Aroma de guerra y café
Hay familias que viajan bajo la protección de las estampitas de los santos de su devoción; la nuestra, en cambio, lo hacía con una foto del general Franco y otra de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española, de la que mi padre era militante.
La empresa de mi progenitor, Jacinto Casares S. L., tenía como actividad principal la importación de café de Java, donde la familia de mi madre —los De Groot, de origen neerlandés— poseía varias haciendas cafeteras; al menos así fue hasta que, tras declararse España país no beligerante durante la Segunda Guerra Mundial, nuestro gobierno tuvo que hacerse cargo de la representación diplomática de los ciudadanos japoneses en Estados Unidos, y también en otros países del Caribe y Sudamérica, tales como Cuba, Colombia o Brasil, lo que obligó a crear la Oficina Central de Protecciones, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores, en enero de 1942.
El trabajo de los diplomáticos españoles, por tanto, se multiplicó, y sus agendas se llenaron con viajes a los campos de internamiento y reclamaciones de toda índole a las autoridades estadounidenses, sobre todo en lo referente a la reagrupación familiar de los detenidos. Por no mencionar que los funcionarios se convirtieron en el vehículo de comunicación entre los prisioneros japoneses y su gobierno.
La prematura muerte de mi madre durante la guerra civil española —en realidad, la causa de su fallecimiento fue la tuberculosis— terminó por radicalizar a mi padre, que se convirtió en un activista de la causa falangista; para colmo, el hecho de que a nuestra guerra le siguiera la Segunda Guerra Mundial casi sin solución de continuidad —la primera terminó el 1 abril de 1939 y la otra comenzó cinco meses más tarde, el 1 de septiembre de ese mismo año— puso en jaque nuestro negocio, «nuestro medio de vida», como solía repetir él, ya que el café escaseaba y el que se consumía procedía casi todo del estraperlo. Este cruzaba la frontera hispano-portuguesa sobre las espaldas de los llamados «mochileros» y «mochileras», cuadrillas de contrabandistas de los que se decía que se alimentaban a base de sopa do café con un cuarto de pan migado en el plato. La frontera con Portugal era tan extensa, y la necesidad de la gente tanta, que ni siquiera la presión que mi padre trató de ejercer sobre las autoridades del nuevo régimen pudo frenar el avance de aquel comercio.
—La Guardiña tiene orden de perseguir a esos malhechores, pero la Guardiña no es falangista, sino portuguesa. Y si nosotros les ofrecemos un duro a los guardias por contrabandista capturado, los delincuentes les ofrecen dos por hacer la vista gorda —se quejaba.
Yo, por mi parte, había averiguado lo que mi padre no me contó de aquella historia: muchas de las mochileras que cruzaban el café desde Portugal hasta España eran esposas e hijas de rojos ejecutados o encarcelados.
Pero siendo ese un gran obstáculo para nuestro negocio, no era el mayor de nuestros problemas.
En 1940, el gobierno brasileño encabezado por Getúlio Vargas regaló seiscientas toneladas de café al Estado español. Dicha donación fue transferida —en realidad vendida por siete millones y medio de pesetas— por el propio Franco a la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes del Ministerio de Industria y Comercio para su distribución. El encargado de supervisar la entrega fue el primo del caudillo, Francisco Franco Salgado-Araujo, quien repartió el café por los distintos gobiernos civiles, que empezaron a comercializarlo a 12,48 pesetas el kilo. Gracias a esta operación, muchos funcionarios e intermediarios se llenaron los bolsillos. Incluso algún miembro del cuerpo diplomático no dejó pasar la oportunidad para enriquecerse.
La cuestión era que mi padre se quejaba siempre de las mochileras y los mochileros que operaban en la Raya hispano-portuguesa, cuya extensión superaba los mil doscientos kilómetros; pero jamás mencionaba la Operación Café organizada por el propio caudillo, verdadero baldón para nuestro apellido y nuestro negocio.
Así las cosas, y a propuesta de su amigo Ramón Serrano Suñer, entonces ministro de Asuntos Exteriores y cuñado de Franco, mi padre aceptó abrir una sucursal de su compañía en Tokio; una oficina comercial que, haciendo las veces de tapadera, sirviera para canalizar la ayuda financiera que los ciudadanos japoneses atrapados en Estados Unidos y en otros países del continente americano precisaban.
—Es de gran importancia que todo se lleve a cabo con la máxima discreción, Casares, ya que los norteamericanos nos han cortado el suministro de petróleo para presionarnos, y el caudillo quiere recuperarlo cuanto antes. Bastante dañada ha quedado la economía con nuestra guerra, por lo que no podemos permitirnos un tropiezo que empeore las cosas aún más. Es hora de levantar el país, así que no hay lugar para errores —advirtió el ministro Serrano.
