Herencia

Jesús Gallego
Jesús Gallego Izquierdo

Fragmento

1. Las nueve palabras

1

Las nueve palabras

En la austera cocinilla de su casa del pueblo, con la pequeña lumbre recién encendida para combatir el intenso frío de aquella madrugada de noviembre, Manuela entraba en calor mientras ponía a hervir una cacerola con leche de vaca en el butano. Como no había pegado ojo en toda la noche, dando vueltas en la cama, inquieta por lo que podía pasar de un momento a otro, decidió levantarse antes de lo habitual y poner en marcha su rutina de ama de casa rural. Con su bata de guatiné puesta encima del largo camisón de invierno, vigilaba las llamas y sorbía un café caliente esperando que la radio emitiese el parte con las últimas noticias; faltaban unos instantes para las seis de la mañana. En el grueso transistor de pilas colocado encima de la chimenea, cesó la música y apareció la voz de un locutor.

Atención, españoles, habla el ministro de Información y Turismo, don León Herrera y Esteban.

Manuela recordaba vagamente el rostro del ministro, lo había visto alguna vez en la televisión, un señor mayor, con poco pelo y gruesas gafas de pasta. Su voz, levemente distorsionada por la defectuosa sintonización de la emisora, sonaba grave y severa.

Con profundo sentimiento doy lectura al comunicado siguiente:

Día 20 de noviembre de 1975. Las casas Civil y Militar informan a las 5.25 horas que, según comunican los médicos de turno, su excelencia el generalísimo acaba de fallecer por parada cardiaca como final del curso de su shock tóxico por peritonitis. Posteriormente será facilitado un comunicado médico detallado por el equipo que habitualmente ha asistido al jefe del Estado.

En ese momento, coincidiendo con la pausa en la alocución del ministro, Manuela se santiguó y suspiró profundamente. Había llegado el inevitable momento que todos esperaban, unos con ansiedad, otros con miedo y todos con inquietud. Iba a salir corriendo para despertar a su marido y decírselo, pero el ministro siguió con el comunicado y se paró a escuchar.

Desde la inmensa tristeza de esta España a la que Franco entregó sin reservas toda su vida, yo pido una oración por su alma, un sentimiento de gratitud para su obra ingente y un recuerdo muy respetuoso y muy entrañable para su familia, que está hoy en la vanguardia del inmenso dolor nacional.

Manuela no pudo contener las lágrimas al pensar en la familia del difunto, su esposa doña Carmen, su hija, sus nietos y bisnietos. Esa familia que, según había visto todo el mundo, pues era habitual de las revistas y de la televisión, era un modelo de convivencia, rectitud y religiosidad. Se apiadó de ellos y los acompañó en el sentimiento de tristeza. Secó sus lágrimas, apuró el café y, antes de ir a avisar a Francisco, su esposo, decidió quedarse a vigilar la cazuela que estaba al fuego y que parecía a punto de hervir. Bastante mal había empezado el día como para que además se derramase la leche poniendo todo perdido. Supuso que ese día sus hijos no irían a la escuela y por lo tanto no habría que despertarlos tan pronto. Al menos ellos disfrutarían esa mañana de unas horas de sueño regaladas, aunque, seguramente, más pronto que tarde, empezarían a doblar las campanas de la iglesia del pueblo en señal de duelo por la muerte del caudillo y sería imposible seguir durmiendo. Apagó el fuego del butano donde ya hervía la cazuela de leche y encendió otro más pequeño donde puso a calentar una sartén con las migas que el día anterior había preparado su madre, Antonia, que ayudaba mucho con la cocina y la crianza de los nietos. Salió al patio y orinó en el albañal sintiendo en sus piernas el frío de la madrugada. A sus treinta y nueve seguía viviendo en una casa sin un aseo en condiciones. Luego fue a despertar a su marido y contarle que la radio acababa de decir que Franco había fallecido.

—¡Ay, Francisco! Que ya se ha muerto el pobre.

La noticia de esa muerte había llegado mucho antes al despacho en el que Jaime Llopis-Bofill llevaba toda la noche trabajando. En su lujoso piso de la madrileña calle de Alfonso XII, con vistas al parque del Retiro y cerca del Palacio de las Cortes, al que tenía que asistir con frecuencia en su condición de procurador, Jaime llevaba horas hablando por teléfono con decenas de personas. Había llegado a los sesenta y cinco años conservando una parte importante del vigor que siempre caracterizó su figura desde joven —alto, imponente, convincente—, y esa noche, impecablemente vestido de traje oscuro, por si tuviera que salir con urgencia de su casa, desplegó toda su concentración y energía para hacerse cargo de la situación. La tarde anterior ya le habían contado, una fuente directa que había estado en el hospital La Paz, que el general afrontaba sus últimos momentos en este mundo, así que se dispuso a pasar las horas siguientes pendiente del teléfono y de sus contactos para saber en qué momento se producía definitivamente el deceso, cómo se transmitía al país y qué reacciones inmediatas se producían. Había que estar alerta. Fue hablando sucesivamente con muchos políticos y militares, algunos de ellos veteranos de la guerra como él, con los que seguía manteniendo un estrecho contacto a través de la Confederación Nacional de Excombatientes. El despacho desde el que llamaba era un reflejo de su pasado militar: retratos, insignias, armas y estandartes poblaban las paredes, destacando entre todos los elementos decorativos una fotografía suya con el caudillo. También habló con algunos periodistas, pues tenía buenos contactos en varios periódicos y las redacciones echaban humo aquella noche. En una pequeña mesa lacada de color marrón situada en una esquina estaba encendido desde hacía horas el televisor, al que prestaba atención de vez en cuando esperando las intervenciones de los locutores de Televisión Española que iban informando del estado del moribundo.

