asiento con Albrecht y otros representantes de la generación de mayor edad en la sala de caballeros, donde se fumaba y bebía coñac.
Cuando la orquesta hizo un descanso, se sirvió el ponche y Julius estuvo seguro de que Helena lo estaría buscando. Sin embargo, se sentía un poco mareado de tanto bailar, galantear y beber champán. Necesitaba respirar un poco de aire fresco, así que salió discretamente del salón y vagó sin rumbo ninguno por el patio hasta que oyó un claro relincho en la cuadra.
Medea. Por lo visto, el mozo de cuadra había olvidado ponerla junto a un caballo conocido. Ahora estaba sola en el box de una cuadra vacía y llamaba a sus compañeras. Las otras yeguas todavía estaban en la dehesa: en el dominio del Grossgerstorf había pasto suficiente para que los caballos pacieran hasta finales de octubre.
Julius dirigió sus pasos hacia allí. A lo mejor podía consolar un poco al animal. Al llegar descubrió un farol encendido delante del box de Medea. Al parecer no era el único que había advertido la llamada de la yegua.
—¡Tranquila, bonita mía! Sí, es muy triste estar sola, pero ya estoy aquí. Podría cantarte una canción. O contarte algo. Mira, yo también soy el único ser humano de la cuadra y no lloro a pesar de eso.
Era una voz muy cristalina y muy dulce. Insinuante. Y las palabras obraron efecto. Medea enmudeció. Cuando Julius se acercó un poco más, vio a una mujer delicada, envuelta en una capa de viaje, que acariciaba con su mejilla los suaves ollares de la yegua, que parecía responder a esos mimos. Apoyó resoplando levemente la cabeza en el hombro de la mujer, quien empezó a canturrear una canción. Julius reconoció la popular melodía de «Ännchen von Tharau».
Durante un par de segundos se quedó tan fascinado como la yegua. Luego se acercó más, pisando con mayor firmeza para no asustar a la desconocida. Aun así, esta se sobresaltó y la canción concluyó con un breve y espantado chillido.
Julius levantó la mano, sosegador.
—No es usted el único ser humano que hay aquí —advirtió con una sonrisa de disculpa.
La joven se volvió hacia él. A la luz del farol, Julius vio un rostro pequeño, con forma de corazón, y unos ojos custodiados por unas largas pestañas, la nariz algo respingona y unos labios carnosos que dibujaban ahora una sonrisa. No se había molestado en atarse la melena, ondulada y díscola, antes de cubrirse el vestido con la capa para ir a la cuadra a consolar a Medea.
—¿Por qué la han dejado aquí sola? —preguntó en un tono de reproche señalando al caballo—. La he oído gritar desde mi habitación.
Julius enseguida se sintió culpable.
—Yo no la he oído —reconoció—. La música... el baile... Si me hubiera dado cuenta antes, habría indicado que fueran a buscar otro caballo para acompañarla. Pero ahora los mozos de cuadra ya se han ido. Deberá tener paciencia y esperar hasta mañana.
La joven suspiró.
—Y yo dormiré mal —afirmó.
—Yo también —coincidió el chico—. Si esto la consuela lo más mínimo. Mi ventana también da a la cuadra. Por cierto, me llamo Julius von Gerstorf.
La desconocida volvió a sonreír.
—Julio es mi mes favorito —confesó.
Julius no pudo evitar reír.
—En general, cuando digo mi nombre, se suele comentar que no me parezco en nada a Julio César.
—En absoluto —constató ella, tras mirarlo con atención—. Yo soy Mia. Mia Gutermann.
Julius asintió con la cabeza.
—Ya me lo había imaginado —dijo—. ¿Por qué no está en el baile?
—No tengo el vestido adecuado —respondió Mia.
Julius deslizó la mirada por la delgada silueta. Bajo la capa llevaba un vestido de tarde de color claro.
—Con ese vestido sería todo un orgullo para nosotros que participara en nuestra fiesta —la lisonjeó Julius.
Ella rio.
—Habría llamado la atención —lo enmendó—. Y eso no le gusta nada a mi padre.