Conociendo a mi padre como lo conocía, yo sabía que su propósito no solo pasaba por organizar una estructura estable para que el flujo de dinero llegara desde Tokio a las distintas legaciones españolas responsables del cuidado de tantos ciudadanos japoneses confinados en campos de internamiento, tal y como exigía el gobierno nipón, sino también reflotar el negocio cafetero de los De Groot, fuente a la postre de nuestro bienestar.
—Ahora que ha finalizado con éxito la cruzada nacional, hemos de pensar en nosotros, en la cruzada personal. Creo que colaborando con los japoneses podremos enderezar el negocio de la familia. De esa manera nos salvaremos nosotros y también ayudaremos a los De Groot. Ramón Serrano Suñer, además, me ha asegurado que contamos con todo el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Falange en Asia.
Con esas palabras, mi padre me comunicó su decisión de embarcarnos en aquella aventura, cuyos riesgos eran sin duda mayores que los que hubiéramos corrido de habernos unido a esos contrabandistas que cruzaban el café en mochilas a través de la frontera hispano-lusa.
—Da la impresión de que excluyéndonos de la Operación Café nos han empujado a aceptar la misión en Japón —sugerí.
—Es posible, hija. Pero el destino reparte sus cartas de manera caprichosa, sobre todo si la baraja está en manos del caudillo. Pase lo que pase, María, nosotros nunca nos alimentaremos de sopa do café, ni tampoco doblaremos las espaldas para ganarnos el pan, porque pertenecemos a la gran familia falangista, cuyos miembros están repartidos por todo el mundo civilizado y su destino es gobernarlo. Saldremos adelante, te lo prometo, aquí o en la Conchinchina.
—Papá, espero que tengas razón, y que no seamos las ovejas negras de la gran familia falangista, como tú la llamas.
El problema era que poco o nada sabíamos nosotros sobre Japón, sobre sus gentes o su cultura, salvo esa cancioncilla que rezaba:
Al chino le gusta el vino.
Al chino le gusta el pan.
Al chino le gusta todo
menos trabajar.
Claro que la letra abarcaba a todas las razas de ojos rasgados; aunque, gracias a su capacidad de superación, Japón se había convertido en el «chino bueno», por así decir. Al menos eso era lo que defendía la prensa del movimiento y el propio Serrano Suñer, quien aseguraba que el harakiri, el ritual de suicidio mediante desentrañamiento que los japoneses practicaban, era comparable al grito de «¡Viva la muerte!» de la Legión española.
Lo cierto era que yo había pasado largas temporadas de mi infancia y mi juventud en la isla de Java, donde residía parte de mi familia materna, por lo que era conocedora de la distorsión que en Occidente se tenía de las culturas orientales. Quiero decir que Madama Butterfly era solo una hermosa ópera escrita por el compositor italiano Giacomo Puccini, quien a su vez se había inspirado en Madame Chrysanthème, la novela del francés Pierre Loti. ¿Acaso un novelista cuya vocación era la de marinero y un compositor nacido en la pequeña ciudad de Lucca podían enseñarnos algo del verdadero Japón?
La respuesta parecía clara: no.
Arrastrados por aquella precariedad que amenazaba nuestro futuro inmediato, pues, llegamos a Tokio el 28 de febrero de 1942, tras muchas semanas de difíciles y peligrosas travesías.
No llevábamos en el equipaje ninguna certeza del éxito de nuestra empresa, pero sí una esperanza, puesto que el 8 de diciembre de 1941 el gobierno neerlandés en el exilio declaró la guerra a Japón, y el ejército del Imperio del Sol Naciente se lanzó vorazmente a conquistar las llamadas Indias Orientales Neerlandesas, la actual Indonesia, con la isla de Java como principal reclamo.
Más allá de la gran ola
En Tokio nos recibió el coronel Eduardo Herrera de la Rosa, amigo de papá y representante de la Falange Exterior en Japón.
—Tú debes de ser María —me dijo nada más verme.
Sin dejar que le respondiera, y tras efectuar el «saludo íbero», como lo llamaban los propios falangistas, añadió con efusividad:
—¡Ven a mis brazos, Jacinto!
—¡Qué alegría saber que vamos a contar con una cara amiga en un país tan lejano como este! —exclamó mi padre con alivio.
Me sorprendió el gran parecido entre aquel hombre y mi padre, que compartían el grueso bigote, amostachado; la frente amplia, despejada, y el cabello encanecido pegado a la base del cráneo. Era como presenciar el reencuentro de dos compañeros del ejército prusiano que se escrutan mutuamente para comprobar que el otro sigue de una pieza tras haber superado numerosos avatares. Ambos, además, habían comenzado a desarrollar esa robustez que es propia de los hombres que han sido fuertes, pero que ya han sobrepasado la barrera de los cincuenta.
