Talos de Esparta

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Taigeto

TAIGETO

Con el corazón cargado de amargura el gran Aristarcos contemplaba desde su asiento a su hijo Cleidemo dormido plácidamente en el gran escudo paterno que le servía de cuna. No muy lejos, en una cama colgada del techo, dormía el primogénito, Brito.

El silencio que se cernía sobre la antigua casa de los Cleoménidas se vio interrumpido de pronto por el murmullo de las encinas del bosque cercano. Un prolongado y profundo suspiro del viento.

La noche envolvía a Esparta, la invencible, y solo el fuego que ardía en la acrópolis proyectaba su resplandor rojizo hacia el cielo cubierto de negros nubarrones. Aristarcos se estremeció, fue a abrir la ventana de lienzos y lanzó una mirada a los campos dormidos y en sombras.

Si los dioses ocultaban la luna y oscurecían la tierra, si en el cielo las nubes estaban henchidas de llanto, entonces había llegado el momento de cumplir con su deber.

Descolgó la capa de la pared, se la echó a los hombros y se inclinó sobre su hijo, lo levantó, lo estrechó contra el pecho y se puso en camino a paso ligero mientras, al abrigo de las mantas, la nodriza del pequeño se revolvía en sueños.

Aristarcos se detuvo un momento y en el fondo de su corazón deseó que algo le permitiera aplazar una vez más aquel terrible deber; después, al oír otra vez la pesada respiración de la mujer, se dio ánimos, salió de la estancia y cruzó el atrio iluminado apenas por una linterna de barro cocido. Cuando se asomó al patio lo embistió una ráfaga de viento frío que a punto estuvo de apagar la llama de por sí débil y, al darse la vuelta para cerrar la pesada puerta de roble que se alzaba ante él, erguida como una divinidad nocturna, vio a Ismene, su mujer; estaba pálida y tenía muy abiertos los oscuros ojos relucientes.

En el rostro llevaba plasmada una congoja mortal: la boca, contraída como una llaga dolorosa, impedía que su pena atroz escapara.

Aristarcos notó que la sangre se le helaba en las venas; las piernas, poderosas como pilares, se transformaron en juncos.

—No fue para nosotros... —murmuró con voz quebrada—. No lo engendramos para nosotros... Tenía que ser esta noche o no habría encontrado fuerzas...

Ismene tendió la mano hacia el pequeño envoltorio mientras sus ojos buscaban los del marido. El niño despertó y comenzó a llorar; Aristarcos se precipitó al exterior y huyó por los campos. Ismene se quedó erguida en el umbral mirando unos instantes al hombre que corría y escuchando el llanto cada vez más débil de su hijo: el pequeño Cleidemo, herido por los dioses cuando se encontraba aún en su vientre, nació tullido y, según las implacables leyes espartanas, había sido condenado a muerte.

Cerró la puerta y se fue despacio hasta el centro del atrio donde se detuvo a mirar las imágenes de los dioses a los que, mientras duró la gestación, en vano había hecho ofrendas generosas y rezado durante largos meses para que infundieran vigor a aquel piececito lisiado.

Se sentó delante del hogar, en el centro de la gran estancia desnuda, se deshizo las trenzas negras, se echó el pelo sobre los hombros y el pecho, y, después de recoger las cenizas acumuladas en la base del trípode de cobre, las esparció sobre su cabeza. A la luz trémula de la linterna las estatuas de los dioses y los héroes Cleoménidas la miraban fijamente con la sonrisa inmutable esculpida en la madera de ciprés. Ismene se cubrió de cenizas los hermosos cabellos y se arañó el rostro hasta hacerlo sangrar mientras una gélida mordaza le oprimía el corazón.

Entretanto, Aristarcos corría por los campos, con los brazos apretados contra el pecho, la capa arremolinada a su alrededor, agitada por el aliento de Bóreas.

Subía la montaña con paso fatigado y se abría paso entre las zarzas y los arbustos del bosque mientras en el suelo unas siluetas espantosas cobraban vida bajo el centelleo imprevisto de los relámpagos. Los dioses de Esparta estaban lejos en ese momento de suprema amargura: debía avanzar solo entre las presencias oscuras de la noche, entre las criaturas malignas del bosque que acechan a los viandantes y, desde el vientre hueco de la tierra, traen consigo a los íncubos.

Encontró el sendero a la salida de un soto y se detuvo un instante para recuperar el aliento. El pequeño había dejado de llorar; dentro del envoltorio la presencia del niño solo era advertida cuando agitaba los pequeños miembros, como un cachorro metido en un saco a punto de acabar en el río.

El guerrero levantó la mirada al cielo cargado de nubes gigantescas, de formas desgreñadas, amenazantes... Murmuró entre dientes las fórmulas de antiguos conjuros y enfiló por el sendero escarpado en tanto las primeras gotas se apagaban en el polvo con pequeños golpes amortiguados. Después de cruzar el claro, volvió a internarse en el soto. Las zarzas y las ramas le arañaban el rostro que no podía protegerse con las manos; la lluvia caía abundante, pesada, comenzaba a penetrar entre el follaje haciendo que el suelo se tornara blando y resbaladizo. Aristarcos caía de rodillas y sobre los codos, se manchaba con el barro y las hojas putrefactas o se laceraba en las piedras afiladas que asomaban aquí y allá por el sendero cada vez más escarpado y estrecho. Con el último esfuerzo alcanzó la primera de las cimas boscosas de la montaña y se internó en un pequeño encinar que se levantaba en medio de una explanada invadida por la vegetación densa y baja de cornejos y retama.

La lluvia caía a cántaros; con el cabello pegado a la frente y las ropas empapadas, Aristarcos caminaba lento y seguro sobre el musgo blando y perfumado. Se detuvo delante de un acebo secular, con un enorme tronco hueco, se arrodilló entre las raíces y depositó el pequeño fardo que agitaba las manitas fuera de la manta y, mordiéndose el labio inferior hasta hacerlo sangrar, notó que el agua le bajaba a borbotones por la espalda, pero la boca seguía seca y la lengua, como un pedazo de cuero, se le había pegado al paladar. Ya había hecho lo que debía, los dioses se encargarían de cumplir con el destino. Había llegado la hora de regresar, el momento de acallar para siempre la voz de la sangre y el grito del corazón. Se levantó despacio, con dificultad, como si todo el dolor del mundo le pesara sobre el pecho, y regresó por donde había llegado.

La tormenta se fue aplacando mientras Aristarcos bajaba por los barrancos del Taigeto y una bruma leve se elevaba de las vísceras de la montaña para esparcirse entre los troncos seculares, sepultar los arbustos goteantes, serpear sobre senderos y claros. El viento soplaba a ratos, sus breves ráfagas desprendían rumorosamente el agua acumulada en el follaje. Al final, cuando hubo abandonado el bosque, Aristarcos apareció en el llano y se detuvo un momento para mirar hacia las cimas de la montaña. Ante él, en los campos mojados, vio brillar las aguas del Eurotas iluminado a rachas por los rayos fríos de la luna, que acababa de asomar por un re

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