1
—Natan, querido, ¿te acuerdas de mi amigo Shlomo?
—No, papá.
—¿Cómo qué no? Sí, hombre, aquel que no tenía dientes. Shlomo. ¡El hipocondriaco!
—No, no me acuerdo.
—Da igual. Pues ha muerto.
—Lo lamento.
—No pasa nada. Ni siquiera era un amigo de verdad. ¿Sabes lo que ha hecho poner en su lápida?
—No, papá.
—«¡Os lo dije!».
Mi padre no sabía qué pasaría. Contaba historias porque ni por asomo se lo imaginaba.
Yo, en cambio, siempre lo temí. Por eso corro. No he dejado de correr desde que nací. En cuanto pude salí disparado de las entrañas de mi madre y ella ni se enteró.
Cuando dijo «aquí viene», yo ya estaba entre sus piernas. Mi abuela, que había visto nacer a muchos niños, conmigo ni siquiera pudo ir a por toallas y agua caliente. No le dio tiempo.
Aprendí a correr antes que a caminar. Extendía los brazos, empujaba el aire y avanzaba. Tiraba del cuerpo. Luego apoyé las rodillas en el suelo. Dicen que parecía un gato. Cuando me puse de pie, ya sabía cómo se hacía.
Corría por las calles de Charlottenburg. Pasaba por la casa de la vieja Mizrachi, cogía la cesta de la comida y se la llevaba al tío Hermann. También corrí contentísimo la primera vez que fui al colegio. No sabía que dentro iba a encontrar a la señora Meyer.
Me lancé a la ventana cuando vi los primeros fuegos en las proximidades de nuestra casa. Era noviembre, pero no hacía más frío que de costumbre. No había necesidad de encender una hoguera tan grande. Fueron los camisas pardas.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque tienen miedo.
No lo entendí. Era un niño. Han pasado cuatro años desde entonces, cuatro años marcan la diferencia.
—Apresúrate, ve a acostarte —dijo mi madre.
Yo corro, siempre, y nadie es capaz de alcanzarme. No me han cogido hasta ahora y nunca lo harán porque no me detengo. Incluso en este momento que estoy sentado, aquí, en el tren, en realidad estoy corriendo. Respiro entrecortadamente y tengo las sienes perladas de sudor. Los músculos calientes. Siento que el corazón me palpita en el centro del pecho. Al corazón le cuesta llevar el paso de la respiración. Late fuerte, es extraño que mis vecinos de asiento no lo noten.
No pierdo de vista la puerta del compartimiento.
Cada vez que se abre, el vagón se llena de ruido. Estoy listo para volcar la maleta en el suelo. Los camisas pardas nunca se mueven solos. Si logro que uno tropiece, se caerán todos.
Mi padre dejó de reír tras los incendios. Antes era un hombre divertido. A algunos les toca un padre rico, a otros uno ausente o severo. A mí me tocó uno divertido. No habría podido desear otro mejor.
Se sentaba en la butaca de terciopelo verde, descolorida en los brazos y el reposacabezas por el tiempo y las meditaciones de la siesta. En aquellas tardes, de la butaca llegaba un silbido lento y regular. Me acercaba para estudiarle el interior de la boca, para comprobar si escondía un mecanismo secreto, porque era de allí de donde salían sus historias.
Cuando no dormitaba, escuchaba la radio de los vecinos.
—Tenemos suerte de vivir en una choza —decía—. Las paredes de los ricos son tan gruesas que no dejan pasar el ruido, ¿sabes? Imagínate, se ven obligados a comprar una radio por familia. Los ricos gastan un montón de dinero por ser ricos. Nosotros, en cambio, solo tenemos que poner la oreja en la pared.
Además, leía. Había pilas de libros apoyados en el taburete o incluso en el suelo, alrededor de la butaca, donde fuera. Leía de todo, pero prefería las novelas de amor y solo las que tenían un final feliz. Poesía no, no la tocaba. Lo había intentado, pero nunca había encontrado un poema divertido.
Cuando se le ocurría una historieta, un juego de palabras o un chiste lo paraba todo y todos tenían que pararse.