—¿Cuánto hacía que no nos veíamos, Jacinto? ¿Tres, cuatro años? —planteó Eduardo, sabedor de la buena memoria de mi padre para los detalles.
—Desde el nombramiento del camarada Manuel Calderón Santillán como delegado provincial de Administración de la Falange de Córdoba, el 18 de julio de 1937. Justo en el primer aniversario del alzamiento. Ese día el calor era tan intenso que estuvo a punto de conseguir lo que no lograban los rojos: acabar con nosotros.
—Sí, recuerdo que se extendió el chascarrillo de que en Córdoba peleábamos contra los rojos y contra el calor, que era mucho más fiero. ¿Qué habrá sido de Manolo? ¿Sabes algo de él? Las comunicaciones aquí son muy complicadas, porque no puedo realizarlas directamente desde nuestra embajada de Tokio, sino a través de la legación de Berlín, que gracias a Dios está controlada por falangistas. De modo que son ellos los que envían mis informes a Madrid, directamente a Ramón Serrano Suñer.
—Manolito está estupendamente. Sigue siendo el director del Banco de España en Córdoba. ¿Qué diablos pasa con la embajada?
—Con la embajada, nada. Es cosa del embajador, pero no quiero arruinar este feliz momento hablando de ese individuo. Digamos que los falangistas y los diplomáticos, mucho más conservadores a la hora de actuar, tenemos distintos puntos de vista sobre cómo cumplir con el compromiso que el caudillo ha adquirido con el gobierno japonés. En Japón mandan los militares, que dependen directamente del emperador, de ahí que para entenderse con ellos se necesite a alguien como yo, que he sido agregado militar de la embajada desde tiempos de Alfonso XIII, y no a un tecnócrata como Méndez de Vigo, el actual responsable de la legación. Entre tú y yo, los diplomáticos quieren dejarle una gatera al caudillo por la que escapar en el supuesto de que los norteamericanos ganen la guerra. Los diplomáticos tienen mentalidad de oficinistas y comportamiento de gallinas. Deberían entregárselos a Hitler, para que aprendan lo que es bueno. Este es mi coche.
—¿Un automóvil con el volante a la izquierda? —preguntó mi padre, sorprendido.
—Aquí conducen por la izquierda. Yo siempre les digo de broma a los japoneses que es porque nunca fueron invadidos por Napoleón Bonaparte, que fue quien impuso la circulación de vehículos por el lado derecho de la calzada en gran parte de Europa; pero en realidad se debe a que montaban a caballo por la izquierda desde la época medieval, así que ahora lo siguen haciendo con sus coches. En cualquier caso, notaréis que las costumbres locales no se parecen en nada a las nuestras, y eso es porque, como decimos los occidentales que llevamos viviendo muchos años aquí, «los japoneses piensan al revés» —explicó Eduardo.
—¿Un ejemplo? —me atreví a hablar por fin.
—¿Un ejemplo, María, de por qué los japoneses piensan al revés? Te pondré uno, ya lo creo. El vestido nacional de los japoneses es el kimono, lo utilizan hombres y mujeres, y su nombre significa algo así como «lo que uno usa» o «lo que uno porta sobre los hombros», tanto da. Se trata de una túnica de una sola pieza, extremadamente simple en su estructura. Sin embargo, pese a su simplicidad, es muy difícil ponérsela de manera correcta. Por el contrario, nuestras indumentarias occidentales son complejas en su corte y confección, pero resultan muy fáciles de poner y llevar. Por si no te basta, te pondré otro ejemplo: los japoneses, como es natural, tienen nombre y apellido como nosotros; sin embargo, anteponen el apellido al nombre. O sea, que entre ellos es frecuente que se llamen por el apellido y no por el nombre, que queda relegado a la hora de tratar con un tercero. A cosas como esta me refiero cuando digo que los japoneses piensan al revés.
—Comprendo —dije.
Eduardo se puso al volante y mi padre tomó asiento en la parte delantera, donde volvieron a abrazarse como una pareja de enamorados que se reencuentran después de mucho tiempo; mientras, yo me acomodé en la parte trasera.
En nuestro trayecto desde el puerto de Yokohama hasta el Hotel Imperial, donde nos había reservado habitaciones, pude comprobar que, salvando la destrucción que habían causado los bombardeos en la capital de España, Tokio y Madrid guardaban cierto paralelismo: la actividad militar era visible en cada calle, en cada parque, en cada rincón, ya fuera a través de consignas propagandísticas o de grupos de soldados moviéndose raudos de un lugar a otro; también el aspecto famélico de los civiles que veía caminando por las calles de Tokio era similar al que todavía podía observarse en cualquier ciudad española, donde seguían vigentes las cartillas de racionamiento. Estaba claro que el hambre era el plato de cada día de aquellas gentes. Muchos de ellos, con independencia de que fueran hombres, mujeres o niños, simplemente semejaban esqueletos vivientes cubiertos de vestimentas que parecían movidas por la mano de un marionetista.