Julius arqueó las cejas.
—También aquí ha llamado usted la atención. Aunque solo la mía. Pero no se lo contaré a nadie.
—De hecho, no puede hacerlo —replicó ella—. De lo contrario tendrá que admitir que ha estado deambulando por aquí en lugar de bailar con su prometida. —Lo miró traviesa.
—No tengo prometida —señaló Julius—. Pero es cierto, he huido de tanto baile y tanto champán. Y entonces he oído a Medea.
—¿Se llama así? —Mia se volvió otra vez hacia la yegua. Durante todo ese tiempo había estado rascándole el cuello, distraída—. Un bonito nombre para un bonito animal. ¿Y por qué está sola aquí? ¿Está enferma?
Julius negó con la cabeza.
—No, vamos a venderla. Mi padre espera que alguno de nuestros invitados a la cacería se interese por ella. Mañana la enseñará a los caballeros.
—¿A las damas no? —preguntó Mia—. ¿No es un caballo para damas?
Julius se encogió de hombros.
—Hasta ahora no se la ha adiestrado para que la monten las mujeres. Pero en principio no hay nada en contra. Es obediente, no demasiado alta, suave... Aunque una purasangre. La dama que lo adquiera debe saber montar bien y no tener miedo.
Mia acarició la amplia frente de Medea y arregló el flequillo negro de la yegua castaña.
—¿Y por qué quiere venderla su padre? ¿No es adecuada para su yeguada?
Una pregunta inteligente que Julius no había esperado de la curiosa muchacha.
—Al contrario —admitió—. Encajaría estupendamente con nuestro semental de sangre caliente. La compramos para eso. Pero, por desgracia, hay... bueno... mi hermano tiene ciertas obligaciones...
—¿Es de su hermano? —preguntó Mia.
—No. La compramos por deseo de él. Y mío, aunque eso no cuenta tanto. La intención de mi padre al venderla ahora... Espera que eso haga reflexionar un poco a Magnus. —Julius acarició la nariz de Medea.
—¿Y usted no piensa lo mismo? —insistió Mia.
Julius sonrió. Qué curiosa era esa chica. Y perspicaz. Auténtica hija de su padre.
—No, no lo creo —confesó—. Mi hermano tiene la mano rota. Y mi padre seguirá pagando sus deudas. Yo solo espero que no venda también al semental purasangre. Eso sí sería una pérdida para el futuro de la yeguada. Las yeguas pueden reponerse.
—El banco de mi padre va a prestar dinero al padre de usted —señaló Mia.
Julius asintió con un gesto.
—Al menos eso esperamos. Pero en este caso se trata de inversiones sensatas en nuestra granja. No de financiar el estilo de vida de mi hermano.
—¿Qué sucede con su estilo de vida? —preguntó con cierta impertinencia Mia.
Julius se sorprendió pensando en qué color tendrían el cabello y los ojos de esa muchacha. A la luz mortecina del farol no lo distinguía bien.
—Usted también se marcha ahora a Hannover, ¿verdad? —añadió la joven.
—Su padre está bien informado —prosiguió Julius—. Pero yo voy allí para aprender a montar. No para divertirme. Hasta ahora vivía de mi soldada y, cuando sea alférez, todavía viviré mejor.
—La escuela de equitación debe de ser maravillosa... —Mia cambió de tema—. Me gustaría poder asistir yo también. Pero no admiten a mujeres. —Lo dijo como si fuera una sorpresa.
Julius rio.
—Es una academia militar —le recordó—. Las mujeres deberían estudiar para ser oficiales. ¿Qué tal es su puntería, señorita Gutermann?
Mia suspiró.
—Seguro que podría aprender a disparar —afirmó sin demasiado entusiasmo.
Julius contempló su delicada figura y sus finos dedos. No dudaba que las mujeres podían llegar a disparar tan bien como los hombres. Helena von Gadow era el mejor ejemplo de ello. Pero alguien como Mia...
—Seguro que sí —confirmó él a pesar de todo.
Ambos sonrieron.