Televisión Española considera que el estado crítico de su excelencia el jefe del Estado aconseja la sustitución de los programas habituales de la noche de los miércoles y por ello a partir de estos momentos les ofreceremos el Telediario, después el largometraje titulado Objetivo Birmania y Últimas noticias.

Una película de la Segunda Guerra Mundial para una noche de tensión. Las imágenes de los soldados americanos saltando en paracaídas tras las líneas japonesas para internarse en la jungla birmana, atravesar los incómodos pantanos y destruir una estación radar nipona acompañaron esas horas a media España. Jaime, entre llamada y llamada, iba mirando las escenas de acción, sobre todo al personaje que interpretaba Errol Flynn, el héroe de la película, y se veía a sí mismo hacía cuarenta años lleno de juventud, valor y temeridad. La juventud la había perdido, aunque se mantenía delgado y esbelto, pero seguía repleto de las otras dos virtudes. Poco después de las cinco de la mañana sonó otra vez el timbre del teléfono.

—Ya lo han dado —le comunicó una voz al otro lado del auricular.

—¿Quién? ¿Dónde lo han dicho? —preguntó Jaime.

—La agencia Europa Press. Han lanzado un teletipo con la noticia. Si lo dan estos es que va a misa.

La primicia se dio a las 04.58 de la madrugada en la redacción de la agencia en el paseo de la Castellana, cuando el teletipista José Luis Blanco pulsó tembloroso el botón que lanzó a todos los medios asociados un mensaje de nueve palabras:

Franco ha muerto.

Franco ha muerto.

Franco ha muerto.

La fórmula de repetir la misma frase tres veces estaba pensada de antemano para que no hubiera dudas sobre su veracidad en las redacciones que recibieran el teletipo. El encargado de confirmar la noticia fue el periodista Marcelino Martín Arrosagaray después de recibir la llamada desde el hospital La Paz de un compañero, Mariano González, que le informó de la extraña llegada de autoridades importantes a esas horas intempestivas. Marcelino consultó telefónicamente a sus fuentes, cinco personas cercanas al Gobierno y a la familia del general, que no pudieron negarle los hechos. Después de consultar al director de la agencia, decidieron lanzar la primicia adelantándose a los medios oficiales del Régimen. Estaban nerviosos, con la boca seca, estresados ante la trascendencia de su mensaje y sus posibles consecuencias. A los pocos minutos, cuando las nueve palabras volaban ya por todo el mundo periodístico, recibió una reprimenda desde la Dirección General de Información.

—¡Marcelino, te vas a tragar el teletipo! ¿Quién te ha dicho que Franco está muerto?

Aunque a las 05.00 de la mañana el boletín de Radio Nacional solo anunciaba que el estado de Franco había llegado a su último extremo para dar paso a continuación al toque de silencio, Jaime ya sabía por su contacto periodístico que su muerte era definitiva. Llamó primero a uno de sus camaradas del requeté carlista de Barcelona para advertirle de lo ocurrido y confirmar que ponían en marcha el plan que previamente habían dispuesto. Después habló con dos colegas procuradores, con los que se vería en las próximas horas, pues estaban avisados de que se quería llevar a cabo inmediatamente la proclamación del rey en una sesión extraordinaria de las Cortes. Unas prisas que demostraban la ansiedad de algunos por pasar las páginas rápidamente y ventilar a toda velocidad el sistema, pensó. Por último, habló con sus amigos militares, que ya estaban al corriente de todo, y contrastó los diferentes estados de ánimo por los que pasaban: unos querían transmitir serenidad, sabiendo que en las nuevas circunstancias había que actuar con prudencia; otros, los más cercanos, los más veteranos, no disimulaban sus nervios y su ardor. Les sucedía lo mismo que a Jaime, la muerte del líder había encendido los rescoldos de todos sus recuerdos.

—¿Desea el señor que le traiga ya el desayuno? —interrumpió sus pensamientos Felisa, la señora que trabajaba como interna en su lujoso domicilio, una casa de soltero empedernido, pero con una gran vida social.

—Sí, Felisa, gracias. Y tráigame también la botella de coñac buena, la Hennessy, que la mañana va a ser larga. Ah, y el café muy cargado, por favor —contestó Jaime mientras miraba en la pantalla de la televisión el documental de pingüinos que Televisión Española programó finalmente después de Objetivo Birmania.

En la cafetería de la estación de Chamartín, José Luis Murillo pidió un café con leche y un pincho de tortilla. Había llegado en un taxi que, como todo el país, sintonizaba los avances de Radio Nacional para conocer la última hora sobre el estado de Franco. Cuando subió al coche, sonaba en la radio la «Marcha Real».

—Ha salido un ministro a decir que el pobre hombre ya se ha muerto. Que Dios lo tenga en su gloria —le dijo el taxista al iniciar la carrera.

A continuación, tras los compases del himno, una voz profunda emitió un mensaje de condolencia:

El punto final de la biografía excepcional de Franco es el signo luctuoso que orla en estos momentos a la patria y la profunda pena que ahoga los corazones de todos los españoles, renacidos por él y en él a una esperanza nacional.

—Ustedes los jóvenes no tienen ni idea de lo que Franco hizo por España. Parece que les da igual lo que pueda pasar ahora —le reprochó el taxista, un hombre mayor que debería de estar a punto de jubilarse y que buscaba su mirada en el espejo retrovisor.