Como si nuestro anfitrión tuviera la capacidad de leer mi pensamiento, dijo a los pocos segundos:
—La ciudad de madera está poblada de termitas hambrientas.
—¿Qué quieres decir, Eduardo? —se interesó mi padre.
—Jacinto, el hambre es el principal condimento de toda guerra, y el que más sufrimiento y muertes causa. Las hambrunas llegaron a Japón cuando entró en guerra con los chinos, y ahora que el país también está en guerra con los norteamericanos y con buena parte del mundo, la situación se ha vuelto crítica. Falta de todo, hasta el arroz, que es lo mismo que si faltara el pan en nuestras ciudades. Han tenido que mandar a trescientos mil colonos a cultivar tierras en Manchuria, al nordeste de China, junto a la frontera rusa.
Conforme nos engullían las fauces de la ciudad de madera, como la había llamado Eduardo, comprobé que ciertas zonas habían comenzado a agonizar, manzanas enteras donde los edificios de hormigón crecían en altura como impenetrables muros, en detrimento de las casas tradicionales, muchas de ellas diminutas, que iban perdiendo protagonismo. Incluso nos adentramos por algún bulevar de estética netamente europea donde el único vestigio del viejo Japón eran los característicos ideogramas que, enmarcados dentro de cartelas o con forma de estandartes, nombraban negocios u oficinas.
—¿Veis esa pancarta que cuelga de lado a lado de la calle? Dice: «Nuestra formación contra su superioridad numérica y nuestra carne contra su acero». Está presente en casi todas las avenidas importantes de la ciudad. Los japoneses creen que su espíritu combativo es suficiente para contrarrestar la superioridad armamentística de los norteamericanos. O sea, la victoria del espíritu sobre la materia —nos instruyó de nuevo Eduardo.
—Suena a que pretenden llevar a cabo una resistencia numantina —opinó mi padre.
—La orden es que ningún civil o soldado japonés se rinda ni después de muerto. Ni lo material ni lo individual tienen valor alguno para el soldado nipón, que cree que el espíritu supera el hecho físico de la muerte. ¿Veintidós años, María?
La pregunta de Eduardo me pilló de nuevo por sorpresa, mientras trataba de asimilar el contraste entre aquella arquitectura moderna que se abría paso a toda velocidad y el atuendo tradicional que vestían las mujeres, que, embutidas dentro de sus kimonos, caminaban más despacio que los hombres, como a cámara lenta. Muchas lo hacían sobre unas chancletas de madera cuyas suelas tenían dos dientes del mismo material. Algunas iban tan emperifolladas que parecían pequeños gusanos tejiendo en el interior de sus capullos de seda.
Vi que nuestro anfitrión me observaba a través del espejo retrovisor, a la espera de que confirmara o desmintiera si estaba en lo cierto.
—Veintiséis —respondí.
—¡Cómo pasa el tiempo! —exclamó impostando la voz para cargarla de nostalgia.
—¡Ya lo creo! —corroboró mi padre.
—Esas mujeres ¿cómo pueden caminar sobre esas chancletas de madera? —Ahora fui yo la que le preguntó a nuestro anfitrión—. Han de hacer equilibrios para mantenerse en pie.
—Es un calzado tradicional japonés, y se llaman geta. Digamos que son unos zuecos. No todas las calles de Tokio están asfaltadas, así que las mujeres los usan para evitar que el lodo y el agua de lluvia arruinen el dobladillo del kimono. Como esta calle está pavimentada, si bajas el cristal de la ventanilla oirás el «clac clac» que hacen los dientes de madera al morder la piedra.
Seguí la recomendación de Eduardo y, en efecto, además del frío invernal me alcanzó una melodía que recordaba un baile de claqué.
—¡Qué sonido más curioso! —exclamé.
—Karankoron, así llaman los japoneses al sonido que hacen las geta cuando golpean el suelo. María, ¿es verdad que hablas cuatro idiomas, además del castellano? —continuó Eduardo con el turno de preguntas.
—Sí. Domino el inglés, el francés, el neerlandés y el alemán. He estudiado para ser traductora.
—Entonces no creo que tengas muchos problemas con el japonés. Aunque ya te digo que es una lengua endiabladamente complicada.
—Bueno, tengo entendido que el japonés no tiene género gramatical, ni número ni artículos. Y los verbos tampoco han de concordar con el sujeto. Seguro que para mí es un reto —dije sin poder evitar cierta presunción, pero también con el propósito de que la conversación sobre mis capacidades no fuera a más.
