La librera de Madrid

Mario Escobar

Fragmento

Introducción

Introducción

Aunque La librera de Madrid es una obra de ficción, nace con el deseo de acercar a los lectores a la dura realidad de la Segunda República española, la Guerra Civil y los primeros años del franquismo. Cuando se cumplen casi noventa años del estallido de la contienda más cruenta de nuestra historia, es necesario que todos nosotros reflexionemos acerca de nuestro pasado de una manera sosegada.

Todas las guerras son malas, pero las guerras civiles son sin duda las más trágicas. Las heridas de las luchas fratricidas son un lastre que perdura en el tiempo y, lo que es peor, el simple discurrir de los años no termina de sanarlas. En cada casa, en cada pueblo y en cada ciudad hay una tragedia familiar, una historia que nos recuerda las humillaciones o las injusticias que sufrieron muchos de nuestros seres queridos. Las personas suelen enfrentarse a tanto sufrimiento con dos actitudes bien distintas: el olvido, que deja la memoria indefensa, o el odio, que acumula el resentimiento contra los que te arrebataron a tus allegados, tu país o tu libertad. Las novelas, que siempre constituyen un ensayo para la vida, pueden reconciliarnos con ese pasado y ponernos en la piel de quienes lo vivieron.

En España se libró la terrible batalla ideológica que en pocos años arrastraría al mundo al borde mismo de su destrucción. El temor a la propagación del comunismo en Europa, en especial en Alemania, favoreció que en la década de 1920 el fascismo se extendiera con pujanza más allá de las fronteras de Italia, al tiempo que las democracias occidentales no lograban superar los retos que planteaba la nueva coyuntura política y económica. España, que en un principio había salido fortalecida de la Gran Guerra, intentó, tras la dictadura militar de Miguel Primo de Rivera, una transición a la senda democrática. Sin embargo, el éxito de la República fue breve. Las divisiones sociales, la desigualdad económica entre regiones, una reforma agraria insuficiente, los rápidos cambios a los que buena parte de la sociedad no se adaptaba, la violencia y la presión internacional darían al traste con el segundo intento republicano en España.

Bárbara Spiel protagoniza el relato de una joven alemana que abre una librería en el convulso Madrid de los años treinta. El empeño de la librera, exponente de una generación de jóvenes idealistas que lucharon para que jamás se repitiera otra terrible conflagración mundial, es solo comparable a la tenacidad de Sylvia Beach y Adrienne Monnier, fundadoras de las famosas librerías parisinas Shakespeare & Company y La Maison des Amis des Livres, respectivamente, que también quisieron cambiar el mundo por medio de los libros.

La historia de Bárbara Spiel retrata el turbulento e ilusionante Madrid de la República, repleto de cambios y rápidas transformaciones sociales, pero también de violencia y, en muchos sentidos, peligro. La Guerra Civil se cebaría en una ciudad asediada y bombardeada sin piedad, en la que la huida del Gobierno republicano propiciaría el acceso al poder de los elementos más extremistas y la consiguiente purga entre los sectores conservadores. Tras la llegada de los franquistas a la ciudad, se impondrían la represión a los intelectuales, el hambre y el miedo. Camilo José Cela describió magníficamente en La colmena el desencanto de la capital durante la posguerra:

Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa.

La librera de Madrid es un libro sobre los sueños, sobre la capacidad de los seres humanos para luchar contra la adversidad, sobre la vida que se abre camino entre las dificultades y las tragedias cotidianas. La librería de Bárbara se convierte en una isla de paz, de tolerancia y de esperanza en un mundo a punto de colapsar, pero también en la diana de los ataques de los extremistas.

El amor de la joven por un diputado socialista español terminará por aferrarla a un país que parecía hundirse en una espiral terrible de odio y terror, dos caras de la misma moneda al fin y al cabo. Perseguida por las checas estalinistas, los fascistas de Franco y la Gestapo alemana, Bárbara resistirá para que la antorcha de libertad en la que se ha convertido su librería no se apague jamás.

Ahora que vivimos tiempos turbulentos, en los que la defensa del sentido común, la tolerancia y el respeto al otro se está convirtiendo en un acto peligroso, los libros siguen siendo uno de los pocos pilares que aún sostienen la caduca sociedad occidental, vencida por sus contradicciones y socavada por el caballo de Troya de una cultura que, como Saturno, es capaz de devorar a sus propios hijos.

Te invito a que te incorpores al club de almas lectoras que, en las trincheras de los libros, resisten esta guerra interminable contra la Verdad. Adelante, sumerjámonos en la bella historia de Bárbara Spiel.

Prólogo

Nueva York, noviembre de 2022

Kerri Young era una verdadera cazadora de libros viejos, esos que te acechan desde sus páginas amarillentas y te suplican que los abras aunque sea una última vez. Estudió Filología inglesa en la Universidad de California en Berkeley con la esperanza de convertirse en editora, aunque en su fuero interno lo que más deseaba en el mundo era ser escritora.

La joven recorría los últimos metros de la calle Setenta y dos en Manhattan cuando observó que unos albañiles tiraban libros viejos en un contenedor. Kerri se quedó petrificada, frunció su pequeña nariz respingona y reprendió a los obreros. Los hombres se encogieron de hombros y lanzaron el resto de los ejemplares a los escombros.

Kerri se remangó la rebeca, se abalanzó sobre el contenedor y comenzó a examinar los títulos con el propósito de rescatar unos pocos de aquellos libros de su terrible destino. No tenía espacio libre en su minúsculo apartamento de Brooklyn, pero podía donarlos a la biblioteca de la sinagoga principal. Con los dedos ya sucios de cemento y polvo cogió un pequeño volumen, en cuya portada, grabada sobre piel de color verde oscuro, se apreciaban los restos de una decoración con pan de oro. Lo sacudió con el dorso de la mano y leyó el título en voz alta: LA LIBRERA DE MADRID.

Kerri había viajado a España en una ocasión, pero no llegó a visitar la capital. Hizo escala en Barcelona y, desde allí, voló hasta Mallorca, donde pasó unos días de descanso en sus maravillosas playas.

La joven ojeó el libro y descubrió que había sido publicado en 1964 por una pequeña editorial de Boston. Leyó las primeras líneas y de inmediato quedó prendada de lo que parecía la autobiografía de una joven alemana que había abandonado el peligroso Berlín de los años treinta para fundar una librería en Madrid, en plena Segunda República española. Rememoró el compromiso de Hemingway, de los Woolf y de aquella generación perdida que intentó salvar al mundo de una nueva guerra mundial.

Tomó el metro y no dejó de leer en todo el trayecto. En su apartamento, se tumbó en la cama y se sumergió de nuevo en la increíble historia de Bárbara Spiel hasta que las primeras luces del amanecer asomaron por la ventana.

Tras una ducha rápida se preparó un café largo para llevar y, apresurada, se dirigió al trabajo, en una editorial de Manhattan. Alice Rossemberg, su amiga y jefa, tenía que ver aquel libro cuanto antes, se repetía mientras cruzaba la calle a toda prisa y bebía a pequeños sorbos del vaso de cartón. La historia de aquella maravillosa mujer merecía regresar a las estanterías de las librerías de todo el mundo. Kerri era consciente de que podía inspirar a miles y miles de personas que desean cambiar la realidad por medio de los libros y devolver a este turbulento y confuso mundo un poco de cordura y épica.

Las dos mujeres pasaron aquella mañana de viernes leyendo, soñando y planeando el futuro de La librera de Madrid. El resto es simplemente historia.

PRIMERA PARTE

De Madrid al cielo

1

Berlín, verano de 1933

Mi padre era escritor. En casa siempre hemos tenido libros, una amplia biblioteca solo superada por la de mi abuelo Gábor, un famoso dramaturgo que falleció cuando yo era pequeña. Heredé otra gran afición de mi padre: su amor por la lengua francesa. Los alemanes siempre mantuvimos una relación ambivalente con los franceses, desde la más profunda admiración por su cultura y literatura hasta el desprecio más absoluto. Ahora, no obstante, cuando Adolf Hitler ocupa el poder y somete implacable cada uno de los ámbitos de la sociedad alemana, Francia se ha convertido en un mero enemigo a batir.

Era yo una niña cuando Klaus, mi otro abuelo, que provenía de una familia de ebanistas mucho más humilde que la de mi padre, me fabricó una hermosa estantería para mi cuarto de nuestra casa a las afueras de Berlín. Desde entonces jugué a ser librera. Practicaba con mis dos hermanas y mis amigas, a todas horas, hasta el punto de que cuando terminé la carrera de Filología francesa resultó inevitable que entrara a trabajar en una famosa librería en el centro de Berlín.