José Luis no había dicho nada, ni lo iba a decir. Una de las consignas que le dieron cuando lo enviaron a Madrid fue la de no hacerse notar y pasar lo más desapercibido posible. Tenía el aspecto de cualquier joven de veinticinco años: vestía un pantalón de pana marrón algo acampanado, una camisa de cuadros azules y verdes y una cazadora de piel granate; llevaba el pelo castaño algo largo, una melena corta con flequillo que le tapaba a veces la cara, donde lucía una barba mediana y bien recortada que disimulaba su juventud. Se limitó a sonreír y a mirar por la ventanilla para demostrar que no le interesaba entablar ninguna conversación. Se dedicó a repasar mentalmente sus instrucciones: recoger un bolso con dos paquetes en la consigna de la estación, luego alquilar la habitación del hotel que le habían indicado y esperar allí la venida de un enlace que le informaría de la acción en la que iba a participar. También debía llevar algo de comida, por si la espera se demoraba. Cuando llegaron a Chamartín, después de pagar al taxista, que lo despidió con un gesto despectivo, comprobó la excitación existente en el ambiente de la estación. Los viajeros acudían a los quioscos buscando las ediciones de los periódicos recién salidas a la calle. Había corrillos de personas por todos los sitios comentando la noticia. Esperó un rato en uno de los bancos del vestíbulo principal, observando el movimiento de los policías que patrullaban por la terminal, y le pareció que estaban más apesadumbrados que alerta. A la hora marcada, las diez de la mañana, se dirigió a la consigna y recogió el bolso. Luego, con calma, intentando mostrar naturalidad, fue hasta una cafetería cerca de la entrada y ocupó una mesa alejada de la barra, donde en ese momento la gente se agolpaba cerca del televisor para escuchar lo que decía un hombre mayor vestido de negro que, con gesto apesadumbrado y a punto de llorar, parecía estar leyendo unos papeles. Reconoció en la pantalla al presidente del Gobierno, Arias Navarro. «Ahí está ese hijo de puta», pensó. Desde su mesa no escuchaba lo que decía, pero supuso que estaría comunicando algo sobre la muerte del dictador. Cuando terminó la intervención televisiva, un camarero se acercó a su mesa y tomó nota de lo que iba a consumir. Al regresar con el café y la tortilla, José Luis le preguntó quién era la persona que ocupaba ahora la pantalla de televisión y que el camarero había estado escuchando durante un instante mientras esperaba a recoger en su bandeja el pedido de la barra.

—Es uno de los médicos de Franco que está contando la causa de la muerte. Que ya se la digo yo, ha muerto de viejo, no hace falta ser muy listo para saberlo —contestó con un gesto de picardía.

La lectura de ese último parte médico del general tenía lugar en la ciudad sanitaria de La Paz y fue retransmitida por radio y televisión.

Desde el último parte médico, la evolución de su excelencia el generalísimo continuó empeorando progresivamente. Aparecieron trastornos en la conducción intraventricular e hipotensión arterial mantenida, y a las cinco horas y veinticinco minutos sobrevino una parada cardiaca irreversible.

Diagnósticos clínicos finales: Enfermedad de Parkinson, cardiopatía isquémica con infarto agudo de miocardio anteroseptal y de cara diafragmática, úlceras digestivas agudas recidivantes con hemorragias masivas reiteradas, peritonitis bacteriana, fracaso renal agudo, tromboflebitis ileofemoral izquierda, bronconeumonía bilateral aspirativa, shock endotóxico y parada cardiaca.

Madrid, a las siete y treinta horas del 20 de noviembre de 1975.

En aquella cafetería de la estación de Chamartín donde José Luis tomaba café y encargaba unos bocadillos para llevar mientras cuidaba con celo de la bolsa que tenía a sus pies, en la cocina de la casa del pueblo en la que Manuela preparaba el desayuno a su marido y en el lujoso piso del barrio de los Jerónimos donde Jaime degustaba un coñac francés esperando a que sonara otra vez el teléfono, la incertidumbre era la misma que en todos los rincones del país. Ellos representaban a tres generaciones distintas que se enfrentaban a un momento clave de su existencia futura, eran conscientes de que lo que fuera a suceder podía marcar su vida y sus esperanzas. Lo que no sabían es que su destino ya había estado conectado en un momento del pasado de una manera muy particular y aquellos sucesos, ocurridos hacía muchos años, también habían marcado su devenir actual.

2

El viaje a palacio

—Podíamos ir a ver lo de Franco —le soltó Manuela a Francisco una vez que se habían metido en la cama, antes de accionar la pera que apagaba la tenue luz de la mesilla.

Había pasado el día enfrente del televisor, el primero que entraba en su casa y que pagaban a letras, viendo en Televisión Española los espacios donde anunciaban los actos que iban a tener lugar en Madrid para despedir al caudillo. Un presentador veterano del canal, David Cubedo, vestido con traje y corbata negros, leía con tono monocorde un papel y levantaba los ojos de vez en cuando para mirar a los espectadores con expresión doliente:

La capilla ardiente pública se instalará en el Salón de Columnas del Palacio de Oriente, quedando abierta desde las 08.00 horas del viernes día 21 para que toda persona que lo desee pueda rendir su último homenaje ante el cadáver de su excelencia. El desfile del público podrá hacerse a cualquier hora del día y de la noche hasta las 07.00 horas del domingo día 23. Simultáneamente tendrán lugar los turnos oficiales de vela. A partir de las 08.00 horas del viernes entrará en vigor un «plan de silencio» para la zona próxima al Palacio de Oriente, suspendiéndose la circulación rodada según normas que serán publicadas oportunamente…

Francisco se quedó algo sorprendido con la propuesta de su mujer, no entendía lo de querer ir hasta Madrid y meterse en aquel follón de gente, pero, como siempre, se dejó convencer con facilidad. Él era viajante de comercio e iba con frecuencia a la capital, no le suponía ningún desafío, el problema era que tenía otros compromisos laborales hasta el mismo sábado. Podían ir ese día por la noche, ver la capilla ardiente de madrugada, así habría menos gente, y volver el domingo. Manuela se puso contenta con la idea y le dio un beso cariñoso de agradecimiento, nada más, no eran momentos para que intentasen otro tipo de amor, algo que, por otra parte, cada vez tanteaban menos.