—A mí nunca se me han dado bien del todo los idiomas, aunque el japonés he acabado por dominarlo a la fuerza. Bueno, digamos que lo hablo a trompicones. Aquí es típico un licor de arroz que se toma caliente, el sake. Si abusas de él puedes hablar en cualquier idioma del planeta, aunque no lo hayas estudiado.
—Ni María ni yo bebemos alcohol —apuntó mi padre.
—Has hecho un trabajo estupendo, Jacinto. Un trabajo de primera.
¿Se refería a mí? ¿Era yo ese buen trabajo al que aludía?
Eduardo volvió a examinarme a través del espejo retrovisor, como si buscara en mi rostro un recuerdo del pasado.
—Aunque el de la madre tampoco fue malo. Esos ojos azules y ese cabello rubio son obra suya, ya lo creo. Ellen De Groot, la encantadora Ellen De Groot —completó su comentario—. Dios la tenga en su gloria.
Mi padre y yo guardamos silencio el resto del camino, con la mirada puesta en todo lo que acontecía a nuestro alrededor, un mundo extraño y lejano al mismo tiempo; pero conscientes —y orgullosos— de lo que aquel nombre significaba para ambos. Sin mi madre, o mejor dicho, sin ella y sin su familia, nunca habríamos llegado tan lejos. La cuestión era que también nuestro futuro estaba ligado al de los De Groot, a mis tíos, Alexander y Gerda, y a mi prima, Anke Bo, a la que cariñosamente llamábamos Bo, y a las plantaciones cafeteras que pertenecían a la familia desde 1842, cuando uno de mis antepasados por parte materna emigró desde los Países Bajos a Java en busca de fortuna.
Un hotel americano en Tokio
El Hotel Imperial era uno de esos edificios modernos que estaban proliferando por todas las grandes capitales del mundo, aunque su arquitectura poseía una marcada personalidad propia: líneas rectas horizontales y verticales; revestimiento de ladrillo dorado, acompañado de una piedra gris pálido de origen volcánico llamada oya —según nos contó Eduardo—; torreones cuadrados con tejados a cuatro aguas de color verde, casi esmeralda; dos largos pabellones de habitaciones, no demasiado altos, que flanqueaban el cuerpo central del edificio, de mayor altura; y un gigantesco estanque en el que flotaban flores de loto, cuya finalidad era proporcionar armonía y serenidad a los huéspedes en su bienvenida.
—El Imperial es el hotel más seguro de Tokio, tanto que se contoneó como una bailarina durante el terremoto que asoló la ciudad en el año 23, y a pesar de todo quedó intacto. El temblor fue de tal magnitud y tan devastador que, por primera vez, los japoneses se plantearon cambiar el emplazamiento de la capital. Seiscientas mil casas se vinieron abajo como castillos de naipes, ya que hubo más de cincuenta y cinco réplicas en las horas posteriores, y hasta se originó un gran tornado de fuego que acabó con la vida de treinta y seis mil tokiotas en pocos minutos. La mayoría de las legaciones extranjeras tuvieron que instalarse provisionalmente en este hotel. Parece ser que el secreto del edificio está en el hormigón y el acero de los cimientos. El único inconveniente que tiene es que es obra de un arquitecto americano, un tipo llamado Frank Lloyd Wright, que ya no estamos en 1923 sino en 1942, que Japón y Estados Unidos se han declarado la guerra y que ambos sois occidentales —observó Eduardo.
—Si Japón está en guerra con Estados Unidos, este es el hotel de un norteamericano y nosotros somos occidentales, como bien dices, pueden tomarnos por yanquis, ¿no es así? No parece un problema menor —elucubró mi padre.
—Sin duda, el cabello rubio de María, el color de sus ojos y hasta su altura pueden dar lugar a confusión. ¿Cuánto mide la señorita?
De nuevo la mirada de Eduardo se clavó en mí a través del espejo.
—Un metro y setenta y tres centímetros —respondí.
—Aquí las mujeres suelen ser bastante más bajas. Perdonad el ejemplo, pero es como si una jirafa decidiera salir a pasear por la calle. No pasaría desapercibida.
—No entiendo qué quieres o qué pretendes de nosotros exactamente, Eduardo. Por ahora solo has conseguido infundirnos temor —interpeló mi padre.
—Pasemos al vestíbulo y os contaré las reglas del juego que estáis a punto de comenzar.
Así lo hicimos, una vez que detuvo el automóvil e hizo entrega de las llaves al aparcacoches, un hombrecillo vestido de uniforme al que, por la ornamentación de sus charreteras, yo le hubiera otorgado el rango de general.