Pensar en Helena le recordó de repente la fiesta. Todavía tenía que sacar a bailar a varias jóvenes más. No podía quedarse más tiempo. Y Mia no debía andar sola por allí. Si asomaba alguien del personal de las caballerizas, su presencia podía suscitarle pensamientos absurdos.
—Debo volver al baile —dijo apesadumbrado—. Y usted debería volver a su habitación. Podríamos... hacer algo para que duerma mejor. —Cogió el farol y se dirigió a la entrada trasera. Una puerta de la cuadra con los boxes de los caballos de monta conducía a otro edificio en el que los caballos de labor estaban atados en separadores. Mia, que lo había seguido, miró interesada sus enormes traseros.
—¡Qué ejemplares tan espléndidos! —exclamó admirada.
Julius asintió con la cabeza.
—Sí. Pero Emil —señaló un imponente alazán— es de corazón blando. Flirtea con todas las yeguas. Si lo colocamos al lado de Medea, escuchará algún que otro chillido de placer de vez en cuando.
Mia sonrió.
—No me molesta que flirteen. Lo que yo quiero es que todos los caballos sean felices.
—Pues entonces... —Julius se dispuso a meterse entre los separadores para desatar a Emil.
Mia se interpuso en su camino.
—Déjeme a mí. Acabará manchándose su uniforme de gala. Y en el baile tampoco debería oler a caballo.
Antes de que Julius lograra protestar, se deslizó junto al soberbio caballo, cuya altura hasta la cruz superaba la de ella hasta la coronilla. La joven musitó un par de elogios, desató al castrado y le dio hábilmente las indicaciones para caminar hacia atrás y salir de su sitio. Emil la siguió con docilidad. Su cabeza era tan larga como el tórax de ella. Pero Mia no parecía sentir miedo.
Al entrar en el box vecino al de Medea, Emil enseguida emitió un ronquido y mostró los dientes para olerla, arrugando el labio superior. La yegua se mostró igual de interesada por él.
—Ahora ya puede irse tranquilamente a cortejar —dijo Mia con tono de complicidad—. Y bébase una copa de champán a mi salud. No bailo taaan bien, ¡pero me encanta el champán!
Dicho esto, salió de la cuadra. Julius esperó a que hubiese cruzado el patio y llegado a la casa. La muchacha se habría visto en un compromiso si la hubiesen descubierto a solas con él de noche.
Cuando Mia se hubo ido, Julius se preguntó si ese encuentro no había sido fruto de su imaginación. Pese a ello, detuvo a un criado cuando se dirigía al salón de baile y le pidió que llevara una copa de champán a la habitación de la señorita Gutermann. Acto seguido, cuando tropezó con Helena, seguía pensando en Mia.
3
A la mañana siguiente, Julius se despertó muy temprano. Se había contenido con el champán y el ponche y no tenía resaca. Ese no era el caso de Magnus. Julius se sorprendió al encontrar a su hermano en el comedor de la familia sentado a la mesa del desayuno. Masticaba sin ganas una rebanada de pan blanco mientras el honorable Kommerzienrat, que estaba sentado frente a él con aspecto de haberse levantado fresco como una rosa, comía pan con queso y un huevo revuelto. Mia mordisqueaba afectada pan con miel. Estaba sentada junto a su padre, llevaba un traje de tweed cómodo y se había recogido el pelo. Julius constató que era de color nogal. Cuando la joven levantó la vista hacia él, pudo distinguir también el tono de sus ojos. Le recordó al ámbar oscuro.
—Buenos días, señor Von Gerstorf —lo saludó con amabilidad el banquero—. ¿También usted está ya levantado? ¿Desea tal vez acompañarnos al recorrido que dirigirá su hermano? El señor alférez va a ser tan gentil de enseñarnos la propiedad.
Así que por eso se había levantado tan pronto Magnus. Su padre debía de haberle ordenado que acompañara al banquero.
—Ah, sí, ¿puedo presentarle a mi hija? —siguió Gutermann, antes de que Julius llegara a contestar nada—. Esta es Mia.
Julius sonrió.