—¿Y los niños? ¿Les decimos dónde vamos? —preguntó Francisco.

—No hace falta, ellos se quedan con mi madre tan felices. Están como de vacaciones.

Por orden del Ministerio de Educación y Ciencia se comunica que quedan suspendidas todas las clases y actividades académicas en los centros docentes, tanto oficiales como privadas, debiendo reanudarse el jueves día 27. Se declara luto nacional durante treinta días. Se suspenden todos los espectáculos y actos públicos desde el día de hoy hasta las 18.00 horas del domingo día 23.

El viernes lo pasó Manuela pensando en el viaje: ¿a qué hora saldrían?, ¿qué ropa se pondría?, ¿haría mucho frío si tenían que hacer cola durante mucho tiempo?, ¿qué zapatos serían los más adecuados? Incluso en la misa que aquella tarde se celebró en la iglesia del pueblo en memoria del difunto, como las que tuvieron lugar en todas las iglesias del país, y a pesar de que su tristeza por la muerte era sentida y profunda, sus pensamientos se iban a los detalles del viaje del día siguiente y se olvidaba de seguir las oraciones del cura. Estaba nerviosa. Quería ir con el pelo arreglado, así que cogió hora con la peluquera para el sábado por la mañana. Pensó en hacerse un recogido con moño, pero le pareció demasiado llamativo y optó por un moldeado de ondas suaves que estaba muy de moda y que tan bien le sentaba a su cabello castaño. Nada excesivo, pues tampoco quería dar demasiadas explicaciones en la peluquería. Si le preguntaban, y en la peluquería siempre había alguien que quería saberlo todo, diría que iba a visitar a unos familiares de su marido que vivían en Madrid.

—Pues, hija, se van a quedar con la boca abierta los familiares de Francisco, porque te he dejado el pelo como para ir a una boda. Estás genial —bromeaba la peluquera mientras le retocaba unas ondas.

A sus casi cuarenta años, con una niña de once y un niño de siete, Manuela había visto cómo la delgada figura que tenía antes de casarse, era bajita pero aparente, había entrado ya en esa etapa en la que el cuerpo se va ensanchando sin remedio y las curvas se hacen largas. Lo normal cuando se llegaba a cierta edad, se decía. Le gustaba cuidar su aspecto y seguía encargando algún vestido a la modista del pueblo de toda la vida sacando ideas de los modelos que lucían las famosas en las fotos de las revistas del corazón, pero cada vez tenía que hacerse antes un arreglo ella misma para agrandárselo en las caderas o la cintura. Era una buena costurera, había aprendido prácticamente de niña, y tenía buena mano para los patrones. No le había quedado otro remedio, pues en su casa nunca hubo mucho dinero para gastarse en ropa nueva y las prendas se arreglaban una y otra vez.

Francisco llegó de su viaje de trabajo el sábado por la tarde. Mientras se aseaba y cambiaba de ropa, Manuela y su madre prepararon una merienda-cena con un poco de embutido, chorizo, lomo y queso, una tortilla francesa con jamón y unas latas de sardinas y mejillones. Comieron con los niños y se despidieron de ellos prometiéndoles que les traerían algún regalo a la vuelta del viaje, el domingo por la tarde. Salieron del pueblo a las diez de la noche, una hora en la que las calles estaban ya desiertas y ningún vecino se iba a interesar por su destino. No querían chismes. La carretera Nacional V estaba despejada y el Seat 1500 que conducía Francisco —por supuesto Manuela no tenía carnet de conducir ni había pensado nunca en sacárselo— circuló casi en solitario todo el trayecto.

—Tú duérmete, cariño, yo estoy acostumbrado a conducir solo.

Pero ella no estaba para dormirse, sino que, a medida que se acercaban a la ciudad, empezaba a alterarse. Recordó las semanas que llevaba inquieta con el deterioro de la salud del generalísimo, desde que un mes atrás se empezara a decir que Franco tenía una gripe severa. Se preocupó más cuando el ministro de Información y Turismo, el hombre calvo de las gafas oscuras de pasta, dio una rueda de prensa para reconocer oficialmente que se trataba de un problema de corazón y que el general se mantenía en una situación cardiológica estable. A partir de ese momento, rezó cada día por él, como se hacía en todas las iglesias del país, con la esperanza de que aquel corazón que tanto había dado a los españoles pudiera superar ese pequeño contratiempo. Ella, como el resto de los orantes, estaba engañada, porque el caudillo había sufrido ya una grave crisis cardiaca con edema pulmonar que llevó a administrarle preventivamente la extremaunción debido al severo peligro de muerte que enfrentaba. Aquellos días revueltos, en las conversaciones entre los amigos y conocidos del pueblo, siempre había un espacio para comentar el estado del enfermo, porque todos eran conscientes de que se aventuraban a un momento incierto. ¿Qué pasaría después?

—¿Tienes frío? ¿Quieres que suba la calefacción? —le dijo Francisco al verla removerse en el asiento del copiloto.

—No, estoy bien, solo algo revuelta por el viaje. ¿Cuánto falta?