—No hay que dejar escapar los chistes, te hacen entender cómo son las personas. Fíjate en tu abuelo, por poner un ejemplo. Tu abuelo era húngaro y los húngaros se ríen tres veces con un chiste: la primera cuando se lo cuentan, la segunda cuando ellos se lo dicen a alguien y la tercera cuando, al cabo de mucho tiempo, por fin lo entienden. Si, en cambio, se lo cuentas al señor Mann, el viejo del piso de abajo, que es un auténtico alemán, un alemán de pura cepa, fíjate que él solo se ríe dos veces: la primera cuando lo escucha y la segunda cuando se lo cuenta a alguien. Y punto en boca. Porque él ni ha entendido el chiste ni nunca lo entenderá.
Eso es lo que solía hacer mi padre: proceder por partes. No había manera de saber cuándo acabaría, cuánto duraría el espectáculo.
—¿Los peores? ¡Ay! ¿Los peores sabes quiénes son? Los soviéticos. Esos se ríen una sola vez, cuando escuchan el chiste, porque no hay manera de que lo entiendan. Y ten la seguridad de que no se lo contarán a nadie: un soviético sabe que no hay que meterse donde no te llaman.
Fin. O eso parecía.
—¿Y los judíos? —le pregunté aquella vez—. ¿Cuántas veces nos reímos nosotros, papá?
—¿Nosotros? Ay, los judíos no nos reímos. No nos reímos nunca, no te olvides. Ni siquiera una vez. ¡Porque nosotros nos los sabemos todos!
Y entonces, cuando había acabado, sí que se reía a gusto. Se llevaba las manos a la barriga, blanda y prominente, y se reía. Las manos subían y bajaban y luchaban para mantener quieta toda la diversión que alojaba su tripa.
Mi padre compraba y vendía telas, pero no era culpa de su trabajo que fuésemos pobres. Había comerciantes ricos y vendedores de telas que llevaban una vida mejor que la nuestra. Nosotros no. Nosotros éramos pobres, siempre lo fuimos. Mi padre se negaba a engañar a los demás, se negaba a seguir el único camino para ganar realmente dinero. Uno no se hace rico trabajando, nadie lo ha logrado. Engañando sí, o gracias a un regalo caído del cielo, pero no trabajando.
De niño había acompañado a su madre a visitar a un rabino. En aquella ocasión, frente al hombre de barba larga y ojos transparentes, comprendió qué pasaría, que siempre sería pobre. El rabino parecía un hombre sabio incluso con la boca cerrada y mi padre se armó de valor y le hizo una pregunta. Acababa de pelearse con un amigo, una tontería, una cosa de críos, pero para él era un peso que no lograba quitarse de encima.
—¿Qué tengo que hacer, rabino? —preguntó—. ¿Cómo debería comportarme?
—No hagas a otro, pequeño, lo que no te gusta que te hagan a ti —respondió el rabino.
Era una máxima breve, sencilla y respetuosa con la lógica. Podía aplicársela incluso alguien poco proclive a comerse los santos, como mi padre.
Así que a partir de aquel día, cuando se encontraba con la gente, que era mucha, le contaba sus ocurrencias. A todo el mundo, absolutamente a todos. Quien se ríe, se fía, por eso tenía tantos amigos en el barrio, en Charlottenburg, y fuera de él. Tenía amigos repartidos por Berlín. Hombres, le gustaba precisar, porque hacer reír a una mujer siempre es peligroso.
—Acuérdate de eso, Natan: todas quieren un hijo de un hombre alegre. Para evitar malentendidos, a las mujeres solo dramas. Prométemelo.
—Prometido.
—Bien.
Mi padre se pasaba el día en la calle, con la carretilla apoyada en el costado. Se iba encontrando a los amigos por casualidad. En las jornadas así, volvía a casa contento.
Mucho menos contenta estaba mi madre, que hacía la compra de fiado y daba la vuelta a la ropa para resucitarla.
—La ropa se estropea por los roces —decía—, esa es la verdad.
Solía protestar sobre todo a la hora de cenar:
—Ay, vete tú a saber lo que una siente cuando no tiene que contar la calderilla antes de ir al mercado —decía.
—Nada. Absolutamente nada. Encontrarías la manera de quejarte aunque fueras rica como una reina, pastelito mío —respondía él.
