«¿Tienen alma las mujeres?»
Así es como todo empezó, con esta pregunta.
Una cuestión que sólo es producto de la degeneración de consideraciones formuladas en la Antigüedad, cuando Aristóteles afirmaba que las mujeres eran hombres defectuosos o Platón creía que el alma de éstas alcanzaba la perfección si se encarnaban en varón. Calificada de putífera, portadora del hedor y la putrefacción, la mujer se hundía con el paso de los siglos en un légamo de desprecio y pecado.
¿Eran aquellos pensamientos irrefutables? ¿Son ciertas las afirmaciones soeces de Boccaccio en su De claris mulieribus y las de otros tantos autores?
Al igual que Aristóteles rebatió a Platón y san Agustín pasajes de escritos de aquél, son merecedoras de reproche tales ideas, y de este modo tuve la oportunidad de descubrir la «Querella de las Mujeres», un debate intelectual que enfrentaba a autores desde hacía siglos. De Hildegarda de Bingen o Herralda de Hohenburg a otros posteriores como Juan Rodríguez del Padrón, Teresa de Cartagena y María de Zayas, por citar algunos, rechazaban las tesis misóginas y replicaban que los vicios son una inclinación que afecta por igual a individuos de uno y otro género.
Entre los querellantes destacaba por su acérrima defensa de la mujer Christine de Pizán. En su Cité des Dames levantaba piedra a piedra una ciudad imaginaria para ser habitada por grandes mujeres que, a lo largo de la historia, habían destacado en todos los ámbitos de la vida sin por ello obviar la esencia de su condición. Alentada por la Querella, pasaron por mis manos las memorias y los hechos de notables heroínas. Desde sabias hasta reinas, de santas a guerreras o sanadoras, y todas ellas merecen ser recordadas por resultar esenciales para la humanidad. Una tarea que, mi querida hija, deberás acometer con tesón e interés, pues cambiará el modo de enfrentarte a los avatares de la vida.
Tras años de paciente lectura, a aquella primera pregunta («¿Tienen alma las mujeres?») se sumaba otra: ¿qué nebuloso sendero nos condujo a tal estado de postración? Detrás de las puellae doctae, sabias excelsas, del valor de las amazonas y de los mitos sobre diosas y heroínas aparece un rastro sutil, ignoto y atractivo, como perlas dispersas, ocultas en un laberinto intrincado y misterioso.
La «Querella de las Mujeres» es una lid intelectual, pero hunde sus raíces en misterios arcanos, sepultados bajo el polvo de los siglos a causa de la ignorancia, el fanatismo y un intenso miedo.
Como si se tratara del enigma de la Esfinge, su respuesta requiere de una gran dosis de tenacidad y, sobre todo, de la capacidad de abrir la mente y deambular por sendas que pueden rozar lo herético y lo prohibido.
Dos caminos se abren ante ti ahora, hija. Uno es conocido: el que espera a cualquier mujer de buena cuna, respetuosa con sus progenitores, fiel esposa, madre y, por último, discreta y retirada en la viudedad. El otro es brumoso e incierto: es el que hollaron las mujeres que han dejado su impronta en la historia. No siempre se distinguen, pues el camino del héroe es interior, secreto, pero siempre determinante.
Sólo si estás dispuesta a asumir ese riesgo y a convertirte en el custodio de tales misterios podrás adentrarte en las siete lectionis que te conducirán a través del laberinto. Tu vida se verá iluminada entonces por otra claridad, aunque te advierto que su poder puede atraer tanto a criaturas de luz como de oscuridad.
1
Valencia, 10 de diciembre de 1486
Ahora debes empujar, niña! —ordenó la partera.
La luz de las velas distribuidas por la estancia brillaba en el semblante sudoroso de la muchacha. Tendida en el camastro estiró el cuello y contrajo las facciones haciendo un esfuerzo titánico. Lanzó un grito y se desplomó sin aliento sobre el lecho.
Desde la puerta de la habitación se oyó un jadeo ahogado, y la morisca, colorada, se volvió hacia la joven recién llegada, que observaba el parto con una mezcla de temor y emoción, aún con la capa oscura de viaje sobre los hombros.
—Bienvenida, Irene Bellvent. Contemplad el milagro de la vida.
—¡Fátima!
Irene se sobresaltó con el grito de una nueva contracción. La parturienta era una niña de quince años con el pelo grasiento y el rostro sucio y crispado por el dolor. Fátima fruncía el ceño mientras palpaba, provocándole alaridos.
—Por favor, secadme el sudor —rogó.
Irene pidió un paño de lino a una sirvienta y, nerviosa, enjugó la frente de la partera morisca. Las dos criadas que asistían el parto estudiaban con disimulo a la que sería la heredera del hospital. Con aquel simple gesto la joven demostró que seguía siendo la misma después de llevar tres años alejada de la casa.
Irene era la hija única del bachiller y ciutadà Andreu Bellvent, el propietario y administrador de En Sorell, uno de los catorce hospitales abiertos en la próspera capital del Reino de Valencia, en la que habitaban más de setenta mil almas; unos eran regentados por la ciudad y otros auspiciados por nobles o burgueses piadosos. No obstante, salvo el De la Reina y En Clàpers —para enfermos de cualquier dolencia o heridos—, el de San Antonio —para aquejados de «fuego maligno»—, el lazareto de leprosos, el orfanato Dels Beguins y el de furiosos, llamado Dels Ignoscents, los restantes eran hospicios para peregrinos y mendigos con unos pocos catres que ofrecer, o bien acogían sólo a miembros de alguna cofradía o a clérigos. A pesar del continuo aumento de la población, entre todos estos hospicios y casas de salud apenas se contaba con doscientas camas para cumplir con el deber cristiano de atender a los enfermos.
En Sorell se fundó el último, treinta años atrás, sin distinguir entre menesterosos o dolientes, pues los físicos atribuían a ambos la misma causa divina y sólo diferían en los efectos y el paliativo. Pronto la buena labor de los Bellvent y sus médicos alivió el hacinamiento de los ingresados en los otros hospitales. Mientras tanto, el Consejo de la Ciudad demoraba la decisión de adoptar la propuesta planteada años atrás de fundar un Hospital General donde atender a un mayor número de enfermos sin la dispersión existente, fuente de dificultades y conflictos.
La carta que había motivado el regreso de Irene desde Barcelona explicaba que su padre estaba enfermo. Había llegado a Valencia con la caída de la noche, entrando por el Portal de Serrans justo antes del cierre de las puertas de la ciudad amurallada. Sabía que debía subir sin demora a las dependencias familiares, pero apenas hubo cruzado el portón del hospital oyó los alaridos desde la sala de curas y se contagió de la tensión que se respiraba. Era la energía palpitante de aquel lugar tal como la recordaba. Quedó atrapada observando el parto.
El pecho de Irene palpitaba con fuerza al ver las manos manchadas de sangre de la partera. El viscoso fluido la hizo sentirse de nuevo en casa, pero ya no era la muchacha ingenua que marchó tres años atrás a Barcelona para recibir educación de dama burguesa bajo la tutela de la noble doña Estefanía Carròs y de Mur. Desde que tenía uso de razón, tenía la convicción de que En Sorell era su sitio. Los años y la distancia sólo habían acrecentado la certeza de que la lid contra las dolencias o la pobreza era su propia lucha.
Fátima volvió a introducir la mano y arrugó el entrecejo; algo andaba mal.
—¡Isabel, más luz!
La criada acercó una vela.
—Llamad a Peregrina, ¡rápido!
—Pero…
—¡La criatura no puede salir!
Irene confirmó la orden asintiendo. Su padre ya habría tenido noticias de su llegada, pero ansiaba ver de nuevo a la anciana Peregrina Navarro, una de las pocas mujeres que poseían licencia real para ejercer la medicina en toda la Corona de Aragón. Especialista en partos y dolencias femeninas, fue quien la trajo al mundo diecinueve años atrás y vivía en el hospital desde su fundación.
La anciana entró caminando apoyada del brazo de un apuesto joven.
Irene, que se había situado en un rincón para no molestar, se emocionó al ver a Peregrina. Desde allí no podía contemplar el azul intenso y profundo de sus ojos, que destilaban sabiduría y una intuición especial que algunos sanadores llamaban «gracia». A sus setenta años, la mujer tenaz y exigente que recordaba ya languidecía, pero se sentía aún la fuerza de su espíritu. Era respetada entre físicos y cirujanos del Reino de Valencia, aunque nunca recibiría honores ni sería calificada de maestra.
Luego observó con interés al joven que la acompañaba; debía de rondar los veinticinco años. Tenía las facciones delicadas y unos ojos profundos del color de la miel que irradiaban serenidad. El cabello le caía sobre los hombros en bucles oscuros.
—Es Tristán —le susurró Llúcia, una de las criadas, con una leve sonrisa—. Vuestro padre lo contrató hace un año como celador.
—¡Lavadme las manos! —exigió Peregrina, hosca. La orden evocó viejos recuerdos en la joven—. ¡Ya sabéis que antes de hacerlo, nunca se toca una herida!
Luego se inclinó con dificultad ante el lecho y palpó a la parturienta.
—Tristán, no te vayas y sujeta a la muchacha para que no se mueva.
—¿Un hombre presente en un parto? —inquirió Irene, estupefacta.
Peregrina se envaró y se volvió hacia ella.
—¿Irene?
Asintió, sobrecogida por el brillo intenso de los ojos de la anciana, pero no halló en su mirada el calor esperado ni vio formarse una sonrisa en sus labios finos y pálidos.
—Acabo de llegar de Barcelona.
—¡No debiste venir! —le espetó con sequedad Peregrina—. ¿Lo sabe tu padre?
La joven se disgustó ante la reacción inesperada. Nunca se había mostrado así con ella.
—Aún no lo he visto.
—Deberías subir, sin falta…
Iba a continuar, pero un grito agónico de la parturienta interrumpió la conversación.
—¿Por qué no da a luz en su casa? —siguió Irene, mirando a las criadas.
—Es una fembra pecadriu, prostituta en el Partit —explicó Llúcia, un tanto avergonzada—. En los hostales de la mancebía no está bien visto parir, pues espanta a los clientes. Con las primeras contracciones su rufián la ha abandonado en la Casa de les Repenedides.
Irene asintió, compasiva. Valencia era una ciudad de contrastes. Tras la ruina de Barcelona a causa de la guerra contra el rey Juan II hacía quince años, se había convertido en el principal puerto de la Corona de Aragón y vivía una época de esplendor visible en edificios en construcción como la Lonja de la Seda, signo de la prosperidad comercial, y ostentosos palacios de la nobleza rural cuyos miembros se instalaban en la ciudad junto a los de la alta burguesía formada por comerciantes y financieros que aspiraban a serlo, formando una verdadera corte de rivales pomposos. Con todo, también prosperaban lugares sórdidos como el Partit, un conjunto de callejuelas aislado dentro de la muralla que se había convertido en el mayor burdel de los reinos de Europa.
La inmoral actividad era controlada por el justicia criminal, encargado tanto de juzgar los delitos penales como de la vigilancia. Cada semana un médico revisaba a las pecadrius a costa del erario público para apartarlas del oficio en caso de estar enfermas. Se velaba por la salud de los ciudadanos, pero ellas malvivían endeudadas con sus caseros y esclavizadas por rufianes a pesar de las prohibiciones de los fueros. Muy pocas acudían para cambiar de vida a la Casa de les Repenedides, cuya función se reducía a confinarlas durante la Semana Santa, por estar prohibido ejercer, y a recogerlas si estaban enfermas o preñadas. En Sorell era el único hospital donde se las atendía sin reparos.
Irene se acercó a la cabecera y acarició la frente de la muchacha. Tenía gravadas las marcas de la miseria en forma de cicatrices y hematomas.
—¿Cuál es tu nombre?
—Ana, señora —musitó jadeando.
—Yo me llamo Irene Bellvent.
—¿Sois la hija de Elena?
—Así es, pero ella murió el año pasado.
—Hay bondad y compasión en vuestros ojos. Seguro que no es cierto lo que dicen de vuestra madre… —Su mirada destilaba temor—. Gracias por acogerme. Si es niña, se llamará Irene.
—¡Tiene estrechez pélvica! —gruñó Peregrina tras la exploración.
—Entonces las perderemos —sentenció Fátima.
Ana gimió desconsolada. Ignoraba lo que significaba aquello, pero no parecía nada bueno.
—¡Sacádmelo, por Dios, os lo ruego! —gritó desesperada mirando al techo.
—Irene, tranquilízala —indicó con serenidad Peregrina—. ¡No te preocupes, vivirás!
—¿Para qué darle falsas esperanzas? —adujo Fátima, sombría—. Mejor que encomiende su alma pecadora.
—Vamos a abrirla.
—¿Una cesárea? —La partera gesticuló; estaba espantada—. ¡Nacerá un hijo del diablo!
—Así lo afirman los físicos árabes, pero Ana es cristiana y la prioridad es sacar al infante vivo para bautizarlo. —Clavó sus intensos ojos azules en una sobrecogida Irene—. ¡Además, estamos en En Sorell, y trataremos de salvar también a la madre!
—Peregrina, vuestro pulso ya es tembloroso… —adujo Fátima, pávida.
—Lo harás por mí. Eres hábil, sabes coser con rapidez y precisión. Eso sí, debes lavarte antes.
—¿Lo habéis hecho alguna vez? —quiso saber Irene, sin aliento.
Peregrina levantó el rostro hacia la cabecera y la miró pensativa.
—Una vez, hace mucho tiempo… Entonces logré que la madre viviera, ¡y hoy también! Llúcia, ve al dispensario y trae la ampolla de vidrio azul del rincón. Isabel, necesito una navaja filuda y otra roma para el útero, bien limpias, muchos paños, hipérico, agua de eléboro y cloruro de mercurio. ¡Vamos, rápido!
Las criadas, desconcertadas, marcharon raudas y regresaron con todo aquello que la anciana les había pedido. Peregrina destapó la ampolla azul y un fuerte hedor inundó la sala.
—Es éter. Muy difícil de destilar. Es una mezcla peligrosa… pero un certero camino hacia la oscuridad.
Ana se retorció, dominada por el pánico, y Tristán la sujetó cuando Llúcia le aplicaba bajo la nariz un paño humedecido con el líquido. Se resistió hasta desvanecerse.
—Cada vez que se mueva, usad el éter. —Luego se dirigió a la atemorizada Fátima—. Debes hacerle una incisión de seis pulgadas en el costado izquierdo para no dañarle el hígado, donde reside el «espíritu natural». No hundas la hoja. Después corta el útero con la navaja roma. No vaciles en el momento de sacar a la criatura y la placenta. No respires ni tosas. Finalmente coserás enseguida el útero con hilo de seda.
—Pero los médicos desaconsejan hacer eso…
—Y por tal razón las mujeres en estos casos acaban desangradas. Hay que suturar ambas heridas, ahí está la clave. Es muy delicado, y la madre suele morir. Irene, reza por la niña y su retoño.
Ella acarició el rostro de la muchacha mientras observaba con pavor que el filo abría el costado y la sangre se derramaba hasta manchar el suelo. Peregrina, con gesto concentrado, acercaba sus manos a las de Fátima y susurraba instrucciones precisas acerca de cómo realizar el corte. Irene tuvo la absurda sensación de que los dedos sarmentosos de la anciana guiaban sin tocar los de la aterrada morisca. Desde niña había oído hablar de aquella combinación de conocimientos médicos e intuición que hacían de Peregrina una sanadora especial. Una descarga de energía la recorrió, acelerando sus latidos.
La piel de Ana se tornó macilenta y fría. La criada Llúcia, con años de experiencia, introdujo las manos para protegerle los intestinos y la vejiga. Fátima extrajo a una niña, que lloró débilmente. La morisca susurró una oración y, con lágrimas en los ojos, se la entregó a Isabel, la otra criada, de dieciséis años.
Peregrina, con gesto adusto, señalaba la herida y explicaba cómo coser la pared del útero. Al final aplicaron el cloruro de mercurio en emplasto para desinfectar.
—¿Respira? —demandó Peregrina con cierta ansia.
Irene, tensa, se inclinó sobre su rostro.
—¡Sí!
La anciana cerró los ojos, agotada. Las criadas cuchicheaban llenas de admiración.
—Si supera el derrame y la sepsis, quedará herniada para siempre… pero vivirá.
La cuestión que ninguna formuló era si su vida valdría la pena.
Durante una eternidad fueron secando la sangre, pero Ana, a pesar de la desnutrición, era fuerte y resistía. Peregrina se acercó y le palpó el cuello.
—Tristán, átala a la cama. Cuando despierte debe permanecer inmóvil durante varios días. Dadle el eléboro en tisanas, pero no superéis la dosis o la mataréis.
La criatura seguía llorando. Isabel lavó las manos teñidas de rojo de las dos protagonistas con la reverencia de un acólito, e Irene, temblando de emoción, supo que había presenciado un milagro. Su padre la había enviado a Barcelona para alejarla de aquel ambiente de enfermedad y muerte, pero esa noche quedó unida al destino de En Sorell por un vínculo de sangre y sudor que jamás podría quebrar.
Frente a ella Tristán, sin pronunciar palabra, estaba pálido e impresionado. Ambos se miraron, compartiendo aquel momento intenso que jamás olvidarían. Sin poder evitarlo, Irene se echó a llorar y besó la frente de Ana, que se aferraba a la vida con ansia. Mientras, Llúcia, la criada, abrió la sucia camisa de la muchacha.
—Será necesaria una nodriza —masculló preocupada al constatar su delgadez.
Tristán aprovechó para retirarse en silencio; Irene, sin embargo, permaneció junto a la joven madre, incapaz de abandonarla. Buscarían una dida para amamantar a la criatura. El hospital contaba con varias amas de cría, pero cada una de ellas ya atendía a dos o tres niños.
Llamaron a la puerta y se asomó un joven con ropas de criado.
—¡Eimerich! —exclamó Irene.
—Me alegro de veros —la saludó comedido. Luego miró a la muchacha inconsciente y su semblante se apagó—. ¿Vivirá?
—Eso espero —indicó Peregrina, pensativa—. Aún es pronto para saberlo.
—Irene, por favor, acompañadme. Es vuestro padre.
La inquietó la expresión grave del recién llegado y se separó de la cama.
—Llúcia —ordenó—, cuando terminéis, aviva el fuego del hogar, pero apaga todas las velas menos una. No podemos malgastar sebo.
La estancia estaba bien caldeada, y en el patio el intenso frío la dejó aterida. Era un mes de diciembre especialmente severo en el reino. Irene se abrazó a Eimerich sin atender a las normas de comportamiento aprendidas. Era un criado, pero habían sido buenos amigos en la infancia. El joven al principio se contuvo, si bien acabó correspondiéndola.
—Es vuestro padre —repitió—. Se muere.
Irene sintió que el corazón se le detenía.
—¡No puede ser! En la carta sólo decías que había enfermado. —El remordimiento por no haber acudido a su lado enseguida la aturdió—. ¿Tan grave está?
—Ha empeorado en estas últimas horas. Pronuncia frases sin sentido, y los médicos creen que ha perdido el juicio. Será mejor que subáis, tal vez no pase de esta noche.
En los tres años de ausencia de En Sorell, Irene sólo había regresado una vez, a finales de septiembre del año anterior, para asistir al entierro de su madre. Cuando llegó ya la habían enterrado, sólo pudo llorar y rezar sobre la fría losa de su tumba. Se angustió mientras ascendía la escalinata de piedra desde el patio hasta la galería superior. En la sala de curas había vencido la vida, pero la muerte exigía su tributo esa noche y aún acechaba el hospital.
2
Irene corrió por la galería superior, que se asomaba al patio, hasta las dependencias del administrador, llamado «mayordomo» en los hospitales por ser la máxima autoridad. Tembló al asir la manija de hierro. La breve misiva que había recibido no vaticinaba un desenlace tan terrible. Había regresado convencida de que su padre sanaría y podría unirse a él en la batalla por la esperanza que cada día se lidiaba en En Sorell.
Todos los hospitales de la ciudad, además del mayordomo, que era siempre un varón, contaban con un matrimonio que ejercía de spitalers: encargados de acoger a los enfermos, organizar las cuadras donde eran alojados, darles sustento y ayudar a los médicos que los visitaban a diario. En Andreu Bellvent recaían excepcionalmente los dos cometidos, si bien la muerte de su esposa, Elena, el año anterior suponía una irregularidad al faltar la spitalera. Irene regresaba dispuesta a asumir la función que tuvo su madre. Ya no era una niña, y su padre debería aceptarlo. Confiaba en que el consejo del hospital también lo aprobara, pero la inesperada gravedad de Andreu no sólo la desgarraba de dolor, sino que ponía en peligro su aspiración.
Una vez que se halló en las dependencias donde había vivido hasta su marcha a Barcelona, una pequeña sala común y dos aposentos, pasó al de su padre. El murmullo del rezo la estremeció; eran oraciones del Ars moriendi para invocar un buen tránsito.
En la austera habitación, Andreu yacía en el camastro que la vio nacer. Se retorcía aferrándose el vientre, con el rostro macilento y perlado de sudor. Estaban presentes sus amigos y colaboradores de En Sorell: los físicos Lluís Alcanyís y Joan Colteller, el cirujano Pere Spich, el procurador del hospital Joan Dandrea y micer Nicolau Coblliure, abogado y asesor del enfermo. Dos de los tres hermanos de su padre residían en Gandía y el tercero vivía en Burgos; ya estaban en camino, y se había mandado mensaje también a otros parientes. En un rincón rezaban, lacrimosas, algunas criadas: Arcisa, la más veterana con funciones de ama de llaves; Magdalena, la esclava cocinera, y la joven Isabel, que había ayudado en el parto de la pecadriu Ana.
Los médicos, entre susurros, comentaban admirados la nueva gesta de Peregrina. Sólo mestre Joan Colteller criticaba la obsesión por la higiene de la física, pues, a su juicio, retrasaba las intervenciones y podía provocar el desangrado. Con ironía lo achacaba a la tendencia de las mujeres a la parsimonia y la distracción.
El ambiente lúgubre se acentuó al entrar la hija, desencajada. Irene se arrodilló junto a la cama y tomó la mano ardiente de su padre. El hombre reaccionó al contacto y abrió desmesuradamente los ojos. Con mirada febril recorrió las vigas del techo.
—Audite quid dixerit… Iudicii signum —dijo entre jadeos y mostrando una sonrisa extraña, como si estuviera contemplando a alguien allí arriba—. Secreta, atque Deus reserabit pectora luci.
—Lleva musitando esas frases desde hace un día —explicó Eimerich, abatido, situándose al lado de la joven.
—Son las palabras esculpidas en la tumba de mi madre, en la iglesia de Sant Berthomeu —explicó Irene, desolada—. ¡Padre!
Una mano rozó el hombro de la joven. Era Lluís Alcanyís, uno de los mejores médicos de Valencia y, por deseo del Consejo General, examinador de los físicos que querían ejercer en la ciudad. Era buen amigo de Andreu y no enmascaró su propia desolación.
—Ocurre a menudo con la fiebre. La realidad se torna difusa y aparecen los delirios.
Una lágrima se deslizó por el ajado semblante del moribundo, y su hija rompió a llorar desconsolada, besándole la mano.
—Aún recuerdo tu nacimiento, Irene —prosiguió abatido el médico—. Fue un parto terrible, de los que sólo Peregrina es capaz de atender con éxito.
—En esta casa se han vivido grandes momentos… y muchos otros están aún por acontecer. Siempre he deseado formar parte del hospital.
Alcanyís la observó con atención.
—Tienes la misma inclinación que tu madre por esta labor. De pequeña preferías sostener los paños a Arcisa cuando ésta limpiaba pústulas, en lugar de jugar con otras niñas.
Irene miró a su padre y refirió con amargura lo que pensaba:
—Por eso me mandaba largas temporadas a Gandía con la tía Damiata y a la escuela para niñas de doña María de Centelles.
—¡Debes entenderlo! No quería que crecieras entre heridas infectadas, cuerpos ardientes y niños infestados de piojos. Ahora eres toda una dama.
—Entonces ¿mi vida ha de limitarse a bordar, complacer al esposo y parir hijos? —inquirió entre sollozos—. ¡Puedo hacer todo eso y trabajar en En Sorell!
Alcanyís se volvió. A su espalda los hombres reprobaban con expresión adusta el tono irrespetuoso empleado por la joven.
—Este lugar no es tan luminoso como crees —indicó el abogado Nicolau Coblliure.
—¡Siempre trató de alejarme de aquí y de mi madre! —le espetó Irene.
—Fue por tu bien. Elena lo sabía y, aunque sufrió por ello, tuvo que aceptar que era lo más prudente —afirmó Nicolau, comprensivo—. En Sorell guarda secretos y tragedias que no es posible enterrar…
Ella negó con los ojos arrasados en lágrimas. Era consciente de que su manera de comportarse ante los presentes era inadecuada, pero el sufrimiento le nublaba el juicio.
—Con doña Estefanía Carròs, en Barcelona, además de labores y comportamiento he aprendido gramática, aritmética, historia y filosofía. Pero la distancia me ha hecho comprender que mi vocación es suceder a mis padres al cargo de este hospital.
—No olvides que eres sólo una doncella —adujo el físico Joan Colteller, condescendiente ante el idealismo de la joven.
—Mi tutora me demostró que una mujer puede hacerlo igual, y me hablaba a menudo de la condesa Anastasia Spatafora y de su labor con los niños expósitos del hospital de la Santa Creu de Barcelona. Ha pasado casi un siglo y aún se la recuerda. —Su mirada refulgió y, sosteniendo la mano de su padre, se dirigió a él—: Estoy preparada.
—Me temo que eso lo decidirá el consejo del hospital, Irene —concluyó Nicolau observándola con pena.
Llegó fray Ramón Solivella, el franciscano que atendía a las almas del hospital, y otro monje, casi un anciano, con el hábito negro y el escapulario blanco de la Orden de Predicadores al que Irene no conocía. Se llamaba Edwin de Brünn y, según le explicaron, solía dirigir encendidas homilías a los enfermos en la capilla.
Al rumor de los rezos, Andreu Bellvent jadeó y parpadeó. Alcanyís le puso bajo la nariz un paño que exhalaba un fuerte olor a mentol. Irene le acercó una escudilla con vino en el que flotaba un polvillo gris. El enfermo, tras beber un sorbo, la reconoció y sus labios temblaron mientras rozaba un mechón de la melena cobriza de su hija.
—Irene, busca la caja… —Los hombres se acercaron, y Andreu contrajo las facciones—. Una caja blanca… como la tuya, ¿te acuerdas? —gimió y arqueó la espalda. Tenía el vientre hinchado—. Encuéntrala o la perderás para siempre… Lo demás ya no importa…
—¿A qué os referís, padre? —demandó aterrada.
Andreu calló al ver al resto de los presentes. Sus ojos destilaban terror y el tiempo se agotaba.
—Hija…, te quiero.
El anciano se desplomó sobre el camastro y comenzó a susurrar frases incoherentes. Irene notó el ardor de nuevas lágrimas en sus mejillas.
—¡Padre! —exclamó desgarrada. Sentía que lo estaba perdiendo para siempre.
—Ninguno de los purgantes ha obrado efecto —indicó Lluís Alcanyís situándose en la cabecera del lecho. Negó con la cabeza—. Agoniza.
No lograron que recuperara la consciencia. Irene apoyó la frente en la mano flácida de su padre.
—Os juro que seguiré aquí y que seré una digna heredera de lo que emprendisteis…
Los médicos intentaron despertar al moribundo para que se confesase y recibiera los óleos mientras los monjes, musitando oraciones, extendían sobre una banqueta el hábito de franciscano que serviría de mortaja a Andreu Bellvent. La joven no pudo resistirlo y se dejó caer al suelo llorando. Arcisa ordenó a Isabel que se la llevara. Las criadas asistían con pena al final de su señor y al incierto futuro de aquel hospital que era también su hogar y su sustento.
Irene bajó en silencio a las cocinas con Isabel, quien no sabía muy bien cómo tratarla, pues la habían contratado tras su marcha. Le preparó una tisana caliente de salvia, y acto seguido le pidió permiso para retirarse y hacer la ronda por las cuadras. Los enfermos y los hospedados solicitaban continuamente conocer el estado del mayordomo y también rezaban por su alma.
La joven se sentó en una banqueta mientras trataba de asumir la inesperada situación. Su padre, siempre reservado, le había pedido algo que no entendía. Tal vez fuera un delirio más. La duda la corroía, pero la desesperación se impuso. Apenas un año antes había llorado la pérdida de su madre, y ahora debía afrontar el hecho de quedarse huérfana. Elena no tenía más parientes, y los tres hermanos de su padre vivían lejos con sus familias. Ansiaba poder abrazarlos; se sentía profundamente sola, y a su dolor se sumaba la incertidumbre de si sería la única heredera de Andreu Bellvent.
La propiedad de la casa sería suya, pero la supervisión de En Sorell estaba sometida al consejo del hospital y, como ya le habían recordado, ella sólo era una joven soltera. Había jurado a su padre moribundo algo que quizá no podría cumplir. Sin embargo, la descarga de energía que había experimentado durante el parto por cesárea aún ardía en su alma. Miró las paredes amarillentas de la cocina: lucharía por En Sorell, por aquello que sus padres crearon.
Reconfortada por la salvia, Irene salió al patio para serenarse antes de subir de nuevo al aposento de su padre y acompañarlo en el tránsito. Desolada, observó los dos cipreses con bancos de piedra alrededor y el pozo en el centro. Le gustaba pensar que la casa estaba viva, que crecía y que, a veces, enfermaba como sus internos. Tuvo una infancia feliz allí, austera pero sin estrecheces; pronto todo iba a cambiar.
En Sorell se encontraba alejado de las calles próximas a la catedral, con sus regios palacios de arcos ojivales y bellos artesonados. Se ubicaba en una pequeña plaza llamada de En Borràs,* de la parroquia de Sant Berthomeu, cerca del arrabal morisco, en el corazón angosto de la urbe, entre callejuelas tortuosas del tiempo de los árabes. La casa de la familia Bellvent se construyó aprovechando una de las antiguas torres de la muralla sarracena, engullida por la expansión urbana. Al convertirse en hospital, adoptó el nombre del rico mercader que contribuyó y estableció beneficios perpetuos: Tomás Sorell, señor de Geldo y financiero del rey Juan II. Su escudo lucía sobre el arco carpanel de la entrada, al lado del emblema del establecimiento: una dama hierática sentada sobre un laberinto.
Andreu y Elena Bellvent abrieron las puertas de En Sorell a principios de la década de 1460 para atender a enfermos y hospedar a mendigos. Se acogía a todos sin distinción, incluso a judíos y a moros, pero el carisma de Elena, la pericia de Peregrina para tratar los humores del cuerpo femenino, así como el buen uso de la farmacopea árabe y cristiana pronto atrajeron a damas aquejadas de graves dolencias, tanto nobles como criadas. Otros galenos se unieron con entusiasmo aprendiendo de la física, avalada por su licencia real, y en el año 1471 se adquirieron las casas colindantes y En Sorell se convirtió en un edificio que podía albergar unas cuarenta almas. Si los donativos y los beneficios de los censos se cobraban sin demora, solía estar bien avituallado de comida, hierbas y fármacos.
Irene se topaba con mil recuerdos en cada rincón. A los lados del portón de entrada estaba la pequeña recepción, con los registros, y un almacén. De allí se pasaba al patio rectangular, fresco y silencioso, que daba acceso a las dependencias principales. A la derecha se hallaba el dispensario, la sala de curas y la estancia con bañeras de bronce; al fondo, las estrechas habitaciones de los criados y la puerta del huerto, que lindaba con la iglesia de Santa Cruz, donde se ubicaban las letrinas de madera. A la izquierda se encontraban las cocinas, un amplio comedor y la antigua torre árabe consagrada como capilla dedicada a los Santos Médicos, Cosme y Damián. Del mismo patio, una escalera de ladrillos conducía a la galería superior con balaustrada de piedra que lo circundaba. En esa planta estaban las cuadras comunes de los internos, separadas por sexos, la llamada «de calenturas» y tres individuales, una de estas últimas ocupada por Peregrina, y por último, las dependencias de los Bellvent, que como propietarios y spitalers tenían la obligación de vivir allí.
Era un edificio austero, sin la cantería de las casas pudientes, pero, a diferencia del resto de los hospitales de la ciudad, cada año lo encalaban, y Peregrina exigía que estuviera siempre limpio y desinfectado. Además de los hospitaleros y los físicos, En Sorell era atendido por tres criadas: Arcisa, Llúcia e Isabel, la más joven; también contaba con Eimerich, el asistente del administrador; con Nemo, un morisco negro que hacía de portero y celador, y con la esclava Magdalena, ocupada en la cocina. A ellos se había unido más tarde el apuesto Tristán.
—¡Irene! —gritó una voz infantil desde el otro extremo del patio.
Tres pequeños corrieron hacia ella, y la muchacha reconoció a la niña.
—¡María! ¡Dios mío, qué mayor estás!
—Ya tengo ocho años, señora. Ellos son Francés y Gaspar.
Irene la abrazó. María era expósita, abandonada en la parroquia de los Santos Juanes al nacer. Los otros, más pequeños, habrían llegado tras su marcha a Barcelona.
—Rezamos en la capilla por el señor Andreu, como ha ordenado fray Ramón —explicó María, mohína—. ¿Qué será de nosotros si fallece? ¿Volveréis a marcharos?
La joven, tan angustiada como ellos, se limitó a abrazarlos con fuerza. María comenzó a llorar mientras la criada Arcisa descendía por la escalera y se acercaba con gesto grave. Rondaba los cincuenta años y llevaba allí desde la fundación del hospital, por eso nadie discutía sus órdenes.
—Venid conmigo, niños —indicó abriendo los brazos para acogerlos—. Vamos a la cocina. Irene también tiene que rezar por su padre.
Siempre podían pescar algo de la despensa de Magdalena y se marcharon más animados. La muchacha agradeció la prudencia de la avezada criada y, tras permanecer pensativa un rato, una extraña sensación de desasosiego la llevó a la capilla.
La puerta se encontraba entreabierta y el interior estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz del sagrario y unas pocas velas. Se sobresaltó al atisbar una sombra al fondo: una mujer enlutada rezaba sobre un viejo reclinatorio de madera frente al altar. Se inquietó ante la inesperada presencia, pero la curiosidad la venció. La dama lucía un brial negro de seda ceñido que resaltaba su figura esbelta y se cubría con un fino velo. Al volverse, Irene se quedó sin aliento. Podía rondar los treinta años, pero sus rasgos afilados poseían una belleza enigmática, de piel fina y pálida, que permanecía ajena al paso del tiempo. Sin embargo, la joven se turbó ante sus ojos negros, incisivos y gélidos.
—¿Quién sois? —le demandó, sintiendo que el vello se le erizaba.
La dama no respondió.
—¿Te has fijado en el retablo, Irene? —musitó tras un largo silencio. Su voz, aunque susurrada, denotaba seguridad—. Salvo las imágenes de los Santos Médicos todas las pinturas son de mujeres.
—¿Me conocéis? —preguntó, sorprendida de que la hubiera llamado por su nombre. Jamás la había visto.
—Sé muy bien quién eres —adujo la otra con el rostro vuelto hacia el retablo.
Intrigada, Irene observó el altar. Había estado allí incontables veces, pero admiró de nuevo el conjunto de madera dorada. Las imágenes de los Santos Médicos en la hornacina del centro no podían competir con la belleza de las pinturas de las santas Catalina de Alejandría, Ana, Bárbara y María Magdalena. En la parte superior del retablo destacaban diez figuras femeninas con rasgos angelicales, cada una bajo un pórtico de talla, ataviadas con túnicas blancas. Sostenían libros o leían ante un atril. Sus manos alzadas parecían contemplar los delicados frescos del techo abovedado que representaba un séquito de mujeres en actitud orante hacia un cielo poblado de ángeles.
—Son las diez sibilas —añadió la dama enlutada—: Cumas, Délfica, Frigia, Eritrea, Pérsica, Tiburtina, Samos, Libia, Helesponto y Cimeria.
—Lo sé —respondió intrigada Irene—. Fueron sabias de la Antigüedad que preconizaron la llegada del Redentor y el fin de los tiempos. ¿Quién sois vos?
La aludida mostró una sonrisa helada como única respuesta.
—Las pintó Francesco Pagano —prosiguió Irene—. Le sirvieron como bocetos de los ángeles músicos que decoran la bóveda del altar mayor de la catedral.
La dama de negro levantó un dedo pálido y señaló cada una de las profetisas.
—Sus rostros se asemejan porque el artista sólo usó a tres mujeres como modelos. Las tres han desaparecido… Una era Elena Bellvent. Te pareces mucho a ella…
Un escalofrío recorrió a Irene. Había heredado las facciones delicadas de su madre, pero nunca había reparado en la similitud con aquellas sibilas del retablo. Veía su reflejo en la cuarta profetisa, que redactaba los vaticinios junto a un pebetero.
—¿Qué recuerdas de ella? —le demandó la enlutada, inmóvil.
La pregunta la sorprendió, y enseguida brotaron las mismas dudas que la habían asediado desde su pérdida. El porte elegante de Elena Bellvent se veía empañado por un caminar dificultoso y su delicada salud, pero poseía un espíritu firme y luminoso. Su piedad por cualquier necesitado era la inspiración de En Sorell, pero Irene siempre había sospechado que la vocación de su madre no se inclinaba sólo hacia cuestiones de salud. El férreo empeño de su padre por mantenerla alejada de allí no hacía más que confirmarlo.
Durante su infancia únicamente reparaba en la febril actividad del hospital que tanto la fascinaba. Jamás supo interpretar el paso furtivo de mujeres cubiertas con velos cruzando el huerto en plena noche, la música y las conversaciones susurradas que se interrumpían a su llegada con una afable sonrisa llena de enigmas. La curiosidad por el cariz de tales encuentros sólo afloró cuando estudiaba en Barcelona bajo la tutela de doña Estefanía Carròs. Su tutora, dama piadosa y discreta del antiguo linaje Carròs, hija del que fue virrey de Cerdeña, no había tomado esposo en contra de la voluntad familiar y se dedicaba a educar a doncellas, a las cuales despertaba su curiosidad y su intelecto. La noble había manifestado sentir un profundo respeto por Elena, pero eludía las insistentes preguntas de Irene, quien sólo logró sonsacarle que era mucho más que una caritativa spitalera.
La muerte de su madre la dejó con una cicatriz en el alma y un gran silencio. Durante los pocos días que había podido estar en Valencia para rezar ante su tumba, su padre callaba como si le horrorizara hablar de ello e insistía en su regreso a Barcelona. Elena Bellvent era, pues, un misterio para ella, y no supo qué contestar a la enlutada.
—Esta casa es un lugar desviado, Irene —siguió la dama ante la elocuente callada dada por toda respuesta y su visible desolación—. Andreu hizo bien en alejarte, y ha llegado el momento de que el hospital se cierre para siempre, a pesar del deseo de Elena. He venido hasta ti porque sospecho que tu padre te ha confiado el secreto… Dime qué ocultaba y podrás marcharte en paz.
Irene comenzó a temblar, recordó la alusión a la caja blanca y tuvo la sensación absurda de que aquella mujer, con su mirada penetrante, podría leer su alma.
—He llegado tarde, mi padre sólo deliraba…
La otra sonrió, ladina; irradiaba tal fuerza que la joven retrocedió.
—Lo averiguaré de todos modos. Te he visto abrazar a esos tres pequeños. Rebosas bondad, pero tu presencia atraerá la desgracia sobre ellos y el resto.
Angustiada, iba a replicar cuando oyó que la llamaban desde el patio.
—¡Irene!
No deseaba permanecer más tiempo sola con la siniestra dama y salió de la capilla, aliviada. En el patio aguardaba Caterina, la hija del abogado del hospital, micer Nicolau Coblliure, quien permanecía junto al lecho de su padre. Amigas y aliadas desde la infancia, se abrazaron con fuerza compartiendo el dolor. Caterina era un año menor que Irene, de tez blanca, ojos del azul intenso del Mediterráneo, facciones delicadas y rubia melena. Ya se elogiaba su sensual belleza en los mentideros de la urbe y era una de las doncellas más codiciadas tanto por su gracia como por la nutrida dote que aportaría el prestigioso abogado. Aun con aquel sencillo vestido carmesí se adivinaba la mujer esplendorosa en que se había convertido.
—Me han dicho que habías llegado por fin. Siento lo de tu padre, Irene.
—Ven, ven conmigo. Hay una extraña mujer allí dentro… Tal vez la conozcas.
Caterina la miró intrigada. Juntas regresaron a la capilla, pero estaba totalmente vacía. Irene sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¡No puede ser! ¡Estaba ahí, en el reclinatorio frente al altar!
—¿Estás segura?
—¡He hablado con ella! Vestía de negro. Era bella, pero sus ojos…
—¡Mira!
Una máscara de cartón cubierta de cera blanca yacía abandonada junto al viejo reclinatorio. Caterina palideció y la tomó con cautela. No tenía ningún adorno ni marca. Su aspecto mortuorio las llenó de inquietud.
—La ha dejado ella —dedujo Irene, consternada, y revisó la capilla circular, sin recovecos donde ocultarse. La única puerta era la del patio—. ¿Cómo se ha desvanecido?
—¿Sabes qué puede ser? —preguntó la hija del abogado estudiando la máscara.
—No. Me recuerda a las usadas durante el Carnaval. ¡No tiene ningún sentido!
Aterrada, relató a su amiga el encuentro y la velada amenaza. Caterina contempló pensativa el viejo reclinatorio antes de añadir:
—Parece que ha regresado. Mala cosa…
—¿La conoces?
—Tu padre nunca te ha explicado nada, ¿verdad?
Irene se retorció las manos.
—Sus cartas eran parcas y se referían al deseo de verme convertida en una doncella casadera —reprochó como si se dirigiera a su agónico progenitor—. Mi madre insistía en que pusiera interés en las lecciones de historia y de filosofía de doña Estefanía, pues teníamos mucho que compartir, pero murió inesperadamente. Llegué aquí cuando ya estaba enterrada y tres días más tarde me marché de nuevo con unos mercaderes de seda.
Caterina la abrazó, consciente de su abatimiento, y le habló con gravedad:
—Sé por mi padre que el señor Andreu vivía obsesionado por alejarte del hospital y tenerte ajena a lo que ocurría. Quería protegerte.
—¿Protegerme? Caterina, ¡dime qué está ocurriendo! ¿Quién es esa dama?
—Antes debo confesarte una cosa. Hace dos días escuché tras la puerta del despacho de mi padre una conversación que mantenía con mestre Joan de Ripassaltis, el médico dessospitador* de la ciudad. Los síntomas que sufre tu padre pueden deberse a muchas dolencias, pero también a la cantarella, un veneno a base de arsénico y vísceras putrefactas de cerdo. Peregrina recomendó administrarle bezoar, una piedra formada en el estómago de las ovejas que sirve de antídoto, pero no ha funcionado. Yo juraría que tu madre también comenzó a tener los mismos síntomas antes de…
—¡Dios mío! —Irene recordó el polvo gris disuelto en el vino que le había dado a beber. Se sintió desfallecer y tomó asiento en una banqueta situada al fondo.
—Mi padre está muy preocupado —prosiguió Caterina— y teme que se repitan los extraños hechos ocurridos cuando estuvo aquí esa mujer que dices haber visto…
—¡Explícate, te lo ruego!
—Por tu descripción, se trata de Gostança de Monreale. Ignoro cómo llegó a Valencia, pero estuvo alojada en el hospital durante el verano del año pasado. La vi una vez y, aunque no hablé con ella, jamás la olvidaré. Parecía aquejada de melancolía; aun así, sus ojos… A pesar de que estuvo poco tiempo aquí, estaba muy unida a tu madre y llegó a participar en los encuentros que mantenían ciertas damas en el hospital.
Irene sintió una punzada en el pecho. Aquello la intrigaba.
—¿Qué tipo de encuentros?
—Lo ignoro. —Caterina se sentó a su lado—. Pero supongo que sabes que tu madre no sólo se dedicaba a los humores del cuerpo. Algunas señoras, sobre todo nobles y ciudadanas cultas, buscaban otras curas en En Sorell, en especial las del alma. Creo que aquí encontraban lo que se les negaba en sus casas y en los púlpitos…
Irene inclinó el rostro avergonzada. Ignoraba aquello.
—De su pasado sé poco —barruntó ella—. Antes de casarse con mi padre la llamaban Elena de Mistra. Era griega, y huyó de Constantinopla en 1453, con apenas dieciséis años, en una carabela veneciana unas semanas antes de que los turcos asediaran la ciudad… Pero jamás hablaba de su pasado, los recuerdos la entristecían.
—Tu madre era para todos una mujer fascinante y sabia. —Caterina torció el gesto—. Pero como en tu caso, mi padre prefiere que me dedique a mis labores. Sólo puedo decirte lo que he escuchado tras las puertas. Ya me conoces.
—¿Y qué más has averiguado de Gostança?
—Mi padre calla. —Entornó su mirada azul—. Pero su llegada coincidió con algunas muertes repentinas y sospechosas.
—¡Dios mío!
—La noble doña Angelina de Vilarig fue la primera. Como sabes, era una gran valedora del hospital. Falleció a mediados de julio en su palacete de la calle de la Armería, cercana a la seo. Según De Ripassaltis, murió asfixiada.
—Me lo notificaron por carta, pero sin mencionar la causa.
—Luego, en la Virgen de Agosto, falleció sor Teresa de los Ángeles, una dominica del convento de las Magdalenas.
—¡Era íntima amiga de mi madre! Me escribieron con la triste noticia. La misiva decía que le falló el corazón. Rondaba los sesenta años —alegó Irene, desconcertada.
—¡Quién sabe! Las monjas callan; sin embargo, aún siguen aterradas. Los incidentes no pasaron desapercibidos y circularon rumores siniestros sobre En Sorell y su spitalera. Tu padre obligó a la señora Elena a dejar de reunir a las damas. Parecía un perverso ataque y las habladurías deformaron la realidad. Llegó a tildársela de bruja, pero las influencias de Tomás Sorell evitaron una perquisición del Santo Oficio, aunque ya habrás conocido al monje predicador fray Edwin; vela por la recta ortodoxia de la casa.
—Mi madre murió ese septiembre —musitó sin aliento Irene.
—Comenzó a sentirse mal. Peregrina indicó que era una infección, pero… Dicen que le había exigido a Gostança que se marchara. ¿Sospechó que estaba detrás de tanta desgracia? Nunca lo sabremos. —Caterina negó con la cabeza—. A esa mujer no se la vio más, aunque algunos pacientes de poco crédito aseguran que rondaba de nuevo el hospital cuanto tu padre enfermó. —Miró a su amiga, sobrecogida—. Ahora afirmas haberla visto tú…
Irene se pasó nerviosa la mano por la frente. Caterina continuó:
—Ha pasado un año, pero los recelos sobre En Sorell perduran y merman los donativos. Mi padre no cree que el hospital pueda financiarse por más tiempo.
Irene recordó el temor de Ana, la parturienta, al referirse a su madre y cayó en la cuenta de los escasos internos alojados esa noche, la mayoría de ellos mendigos.
—¿Micer Nicolau también cree que Gostança es la responsable?
—Sabes que mi padre es parco en palabras, sobre todo con su hija menor —afirmó con amargura—. Con todo, lo conozco bien y es obvio que tiene miedo. Como te he dicho, los síntomas del señor Andreu pueden deberse igualmente a males naturales. No soy dada a las fantasías, pero me pregunto si esa dama no maldijo En Sorell.
Irene se estremeció. Sentía el frío que impregnaba los viejos muros de la capilla. No había visto un espectro; Gostança estaba allí porque tenía algo pendiente con los Bellvent. Se fijó en la sibila semejante a su madre, así como en las demás. Creyó ver los rasgos de las fallecidas doña Angelina y sor Teresa, a las que conocía desde niña. ¿Fueron ellas las otras dos modelos para las pinturas? Recordó a su padre empleando sus últimas fuerzas para rogarle que buscara una enigmática caja blanca, algo que también parecía interesar a Gostança de Monreale. El desaliento la invadió.
—¿Quién eres? —musitó a la siniestra máscara de cera que sostenía.
Ambas jóvenes se miraron compartiendo un pensamiento. Sólo eran doncellas hijas de honorables ciudadanos; su destino era desposarse con algún maestro de gremio, un notario o un comerciante próspero, tal vez un honrat que vivía de las rentas de sus propiedades, sin trabajar. Su condición las hacía débiles e insignificantes, incapaces de enfrentarse sin tutela a un enigma que, al parecer, hundía sus raíces en secretos del pasado.
—Mi padre piensa que lo mejor es que regreses a Barcelona —dijo Caterina tras el largo silencio—. Quizá tenga razón. Eres una dama bien educada, bonita y con gracia. —Le guiñó un ojo—. Seguro que hay pretendientes con recursos para darte una existencia cómoda, y si vendieras esta casa reunirías una jugosa dote.
Irene recordó la cesárea que había presenciado a su llegada. Desde niña había querido participar en el desafío por la vida. Aunque estaba aterrada, no podía dejar que su mayor anhelo se le escurriera de entre los dedos, ni faltar a la promesa de su padre sin luchar. Casi oyó la voz de Elena en su interior, alentándola a seguir, a pesar de ser únicamente una mujer joven y sola.
Una voz imperiosa resonó en la capilla.
—¡Es la primera vez que te oigo decir algo sensato, jovencita!
—¡Peregrina!
Entró renqueante, en esa ocasión sin ayuda. Irene buscó sus manos.
—Haz caso a tu lenguaraz amiga —musitó la anciana.
—Peregrina, ¿atendisteis a Gostança?
La mujer se soltó como si el contacto la hubiera quemado.
—¿Cómo lo has sabido? ¡Maldita sea, Caterina! —Mudó la faz con una expresión de ira—. ¡Esa Gostança llevaba el demonio dentro! Lo supe en cuanto tu madre la trajo.
—La he visto —adujo Irene, espantada, y le mostró la máscara de cera.
La anciana se encogió como azotada por una racha de viento gélido.
—¡Deshazte de ella y olvídalo! Ya es tarde… —Bajó el tono de la voz—. Tu padre acaba de fallecer. Requiescat in pace.
3
Andreu Bellvent fue enterrado el día siguiente en un sepulcro nuevo, al lado de su esposa, en una sobria capilla lateral de la parroquia de Sant Berthomeu, junto a sus ancestros. El féretro fue portado por seis indigentes atendidos en En Sorell, acompañados por la Cofradía de Sant Jaume, préveres y acólitos.
Una multitud acudió a rendir un último homenaje al hombre que dedicó su vida a paliar la miseria en Valencia y consumió en ello sus bienes, pues a pesar de que las arcas de mercaderes, cambistas y maestros de gremios se llenaban de oro, en la mayoría de las doce parroquias en que la ciudad se dividía los habitantes sufrían las frecuentes crisis monetarias, la falta de abastecimiento o las epidemias en una urbe atestada y de ambiente húmedo como lo era Valencia. Asistieron varios miembros del Consejo General y oficiales que presentaron sus condolencias a la única hija del finado; demasiado joven para quedar huérfana.
No faltaron tampoco administradores, spitalers, cirujanos y físicos de los otros hospitales, dado que compartían conocimientos y fármacos en unos años en los que la sanidad había dejado de ser una prioridad y los recursos se desviaban a las obras de la Lonja o a embellecer los salones de la Casa de la Ciudad con artesonados y tapices.
Cinco días después de enterrar a Andreu Bellvent, Irene, con un sencillo vestido de terciopelo negro, permanecía sentada en el despacho de la suntuosa residencia del notario Bernat de Sentfeliu en la plaza del Ángel, esforzándose en mantenerse firme en aquel trance.
Sentía la ausencia de su padre, asediada por la amarga sensación de que, en parte, sus progenitores eran unos desconocidos para ella. La conversación con Caterina flotaba como un funesto interrogante y había ocultado la máscara de cera bajo su cama, sin atreverse a hablar de ello con nadie, excepto con Eimerich, quien recordaba bien a Gostança y no disimuló sus recelos. Nada figuraba de la dama en los registros del hospital ni hallaron su consilium, el documento donde el físico relataba los hábitos del paciente, los síntomas de su enfermedad, el diagnóstico y el tratamiento tanto con fármacos como con oraciones y penitencias.
En el despacho, ensombrecido por cortinas pardas de damasco, reinaba un ambiente tenso. Los cinco miembros del consejo rector del hospital En Sorell y la heredera aguardaban la lectura del testamento. Junto a Irene se sentaban el médico Lluís Alcanyís y Joan Dandrea, procurador del hospital, ambos nombrados albaceas del finado. Los tres miembros restantes del consejo eran dos abogados veteranos, micer Miquel Dalmau, que a sus casi sesenta años ostentaba el cargo de abogado de la ciudad, y micer Nicolau Coblliure, el padre de Caterina, que rondaría la cincuentena y que también gozaba del respeto de la élite urbana a pesar de su origen converso; el último consejero era el honrat Bernat Sorell II, señor de Geldo y Albalat, sobrino y heredero de Tomás Sorell, cofundador del hospital.
El notario notificó el testamento de Andreu Bellvent, con atenciones a su alma mediante limosna de cinco libras para pobres y un legado para misas en la capilla de En Sorell. Instituía a su única hija, aún soltera, como heredera universal, la emancipaba para tener libertad de disponer y exhortaba al consejo rector para que le permitiera seguir su labor, un asunto espinoso por su condición. A continuación se pasó a leer el hecho fundacional del hospital y la descripción detallada del edificio con sus enseres.
La vocación original de En Sorell fue asistir a los menesterosos enviados por los bacins de pobres* de las parroquias, pero el matrimonio Bellvent, administradores y spitalers a perpetuidad, aliviaron la carga de los otros hospitales al asumir también asistencia sanitaria sin autorización expresa del Consejo de la Ciudad. Tomás Sorell estableció rentas para costear los honorarios de algunos médicos y cirujanos, así como de dides que amamantaran a los niños expósitos abandonados en las iglesias, sin descuidar la distribución de alimentos y medicinas.
En Sorell era ejemplo de buena gestión, aunque la crisis monetaria del reino y los luctuosos hechos ocurridos habían mermado los donativos y los legados.
En ese momento el notario miró con semblante arrogante a Irene.
—El consejo estableció hace unos años que el cargo de mayordomo sería hereditario y que los de spitalers los ejercería un matrimonio, según la costumbre. Cuando vuestro padre enviudó rogó un aplazamiento de este requisito, pero sabía que debía casarse sin demora o renunciar al desempeño de tal función. Por desgracia, Dios lo ha llamado a su presencia de manera inesperada. Vuestra situación obliga a cerrar el hospital o a cederlo a la ciudad para su gestión.
Irene se estremeció; había llegado el momento que tanto temía.
—Deseo que siga abierto. Soy la heredera.
—Del patrimonio sí, pero la administración está regulada por los estatutos —le espetó, molesto por la intervención de la joven.
Irene notó la mano de Lluís Alcanyís sobre la suya. El reputado médico le sonrió tratando de insuflarle fuerzas.
—¿Y no tengo la posibilidad de mantener el hospital?
Micer Nicolau, el abogado de su padre, la miró afable.
—Las normas son claras para todas las casas de salud de Valencia. El mayordomo debe ser hombre, ciutadà y de declarada honradez. En el caso de En Sorell, fundado por iniciativa particular y no del Consejo de la Ciudad, los cargos de administrador y spitaler recaían en vuestro padre. La spitalera debe ser la esposa del mismo, y se ocupa de las criadas, las enfermeras y las mujeres atendidas.
—¿Y qué puedo hacer? —Irene sentía que los ojos le ardían.
—Sois la heredera universal de la casa, pero una mujer no puede ser mayordomo y, de estar soltera, tampoco spitalera. El consejo ve conveniente que aceptéis la herencia y que la vendáis aprovechando que Andreu Bellvent así lo ha permitido.
—Por mi parte sigo sin estar de acuerdo —señaló Alcanyís con el ceño fruncido—. A Valencia siguen llegando gentes de otros reinos, el rey no ha devuelto aún los empréstitos concedidos a su padre, Juan II, para financiar la guerra contra la Diputación catalana. Ahora la confrontación contra el Reino de Granada nos exige un nuevo esfuerzo. Los hospitales están en una situación precaria, sin apenas ayudas del erario por destinarlas éste a obras suntuosas. Cerrar En Sorell significa dejar sin asistencia a muchos habitantes, en especial a los más desfavorecidos.
—¿Y qué sucederá con todos los ingresados? —demandó Irene con voz atiplada—. ¿Y los niños que tenemos al cuidado de dides?
—Se derivarán a otros hospitales —terció Joan Dandrea, el procurador.
—¡No pueden asumir tanta demanda! —adujo el médico.
Irene se levantó de la silla con el rostro enrojecido, a punto de llorar.
—¡Evitemos que se cierre! Puedo administrarlo, tengo la formación adecuada.
El notario dejó el testamento sobre la mesa, sin entender por qué se molestaban en dar explicaciones a una joven cuya actitud desafiante le parecía inadmisible.
—Te conozco desde niña —apuntó Nicolau condescendiente—. Eres como mi hija Caterina, que desea ser abogada… Pero las cosas no son así. Has sido emancipada; sin embargo, estás soltera.
Los hombres asintieron en silencio. Alcanyís miraba con atención a Irene, valorando en el brillo de sus ojos si realmente poseía el valor y las fuerzas para lo que pedía. Se dio por terminada la lectura, pero, al levantarse, el médico no pudo contenerse.
—¡Vamos, micer Nicolau! Sois un experto jurista, habladle del matiz en los estatutos que una vez me explicasteis.
El interpelado se envaró, tenso.
—¡Esta muchacha no tiene por qué pasar por eso!
—Me consta que lo hacéis por su bien, pero dejad que sea ella quien elija.
—Señores, les rogaría que se explicaran —adujo Irene, intrigada.
El procurador Joan Dandrea sacó la carta fundacional y se la entregó a Nicolau.
—En sentido estricto, cuando se produce la muerte del spitaler, para sucederlo en el cargo el heredero acreditará su condición de casado al rendir las primeras cuentas ante el consejo y el mestre racional del Reino de Valencia el día de San Antonio, a mediados de enero; es entonces cuando debe aportar los esponsales o las capitulaciones matrimoniales. Falta un mes aproximadamente para dicha formalidad.
—¡La joven está de luto! —estalló Miquel Dalmau, interviniendo por primera vez.
Irene se inquietó; nadie despreciaba las palabras del jurista que tantos cargos públicos había ejercido en la ciudad.
—Así es —apuntó Alcanyís con una sonrisa maliciosa—, pero la heredera cumpliría la obligación si presenta los esponsales en San Antonio, aunque el matrimonio tenga lugar un año después.
Las miradas convergieron en Irene, que permanecía paralizada en su silla. Estaban a mediados de diciembre; en un mes debía encontrar un marido a fin de no faltar al juramento hecho a su padre moribundo. La acometió una fuerte comezón.
Micer Nicolau la miró con intensidad.
—Irene, te has convertido en una bella doncella, que será codiciada por burgueses y hasta por nobles. El hospital está prácticamente en la ruina, y nadie querrá acompañarte en ese incierto viaje. Por otra parte, piensa en el drama personal que sufrirás si tomas por marido el hombre equivocado. Si renuncias a la gestión y vendes la casa, pagarás las deudas y con el remanente formarás la dote. Podrías entonces elegir esposo con calma, regresar a Barcelona… —En sus ojos la joven creyó atisbar aquel miedo del que Caterina hablaba y el deseo de protegerla de los oscuros enigmas que envolvían En Sorell—. Creo que la alternativa es muy precipitada y es posible que te amargue la vida. No le desearía algo así a mi propia hija. Piénsalo.
Irene abandonó la notaría aturdida, junto a Arcisa y Nemo, el celador, pero la sorprendió una caricia de sol que atenuó su angustia. Era un día claro y templado que invitaba a dejarse seducir por el bullicio de las calles y olvidar los problemas.
—Señora —musitó Arcisa. La conocía desde su nacimiento y nada se le escapaba—. Estáis de luto, debemos regresar a casa sin demora.
Ella asintió distraída y pidió ir a Sant Berthomeu para rezar ante la tumba de sus padres. A la salida, en contra de la voluntad de la criada, siguieron hasta la calle de Caballeros, cerca de la catedral, y admiró los magníficos palacios góticos de las familias más poderosas del reino como los Malferit y los Centelles, cerca de la Diputación y la Casa de la Ciudad, sede del consejo. Era la vía más pudiente, transitada por nobles decadentes, ricos mercaderes y damas elegantes con cohortes de lacayos. Irene recordó los palacios de Barcelona, cuya belleza seguía aún empañada por los desconchados y la suciedad. Era la diferencia entre la paz y la guerra.
Después de tres años de ausencia, por fin deambulaba por las calles que la vieron crecer. A pesar de las diferencias de clase de los que caminaban a su alrededor, Irene respiró el sentimiento de comunidad libre, alejada de las servidumbres feudales. El Cap i Casal, como llamaban a la ciudad, era considerada una república por sus ciudadanos, protegida por sus fueros y con un sistema de cargos anuales seleccionados de las doce parroquias para evitar los modos feudales del pasado.
En la plaza de las Carnicerías, detrás de la antigua iglesia de Santa Catalina, la asediaron mil olores, aromas o hedores según cada puesto, pero no se detuvo.
Por calles atestadas deambularon entre fardos de mercancías y junto a talleres con mesas dispuestas a la entrada. Irene reparó en una dama con una elegante saya encarnada, escote de pico y tocado blanco. Estaba con su hija en un puesto de especias y plantas medicinales. La mujer era joven, y noble a juzgar por el séquito de criados. Con paciencia enumeraba a la pequeña los nombres y aplicaciones de las hierbas y las flores secas de cada cesto: hipérico, lavanda, espliego… La niña pasaba sus dedos por ellas y las olía, asintiendo a su sonriente madre.
El corazón de Irene comenzó a palpitar. Elena había hecho lo mismo con ella. Todas las mujeres, como futuras madres, debían conocer los remedios naturales para su familia antes de acudir al apotecario. Era algo que compartían nobles y criadas.
Entonces comenzó a distinguirlas entre el gentío. Doña Estefanía le había hablado de ellas con orgullo: una viuda que regentaba un telar, una tabernera al frente del negocio mientras su esposo dormitaba ebrio en una banqueta, tenderas negociando con habilidad o monjas con breviarios que regresaban al convento.
Denostadas por arrastrar el estigma de Eva y rebajadas en los fueros y las leyes, esas mujeres anónimas encaraban la vida con fortaleza. Al contrario que ella, nunca habían oído hablar de Hildegarda de Bingen ni de Christine de Pizán, ni debatido sobre la «Querella de las Mujeres», pero al observarlas comprendió que eran la fuente de inspiración primigenia de aquel debate. Su tutora sugería que la fuerza que las impulsaba a enfrentarse a un mundo hostil manaba de algo muy antiguo y poderoso.
Supo qué fuerza interior había motivado aquel paseo: debía elegir entre avanzar o claudicar. En el hospital nada sería como antes, y la lucha por mantener la obra de sus padres estaría colmada de sacrificios. Los últimos retazos de su plácida existencia se diluían. Estaba aterrada, pero el fuego ardía vivo en su interior. Imaginó el semblante sereno de su madre en cada una de aquellas mujeres anónimas.
—Nemo —indicó pesarosa—. Regresa a la notaría de don Bernat y comunica mi decisión: que me busquen marido.
Con la mirada empañada cedió a la insistencia de Arcisa y regresaron a En Sorell.
4
Había anochecido, e Irene echó un tronco al fuego del hogar. Sobre la falda de su saya negra revisaba las cuentas del hospital. Habían pasado tres días desde la lectura del testamento y su voluntad flaqueaba. Volvió a la interminable relación de los gastos y los exiguos ingresos. Los censos y la aportación de los Sorell apenas podían hacer frente a los costes. En Sorell estaba cargado de deudas cuyos vencimientos cercanos planeaban como buitres. El prestigio del bachiller Andreu Bellvent atrajo donativos y alguna esporádica asignación municipal, pero nadie confiaría en el juicio de una joven dama. La situación resultaba desalentadora para cualquier pretendiente.
Angustiada, vagó por las estancias familiares penumbrosas por las telas negras del luto que cubrían las ventanas. Se sentía desamparada.
Aunque cerrara la casa a ella le quedaba la herencia. No tendrían la misma suerte los pacientes, los tres pequeños huérfanos que tanto la habían animado esos días, ni tampoco el personal. Pensó en las criadas: Arcisa, la de más edad, que estaba allí desde la fundación; Llúcia, prostituta repenedida que cada día se esforzaba en demostrar que nada quedaba de su vida anterior, y la joven Isabel, recogida en la indigencia hacía tres años. En cuanto a Magdalena, la cocinera, fue donada por Tomás Sorell para el hospital. Elena la liberó de inmediato, pero seguían llamándola «esclava». Luego estaban Nemo, el gigantesco negro de cincuenta años, un árabe de sonrisa franca y brillante que era los brazos del hospital, y el joven Eimerich, despierto e inteligente, al cargo del registro y los receptarios donde el apotecario anotaba el fármaco para cada enfermo; por último, el discreto Tristán, con quien Irene intercambiaba miradas sin apenas hablar.
A todos los aguardaba un futuro incierto lejos de allí.
Además de Peregrina, hacían la ronda diaria varios médicos por turnos, así como un barbero. El apotecario, Vicencio Darnizio, acudía cada tres días para reponer el dispensario, y Fátima, la partera, cuando era requerida.
Desolada, salió a la galería situada sobre el patio. Esa noche se alojaban en las cuadras ocho mujeres y cuatro hombres, algunos aquejados de fiebres o de infecciones.
Se cruzó con Llúcia, encargada del primer turno de la noche, que calcul