—¿Quieres que paremos un rato? Todavía nos queda un poco.

—No, no. Cuanto antes lleguemos, mejor, que lo mismo hay que estar mucho tiempo de pie —contestó nerviosa.

Las últimas semanas Manuela había llevado en silencio su desasosiego, aparentando una tranquilidad que no tenía, rezando para prolongar la vida de un hombre que, aunque ella no lo supiera, pues los partes médicos no eran nunca demasiado claros, ya estaba cianótico, ausente y sin capacidad de liderar el país como ella lo había visto hacer desde que tenía uso de razón. Su infancia, su juventud, su madurez, su maternidad, todos los momentos de su vida habían estado amparados por esa figura omnipresente que ocupaba un lugar preferente en todas las actividades: en la escuela, en la iglesia, en el trabajo, en la educación, en la moral, en la seguridad, en la tranquilidad. Desde pequeña le habían enseñado, y ella misma había comprobado a lo largo de los años, que bajo el faro benefactor del padre de la nación todo era más sencillo, llevadero y feliz. Y ahora estaba allí, camino de Madrid, acercándose al lugar donde se encontraba el cuerpo frío y embalsamado de ese hombre, porque su alma, de eso no había ninguna duda, estaría ya camino del cielo.

3

Camaradas en El Escorial

Jaime Llopis-Bofill y Roca sabía hacía tiempo que Franco iba a ser enterrado en el Valle de los Caídos, pues había sido informado puntualmente de las deliberaciones sobre el asunto. Como miembro del Consejo Nacional del Movimiento y procurador en Cortes, nombrado directamente por el caudillo, tenía contactos en todas las altas esferas de poder y desde hacía unos meses estaba al corriente de todo lo que se estaba preparando ante la posible muerte del general, tanto oficial como extraoficialmente. Dedicaba a ello casi todo su tiempo, pues una de las ventajas de ser soltero era que no se tenía familia que requiriese tu atención. Nunca se había casado, y eso que no le faltaron pretendientes, porque un excombatiente de buen porte y bien situado, como él siempre lo estuvo desde que terminó la guerra, era un excelente partido para cualquier señorita que quisiera asegurarse un futuro de estabilidad. Varias mujeres habían rondado su vida, pero ninguna logró penetrar en su esfera más íntima. En cuanto parecía que una relación podía llegar a ser seria y aparecía el menor atisbo de aquello que podía ser lo que algunos llaman enamoramiento, él la enfriaba rápidamente. Le gustaban más los compromisos del compañerismo, la amistad y la entrega a una causa política como el Movimiento Nacional.

—Yo estoy casado con la patria, que es mucho más exigente que una esposa. Pero también me da más libertad que a vosotros vuestras respectivas, porque me deja hacer lo que quiera y con quien quiera —les decía a sus colegas entre risas.

Jaime, a pesar de su aparente seriedad y rectitud, había conocido hacía unos años una parte de la canalla noche madrileña, aquellos lugares en los que lo mismo podías encontrarte a Ava Gardner o a un marqués o a un ministro. Los tablaos, Florida Park, Chicote y otros sitios ocultos en los que no se preguntaba quién era nadie. Ahora, superados los sesenta, llevaba un tiempo retirado de los lugares públicos y prefería organizar encuentros en su estupendo piso de la calle Alfonso XII. Allí se reunían sobre todo gentes importantes de la política, pero también periodistas, escritores o altos funcionarios del Régimen, por supuesto, siempre cercanos a las ideas del anfitrión. En uno de esos últimos encuentros, cuando el único tema de conversación era la grave enfermedad de Franco y las intrigas en torno al príncipe Juan Carlos, fue cuando le contaron la intención de algunos allegados del general de enterrarlo en el panteón familiar de El Pardo. Jaime entró en cólera.

—¿Cómo va a tener el generalísimo el mismo lugar de reposo y honor que una persona cualquiera de su familia? ¡No se dan cuenta de que España necesita seguir teniendo vivo el recuerdo de su guía! ¡Lo quieren borrar del mapa en cuanto muera!

Al final se tomó la decisión, y Jaime influyó todo lo que pudo en ella, de enterrarlo en el Valle de los Caídos, al lado de la tumba donde reposaban los restos de José Antonio Primo de Rivera. El líder de Falange había sido trasladado allí en 1959, el año en que se había inaugurado la monumental obra para celebrar el vigésimo aniversario del fin de la cruzada. Aquel día, ante decenas de miles de correligionarios, Franco lanzó un discurso reivindicando la justicia de la guerra y del Movimiento Nacional y pidiendo a todos los presentes que ayudasen a que su herencia perdurase en el tiempo. Jaime estuvo presente en el acto y recordaba perfectamente cómo le impresionaron las palabras del caudillo y la petición que les hizo a todos:

Nuestra guerra no fue una contienda civil más, sino una verdadera cruzada, la gran epopeya de una nueva y trascendente independencia. En todo el desarrollo de esa cruzada hubo mucho de providencial y milagroso, porque solo así se puede calificar la ayuda decisiva recibida en tantas vicisitudes de la divina protección. Interesa al mundo que inculquéis a vuestros hijos y proyectéis sobre las generaciones que os sucedan la razón permanente de nuestro Movimiento para así cumplir con el mandato sagrado de nuestros muertos.

Fue un acto extraordinario de afirmación y compromiso con los ideales del Régimen, se emocionaba al recordarlo, pero la despedida del generalísimo tenía que serlo aún más, tenía que proyectar un mensaje de unión y fuerza que llegase a todos los rincones del país.