—Es un gran placer, señorita —saludó, e hizo el gesto de besarle la mano cuando Mia se la tendió con toda naturalidad. Era menos delicada de lo que habría esperado. Mia Gutermann no solo parecía dedicarse a los libros y los trabajos manuales—. Y sí, estaré encantado de acompañarlos a su inspección del terreno —dijo dirigiéndose al banquero.
—Entonces ¿vamos a tener que apretujarnos en el landó? —preguntó de mala gana Magnus.
El landó era un coche cómodo para dos pasajeros y un conductor en el pescante.
Julius negó con la cabeza.
—Yo iré a vuestro lado a caballo —contestó—. No hay problema.
Cogió una rebanada de pan con jamón y un criado le sirvió café. Magnus pidió que le llenaran la taza de nuevo. Mia bebía té.
—A mi hija seguro que también le gustaría montar —observó Gutermann—. Lleva años aprendiendo equitación en la hípica del Zooviertel.
—No es la peor escuela de equitación de Hannover —comentó Magnus sin dar muestras de querer satisfacer el deseo de la joven.
—Si lo desea, pediré que le ensillen un caballo —propuso Julius, en cambio—. ¿Es usted una amazona experimentada?
Mia se encogió de hombros.
—Llevo tiempo montando y tenía un caballo propio, pero por desgracia Florina murió. —De repente unas lágrimas brillaron en sus ojos.
—Lo siento —dijo Julius abatido.
—Ya era muy vieja —explicó Mia—. Muy muy cariñosa. Aprendí a montar en ella. Era una yegua fantástica... Pero no hablemos más de eso, todavía me pone triste. Y ahora tampoco voy a montar. No puedo dejar que mi pobre papá vaya solo en el landó. —Sonrió a su padre. Los dos parecían entenderse bien—. A lo mejor podemos hacer algo después, cuando te sientes a repasar los libros de contabilidad con el señor Von Gerstorf, papá.
Julius se inclinó ligeramente.
—Sus deseos son órdenes para mí —dijo, admirando la capacidad negociadora de la muchacha.
Era evidente que prefería ir a montar más tarde a solas con él que seguir a paso lento el vehículo.
—¿Nos encontramos entonces fuera? —Julius echó un vistazo a su reloj de bolsillo—. En... ¿veinte minutos? Tengo que ir a buscar un caballo.
Su hermano mayor torció el gesto.
—Así saldremos más tarde —refunfuñó Magnus—. Para eso no habría tenido que levantarme tan temprano... Podrías haberle dicho a Franz que te ensillara un caballo antes...
El criado ya había servido la mesa y seguro que habría comunicado a otro miembro del servicio el deseo de Julius.
—Yo mismo lo ensillaré —contestó Julius—. Hasta ahora, caballeros, señorita...
Mia le sonrió.
Poco después, Julius sacaba a Medea de la cuadra. De todos modos, tenía ganas de montarla y pensó que así le daría una alegría a Mia mostrándole la yegua ensillada y en acción.
Desde su sitio, Emil lanzó un relincho a la yegua cuando esta salió, y Mia y Julius intercambiaron una mirada de complicidad. Magnus ayudó galantemente a la joven a subir en el carruaje en el que ya estaba sentado el banquero y él mismo ocupó el pescante. Mia le susurró algo a su padre mientras Julius montaba en la yegua.
—Entonces lo mejor será que visitemos primero los edificios del establo que mi padre quiere reformar —señaló Magnus—. Ya verá que no hay nada destartalado. Pero tiene que mantenerse así y por eso es inevitable realizar algunas mejoras. Nuestro dominio es una empresa modélica; estamos pensando en ampliar la cría de caballos en un futuro próximo. Menos remontas y más caballos de deporte y de cacería... —prosiguió Magnus.
Julius avanzaba junto al vehículo a lomos de Medea. La yegua hacía algún escarceo de vez en cuando porque el paso de los caballos que tiraban del carro le resultaba demasiado lento. No obstante, obedecía las riendas y redondeaba el cuello. Mia no se cansaba de mirarla. Julius solo esperaba que parte de su admiración también fuera dirigida al jinete.