El establecimiento pertenecía a una conocida familia judía. La propietaria era una de las mujeres que más he admirado en mi vida. Ruth Friedman heredó el negocio de su padre y este, de su abuelo. Al principio solo vendían libros en yidis, pero con el paso del tiempo se especializaron en todo tipo de literatura en lengua extranjera, sobre todo en francés.

—Tiene valor esa chica —afirmó la señora Friedman mientras ojeaba la revista de los libreros de Alemania. Hitler había advertido que acabaría con la cultura no aria, pero por ahora sus amenazas no se habían concretado. Parecían simples avisos para que los ciudadanos más nacionalistas y racistas le prestaran un apoyo incondicional. O eso pensaba mi jefa.

—¿Qué chica? —pregunté intrigada. Bajo el mandil rosa de las empleadas, mi vestido de flores celebraba el largo verano de 1933.

—Françoise Frenkel, la mujer polaca que regenta La Maison du Livre français, la librería francesa. Hace más de diez años que los nazis no dejan de molestarla, no sé si por ser judía o por vender libros en francés.

Había escuchado maravillas de aquel lugar de encuentro para los amantes de los libros, pero nunca había tenido la oportunidad de visitarlo. Al finalizar mi larga jornada laboral, iba a la facultad para investigar. Quería doctorarme en Filología francesa antes de abrir mi propia tienda y, además, trabajaba como correctora para un par de editoriales pequeñas que publicaban traducciones del francés.

—¿Por qué no hace nada la policía? —pregunté de una manera tan ingenua que Ruth no pudo evitar su sonrisa más irónica.

—La policía… ¡Hermann Göring es quien la dirige! ¿Crees que moverán un dedo para proteger a los judíos o a los extranjeros polacos?

Mi padre era diputado socialdemócrata y ya había experimentado la ira de Adolf Hitler y sus secuaces. Tras el incendio del Reichstag, la Ley habilitante del 24 de marzo de 1933 concedió poderes dictatoriales a Hitler. Se impidió que los diputados comunistas y socialistas accedieran al Parlamento, y muchos de ellos fueron encerrados en la cárcel o en el temido campo de concentración de Dachau, a las afueras de Múnich. Mi padre tenía algunos amigos en el Partido de Centro y entre los ministros no nazis, lo que, por el momento, le había salvado de terminar encarcelado. Todo el mundo le aconsejaba que abandonase el país, pero él se resistía. No quería dejar la vieja casa familiar, donde se acumulaban sus recuerdos, en especial los relacionados con mi querida madre, Magda.

Aquel día, al salir de mi turno me dirigí por primera vez a la librería de la señora Frenkel. La fachada parecía la de un pequeño local al estilo francés, pero el interior era amplio y acogedor, uno de esos sitios de los que nunca te quieres marchar. En la entrada un cartel anunciaba la conferencia de un famoso escritor francés; en la mesa de al lado se exponían varios periódicos. Muchos lectores compraban los diarios de Francia, porque la censura se había extendido con rapidez por todos los rotativos alemanes.

Un hombre con gafas redondas levantó la vista al verme entrar. El local se encontraba completamente vacío, a pesar de ser la hora en la que los berlineses solían pasear y hacer sus compras. Mi presencia debió de sorprenderlo.

—¿La puedo ayudar en algo, joven?

—Estaba echando un vistazo.

El hombre agachó de nuevo la cabeza. Durante unos minutos, me paseé entre las mesas y las estanterías de caoba, ojeé las portadas y acaricié el lomo de los volúmenes. Me encantaba el olor a libros y madera, a tinta y papel, ese aroma que impregna librerías y bibliotecas. Era para mí como la entrada al paraíso perdido, el lugar en el que nada malo me podía suceder.

En ese momento entró en la tienda un hombre apuesto, con un traje cruzado de raya diplomática, el pelo negro peinado hacia atrás, un bigotillo fino y unos ojos negros que lo devoraban todo a su paso. Lo observé con discreción. Saludó al librero y comenzó a hojear obras en alemán y en francés.

No lograba concentrarme en los libros. Cada dos por tres alzaba los ojos y miraba con disimulo al desconocido. Me preguntaba de dónde era y qué hacía en aquella librería a la que tan pocos alemanes se atrevían ya a entrar. Entonces salió de la trastienda una mujer atractiva, delgada, de una elegancia sencilla y natural. Se presentó como Françoise Frenkel, la propietaria, y me preguntó si podía ayudarme en algo.

—Buenas, mi nombre es Barbara. Busco títulos franceses. Estoy terminando mi tesis doctoral, que trata de Honoré de Balzac. Bueno, de hecho… trata sobre las razones que le convirtieron en uno de los autores más grandes de la literatura francesa a pesar del rechazo de los académicos y otros escritores consagrados.

La mujer frunció los labios, como si saboreara de antemano la conversación que se avecinaba.

—Balzac fue importantísimo, uno de los mejores escritores del mundo —respondió—. No todas sus novelas son obras maestras, eso ya lo sabemos, pero un retrato tan exacto de la sociedad de su época… Eso es inalcanzable para ningún otro autor. A muchos les ofendía su facilidad para contar una historia. Honoré escribía una obra maestra en solo un par de semanas. —Con un chasquido de la lengua y un profundo suspiro anticipó el reproche final—: La envidia de sus coetáneos estaba servida, porque la gran diferencia entre el genio y el artista es que el primero no necesita el esfuerzo y el tesón del segundo.

Asentí con la cabeza, no podía estar más de acuerdo.

—¿Ha leído el ensayo de Stefan Zweig sobre Balzac?

—Sí, por supuesto, y me fascinó, porque allí descubrí la triste historia que se escondía tras un escritor tan extraordinario. Por eso me decidí a investigarlo.

—Un libro lleva a otros, es la magia de la lectura. Balzac, como todos los corazones grandes, tuvo que ser forjado por medio del dolor. No hay verdadero arte sin sufrimiento. Es el precio que hay que pagar a los dioses —comentó la librera mientras encendía un cigarrillo.

Yo, que aspiraba a convertirme en escritora, estaba segura de que la mujer se encontraba en lo cierto. Solo había que estudiar la biografía de los autores más famosos para descubrir que la literatura no era un camino de rosas.

—Al menos lograron transformar toda esa frustración y todo ese dolor en algo bueno —comenté, aunque enseguida me sentí un poco tonta por decir algo tan frívolo y superficial. Yo entonces desconocía que la inseguridad es una de las virtudes de la juventud: la capacidad para cuestionarlo todo y creer que siempre hay una forma mejor de hacer las cosas. Más adelante, la vida te asedia hasta que te rindes a la cruda realidad, o esa es la excusa de los que se conforman con sobrevivir.

—Zweig lo escribió en los años veinte, aunque se publicó junto con otros dos ensayos biográficos. Uno dedicado a Dickens y el otro, a Dostoievski. Esperemos que Zweig no tenga que acabar huyendo del país, como otros intelectuales.

Nada mejor que el miedo para definir lo que estaba sucediendo. El mundo que conocíamos desaparecía ante nosotros, justo cuando las cosas comenzaban a estabilizarse después de años de tensiones políticas y problemas económicos. Qué ironía.

El tintineo de la campanilla de la puerta principal anunció la entrada de cuatro hombres vestidos con los uniformes pardos de las SA. Aquellos matones, que siempre olían a cerveza agria y sudor, miraron altivos a un lado y a otro de la tienda, como si esperasen a captar nuestra atención antes de su puesta en escena. Eran tan minúsculos y vulgares que únicamente podían existir en los ojos aterrorizados de sus víctimas.

—¡Malditos judíos comunistas! —gritó el más viejo de los perros rabiosos nazis. Con una porra pequeña, barrió de un golpe todos los libros de una mesa. Sus cachorros le imitaron.

El estruendo ensordecedor de los volúmenes que caían al suelo era acompañado por los cánticos patriotas que exaltaban las irracionales creencias del nacionalsocialismo. El marido de la señora Frenkel se abalanzó hacia los fanáticos para detenerlos, brazos en alto, como si se estuviera enfrentando a una jauría salvaje.

—¡Señores, por favor!

Uno de los nazis le propinó un empujón y otro comenzó a patearlo. El hombre gemía en el suelo. Françoise corrió al rescate de su marido, armada tan solo con sus gafas y una pluma. Antes de llegar hasta los nazis, el desconocido le cortó el paso y, sin mediar palabra, la sujetó por los hombros hasta tranquilizarla. Después se dio la vuelta y se quedó observando fijamente a los cuatro SA.

—Ya se han divertido lo suficiente, camaradas. Por favor, abandonen el local —dijo en un tono tan calmado que apenas logré entenderlo entre los gritos de los nazis, los quejidos del librero y el estruendo de los libros que volaban de las estanterías y alfombraban el suelo de la tienda.

El nazi más mayor, al que se le adivinaban algunas canas a pesar de la gorra que le ocultaba un cabello rasurado casi al cero, frunció el ceño. Blandiendo la porra, se aproximó con parsimonia al caballero.

—¿Eres un maldito judío? A mí me parece que ese pelo negro y esos ojos te delatan.

—Soy moreno como el Führer, es cierto, y no creo que eso sea un delito. Les he pedido con educación que dejen de golpear a un hombre inocente. No seré tan amable dentro de un momento.

Le hizo gracia la amenaza del extraño. El SA se rio a carcajadas, y el resto de los nazis, que ya habían dejado de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo, le imitaron. El gordo y viejo guardia de asalto no vio venir el golpe. Yo tampoco, pero el puño del desconocido le sacudió en el mentón y lo desequilibró. El nazi lo observó sorprendido y, como respuesta, intentó atizarle un porrazo, pero apenas tuvo tiempo de alzar el brazo. El desconocido se lo retorció y le quitó la porra, con la que lo golpeó hasta dejarlo inconsciente. Los otros tres fanáticos se arrojaron sobre él, dos de ellos con un cuchillo de caza en las manos. Ya no se reían, pero era tal la rabia que henchía sus rostros que retrocedí temerosa de que después se ensañaran con nosotras dos. Miré a mi espalda en busca de una salida, pero tenía la mente bloqueada por el miedo.

El desconocido esquivó los golpes y las cuchilladas, y propinó varios porrazos a los nazis, cada vez más confusos y asustados. Cinco minutos más tarde se levantaron del suelo y, doloridos y humillados, salieron de la tienda a toda prisa.

—Muchas gracias —dijo Françoise al desconocido mientras corría a atender a su esposo.

Quedé paralizada por el horror: la sangre cubría las tapas de piel de algunos libros y cientos de volúmenes tapizaban el suelo con formas grotescas de páginas retorcidas. Tomé algunos ejemplares y los coloqué en su sitio, como si algo de orden en aquel caos fuera a aliviar mi ansiedad. De repente me encontré de frente con el rostro del desconocido.

—Permítame que la ayude.

No supe qué responder, pero ambos estuvimos un buen rato colocando libros.

—No me he presentado, mi nombre es Juan Delgado —dijo, al cabo de unos minutos.

—¿Juan Delgado? —pregunté, algo confusa.

—Soy español.

Nunca había conocido a un español. En Alemania corrían toda clase de estereotipos y prejuicios sobre los europeos del sur, y la mayoría no eran muy positivos.

—Encantada. Me llamo Barbara —respondí, intentado disimular mi nerviosismo.

Los dos libreros también se pusieron a recoger volúmenes y una hora después todo volvía a estar en su sitio.

—Muchas gracias por todo, pero se ha hecho muy tarde. Lo mínimo es que les invitemos a cenar.

No supe qué responder a la amable propuesta de Françoise, pero Juan aceptó gustoso y a continuación me tranquilizó:

—No se preocupe, después la acompañaré a casa. Las calles de Berlín están infestadas de desalmados como estos, borrachos y ávidos de sembrar el caos.

Los cuatro subimos al piso de arriba, donde vivía la pareja de libreros desde la apertura del negocio unos años antes. El apartamento era sencillo, sin muchos lujos, y con tantos libros que cubrían las paredes que más bien se asemejaba a una extensión de la librería.

—De cena tenemos alcachofas y pechugas de pollo. No es mucho, pero con un buen vino francés y algo de pan quedaremos todos contentos —comentó Françoise.

Mientras el esposo de la librera ponía el mantel y los cubiertos, nosotros dos nos quedamos de pie sin saber de qué hablar ni qué decir. Nos rescató Françoise, que llegó con dos bandejas y las dejó en la mesa redonda.

—Por favor, siéntense… —les pidió el hombre con amabilidad—. Mi nombre es Simon Raichenstein. Soy ruso y mi esposa, polaca. Abrimos la librería en 1921, en un local más modesto, y nunca nos hubiéramos imaginado que doce años más tarde nos veríamos en esta situación.

Nos sentamos los cuatro a la mesa y Françoise repartió la comida en unos delicados platos de porcelana.

—Escapé de Rusia por la Revolución —continuó Simon—. Al principio pensé que mi país, al que tanto amo, se modernizaría y dejaría atrás la época de los zares… Pero la realidad es que unos nuevos zares, ahora rojos, gobiernan en el Kremlin. Y son aún más crueles que los anteriores.