—Todos aquellos a los que verdaderamente les importaba el caudillo y están comprometidos con su legado van a estar allí presentes. El entierro de Franco será algo inolvidable, te lo garantizo. Está todo preparado, puedes estar tranquilo. ¡Arriba España! —gritó Jaime antes de colgar el teléfono de su despacho y pedirle a Felisa que le preparase el traje de oficial del requeté carlista con el que se iba a vestir.

Aunque los planes del entierro eran conocidos por mucha gente, la mayoría de los españoles se enteró por Televisión Española, en la voz de aquel periodista vestido de negro y con cara consternada, de cómo se iban a desarrollar los acontecimientos del adiós:

El domingo día 23 tendrá lugar en la plaza de Oriente una misa de cuerpo presente que será de carácter público y a la que asistirán sus majestades los reyes de España. Acto seguido se procederá al traslado de los restos mortales de su excelencia el jefe del Estado al Valle de los Caídos en cuya basílica será inhumado…

Desde que se conoció la noticia, las calles de San Lorenzo de El Escorial se fueron convirtiendo poco a poco en un hervidero de gente. A partir del viernes, miles de personas habían ido llegando al pueblo en todo tipo de transportes, una marabunta que fue llenando las calles y plazas, los bares y restaurantes, los hoteles y pensiones, incluso aparecieron algunos campamentos improvisados en los alrededores para acoger por un tiempo esa tremenda marea humana. El camino hacia Cuelgamuros era un alboroto de coches, autobuses y motos entre los que se movía una constante hilera de personas que subían animosas hacia la basílica de la Santa Cruz. Los casi quince kilómetros desde el pueblo se hacían cortos en ese ambiente enfervorecido, donde había casi más de celebración que de duelo, y la camaradería provocaba una excitación general que a menudo explotaba en cánticos y aclamaciones, brazos en alto y gestos firmes. El sábado por la noche los bares del pueblo estaban llenos y el trasiego de tapas y bocadillos era tan intenso como el de los licores que ayudaban a espantar el frío de finales de noviembre: anís, coñac, pacharán y orujos varios animaban el compañerismo y la charla, el abrazo y el canto. Por doquier había grupos uniformados, camisas pardas, azules o negras, gorros verdes, boinas rojas, en una confraternización multicolor que aventuraba más un desfile patriótico que un entierro. Entre ellos, impregnándose de esa atmósfera que tantos recuerdos le traía, estaba Jaime, que a sus sesenta y cinco años seguía conservando esa figura espigada y nervuda que tanto llamó la atención en los campos de Belchite o en el valle del Ebro. Desde que en 1936 se alistara en el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat para combatir en la guerra, su vida había seguido los caminos de la lealtad, la espiritualidad y el respeto por la herencia de los antepasados. Esa doctrina le había llevado hasta allí ahora para despedir y honrar a quien en su día le concedió la Cruz Laureada de San Fernando por su heroicidad en la batalla y recientemente le había nombrado consejero nacional del Movimiento y procurador en Cortes. Era un hombre importante, un carlista respetado, una personalidad del Régimen que podía haber estado ocupando un lugar destacado en el funeral que iba a tener lugar al día siguiente en el Palacio Real, pero él prefería estar allí con los suyos, los que de verdad constituían el exponente máximo de españolidad y de heroísmo. Muchas cosas habían pasado los últimos años con las que no estaba de acuerdo, algunas decisiones erróneas del líder que podían conducir al desmantelamiento de todo lo que habían construido durante cuarenta años. Tiempo habría de preocuparse de ello e intentar evitarlo. Ahora lo que tocaba era unirse a sus iguales, vestir su uniforme, formar, marchar, entonar y rendir el gran homenaje que merecía el difunto. Salió del coche oficial y se echó por encima el abrigo de cuello de piel de conejo para protegerse del frío de noviembre. Se colocó con cuidado la boina roja, sin cubrir del todo el todavía abundante pelo cano que le daba un aire aún más distinguido. Todo su porte llamaba la atención, las relucientes condecoraciones que llevaba en el pecho, el lustroso cuero de los correajes, la cartuchera y las elegantes botas. Seguido por su ayudante y su chófer, se encaminó con paso firme al restaurante que había sido designado punto de reunión de los veteranos oficiales carlistas. A su paso, algunos jóvenes lo saludaron con el brazo en alto.

—¡Dios, patria y rey! —gritaron.

Jaime les devolvió el saludo con una sonrisa.

—Lo veis. Esa juventud no se merece que la abandonemos, hay que seguir teniendo fe en España —les dijo a sus acompañantes.

4

La planta veintitrés

Hacía tiempo que debía haber llegado el contacto y José Luis empezaba a inquietarse. Ya le habían advertido de que, en ocasiones, por precaución y seguridad, los planes se suspendían en el último momento y, entonces, lo más indicado era abandonar el escenario y esperar nuevas comunicaciones por los canales seguros. El enlace que esperaba en aquella habitación de la planta veintitrés del Hotel Plaza de Madrid acababa de llegar a la ciudad con una misión inminente, según se le había comunicado, una misión que José Luis todavía desconocía. Siguiendo las instrucciones recibidas, se había registrado en aquel gran hotel de la plaza de España con un carnet de identidad a su nombre, José Luis Murillo Domínguez, nacido en Zamora en 1950, hijo de Antonio y María del Carmen. Lo único que se había falsificado en el documento era el domicilio, porque residir en Rentería esos días significaba estar marcado y ser sospechoso. Y, si bien hacía ya algún tiempo que no vivía en la casa familiar, allí había pasado sus primeros años de vida, la infancia, la adolescencia y el inicio de su juventud. La muerte de Franco el día anterior le había hecho recordar la primera vez que vio al dictador, cuando tenía once años y su padre lo llevó a San Sebastián para ver la comitiva del jefe del Estado que acudió a un partido de pelota vasca en un famoso frontón de la ciudad. Le venían a la mente imágenes vagas de la multitud aclamando desde ambos lados de la calle a aquel señor mayor, que llegó en un coche muy grande rodeado de motoristas y descendió entre aplausos acompañado de una mujer delgada que llevaba un gran collar de perlas y una flor en la cabeza.

Miles de personas aclamaron la llegada de su excelencia el jefe del Estado al frontón Urumea de San Sebastián, donde acudió a una importante exhibición de pelota vasca. El generalísimo fue recibido cariñosamente y saludado por las primeras autoridades, así como por los directivos de las federaciones deportivas. En la exhibición se jugó un partido a remonte entre Elorriaga y Bengoechea contra Olaberri y Arbizu, y un partido a cesta punta entre Orbea y Churruca contra Abengoa y Larrañaga. Todos estos jugadores son considerados como los mejores en su especialidad. Al término de los partidos, los pelotaris fueron llamados al palco de su excelencia que departió amablemente con ellos. La esposa y la hija del generalísimo se interesaron también por esta modalidad deportiva.

Era 1961, y entonces él no entendía lo que Franco representaba, pero pocos años después supo que aquella visita, como tantas otras, fue utilizada para intentar demostrar que el general era bien recibido y querido por los vascos.

—Lo que no sabéis es que, cada vez que ese hombre viene a San Sebastián, la policía mete en la cárcel a mucha gente para asegurarse de que nadie protesta. La mayoría de los que van a aplaudirle lo hacen porque tienen miedo.

Esas palabras se las dijo Amaya, la madre de su amigo Ander, un día que fueron a su casa a merendar chocolate, después de una excursión con el colegio. En casa de Ander siempre había chocolate La Campana de Elgorriaga, que les gustaba muchísimo, y su madre les ponía un rato la televisión en blanco y negro que tenían en el salón. Aquella tarde se anunció un reportaje especial y aparecieron unas imágenes de barcos en la bahía de San Sebastián, donde había arribado hacía unos días el yate del general, que, como todos los veranos, pasaba unos días de vacaciones en la ciudad.

En viaje desde la costa coruñesa fondea en la bahía de San Sebastián el yate Azor, que trae a la capital donostiarra a su excelencia el jefe del Estado y a su esposa doña Carmen Polo de Franco. Cumplimentan al generalísimo varios ministros, autoridades civiles, militares y eclesiásticas y la corporación municipal. La muchedumbre congregada en el embarcadero y a lo largo del itinerario recorrido por la comitiva aclama el paso de Franco, que recorre la ciudad en coche descubierto acompañado del alcalde hasta el Palacio de Aiete, donde su excelencia pasará la segunda etapa de sus vacaciones veraniegas.

—Mientras él pasa sus vacaciones en ese palacio, hay mucha gente reprimida, vigilados por la policía o encarcelados, que a más de uno le habrán pegado una paliza sin haber hecho nada, solo por pensar de otra manera —comentaba Amaya mientras José Luis y Ander devoraban el chocolate y miraban en la pantalla las imágenes de la gente aplaudiendo al paso del Rolls-Royce negro descapotable donde dos personajes en pie, Franco y el alcalde José Manuel Elósegui, saludaban sonrientes.

En la casa de Ander, mucho más grande que la suya, mientras jugaban a un futbolín plegable o a los Juegos Reunidos Geyper, que eran sus entretenimientos preferidos, fue donde José Luis escuchó por primera vez hablar de la libertad, de la opresión, de la lucha por las ideas y del nacionalismo. Los padres de su amigo, Amaya y Aitor, eran de las personas que estaban orgullosas de ser vascas y hacían gala de ello. Parecían mucho más jóvenes que sus padres, vestían de manera más moderna, tenían una vida social intensa y a menudo invitaban a personas a su casa, donde bebían, fumaban, hablaban de política y cantaban, a veces en euskera.

—Estas canciones os las tenéis que aprender —les decía a los pequeños el padre de Ander— porque dentro de unos años las cantaréis con vuestros amigos de la cuadrilla.

Luego, con el tiempo, irían llegando las charlas, las reuniones, los pasquines y las lecturas que lo fueron acercando a un mundo que sus padres desconocían por completo y que habían acabado llevándolo hasta la habitación del hotel donde estaba ahora.

Aunque hacía mucho tiempo que simpatizaba con la organización, fue sobre todo desde el Proceso de Burgos de 1970, con aquellas condenas a muerte que luego se conmutaron por cadenas perpetuas, y tras el asesinato de Carrero Blanco en 1973, tomado por muchos jóvenes vascos como una gran acción heroica, cuando empezó a pensar en dar el paso de entrada. Había tomado la decisión definitiva hacía medio año, el último mes de abril, después de que el Gobierno, a raíz de los últimos atentados en los que murieron dos policías, decretase un nuevo estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa. Se produjeron otra vez todo tipo de abusos por parte de las fuerzas del orden, y las detenciones, interrogatorios y torturas se extendieron por las dos provincias durante tres meses, con la policía secreta y la Guardia Civil actuando sin freno en operaciones de las que no se conocía casi nada debido a que se había declarado materia reservada toda la información sobre el estado de excepción. Era una ley mordaza con represalias muy duras y nadie se la saltaba por miedo a los cierres de medios y las multas, así que, fuera de esas dos provincias, en el resto del país no se sabía mucho de lo sucedido aquellos días. Pero Guipúzcoa era casi el escenario de una guerra y en la cuadrilla de José Luis, como en tantas otras, desde hacía tiempo no se hablaba de otra cosa que de la lucha contra los ocupantes y el sacrificio de algunos jóvenes por el pueblo.

—Si no hacemos nada nosotros, ¿quién lo va a hacer? ¿Nuestros padres? —se preguntaba Ander.

—Al menos tus padres tienen conciencia política y saben lo que pasa. Los míos, los pobres, están sometidos por el miedo. Nunca hablan de nada que tenga que ver con la política, no saben lo que es la libertad —los disculpaba José Luis.

No le fue difícil encontrar la manera de conectar con alguien de dentro de la organización. Al poco tiempo de ese contacto, Mari Carmen, su madre, le entregó una carta que habían dejado en el buzón a su nombre y sin remite:

Hola, amigo:

Hemos recibido noticias sobre el interés y preocupación que muestras ante la opresión social y nacional que sufre Euskal Herria desde hace tiempo. Por eso nos dirigimos a ti…

—¿Quién te escribe, hijo? Si se puede contar —intentaba sonsacarle su madre imaginándose algún origen sentimental en lo escrito.

—Cosas mías, ama. No quiera saberlo todo. —Y dejaba un beso rápido en la mejilla de Mari Carmen y a ella le sabía a gloria, porque le devolvía a aquel niño que con la edad estaba perdiendo.

Su rápida entrada en acción también vino acelerada por la necesidad de cubrir las numerosas bajas provocadas en la banda por la operación Lobo. El Servicio Central de Documentación del Gobierno (SECED) había conseguido infiltrar un topo en la cúpula de ETA y durante el último año habían caído muchos comandos y militantes, sobre todo en Madrid, donde la organización llevaba un tiempo sin poder actuar. Las condenas a muerte y los fusilamientos del mes de septiembre de 1975, con los que el Régimen quiso dar un mensaje de fortaleza y resistencia, habían supuesto para José Luis un decisivo acicate moral, la concienciación definitiva de que la razón estaba de su lado. El consejo de guerra y la ejecución de aquellos cinco jóvenes, dos de ETA y tres del FRAP , demostraban que la lucha no podía abandonarse por mucho que el dictador desapareciese, porque no solo había sido una respuesta de Franco, había sido una respuesta del Estado, de los que querían seguir perpetuando su poder a través de la represión y el miedo. Todavía recordaba aquel último fin de semana de septiembre, cuando, tras darse el viernes el Gobierno por enterado de la firmeza de las cinco condenas a muerte, se desató una oleada de protestas por toda Europa. En Londres, París, Roma o Lisboa, donde llegaron a provocar un incendio en la embajada española, los manifestantes pidieron el perdón para los sentenciados y la condena del régimen franquista por la comunidad internacional. Muchos países y autoridades enviaron mensajes y peticiones de clemencia a Madrid, pero de nada sirvió. Cuando se anunció que los miembros de ETA , Juan Paredes Txiki y Ángel Otaegui, habían sido fusilados, José Luis lloró de rabia abrazado a un compañero que conocía a los familiares de Ángel y que le contó cómo estos no pudieron acompañarlo en la cárcel burgalesa de Villalón, donde fue ejecutado. La familia tuvo que esperar en un bar de carretera el cumplimiento de la sentencia al amanecer para luego ir a reclamar su cadáver y pagar las cincuenta mil pesetas que costaba el traslado de los restos en coche fúnebre a su pueblo. Esa imagen, la de los familiares de Otaegui que acompañaban a su madre soltera esperando varias horas para enterarse en la televisión de un bar de la ejecución, le quemaba la sangre. No habían pasado ni dos meses desde entonces y era el momento de seguir demostrando que no se iban a rendir. Aunque la cabeza del sistema hubiera muerto en una cama de hospital, ese no era el final del yugo para el pueblo vasco, tal como recalcaban siempre sus superiores en la organización. Había que evitar que todo siguiera igual, y por eso estaba allí, en la planta veintitrés de un hotel madrileño, esperando mientras escuchaba en un pequeño transistor las noticias sobre la preparación de los funerales de Franco.

Llegan continuamente al Palacio de El Pardo, al de las Cortes y al de la Zarzuela telegramas y comunicaciones de autoridades españolas y de jefes de Estado y primeros mandatarios de todo el mundo que expresan su pésame y condolencias por el fallecimiento de Franco. Señalamos, por ejemplo, los telegramas enviados por el presidente de los Estados Unidos, el papa Pablo VI, la reina de Inglaterra, el rey Balduino de Bélgica, el presidente federal de la República Austriaca, la reina Margarita de Dinamarca, el presidente de la República de Senegal, el rey de Suecia, el rey de Noruega, el emperador de Japón, el presidente de la República de Túnez, el rey de Tailandia, el príncipe de Mónaco, el presidente de la República Chilena, el presidente de la República de Brasil, el presidente de la Federación Suiza, el príncipe soberano de Liechtenstein, el superior general de los Jesuitas, el gran maestre de la Orden de Malta y el presidente del Comité Olímpico Internacional, entre otros muchos. A lo largo de las últimas horas han llegado al aeropuerto de Barajas, y lo seguirán haciendo durante todo el día de hoy, las embajadas enviadas por decenas de países para rendir un último homenaje al generalísimo y asistir a su entierro. En las instalaciones del mismo aeropuerto ha sido instalada una mesa de condolencias que recoge los mensajes de las autoridades nada más pisar suelo español…

Madrid estaba blindada por las fuerzas del orden, pero él había conseguido pasar desapercibido en el frío de noviembre y se había infiltrado en el corazón de la ciudad.

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La mano dura de Pinochet

—He estado con Pinochet

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