Cuando se pusieron al trote, el joven tuvo que frenar a la yegua castaña para no adelantarse, algo que no fue del agrado de Medea, que de vez en cuando daba un saltito enojado para regocijo de Mia. El banquero, por el contrario, ponía mala cara, si bien el paseo con Magnus por la granja no dejaba nada que desear. El joven le enseñó las caballerizas y el lugar en el que iban a construir el silo.
—El año pasado renovamos estas vallas —indicó Magnus a los Gutermann cuando pasaron junto a la dehesa de las yeguas. Medea saludó con un relincho a sus amigas—, pero pudimos arreglarnos sin pedir ningún préstamo. No obstante, últimamente hemos tenido unos gastos elevados, también por la compra de dos sementales para potenciales apareamientos.
Gutermann asintió con la cabeza.
—Ese asunto ya me lo ha aclarado su hermano. Me parecieron unas inversiones interesantes. Y sus garantías están fuera de duda, la granja se encuentra en un estado magnífico. Pese a ello, me gustaría volver a echar un vistazo al libro mayor con su padre. O con usted...
Magnus rehusó la oferta.
—Los números no son lo mío —declaró despreocupado—. Y la contabilidad me resulta todo un enigma... Ya sé, ya sé —puntualizó cuando Gutermann estaba a punto de hacerle una advertencia—. Debería aprender, al fin y al cabo, un día seré yo quien administre la granja. Pero primero... primero tengo que ocuparme de mi carrera militar.
Pareció decirlo con orgullo. Gutermann permaneció en silencio.
Albrecht von Gerstorf no se reunió con sus invitados hasta la hora de la comida y no pareció nada entusiasmado de tener que ir a repasar inmediatamente después sus libros de contabilidad.
—Pensaba que mi hijo ya se lo había enseñado todo —dijo desganado, mientras que el ama de llaves los llamaba a todos a la mesa. La mujer sustituía a la señora de la casa en estos quehaceres, dada la prematura muerte de la esposa de Albrecht von Gerstorf.
Gutermann se encogió de hombros.
—Me gusta comprobar los balances negro sobre blanco —contestó—. Por favor, señor Von Gerstorf, no estaremos mucho rato...
—¿Papá? —Mia colocó la mano sobre el brazo de su padre. Se notaba que le disgustaba interrumpirlo, pero debía tratarse de una urgencia—. ¿No querías...?
La joven parecía inquieta. Tenía las mejillas sonrojadas y, en lugar de comer, movía el asado de buey de un lado a otro en el plato.
—Ah, sí... —Gutermann le dirigió un gesto afirmativo—. Antes deberíamos discutir de otro tema, señor Von Gerstorf. Mi hija me ha pedido que compre uno de sus caballos. La yegua castaña. Su hijo nos ha informado de que está a la venta.
—¿Medea? —preguntó Magnus.
Mia asintió con la cabeza.
El rostro de Albrecht von Gerstorf se iluminó.
—Por supuesto, señor Gutermann. La yegua es muy elegante, se entenderá perfectamente con su estimada hija.
Magnus sonrió indulgente.
—¡Por favor, padre! Medea es una purasangre. La veo más en una pista de carreras que bajo una silla de amazona.
—Has tenido medio año para llevártela a Hannover y presentarla en el hipódromo —respondió secamente su padre—. En lugar de eso, te llevaste a Gideon para impresionar a las damas en los Herrenhäuser Gärten... —Gideon era uno de los sementales para montas de la yeguada y desde que Magnus residía en Hannover lo tenía allí como su caballo de monta privado—. Si la señorita Gutermann se interesa por la yegua... A lo mejor puedes montarla ante ella después, Julius.
El joven asintió.
—Ya lo he hecho —contestó—. Los he acompañado a dar un paseo por el terreno. Pero naturalmente puedo volver a enseñársela en el picadero.
—De todos modos, tengo un par de preguntas más sobre la manejabilidad de la yegua, joven —advirtió Gutermann volviéndose a Julius—. Me ha parecido algo nerviosa. ¿La aconsejaría usted de verdad a una mujer joven?
—¡Por supuesto! —exclamó Albrecht.
Julius se mordió el labio. Tal como le había dicho a Mia la noche anterior, se podía instruir a Medea para que la montara una amazona. No obstante, nunca había visto a la muchacha manejar un caballo. Y por lo que ella explicaba respecto a su experiencia como amazona, esta se limitaba al trabajo con una yegua más vieja y «muy cariñosa». Era posible, además, que nunca hubiese salido con ella del picadero. La negativa de Mia por la mañana a cabalgar con él junto al landó podía deberse a que no se sentía segura en campo abierto.
—Creo que usted misma debe probar el caballo, estimada señorita —dijo al final—. Entonces veremos si se siente cómoda con él. ¿Qué le parece si nos encontramos a eso de las cuatro en el picadero?
Mia resplandeció.
—Estupendo —confirmó—. A esa hora ya habrás acabado con los libros de contabilidad, ¿verdad, papá?
Gutermann asintió con la cabeza.
—Me parece una buena solución. Con la condición de que me garantice que Mia no se romperá la crisma.
La joven soltó una risita.
—Eso no puede saberse, papá —explicó—. Mira, el príncipe heredero de Sajonia sufrió un accidente en un carruaje...
Julius asintió.
—Y el capitán de caballería Von Noack insiste todavía hoy en que eso podría haberse evitado si los caballos hubieran estado mejor adiestrados. No puedo garantizarle nada, señor Kommerzienrat. —Miró con franqueza al padre de Mia—. Pero sí asumiré la responsabilidad. He montado a Medea y, a mi juicio, su hija no corre ningún peligro a lomos de la yegua.
—Esperemos entonces lo mejor —contestó secamente Gutermann—. Así pues, nos vemos a las cuatro junto a las cuadras.
A las tres y media, Julius ensilló a Medea, primero con una silla de caballero para realizar varios ejercicios de doma y cansarla un poco, con el fin de que Mia la manejara más fácilmente. Si Gutermann la compraba, él insistiría en que le permitiera preparar durante un tiempo a la yegua antes de dejarla del todo en manos de la joven. Ya había realizado algunos ejercicios con el fin de desensibilizarla —para adiestrar caballos jóvenes se servía de los métodos, en gran parte poco convencionales, del teniente Schmitz—, pero la yegua era joven e impulsiva. Tenía que sosegarse un poco más antes de que una mujer se subiera en ella.
Mia apareció a las cuatro menos cuarto, cuando Julius estaba colocando una silla de amazona sobre el animal. La joven miró con atención las huellas de sudor en el pelaje liso, de color marrón rojizo, de la yegua.
—Confiese que la ha cansado —señaló con un tono de reproche.
Julius sonrió.
—A un purasangre no se lo cansa tan deprisa. Pero sí, la he preparado un poco. Como he dicho, quería que usted se sintiera segura.
—Ah, pero yo ya lo estoy —respondió ella con toda tranquilidad.
Ella llevaba un sencillo traje de montar verde que ya mostraba señales de su uso. Julius vio este detalle con optimismo: si las mujeres solo cabalgaban de vez en cuando, sus trajes eran más lujosos y con un aspecto siempre flamante.
—¿Puedo montar ya? —preguntó Mia. Luego hizo el gesto de ir a coger las riendas de Medea y de llevarla a la pista. Pero, antes le dio una zanahoria—. He pasado antes expresamente por la cocina —dijo complacida—. A fin de cuentas, tengo que causarle una buena impresión.
—¿Así que se sirve usted del soborno? —bromeó Julius.
Mia sonrió.
—Solo con los caballos —contestó—. De lo contrario apuesto por la persuasión. —Le guiñó el ojo en un gesto divertido.
En ese momento llegaron también a la pista, procedentes de la casa, el padre y el hermano de Julius junto al banquero. Magnus iba con mala cara, Gutermann con expectativas.
Caballeroso, Julius ayudó a Mia a sentarse en la silla y se quedó al instante asombrado de la seguridad con que ella cogía las riendas, daba unos golpecitos al cuello del animal y emprendía la marcha. Medea movió algo nerviosa las orejas. Hasta ese momento nunca la habían montado con silla de amazona y tenía que comprender primero las ayudas, unas indicaciones físicas de la jinete distintas a las que conocía. Mia le dio tiempo para ello. Primero fue al paso, dejó que la yegua girase sobre la mano delantera y que retrocediera. Mientras, conservaba el equilibrio, erguida y tranquila. Manejaba las riendas con suavidad, mantenía las manos en calma y la yegua muy pronto relajó la boca mordiendo satisfecha la embocadura.
—¡Tiene muy buen aspecto! —exclamó alegremente Albrecht von Gerstorf—. ¡Lo ve! Los caballos de Grossgerstorf son fáciles de manejar por naturaleza...
—¿No compró esta yegua hace medio año? —preguntó Gutermann.
Julius contuvo una sonrisa.
En ese momento, Mia puso a Medea al trote, aplicando de nuevo con prudencia las ayudas. Sabía reunir al caballo con mano ligera. Medea redondeaba el lomo hacia arriba y avanzaba con la correspondiente suavidad. Mia también seguía con facilidad el trote. Estaba resplandeciente cuando pasó por delante de los hombres.
—¿No es maravillosa, papá? —gritó Mia a su padre.
Albrecht von Gerstorf se apresuró a darle la razón.
—Una pareja bonita, un binomio, señor Kommerzienrat. Una pareja realmente bonita.
Gutermann hizo una mueca y a Julius se le volvió a escapar la risa. Mia no destacaba por ser una buena compradora: debería estar señalando los defectos de Medea en lugar de ponerla por las nubes si quería bajar el precio en el momento de adquirirla.
Mia describió un pequeño círculo con la yegua y salió al galope a izquierda. Una hermosa escena esa también, en la que Medea daba unos trancos elevados y tranquilos al galopar.
Pero entonces se produjo un tumulto delante de donde se alojaban los caballos de labor. Habían sacado a Emil, el enorme castrado de sangre fría, y este había visto a Medea en el picadero. Acto seguido, se puso a hacer escarceos como un joven semental, lanzó relinchos a la yegua y tiró de la cuerda del mozo que lo guiaba. Este no estaba preparado para tal reacción, pues normalmente Emil era muy tranquilo. Cogido por sorpresa, tropezó, y el imponente castrado aprovechó la oportunidad para tirar de él hacia el picadero. Uno de los perros de la granja intentó cortarle el camino ladrando y otro mozo soltó una pesada cadena para apresurarse a ayudar a su compañero.
Mia levantó confusa la mirada y Medea también se asustó del ruido y del perro que corría de un lado a otro. Con el impulso del galope dio un vigoroso salto, se levantó con las cuatro patas a la vez y alcanzó de ese modo una altura imponente. A continuación aterrizó de manos, estuvo a punto de caer y se recuperó después de encorvar varias veces ligeramente el lomo. Los hombres miraban petrificados lo que ocurría mientras el caballo daba botes. Julius quería ayudar a Mia, pero no podía hacer nada.
—Nunca... nunca ha hecho algo así —murmuró Albrecht von Gerstorf.
Pero de nuevo Mia los sorprendió a todos. Ni gritó ni hizo ningún amago de saltar, como seguramente habrían hecho otras damas en su situación. Superó con agilidad los saltos y se echó a reír.
—¡Vaya! —se limitó a exclamar después de tranquilizar a Medea con unas suaves ayudas—. ¿Qué ha pasado?
Julius tenía la impresión de que su corazón daba unos brincos tan grandes como los que acababan de dar la yegua y su serena amazona. Mia ya lo había impresionado por la noche cuando había sacado al caballo de sangre fría de la cuadra. Pero esto... El joven apenas lo entendía. Esa muchacha era... ¡increíble! Julius creía que jamás había oído una voz tan dulce como la de Mia ni una palabra tan alegre como su jocoso «¡Vaya!».
Medea giró sobre las manos siguiendo las instrucciones de Mia y se preparó para el trote.
El padre de Julius intentó ponerle coto.
—Ahora es mejor que baje, señorita Gutermann —aconsejó—. Creo... creo que ya es suficiente... Opino... —Parecía haber perdido la esperanza de que los Gutermann compraran ese caballo.
Mia negó con la cabeza.
—No —contestó resoluta—. Ni hablar. Todavía tengo que probar el galope a derecha. ¿Ya vuelven a tener al sangre fría bajo control? ¿Y a ese perro tan temerario? Al menos yo no me habría cruzado en el camino de ese gigante.
Volvieron a llevar a Emil a su sitio, donde se dejó atar con docilidad. El perro siguió al mozo sin apartar la vista del caballo.
—No sé cómo ha podido pasar esto... —se disculpó Albrecht—. Normalmente nuestros caballos de sangre fría son imperturbables, justo este...
Mia le sonrió desde lo alto.
—Se ha visto transportado en alas del amor —observó—. ¿Se le puede reprochar algo así?
Y dicho esto ejecutó un pequeño círculo a la derecha. La yegua inició obediente el galope a derecha.
El banquero carraspeó.
—¿Cuánto pide usted por la yegua? —preguntó resignado—. Yo todavía la encuentro algo asustadiza para que la monte una mujer, pero también mi hija se deja llevar en alas del amor. Que no sea demasiado cara, Von Gerstorf. Y metámonos ya en casa. Aquí cada vez hace más frío.
A esas horas, a finales de la tarde, empezaba a refrescar en la granja aunque durante todo el día hubiese brillado el sol.
Mia bajó de la silla y Julius y ella llevaron juntos a Medea a la cuadra. La joven sacó otra zanahoria del bolsillo de su falda de montar y la yegua la masticó satisfecha.
—Seguro que conmigo será feliz —afirmó, como si tuviera que consolar a Julius por la pérdida de la yegua.
El joven, que hasta entones nunca había pensado en la felicidad de los caballos, asintió.
—¿Y quién no iba a ser feliz estando en sus manos, señorita Gutermann? —respondió.
Mia frunció el ceño.
—Usted no me toma en serio —dijo con severidad—. Pero para mí es importante. Me encantaría hacer felices a todos los caballos del mundo.
—La tomo muy en serio —protestó Julius—. Si bien eso solo es un bonito sueño. ¿Cuántos caballos en este mundo son del todo felices? ¿Y acaso pueden serlo de verdad?
—Ahora no diga que son animales —replicó Mia casi un poco enfadada.
Julius negó con la cabeza.
—Nunca los calificaría como tales —observó él con un guiño.
Mia se lo quedó mirando.
—¡Usted no me toma en serio! —repitió. Recorrieron el resto del camino en silencio—. Por cierto, muchas gracias por el champán —transigió, a pesar de todo, Mia, después de entregar a Medea a un mozo—. Fue... fue todo un detalle por su parte.
Julius se inclinó y le sonrió.
—A su servicio, estimada señorita. Estoy profundamente interesado en hacer felices a todos nuestros invitados.
4
El ofrecimiento de Julius para seguir preparando a Medea y llevarla a Hannover cuando ingresara en la academia militar fue muy bien recibido por parte del banquero Gutermann. Mia no puso ningún reparo, lo que en cierta medida extrañó a Julius. Había esperado que protestase, a fin de cuentas cabalgaba lo suficientemente bien como para poder encargarse ella misma de seguir adiestrando a la yegua bajo las directrices de un profesor de equitación.
Pero Mia se limitó a tomar a sorbos el champán que Albrecht von Gerstorf mandó abrir para celebrar la compra del caballo y tan solo sonrió dando su aprobación.
—Pero entonces tendrá que seguir trabajando con Medea cuando esté en Hannover —reclamó ella—. Siempre que se lo permitan sus obligaciones en la academia. —Miró escrutadora al muchacho, aunque seguramente sabía que los jóvenes soldados no estaban de servicio todo el día.
El banquero lanzó a su hija una severa mirada de reojo. Sin duda, había comprendido que Mia quería volver a ver a Julius.
El joven asintió con un gesto grave.
—Por supuesto, estimada señorita. Para mí siempre ha sido un placer trabajar con Medea y me tomaré con mucho gusto el tiempo para seguir hacién