Mi madre se enfadaba aún más, o fingía enfadarse, porque se había casado con él por su manera alegre de afrontar la vida. Porque un espíritu alegre hace volar a quienes lo rodean. Y también porque le hablaba de los libros que ella nunca leería y se sabía de memoria sus frases más románticas.
Así fuimos tirando durante años. Hasta aquel miércoles de noviembre en que corrí a la ventana y vi las llamas en la lejanía.
Al día siguiente, la cara de mi padre se había vuelto pálida y rugosa. Y los pocos cabellos que le quedaban eran más finos que los hilos de una telaraña reseca por el hielo. Toda la noche soñamos que los camisas pardas entraban y salían de las casas y las tiendas de Charlottenburg; también de la nuestra. Mi madre, mi padre y yo tuvimos el mismo sueño. Mi hermano Sami no, o al menos no nos los contó. En el sueño, como en la realidad, llegaban y le prendían fuego a todo lo que hacía que nos sintiéramos más seguros: sinagogas, cementerios, tiendas. Todo.
Agarraron, rompieron, arrancaron, golpearon, apalearon, azotaron, empujaron, tiraron, destrozaron, arrastraron, asestaron, lanzaron. Y quemaron.
En nuestra casa no pasó nada. Nada malo. Nadie llamó a la puerta ni nos amenazó. Sin embargo, mi padre dejó de reír.
Solo se cayó un cuadro, inexplicablemente, de la pared contigua a la casa de los vecinos, la misma por la que se filtraba la voz de la radio. El cuadro dejó un rectángulo oscuro y húmedo en la pared. Mientras todos nuestros conocidos lloraban por las devastaciones e incendios, nosotros habíamos visto un clavo que cedía espontáneamente y un cuadro que se caía. Solo eso.
Mi padre ya no salía de casa. Se quedaba mirando fijamente el rectángulo vacío en una pared que había dejado de hablar. Era como si esperara que aquella ausencia y aquel silencio le dieran una señal, una sugerencia acerca de qué debía hacer. Como si el cuadro fuera el espíritu de un antepasado con quien contar. La fuerza sobrenatural que nos indicaría el camino desde el más allá.
Luego, un día, llamaron a la puerta. Era de noche, la calle estaba espléndida. Blanca de nieve y silenciosa, salvo por un trapaleo y el rumor de ruedas deslizándose sobre la calzada. Ya nos habíamos acostado. Mi hermano Sami no se despertó, al menos al principio. Yo oí los golpes, los vi entrar. Eran cuatro hombres, dos de ellos llevaban abrigos y botas negras, los demás no lo sé. Solo vi a los dos que entraron primero, los que iban delante. El resto es confuso. Uno gritaba, daba órdenes; nadie les preguntó quiénes eran. Ni siquiera nosotros. Arrastraron a mi padre fuera de casa, a la calle, y lo subieron a la fuerza a un camión. Tampoco es que mi padre opusiera resistencia. Se comportaron así porque era lo que les habían ordenado: era la actitud correcta, la que habían visto en otros y que trataban de replicar. Como unos pasos de baile.
Grité. No pasó nada. Grité de nuevo y seguí gritando todo el rato. Todavía grito en sueños, sobre todo si nieva. No había ángeles aquella noche alrededor de mi casa. Ni en Berlín ni en ningún otro sitio. Solo ventanas cerradas. Y si alguien lo oyó o escudriñó detrás de las cortinas no fue para ayudar a Salomon el Judío, aquel hombrecillo que tanto les había hecho reír con sus historietas y sus chistes.
Nos escondimos, abandonamos nuestra casa y nos fuimos a vivir al número trece de Lottumstrasse. Allí nos juntamos con otros desesperados como nosotros. No nos quedamos mucho, nos trasladamos casi enseguida, y luego una y otra vez. Así pasaron los meses y los años, al menos dos. Quizá tres.
Hasta que volvieron a llamar a nuestra puerta. Mi madre me hizo una señal para que me callara. A mi hermano Sami le puso una mano en la boca porque era demasiado pequeño para ser prudente. No había luz en el rellano, quien fuese había subido a oscuras. Cuando lo de mi padre habían hecho lo mismo.
Una voz que no logramos reconocer pronunció el apellido de mi madre, su apellido de soltera.
—He venido a ayudarla… —dijo una mujer en un susurro, que se filtró entre la puerta y la pared como la primera corriente de aire del invierno que se acercaba—. Soy Recha. Recha Freier. No hay tiempo que perder…
Mi madre le hizo repetir el nombre, un nombre que, ahora lo sé, tengo la seguridad de que nunca se olvidará. Luego abrió.
Cuando la señora Freier entró, en vez de sentarse, se quedó de pie al lado de la puerta y mi madre no le dedicó las amabilidades que solía tener con las visitas. No le pidió el abrigo ni le ofreció nada de beber. Solo escuchó lo que tenía que decirle.
—La situación ha cambiado —dijo la mujer.
Pensé que se conocían, porque mi madre no paraba de asentir a sus palabras.
Sin embargo, caí en la cuenta de que no era así cuando le preguntó:
—¿Cómo puedo estar segura? Usted podría ser cualquiera.
A la señora Freier no le sorprendió la desconfianza. Es más, nos miró con ternura.
—Ellos no necesitan excusas. No pierden tiempo discutiendo —respondió.
Lo sabíamos, lo habíamos visto. Y la señora Freier sabía que lo sabíamos, pero no se refirió a nosotros ni mencionó lo que habíamos vivido.
—La situación ha cambiado —repitió—. Ya no hay nada seguro. No hay tiempo que perder. Se han llevado a los hombres y podrían llevarse a los niños.
—¿Quién? —pregunté, pero la mujer no respondió.
Mi madre me abrazó.
—Llévate a Sami para allá —dijo.
Nuestro «para allá» era el otro lado de una cortina. Yo ya había comprendido que la señora Freier se refería a los camisas pardas.
—Tenemos billetes y documentos —explicó cuando se quedaron solas—. Trataremos de sacar de aquí a los niños, pero solo a los mayores. No podemos hacer más. No será un viaje fácil. El pequeño estará más seguro aquí, con usted.
No podían hacer más, teníamos que separarnos. Y pronunció la palabra «viaje» en vez de «huida». Benditas sean las personas que eligen las palabras con cuidado.
Puse en la maleta la poca ropa que poseía, una botella de agua, un cuarto de hogaza de pan y un libro. No sé por qué metí un libro. Quizá porque era mi primer viaje, no una huida. Mi madre no lloró. No, me iba de viaje, no huía.
—Pronto nos reuniremos contigo en Eretz Israel —me dijo.
Luego nos abrazó a Sami y a mí y él fingió que se ahogaba porque nos apretaba demasiado.
La señora Freier le cogió la cara a mi madre y le habló en un idioma desconocido. Desconocido para mí, pero no para ella, que respondió como si siempre lo hubiera hablado. No sé ni cuándo ni dónde.
El último recuerdo que tengo de ella es una hilera de consonantes a las que no he logrado dar significado.
Aquella noche la señora Freier recorrió la ciudad para recogernos a mí y a otros chicos. Siempre subimos las escaleras a oscuras. Ella llamaba a la puerta y nosotros la esperábamos en el rellano, en silencio.
—No queda tiempo, ya llegan —decía y luego salía un chico o una chica.
Nadie lloraba mientras las puertas estaban abiertas.
Caminamos a paso rápido toda la noche. Pasamos por la estación de los trenes que se dirigen a Hamburgo. En las proximidades, algo oculta por los árboles y un seto alto, hay una cervecería con macetas en las ventanas y un largo letrero de madera oscura en lo alto. Desde la calle no se aprecia, pero dentro hay gente que se emborracha hasta perder el sentido. Lo sé porque mi padre me lo contó.
—Estuve allí —me dijo una vez—. En esa cervecería, ¿la ves?
—¿Fuiste a emborracharte? —pregunté escandalizado.
—Qué va, iba en busca de un amigo. Conmigo entró uno de tiros largos, con una camisa oscura. Ni siquiera se sentó a una mesa, en cuanto cruzó la puerta se puso a gritar: «¡Silencio! ¡Escuchadme! Esta noche invito yo. ¡Os invito a todos menos a ese!». Y «ese» era un judío con la kipá, un hombrecillo que estaba a lo suyo sin molestar a nadie. El pobre ni rechistó. Ni siquiera parecía ofendido. Al cabo de un rato, el figurín se puso de pie y dijo: «Otra ronda para todos. Pero no para ese. Ese es judío y yo no quiero tener nada que ver con los judíos». La gente bebió y el judío ni se inmutó, se quedó donde estaba, tranquilo y apartado. Parece mentira, ¿no? Resistió a todas las provocaciones, permaneció impasible.
—Pero ¿por qué nos odia la gente, papá? —pregunté.
—Déjalo correr y escucha cómo acaba. Pasaron unos pocos minutos y el figurín, hecho una furia, pero una furia, ¿eh?, se puso a soltar palabrotas y pagó una nueva ronda. De nuevo a todos menos al judío, que esta vez levantó la mirada por un instante y le dio las gracias. ¡Le dio las gracias! Deberías haberlo visto. Deberías haber visto al sujeto de la camisa oscura: estaba fuera de sí. Se acercó a la barra y preguntó: «Dime, ¿acaso es retrasado ese de ahí? Invito a todo el mundo menos a él, lo provoco, ¿y encima me da las gracias?». El tabernero acabó de secar un vaso y respondió: «Por supuesto que te da las gracias. Es el dueño de la cervecería».
Al pasar delante de aquel sitio el sonido de la risa de mi padre no fue ni siquiera un recuerdo.
Solo me acordaba de la anécdota, de nada más.
Si aquella vez hubiera respondido a mi pregunta, si me hubiera explicado por qué nos odian, sobre todo los camisas pardas, quizá le habría pedido que parara, que dejara de buscar historias y amigos por Berlín y que empezara a correr.
Como hago yo, aquí y ahora, en el tren, como hacen los niños de la señora Recha Freier. Me giro para mirar a Hans y Sonja. Duermen profundamente. Dicen que en un tren que se desplaza sobre las vías no hay escapatoria. Si los camisas pardas nos atrapan, no habrá salida. Quizá tengan razón, lo mismo da dormir.
Otros acaban de cerrar los ojos y se dejan mecer. Aún se sienten en peligro, pero no pueden más.
El único despierto como yo es Josko. Él mira por la ventanilla y yo lo miro a él. Se le nota en la cara que nunca ha debido de dormir mucho. No más de una hora por noche y nunca con los dos ojos cerrados a la vez. Aunque parezca imposible, si hay alguien capaz de hacer algo imposible, es él: Josef Indig, Josko para los amigos. Su nombre no se olvidará.
Ya es casi de día, pronto llegaremos a la frontera italiana. Josko dijo antes de salir:
—Tenemos que cruzar la frontera. Una vez que estemos al otro lado, ellos dejarán de ser nuestro problema.
Evité preguntarle a quién se refería. Cuando hablamos de «ellos» siempre nos referimos a los camisas pardas.
—En Italia estaremos a salvo —añadió—. Bastante a salvo.
Tampoco pedí explicaciones sobre eso. «Bastante a salvo» no es «a salvo». Pero no me pareció oportuno indagar.
Me rugen las tripas. Me alegro de tener hambre. Significa que se me ha pasado el susto, que mis entrañas empiezan a sentirse «bastante a salvo». No he tenido hambre, sed, frío ni calor durante los dos últimos días. Eso es lo que pasa cuando huyes: al cerebro no le importa nada más, solo les habla a las piernas.
El tren disminuye la velocidad, Josko se levanta, coge el libro y la mochila y despierta a quienes aún duermen. Apoya una mano en el hombro de los que sabe que no se harán los remolones, da una sacudida enérgica a los que quieren seguir durmiendo. A todos salvo a Benno. Se sienta al lado de Benno. Le pasa un brazo por los hombros y le susurra algo al oído. Solo tiene nueve años. Su corta vida merece el despertar de un niño.
Visto desde aquí, Josko me produce la misma impresión que cuando lo vi por primera vez en la comisaría de Maribor. Es frágil. Parece una hoja inquieta a los pies de un árbol. La hoja que espera la ráfaga de viento que se la llevará volando. Sin embargo, la señora Freier ha contado con él. Solo por eso ya sé que estoy equivocado.
La noche que