—No importunes a nuestros nuevos amigos con tu triste pasado. Nadie tiene una vida fácil en los tiempos que corren —le riñó Françoise.

La tensión podía cortarse con un cuchillo. Parecían una de aquellas parejas que a pesar de quererse ya no se soportan.

—Lo siento —dijo el hombre, encogiéndose de hombros.

—Lo que sucede en Rusia es un gran experimento social. Es normal que muchos no lo entiendan —comentó el español. A continuación se llevó un bocado de comida a la boca.

—¿Usted es comunista?

El hombre negó con la cabeza ante la pregunta del librero.

—¿Qué sucede si lo es? Este hombre te ha salvado la vida. Y posiblemente también la librería —le reprochó Françoise mientras servía algo más de vino en las copas de cristal de Bohemia.

—Es cierto, lo siento. Pero mi familia y yo hemos sufrido tanto…

—Lo lamento mucho. No era mi intención dar a entender que me parece bien lo que sucede en la Unión Soviética, pero la sociedad necesita nuevos paradigmas y las democracias burguesas no pueden o no saben proponerlos. Aquí ha ganado Adolf Hitler precisamente por eso…

En ese momento miré fijamente al español y en un tono muy serio le contesté:

—¿Está comparando usted el nacionalsocialismo con el comunismo? Mi padre era diputado socialdemócrata y fue depuesto de su escaño. Ahora está a punto de huir del país por miedo. Unos amigos le han invitado a Inglaterra para que se aleje de todo esto. Nazismo y socialismo son antagónicos.

—Para las masas no lo son —respondió Juan—. Soy miembro del Partido Socialista Obrero Español y sé cómo piensan los humildes. Muchos de los que votaron a los partidos de izquierdas ahora apoyan a Hitler, es una realidad que no podemos obviar. He venido a estudiar este fenómeno, porque en España han surgido algunos movimientos fascistas y queremos conocer lo que ha sucedido en Alemania e Italia para evitar que este fenómeno se extienda a nuestra joven República.

—Pues, si le soy sincero, aquí el ascenso de los nazis lo ha provocado el temor a los comunistas —afirmó Simon—. Ya sabe… Tras la guerra hubo varios intentos de aplicar el sistema soviético en el país, y la gente está atemorizada.

La librera tomó la copa y la levantó.

—Brindemos y cambiemos de tema. Celebremos que hoy estamos vivos, no sabemos qué sucederá mañana.

Todos alzamos las copas y, tras el brindis, dimos un sorbo al delicioso vino de Burdeos.

El resto de la velada transcurrió en un ambiente más relajado. Juan nos contó muchas cosas sobre su país, y al acabar la cena España me tenía ya fascinada. Recordé que una vieja amiga trabajaba como profesora en un colegio de Madrid y pensé que no sería una mala idea hacer un viaje y conocer España de primera mano.

Juan me acompañó a casa por las calles solitarias de Berlín. Muy pocos berlineses salían ya de noche para disfrutar de una cena en los restaurantes de moda o pasar un buen rato en los cabarets que tanta fama habían proporcionado a la ciudad. A los nuevos amos del país no les gustaba que los alemanes de bien disfrutaran de aquellos espectáculos degenerados, como la propaganda nazi se encargaba de recordarles.

—Lamento que haya tenido que conocer este Berlín. Le aseguro que hace unos años las cosas eran muy diferentes —comenté con timidez.

—El mundo está cambiando, ¿sabe? El optimismo de principios de siglo ha dado paso a un profundo pesimismo, pero el ser humano siempre logra sobreponerse.

—¿Usted cree?

El joven español me sonrió y de nuevo se me aceleró el corazón. Tuve la sensación de que aquella noche había encontrado a mi alma gemela: Juan mezclaba realismo e idealismo en dosis perfectas, era apuesto y galante y me trataba con un profundo respeto. Al llegar a mi puerta se detuvo con las manos en los bolsillos, sacó un cigarro y, antes de encenderlo, me preguntó:

—¿Le importa?

—No, me gusta el humo, me recuerda a mi padre.

Nos quedamos en aquella isla de luz junto a la farola. La punta del cigarro brillaba como una roca incandescente expulsada por un volcán en erupción.

—¿Sería muy osado pedir que nos volvamos a ver?

Aquella frase mal pronunciada en un alemán gramaticalmente correcto me hizo tanta gracia que, por primera vez, él se sintió algo intimidado.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos