La casa de la fortuna

Jessie Burton

Fragmento

Capítulo 1
1

Con dieciocho años Thea es demasiado mayor para celebrar su cumpleaños. Rebecca Bosman cumplió los treinta en diciembre y ni lo mencionó: eso es sofisticación. En la oscura mañana de enero, Thea tirita debajo de la sábana. Oye discutir abajo, en el salón, a su tía y a Cornelia, y a su padre apartando la mesa para poder desayunar sobre la alfombra. El cumpleaños de Thea siempre empieza con todos sentados en la alfombra: una tradición inamovible, que consiste en fingir que son unos aventureros y deben conformarse con las provisiones que han ido reuniendo, aunque, teniendo en cuenta que los ocupantes de la casa llevan años sin cruzar los muros de la ciudad, resulta una ficción algo penosa. Además, ¿qué tiene de malo una mesa? Si se han quedado la buena, lo normal es que la usen. Los adultos usan mesas. Si Rebecca Bosman tuviera que soportar un desayuno el día de su cumpleaños, habría una mesa, seguro.

Lo que pasa es que Thea no puede decírselo. Se le haría insoportable bajar y que su tía Nella le diera la espalda, estirando las cadenas de papel arrugado que seguro que ha colgado en las enormes ventanas escarchadas, y que su padre se quedara mirando la alfombra raída, y que Cornelia, su antigua niñera, fijara la vista con tristeza en los pequeños pufferts por los que se ha pasado la noche en vela. Thea no quiere disgustarlos, para nada, pero tampoco sabe cómo salirse del papel que le han asignado, el de hija colectiva. Aunque desde hoy ya sea toda una mujer, en esta casa la alegría siempre se tiñe del miedo a perder algo.

Aquí está, en forma de comida: el dulce aroma de especias que entra por debajo de su puerta desde el piso de abajo. Los pufferts que han dejado reposar en agua de rosa, y seguro que llevan el nombre de Thea, no vaya a ser que a ella se le olvide. Los esponjosos huevos con comino de Cornelia, para mantenerla prisionera, y unos bollos calientes con mantequilla para que entre en calor. Mantequilla de Delft, que un día es un día, y un vasito de vino dulce para los adultos. Thea se destapa, pero aún no tiene fuerzas para levantarse. No parece que la promesa de una mantequilla especial le levante el ánimo. Su única esperanza es que le hayan comprado entradas para el Schouwburg, para poder asistir a otra de las interpretaciones de Rebecca Bosman. Luego, al final de la función, podría escaparse para ver a Walter, la única persona capaz de arrancarla de las sábanas.

«Pronto, pronto estaremos juntos y sentiré que todo está como debe», piensa. De momento... de momento infancia prolongada y rancia.

Al final, sacando fuerzas de flaqueza, se pone las zapatillas y la bata y se acerca despacio a la escalera, para que no la oigan, mientras se esfuerza por sentirse agradecida. Hay que hacer lo posible para no decepcionarlos. Hasta ahora nunca la había molestado la alegría exagerada de los cumpleaños en familia, pero entre ser niña y tener dieciocho años hay una diferencia abismal. Tendrán que empezar a tratarla como a una adulta. ¡Quién sabe si este año, por primera vez en la vida de Thea, alguien le hará un regalo que le guste de verdad, y le hablará de su madre y la obsequiará con alguna historia, aunque sólo sea una anécdota! Sí, hoy es el día más triste del año para la familia Brandt, lo sabe todo el mundo. «Sí, hace dieciocho años murió aquí mismo, en esta casa, Marin Brandt al dar vida a Thea, pero ¿a quién se le puede hacer más duro que a mí, a mí, que he crecido sin madre?», piensa mientras pisa las baldosas del pasillo.

Cada año todos dicen que ha crecido mucho y que está mucho más guapa o es mucho más lista... como si Thea fuera otra persona después de doce meses; como si cada 8 de enero, que siempre es un día frío y azul, la vieran salir de un huevo. A Thea, sin embargo, no le apetece ver en ellos el reflejo de su crecimiento. Para eso ya tiene un espejo. Lo que le gustaría el día de su cumpleaños sería mirar el espejo y ver a su madre, saber quién era y por qué su padre no habla nunca de ella. Por qué, cuando Thea pregunta a los mayores, éstos siempre intercambian miradas graves y aprietan los labios. Vacila, con la espalda apoyada contra la pared. En este momento, sin ir más lejos, podrían estar hablando sobre Marin Brandt.

Experta en escuchar a hurtadillas, aguarda en la penumbra de la entrada del salón, aguantando el aliento esperanzada.

No, están hablando de si Lucas, el gato, se dejará poner una gorguera de cumpleaños.

—Lo odia, Cornelia —dice la tía de Thea—. Mírale los ojos: vomitará en la alfombra.

—Ya, pero a Thea le hace gracia.

—Si tiene que comerse los pufferts al lado del vómito, lo dudo.

Lucas, el gato de los ojos amarillos, el dios de las sobras, maúlla indignado.

—Cornalina —interviene el padre de Thea—, deja que Lucas desayune desnudo. Hazle ese favor, y si acaso ya se vestirá para la cena.

—No saben ustedes celebrar —replica Cornelia—. ¡Pero si a él le gusta!

Ritmos y voces familiares. Poco más ha conocido Thea. Cierra los ojos. Antes le encantaba escuchar a Cornelia, la tía Nella y su padre, y sentarse en el suelo al lado de ellos, y colgarse de sus cuellos, y dejarse adorar, mimar, achuchar y chinchar, pero ya no es el tipo de música que le interesa, ni es de sus cuellos de donde quiere colgarse. La conversación sobre si es oportuno ponerle una gorguera al enorme gato de la casa le despierta unas ganas inmensas de estar en otro sitio, lejos de ellos, y empezar a vivir por su cuenta, porque en esta casa no hay absolutamente nadie que sepa qué es tener dieciocho años.

Respira hondo, exhala, y entra. Toda su familia se vuelve para mirarla al mismo tiempo, con los ojos brillantes. Lucas trota hacia ella, balanceando su peso con delicadeza. En las ventanas cuelgan cadenas de papel, ya lo sabía Thea. Van todos como ella, en bata —otra de las tradiciones de su cumpleaños—, y los contornos de sus viejos cuerpos no dejan de ser un espectáculo un poco bochornoso. Es verdad que su tía Nella lleva bastante bien los treinta y siete, pero su padre tiene cuarenta y uno, y a esa edad los hombres deberían ir a desayunar vestidos en condiciones. Qué ancha de caderas es Cornelia... ¿No le da vergüenza que se le transparente el camisón? «A mí me la daría —piensa Thea—, nunca dejaré que el cuerpo me tiemble de esta manera.» «Te haces vieja, se te ensanchan las caderas y te mueres», dice siempre Cornelia. Que diga lo que quiera, porque Thea será como Rebecca Bosman, a quien aún le cabe la ropa que llevaba cuando tenía su edad. Según ella, el secreto es caminar muy rápido cuando se pasa por delante de una panadería. Cornelia no estaría de acuerdo.

—¡Feliz cumpleaños, Tetera! —dice Cornelia con una gran sonrisa.

—Gracias.

Disimulando la rabia que le da el apodo, Thea coge a Lucas y se acerca a la alfombra, en la que están todos reunidos.

—¡Qué alta! —dice su padre—. ¿Cuándo dejarás de crecer? ¡

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