Tras atravesar una entrada baja y relativamente oscura, donde se encontraba el mostrador de la recepción, desembocamos a través de una escalera de pocos peldaños en un enorme y deslumbrante recibidor, cuyo suelo estaba cubierto por una gigantesca moqueta o tapete de color burdeos, y donde el ladrillo dorado y los bloques de piedra porosa, dispuestos en líneas tanto horizontales como verticales, idénticos a los del exterior del edificio, tenían gran protagonismo. Al tratarse de una piedra ígnea, la oya era al parecer fácil de tallar, por lo que abundaban los labrados y los festoneados en los voladizos de las terrazas de las plantas superiores, de las que colgaba en cascada una exuberante vegetación. Era indudable el aroma de la cultura maya que desprendía aquel espacio. Una luz cobriza, irradiada por los tenues rayos de sol que entraban por las ventanas, creaba un ambiente apacible. Digamos que el efecto que se perseguía era el de lograr un espacio abierto, ligero, sin obstáculos, pero a la vez cargado de simbolismo a base de dibujos geométricos y filigranas. En cierto sentido, el hotel tenía el aspecto y la monumentalidad serena de un templo entre mesoamericano y oriental. Nunca en mi vida había visto un edificio como aquel.
—Para los japoneses, seguidores del budismo zen, el vacío puede contenerlo todo. Esa es la filosofía que siguió Lloyd Wright para crear este espacio. Otro ejemplo más de por qué los japoneses piensan al revés —volvió a aleccionarnos nuestro anfitrión.
—No entiendo una higa, Eduardo. El vacío es el vacío, y punto; lo demás suena a filosofía barata. Y si ellos les dan la vuelta a los calcetines, como tú afirmas, yo voy a seguir poniéndomelos del derecho —se desmarcó mi padre.
Yo, en cambio, seguía asombrada por aquel inusual empleo del vacío, capaz de llenarlo todo, incluso los sentidos, lo que chocaba de frente con mi forma de interpretar el mundo hasta ese instante.
A los lados del enorme hall había varias butacas de piel de color rojo en torno a unas mesas, donde tomamos asiento en tanto comprobaban nuestra documentación y preparaban nuestras habitaciones.
—La situación es la siguiente —arrancó a hablar Eduardo mientras se atusaba el bigote prusiano—: los japoneses son algo más que nuestros aliados, hasta el punto de que nuestro gobierno es responsable del bienestar de sus connacionales en Estados Unidos y otros países, como ya sabéis. Nuestra exigencia, por lo tanto, es máxima. Mis relaciones con los militares, como responsable de la Falange Exterior, son excelentes; hago y deshago lo que quiero, siempre dentro de un orden. Sin embargo, los nipones apenas distinguen la nacionalidad de los occidentales, por lo que nadie está exento de sufrir algún inconveniente. No voy a negar que ha habido incidentes. Incluso la mujer de un funcionario rumano de la legación de ese país ha sido abofeteada por su chófer. También se rumorea que el mismo hombre intentó asesinar al marido. Hay embajadores que han sido detenidos o llevan meses retenidos. El de Brasil, por ejemplo. Incluso yo he sido objeto de un registro de mi domicilio, y he sufrido el control de mis cuentas bancarias y la censura de mi correspondencia y mis llamadas telefónicas.
—Eduardo, si la situación es tal y como la cuentas, ¿qué demonios hacemos María y yo aquí? ¿Por qué no se nos informó de todo esto en Madrid? —planteó mi padre.
Las palabras de Eduardo y las objeciones de mi padre hicieron que el vacío de aquel espacio se transformara en vértigo.
—Porque nuestro deber pasa por cumplir con el pacto que hemos firmado con el gobierno nipón, con independencia de cómo nos traten sus ciudadanos. Estáis aquí para hacer de intermediarios, para lograr que los fondos que el gobierno japonés ponga en nuestras manos lleguen a nuestras embajadas de Washington y otras capitales de América del Sur y el Caribe. Es la única manera de ayudar a los prisioneros japoneses. Si no somos capaces de cumplir con nuestra parte del trato, el fracaso podría menoscabar la confianza que Hitler y Mussolini tienen depositada en el caudillo, y el nuevo régimen que acabamos de fundar quedaría en entredicho.
—Pero si los japoneses nos odian… —Mi padre recalcó aquella frase que, al parecer, tenía categoría de axioma.
—Digamos que el odio es algo circunstancial, pero como a la vez se trata de un elemento imprevisible, he llegado a un acuerdo con los militares para que os brinden protección. Por otro lado, como en este país la cultura del té es la que está implantada y el café carece de arraigo social, vais a incorporaros a la empresa Mitsui, que es la que representa a los exportadores de potasa españoles en Japón.
—Pero, Eduardo, nosotros solo entendemos de café. Nada sabemos de la potasa y de quienes la exportan —se quejó mi padre, al tiempo que apretaba mi mano derecha con su izquierda, en un claro signo de que, pasara lo que pasase, superaríamos juntos cualquier contratiempo que surgiera.
—Jacinto, es evidente que se trata de un ardid; la potasa es una mera excusa, pero por ahora no os puedo adelantar nada más. El plan lo estamos terminando de pergeñar los militares japoneses y yo mismo, en representación de Ramón Serrano Suñer; aunque en última instancia son ellos quienes tienen que dar el visto bueno y marcar las directrices. Confía en mí, Jacinto. Confiad en mí los dos. Y ya que estamos, de quien tenéis que desconfiar es del embajador español en Tokio, Méndez de Vigo. No es miembro de la Falange Española y, para colmo, mantiene una estrecha amistad con los norteamericanos. Cuando os reciba dentro de unos días, le diréis que trabajáis para la empresa Minas de Potasa, que es con la que comercia la Mitsui en España. Exportadores de potasa y de magnesita, eso es lo que le diréis que sois. ¿Comprendido? Ahora subid a vuestras habitaciones a descansar. Y procurad no salir a la calle hasta que yo regrese.
Las noticias recibidas por parte de nuestro anfitrión, más el cambio horario, nos sumió a mi padre y a mí en un extraño letargo que duró las siguientes treinta y seis horas. En ese tiempo, él visitó mi habitación en cuatro ocasiones, y yo hice lo propio otras tantas, pero ni siquiera nos dejamos ver por el vestíbulo del hotel. El único contacto que tuvimos con el exterior fue a través de las ventanas de nuestras habitaciones, por donde una luz sobria dejaba a la vista un cielo nuboso. Por instantes, temía que todos los cielos venideros de Tokio fueran plomizos y asfixiantes como el de aquel día; hasta que yo misma me convencí de que aquella desazón era consecuencia directa de la añoranza, que nada tenían que ver las nubes cambiantes del cielo tokiota. El problema era que resultaba difícil de digerir que hubiera empezado a añorar el pasado que tanto sufrimiento y esfuerzo me había costado dejar atrás. No sé si a mi padre le sucedía lo mismo, pero la sensación de sentirme desplazada, de haber perdido mis raíces, me causaba el temor de que nunca más encontraría un lugar al que volver, al que sentir como mi hogar. Supongo que mi padre, dada su madurez y experiencia, tenía las cosas más claras, aunque de ser así tampoco se reflejaba en su ánimo. La incertidumbre por el futuro inmediato además nos quitó el apetito, por lo que apenas probamos bocado.
Gracias a mi dominio del inglés, conseguí al fin que nos subieran un arroz glutinoso y un poco de sopa caliente a las habitaciones.
Como disponíamos de estancias contiguas, en mis idas y venidas pude comprobar que mi padre estaba más inquieto que de costumbre, hasta el punto de que, además de exhibir los retratos de Franco y de José Antonio sobre la mesita de noche, como tenía por costumbre, había extendido su camisa azul de la Falange sobre la cama, a la vista, en una clara muestra de que necesitaba una buena dosis de símbolos familiares como amuletos de la suerte.
—¿Quieres que te cuelgue la camisa? —me ofrecí.
—No, gracias. Tenerla a la vista me insufla valor. Es como tener un as en la manga —reconoció—. Por primera vez, he comprendido por qué las llaman «camisas salvavidas».
—Vamos, papá, si en España han prohibido la venta de tejido azul ha sido precisamente para que la camisa azul no se convirtiera en un «salvavidas» de los arribistas, de los que se ven obligados a limpiar su pasado para poder prosperar en el nuevo régimen. Ahora todos quieren vestir la camisa azul, como si fueran falangistas de toda la vida. Tú, en cambio, sí eres un auténtico «camisa vieja». Así que nada de pensar que necesitas una «camisa salvavidas», porque no eres un oportunista.
—Para serte sincero, María, un poco oportunista sí que me siento. Hemos pasado tantas calamidades en los últimos años: la guerra, la muerte de tu madre, la falta de suministro de café de Java, la proliferación del estraperlo, el golpe que nos asestó la Operación Café dirigida por el mismísimo caudillo... En más de una ocasión he tenido que convencerme a mí mismo de que venir a Japón era la mejor oportunidad que nos brindaba el futuro. Espero no haberme equivocado.
Tras colgar por fin su camisa azul de la Falange en el armario, cuyo uso en España había quedado limitado a los actos oficiales por el abuso que hacían de ella ciertos personajes de dudosa catadura moral, le dije que almorzara conmigo en mi habitación.
No tardó en encontrar otro motivo de queja:
—Estas sillas de respaldo redondo parecen diseñadas por el diablo para un diácono. Ni siquiera te recogen los riñones.
No pude evitar sonreír.
—A mí me gustan. Eduardo dice que se llaman sillas «pavo real», y que la figura del respaldo se repite en el techo y las cornisas del hotel. Al parecer, la geometría es muy importante en la cultura japonesa.
—Eduardo sabe muchas cosas sobre Japón, sin duda, pero eso no lo ha librado de tener problemas con los japoneses. Ya oíste lo que dijo. Lo vigilan. Incluso escuchan sus conversaciones. ¿Qué clase de comida es esta? La sopa tiene un sabor desabrido, y el arroz se te queda pegado a las muelas. Parece el rancho que se les da a los soldados en el frente de guerra —volvió a quejarse mi padre.
—Papá, Japón es un país en guerra. Tampoco en España sobran los alimentos, y eso que la guerra terminó hace casi tres años —dije con el propósito de rebajar la sensación de decepción que se había apoderado de él.
—Lo sé, hija, pero Eduardo podía habernos adelantado el asunto del café cuando aún estábamos en España, y yo lo hubiera hablado con Ramón Serrano Suñer, que además de buen amigo es el cuñado del caudillo. Digo yo que algo se podría haber hecho. Importamos y exportamos café desde que me casé con tu madre hace veintiocho años. Una clase de café que tiene un siglo de historia. Lo han bebido incluso los reyes de España. A eso nos dedicamos, y no a otra cosa. En mi fuero interno, siempre me he preguntado por qué no nos dejaron un bocado de la Operación Café. Con eso hubiera bastado para salir adelante durante unos cuantos años. Pero la palabra del caudillo es la palabra de Dios. ¡Que el Señor me perdone la blasfemia! No, no tiene ni pies ni cabeza que nos hayan hecho venir a un país donde se consume té para que nos hagamos pasar por exportadores de no sé qué mineral.
—Potasa.
—Pues eso, potasa. ¿Qué sabemos nosotros de la potasa? Nada.
—Creo que se trata de un fertilizante.
—De café robusta y arábica, de eso sé yo, de eso sabemos los dos. ¡Fertilizantes! ¡Malditos fertilizantes!
—Bueno, ya encontraremos la forma de darle la vuelta a este entuerto.
—Dios te oiga. ¿Cómo era el nombre de esa empresa para la que supuestamente trabajamos?
—Minas de Potasa.
—Eso es, Minas de Potasa. Ya te digo que me siento como un maldito oportunista.
—En este punto, no nos queda otra que confiar en Eduardo y, en última instancia, cumplir con lo que los japoneses nos pidan.
—Importadores de café en un país donde beben té y donde piensan al revés. ¡El apellido va antes que el nombre! ¡Qué ocurrencia! ¡Nos han engañado, María, nos han engañado! O tal vez hemos pecado de ingenuos. Ya no sé qué pensar.
Mundo flotante
Caía la tarde de nuestro tercer día en Tokio —mucho más frío y nebuloso que los dos primeros— cuando Eduardo nos convocó de nuevo en el vestíbulo del hotel.
Venía acompañado por un japonés que vestía al estilo occidental, un hombre dos o tres centímetros más alto que yo, cuyo rostro presentaba facciones de una belleza rasgada y angulosa. Por un instante, se me ocurrió establecer un paralelismo entre su físico y el Hotel Imperial. Había en él algo moderno, actual, diríase casi cubista, distinto de lo que resulta convencional; pero al mismo tiempo también era poseedor de la esencia de lo tradicional, de lo genuino: gesto hierático; ojos levemente hundidos y mirada profunda, como si sus pupilas flotaran en el interior de un pozo insondable; forma de caminar pausada; movimientos a cámara lenta —semejantes a los de las mujeres encorsetadas en sus kimonos y subidas sobre las geta que habíamos visto el día de nuestra llegada—, que en su caso transmitían serenidad.
—María, Jacinto, os presento al señor Hokusai Juro, pero para nosotros que somos españoles es Juro Hokusai.
—¿Señora o señorita? Señor. ¡Encantado! ¡Bienvenidos a Japón! —dijo el señor Hokusai en un castellano más que aceptable, en el que las eses y las erres sonaban a lo que tenían que sonar. Un segundo después efectuó una inclinación protocolaria con la cabeza.
—¿Habla usted nuestro idioma? —preguntó mi padre sin ocultar su sorpresa.
—Lo intento. Lo estudié en Salamanca y en Madrid durante algo más de un año y medio, poco después de que se proclamara su República.
Que mencionara la República ante dos fervientes falangistas que la habían combatido con uñas y dientes hizo que mi padre le pidiera una explicación a Eduardo con la mirada.
—Tranquilo, Jacinto. El señor Hokusai es coronel de la Kempeitai, el servicio de inteligencia de la policía militar. Formó parte de la legación japonesa en nuestro país durante la infausta Segunda República, así que vivió en primera persona la desintegración de los más elementales valores