La huella borrada

Antonio Fuentes

Fragmento

Estaba despierto, pero me hice el dormido sin saber por qué. Le vi salir de la habitación con su traje de hilo blanco, su sombrero y su silueta a contraluz en la puerta del cuarto. Fue lo último que vi de él, sin saber, entonces, que habría de entrar en mi vida y en mi corazón, como nadie y para siempre.

Horacio Hermoso hijo

Prólogo

13 de julio de 1936

Horacio Hermoso Araujo salió de la habitación tras darle un beso en la mejilla a su hijo de ocho años. A continuación, visitó el cuarto donde dormían su mujer y su hija. Mercedes abrió los ojos.

—¿Te marchas? —preguntó.

—Sí, lo he pensado mejor, me reuniré en persona con el gobernador —respondió Horacio.

Unos pocos días en la playa le habían otorgado un favorecedor bronceado que contrastaba con la impoluta vestimenta. También había bajado de peso, aunque no lo suficiente, pues ni de lejos había perdido los kilos acumulados desde la boda —unos diez—. Sin embargo, su nuevo peso sí le permitía abandonar los tirantes del pantalón. Si la felicidad del matrimonio engordaba, estos últimos seis meses de agotamiento físico le habían provocado un regreso al cinturón, lo que debía considerar una ventaja a meses de cumplir los treinta y seis años.

Horacio salió a la entrada del hotel Castillo de Chipiona, donde le esperaba el chófer. «Volvemos a Sevilla». Por el camino, compartió impresiones con el conductor. En Madrid le quitaban credibilidad a los rumores que pronosticaban que algunos militares descontentos con el Gobierno de la Segunda República asaltarían el poder. En los periódicos y en los bares no se hablaba de otra cosa tras la muerte de un diputado monárquico en venganza por el asesinato de un guardia republicano. Esta vez sí, los rumores tronaban.

Horacio permanecía tranquilo. Comprendía a quienes le aconsejaban que esperara a que pasara la tormenta, pero a estas alturas continuaba siendo el alcalde y debía dar ejemplo de la seriedad del proyecto del Frente Popular, la conjunción de partidos republicanos y fuerzas obreras vencedora de las elecciones de febrero. Además, ¿qué tenía que temer? ¿Había causado él mal a alguien? Horacio siempre consideró que las conspiraciones y las intrigas políticas pertenecían a la capital del país, con ecos tenues en las provincias, alejadas en la distancia y más si se trataba de una del sur peninsular.

«El gobernador ha suspendido las misas por la muerte del diputado monárquico, eso ayudará a rebajar la crispación. Llamaré a los concejales para convocarles al pleno, con normalidad. Lamentaremos los fallecimientos y continuaremos con el orden del día. Regresaremos por la tarde con nuestras familias. Todo irá bien».

Parte I. Julio - septiembre de 1936

Parte I

Julio – septiembre de 1936

Capítulo 1

1

El general Gonzalo Queipo de Llano y Sierra entró en el hotel Simón, a trescientos metros del ayuntamiento. El viaje desde Madrid le había resultado agotador y comenzaba a recobrar el pulso con un café negro y una copa de anís. Era tan famoso que estaba convencido de que el camarero lo había reconocido, pese a haber visitado Sevilla solo tres o cuatro veces con anterioridad. El joven pertenecería a un sindicato gremial y se chivaría ante cualquier jefecillo rojo local, y este al gobernador. Esquivando las miradas, el general salió a la puerta del hotel. El chófer llegó a la hora. Visitó por protocolo al jefe militar de la división, el general José Fernández de Villa-Abrille, y salió raudo para Huelva. Para entretenerse, le propuso a su ayudante ir a un cine de verano.

—¿Está seguro, don Gonzalo? Las noticias nos pueden llegar en breve —le advirtió su hombre de confianza, el mismo en cuyas manos había puesto a su familia para que los condujera a salvo a Málaga.

—No nos vamos a acostar tan pronto, César. Cuesta nos avisará.

José Cuesta Monereo era el Jefe. Capitán del Estado Mayor y supuesta mano derecha del jefe de división. Queipo confiaba tanto en él que ni siquiera había previsto qué hacer cuando el Ejército se sublevara en Melilla, pero Cuesta era un hombre de recursos. Queipo recordaba cómo, el día antes de la sublevación, Cuesta logró ponerse en contacto con él a través de un teniente de oficinas al que encargó que buscase al general por toda Huelva con un mensaje en clave. Tras un buen rato, al emisario se le ocurrió ir al cine, donde encontró a Queipo, pero este lo confundió con un policía con la misión de engañarlo y detenerlo. El teniente tuvo que convencerlo de que se trataba de un enviado especial y, solo entonces, Queipo y su ayudante se dirigieron al hotel para descansar sin saber muy bien qué hacer a la mañana siguiente.

No duraron mucho más las dudas de Queipo, «inspector de los Guardiñas» —como habían acordado llamarlo en clave—. Poco después de despertarse, recibió la orden de que acudiera a Sevilla de inmediato.

A pesar de que su determinación era firme, no le iba a resultar fácil llegar, pues la movilidad por carretera estaba restringida a causa del estado de alarma impuesto por el Gobierno tras el asesinato de Calvo Sotelo. Para poder burlarlo, los demás conspiradores y él habían trazado un rocambolesco plan: se marcharía de Huelva fingiendo acudir a un acto en el puesto local de los Carabineros de Isla Cristina.

Con esta excusa Queipo salió en dirección a Portugal mientras saludaba a los soldados desde el coche. Apenas dejaron atrás la ciudad, ordenó al chófer que regresara, condujera por calles pequeñas y poco transitadas y saliera a la carretera en dirección contraria, hacia Sevilla. A mitad de camino sufrieron un sobresalto cuando un control rutinario de la Guardi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos