El esclavo

Isaac Bashevis Singer

Fragmento

Título

I

1

Un trino aislado saludó el amanecer. Era todos los días el mismo pájaro, la misma voz. Como si el ave quisiera anunciar a sus polluelos la llegada del día. Jacob abrió los ojos. Las cuatro vacas yacían en sus esteras de paja y estiércol. En el centro del establo había unas piedras ennegrecidas y unos tizones: era el fogón en el que Jacob cocía los panecillos de centeno y maíz que mojaba en la leche. La cama de Jacob era de paja y heno; por la noche se cubría con una áspera sábana de lino que usaba durante el día para recoger la hierba destinada al ganado. Era verano, pero las noches eran frías en las montañas. Jacob se levantaba más de una vez para calentarse las manos y los pies en el cuerpo de los animales.

Todavía estaba oscuro en el establo, mas por una rendija de la puerta brillaba ya el rojo del crepúsculo. Jacob se incorporó y terminó su última ración de sueño. Había soñado que estaba en la casa estudio de Josefov explicando el Talmud a los jóvenes.

Extendió la mano, buscando a tientas el cubo del agua. Tres veces se lavó las manos; primero la izquierda, y después la derecha, alternativamente, como mandaba la ley. Ya antes de lavarse murmuró:

—Te doy las gracias.

Es una plegaria que, por no mencionar el nombre de Dios, podía decir uno antes de lavarse. Una de las vacas se levantó y volvió la cabeza para mirar por encima del lomo, como si sintiera curiosidad por ver cómo empezaba el día un hombre. Los grandes ojos del animal, casi todos pupila, reflejaban el resplandor púrpura del amanecer.

—Buenos días, Kwiatula —dijo Jacob—; ¿has dormido bien?

Se había acostumbrado a hablar a las vacas, y hasta a hablar consigo mismo para no olvidar el yiddish. Abrió la puerta del establo y vio las montañas ondulando hacia el horizonte. Algunos picos, con las laderas cubiertas de bosques, parecían poder cogerse con la mano; gigantes de barba verde. Las brumas que en tenues rizos se alzaban de los bosques hicieron a Jacob pensar en Sansón. El sol recién salido, lámpara del cielo, ponía en todas las cosas un vivo fulgor. Acá y allá, de las cimas se elevaban nubes de humo, como si las montañas ardieran interiormente. Un halcón planeaba tranquilamente, con una extraña lentitud, ajeno a todas las ansiedades terrenas. Le pareció a Jacob que aquel pájaro había estado volando ininterrumpidamente desde la Creación.

Las montañas más lejanas eran azuladas, y había otras, todavía más distantes —inmateriales—, que apenas se divisaban. En aquella remota región era siempre crepúsculo. Gorros de nubes cubrían las cabezas de aquellos titanes extraterrestres, habitantes del fin del mundo, donde el hombre no había puesto el pie, donde no pastaban las vacas. Wanda, la hija de Jan Bzik, decía que allí vivía la Baba Yaga, una bruja que volaba en un enorme mortero, que conducía con el batidor. La escoba de la Baba Yaga era más grande que el más alto abeto, y ella era quien barría la luz del mundo.

Jacob, alto, erguido, de ojos azules, el pelo y la barba largos y de color castaño, se quedó mirando las montañas. Vestía unos pantalones de lino que no le llegaban ni a los tobillos, y una chaqueta rota y llena de remiendos. En la cabeza llevaba un gorro de piel de cordero, pero iba descalzo. A pesar de que pasaba mucho tiempo al aire libre, su tez seguía siendo tan pálida como la de un hombre de la ciudad. Su piel no se curtía, y Wanda afirmaba que se parecía a los hombres de las pinturas sagradas que había en la capilla del valle. Las otras campesinas opinaban como Wanda. Los gazdas, como se llamaba a los montañeses, habían querido casarlo con alguna de sus hijas, construirle una cabaña y hacerlo miembro del pueblo, pero Jacob se había negado a abjurar de su religión judía, y Jan Bzik, su dueño, lo tenía durante todo el verano y parte del otoño en lo alto de la montaña, donde el ganado no podía encontrar pasto y había que alimentarlo con hierbas arrancadas de entre las rocas. El pueblo estaba a mucha altura, y no tenía suficientes pastizales.

Antes de ordeñar las vacas, Jacob rezó su plegaria de introducción. Al llegar a la frase: “Tú no me hiciste esclavo”, se interrumpió. ¿Podía él decir estas palabras? Él era esclavo de Jan Bzik. Si bien era cierto que, según la ley polaca, ni siquiera la nobleza tenía derecho a hacer esclavo a un judío, ¿quién obedecía la ley en aquel remoto pueblo? ¿Y qué valor había tenido el código de los gentiles incluso antes de la matanza de Chmielnicki? Jacob de Josefov aceptaba con resignación las penalidades que la Providencia le enviaba. En otras regiones los cosacos habían decapitado, ahorcado, dado garrote y empalado a muchos judíos buenos. Castas mujeres fueron profanadas y evisceradas. Él, Jacob, no había sido llamado al martirio. Pudo escapar de los asesinos, y unos bandoleros polacos lo habían llevado a un lugar de las montañas y vendido como esclavo a Jan Bzik. Llevaba viviendo allí cuatro años, y no sabía si su esposa y sus hijos habían muerto. No tenía chal de oración, ni filacteria, ni vestidura de flecos, ni libro sagrado. La única señal de judío que tenía en el cuerpo era la circuncisión. Pero, gracias a Dios, él sabía sus oraciones de memoria, unos cuantos capítulos de la Mishná, varias páginas de la Guemará,1 un montón de salmos y algunos pasajes de la Biblia. A veces se despertaba por la noche repitiendo líneas de la Guemará que ni él mismo sabía pudiera recordar. Su memoria jugaba con él al escondite. De haber tenido pluma y papel, habría escrito lo que le venía a la mente, mas ¿dónde encontrar allí estas cosas?

Volvió el rostro hacia el este, y, mirando hacia delante en línea recta, recitó las palabras sagradas. Los riscos relucían al sol y, muy cerca, un pastor de vacas rompió a cantar en yodel, modulando lentamente cada nota con resonancias de vivo sentimiento, como si también él estuviese cautivo y ansiara lanzarse a buscar la libertad. Costaba trabajo creer que estas melodías salieran de la garganta de unos hombres que comían perros, gatos, ratones de campo, y caían en todas las abominaciones imaginables. Aquellos campesinos ni siquiera habían alcanzado el nivel de los cristianos. Seguían aún las costumbres de los antiguos paganos.

Hubo un tiempo en que Jacob pensó en escapar; pero sus planes quedaban siempre en el aire. No conocía aquellas montañas; los bosques estaban llenos de alimañas. Incluso en verano nevaba. Los campesinos lo vigilaban y no le permitían pasar del puente del pueblo. Habían convenido que el que le viera al otro lado del arroyo lo matara inmediatamente. Y entre los campesinos no faltaban quienes estaban deseando matarlo a todo trance. Jacob podía ser un hechicero o un amigo de los duendes. Pero Zagayek, el mayordomo del conde, ordenó que dejaran vivir al extranjero. Jacob no sólo recogía más hierba que ningún otro pastor, sino que su ganado estaba lustroso, daba leche abundante y paría terneras sanas. Mientras en el pueblo no hubiera hambre, epidemias ni fuego, dejarían en paz al judío.

Era la hora de ordeñar, de modo que Jacob recitó rápidamente s

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