Índice
Cubierta
1. Estoy muerto
2. Me llamo Negro
3. Yo, el perro
4. Me llamarán Asesino
5. Soy vuestro Tío
6. Yo, Orhan
7. Me llamo Negro
8. Me llamo Ester
9. Yo, Seküre
10. Soy un árbol
11. Me llamo Negro
12. Me llaman Mariposa
13. Me llaman Cigüeña
14. Me llaman Aceituna
15. Me llamo Ester
16. Yo, Seküre
17. Soy vuestro Tío
18. Me llamarán Asesino
19. Yo, el dinero
20. Me llamo Negro
21. Soy vuestro Tío
22. Me llamo Negro
23. Me llamarán Asesino
24. Me llamo Muerte
25. Me llamo Ester
26. Yo, Seküre
27. Me llamo Negro
28. Me llamarán Asesino
29. Soy vuestro Tío
30. Yo, Seküre
31. Me llamo Rojo
32. Yo, Seküre
33. Me llamo Negro
34. Yo, Seküre
35. Yo, el caballo
36. Me llamo Negro
37. Soy vuestro Tío
38. Yo, el Maestro Osman
39. Me llamo Ester
40. Me llamo Negro
41. Yo, el Maestro Osman
42. Me llamo Negro
43. Me llaman Aceituna
44. Me llaman Mariposa
45. Me llaman Cigüeña
46. Me llamarán Asesino
47. Yo, el Diablo
48. Yo, Seküre
49. Me llamo Negro
50. Nosotros, dos derviches errantes
51. Yo, el Maestro Osman
52. Me llamo Negro
53. Me llamo Ester
54. Yo, la mujer
55. Me llaman Mariposa
56. Me llaman Cigüeña
57. Me llaman Aceituna
58. Me llamarán Asesino
59. Yo, Seküre
Créditos
Acerca de Random House Mondadori

Me llamo Rojo
Orhan Pamuk
Traducción de
Rafael Carpintero
www.megustaleer.com
A Rüya
Mataron a un hombre y discutieron entre ellos.
Corán, azora de la Vaca, 72
No son iguales el ciego y el que ve.
Corán, azora del Creador, 19
Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios.
Corán, azora de la Vaca, 115

1
Estoy muerto
Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido. En cuanto a él, ese repugnante villano, escuchó mi respiración y comprobó mi pulso para estar bien seguro de que me había matado, luego me dio una patada en el costado, me llevó hasta el pozo, me alzó por encima del brocal y me dejó caer. Mi cráneo, que antes había roto con una piedra, se destrozó al caer al pozo, mi cara, mi frente y mis mejillas se fragmentaron hasta el punto de desaparecer; se me rompieron los huesos; mi boca se llenó de sangre.
Llevo cuatro días sin volver a casa: mi mujer y mis hijos deben de estar buscándome. Mi hija, agotada de tanto llorar, estará vigilando la puerta del jardín; todos estarán en el umbral con la mirada puesta en el camino.
Tampoco sé si realmente están en la puerta. Quizá ya se hayan acostumbrado a mi ausencia, ¡qué espanto! Porque cuando uno está aquí tiene la impresión de que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a mis espaldas un tiempo infinito. Y ahora, después de muerto, ¡un tiempo inagotable! No pensaba en eso mientras vivía; vivía rodeado de luz entre dos tiempos oscuros.
Era feliz, creo que era feliz; ahora lo comprendo: yo era quien hacía las mejores iluminaciones del taller de Nuestro Sultán y no había nadie cuya maestría se aproximara siquiera a la mía. Con los trabajos que hacía fuera conseguía novecientos ásperos al mes. Por supuesto, eso hace que mi muerte sea aún más insoportable.
Solo me dedicaba a ilustrar y a iluminar: adornaba los márgenes de las páginas, coloreaba el interior de los encuadres y dibujaba en ellos hojas, ramas, rosas, flores y aves multicolores; nubes rizadas al estilo chino, hojas entrelazadas, bosques de colores y gacelas, galeras, sultanes, árboles, palacios, caballos y cazadores que se escondían en ellos… Antaño a veces decoraba un plato; a veces la parte posterior de un espejo, el interior de una cuchara, el techo de una mansión o un palacete en el Bósforo, a veces un arcón… En los últimos años solo trabajaba en páginas de libros porque Nuestro Sultán pagaba grandes cantidades de dinero por los libros ilustrados. No es que vaya a decir que al enfrentarme a la muerte comprendiera que el dinero no tiene la menor importancia en la vida. Incluso cuando uno ya no está vivo sigue siendo consciente de la importancia del dinero.
Al ser testigos de este milagro, el que podáis oír mi voz a pesar de la situación en que me encuentro, sé que pensaréis lo siguiente: Déjate ya de cuánto ganabas en vida. Cuéntanos lo que ves ahí. ¿Qué hay después de la muerte? ¿Dónde está tu alma? ¿Cómo son el Cielo y el Infierno? ¿Qué es lo que ves allí? ¿Cómo es la muerte? ¿Duele? Tenéis razón. Sé que mientras uno está vivo siente una enorme curiosidad por lo que pasa en el otro lado. Contaban una historia de un hombre que movido simplemente por dicha curiosidad se dedicaba a vagar entre cadáveres por sangrientos campos de batalla… A aquel hombre que buscaba entre los guerreros agonizantes a alguno que hubiera muerto y resucitado y pudiera desvelarle el secreto del otro mundo, los soldados de Tamerlán lo tomaron por un enemigo y lo partieron en dos de un solo tajo, y él creyó que a uno lo parten en dos en el otro mundo.
Nada de eso. Incluso podría decir que las almas partidas en dos en el mundo se unen aquí. Pero, gracias a Dios, existe el otro mundo, a pesar de lo que afirman los infieles impíos, los ateos y los blasfemos que obedecen al Demonio. El hecho de que os hable desde allí es la prueba de su existencia. He muerto, pero, como veis, no he desaparecido. Por otra parte, me veo obligado a confesar que no me he encontrado los palacetes de plata y oro bajo los cuales fluyen arroyos, los árboles de grandes hojas y frutos maduros, ni las hermosas vírgenes que menciona el Sagrado Corán. Sin embargo, recuerdo bien cuántas veces y con cuánto placer dibujé esas huríes del Paraíso de enormes ojos que se describen en la azora del Acontecimiento. Y, por supuesto, tampoco me he encontrado esos cuatro ríos de leche, vino, agua dulce y miel que describen con tanta amplitud y dulzura visionarios como Ibn Arabi y no el Sagrado Corán. Pero, como no quiero arrastrar a la incredulidad a nadie que, razonablemente, viva con la esperanza y la ilusión del otro mundo, tengo que advertir de inmediato que todo esto se debe a mi situación particular: cualquier creyente con un mínimo de conocimiento sobre la vida después de la muerte aceptará que alguien tan atormentado como yo y, además, en la situación en que me hallo, tendrá grandes dificultades para ver los ríos del Paraíso.
En resumen: yo, conocido en la sección de ilustradores y entre los demás maestros como Maese Donoso, he muerto pero no he sido enterrado. Por eso mi alma no ha podido abandonar mi cuerpo. Para que mi alma pudiera alcanzar el Cielo, el Infierno o dondequiera que se halle mi destino, debería poder deshacerse de la impureza del cuerpo. Esta situación excepcional, que también ha ocurrido a otros, provoca terribles dolores a mi alma. No siento mi cuerpo destrozado ni cómo va pudriéndose la mitad sumergida en agua helada de mi cuerpo roto y herido, pero sí noto el profundo tormento de mi alma luchando por abandonarlo. Es como si el universo entero se apretara en mi interior y comenzara a estrecharse.
Esta impresión de estrechamiento solo puedo compararla con la sorprendente sensación de amplitud que noté en el momento inigualable de mi muerte. Cuando mi sien se quebró con aquella inesperada pedrada comprendí de inmediato que aquel miserable quería matarme pero no podía creer que lo haría. Me encontraba rebosante de esperanza pero no me había dado cuenta de eso mientras transcurría mi descolorida vida entre el taller y mi hogar. Me agarré a la vida con uñas y dientes, mordiéndola, apasionadamente. No os aburriré explicándoos el dolor que sentí con los otros golpes que me di en la cabeza.
Cuando comprendí con tristeza que iba a morir, una increíble sensación de amplitud envolvió mi interior. Viví el momento de paso con esa misma sensación de amplitud: la llegada a este lado fue tan suave como cuando uno sueña consigo mismo durmiendo. Por último vi los zapatos, manchados de nieve y barro, de mi miserable asesino. Cerré los ojos como si durmiera y llegué a este lado en un dulce tránsito.
Mi única queja ahora no es que los dientes se me desprendan en la boca sanguinolenta como garbanzos tostados, ni que mi cara esté aplastada hasta haber quedado irreconocible, ni que me encuentre atascado en el fondo de un pozo, sino que todavía se piense que sigo vivo. Mi alma torturada sufre sabiendo que mis seres queridos piensan continuamente en mí, que suponen que estoy ocupado en algún rincón de Estambul con cualquier asunto estúpido, o incluso que ando detrás de alguna mujer. ¡Que encuentren mi cadáver cuanto antes, que se me recen los responsos, que se celebre mi funeral y que me entierren ya! ¡Y lo más importante, que encuentren a mi asesino! Quiero que sepáis que mientras no se encuentre a ese miserable esperaré retorciéndome inquieto en mi tumba por más que me entierren en la más suntuosa que exista y que os inocularé la incredulidad a todos. ¡Encontrad a ese hijo de puta que me asesinó y yo os contaré todo lo que hay en el otro mundo con pelos y señales! Pero es necesario que después de encontrarlo lo torturéis en una prensa y le rompáis ocho o diez huesos, preferiblemente las costillas, haciéndolos crujir despacio, y que luego le arranquéis sus cabellos grasientos y repugnantes uno a uno, obligándole a gritar mientras le agujereáis la piel de la cabeza con esos pinchos que tienen los torturadores para este tipo de trabajos.
¿Quién es ese asesino por quien siento tal odio? ¿Por qué me mató de una manera tan inesperada? Deberíais sentir curiosidad por eso. ¿Decís que el mundo está lleno de asesinos miserables que no valen cuatro cuartos y que ha podido ser cualquiera de ellos? Entonces, os prevengo: tras mi muerte subyace una repugnante conspiración contra nuestra religión, nuestras tradiciones y nuestra manera de ver el mundo. Abrid los ojos y enteraos de por qué me mataron y por qué pueden mataros a vosotros cualquier día los enemigos del Islam y de la vida en la que creéis y vivís. Se están cumpliendo cada una de las predicciones del gran predicador de Erzurum, el Maestro Nusret, cuyas palabras yo escuchaba con lágrimas en los ojos. Dejadme que os diga que ni siquiera los mejores ilustradores podrían decorar un libro en el que se narrara todo lo que nos está ocurriendo, en el caso de que se escribiera. Como ocurre con el Sagrado Corán —¡por Dios, que nadie me malinterprete!—, la tremenda fuerza de un libro así provendría del hecho de que nunca podría ser ilustrado. Dudo mucho que podáis entender esto.
Mirad, yo también, desde que era aprendiz, temía la verdad de las profundidades y las voces que vienen del más allá, pero no les prestaba atención y me reía de tales cosas. ¡Mi final ha sido el fondo de este horrible pozo! También a vosotros puede pasaros, abrid bien los ojos. Ahora no puedo hacer otra cosa sino esperar a que me encuentren por el olor repugnante que desprenda mi cuerpo cuando se haya podrido lo suficiente. Y soñar con las torturas que le infligirá a mi vil asesino algún alma caritativa cuando lo encuentre.
2
Me llamo Negro
Entré como un sonámbulo en Estambul, la ciudad en la que había nacido y crecido, tras doce años de ausencia. Dicen que a los agonizantes les llama la tierra, a mí me llamaba la muerte. Al principio creí que en la ciudad solo había muerte, luego me encontré con el amor. Pero por aquel entonces, mientras entraba en la ciudad, el amor era algo tan olvidado y lejano como mis recuerdos de ella. Doce años atrás, en Estambul, me había enamorado de mi prima, aún una niña.
Apenas cuatro años después de abandonar Estambul, mientras erraba por las infinitas estepas del país de los persas, por sus montañas nevadas y sus tristes ciudades llevando cartas y recaudando impuestos, me di cuenta de que iba olvidando lentamente el rostro de la amada niña que se había quedado atrás. Inquieto, me esforcé por recordarlo pero comprendí que el ser humano acaba por olvidar una cara que nunca ve por muy querida que le sea. En el sexto año de los que pasé en el este viajando o ejerciendo de secretario al servicio de los bajás, ya sabía que la cara que me representaba en mi imaginación no era la de mi amada en Estambul. Sé que en el octavo año volví a olvidar el rostro que había recordado de manera errónea en el sexto y que volví a recordarlo como algo por completo distinto. Así pues, cuando regresé a mi ciudad doce años después, ya con treinta y cinco cumplidos, era amargamente consciente de que hacía mucho que había olvidado la cara de mi amada.
La mayoría de mis amigos, de mis familiares y de mis conocidos del barrio habían muerto en esos doce años. Fui al cementerio que da al Cuerno de Oro y recé por mi madre y por mis tíos, que habían muerto en mi ausencia. El olor de la tierra fangosa se mezcló con mis recuerdos; alguien había roto un cántaro junto a la tumba de mi madre y, por alguna extraña razón, comencé a llorar observando los trozos. ¿Lloraba por los muertos o porque después de tantos años me encontraba de una manera extraña todavía al inicio de mi vida, o porque, al contrario de lo que notaba, sentía que estaba al final del viaje de mi vida? No lo sé. Comenzó a nevar de forma apenas perceptible. Me sumergí en la contemplación de los escasos copos que el aire esparcía por aquí y por allá y me había perdido en las imprecisiones de mi vida cuando me di cuenta de que un perro negro me observaba desde un rincón oscuro del cementerio.
Mis lágrimas dejaron de brotar. Me soné la nariz. Vi que el perro negro movía la cola amistosamente y salí del cementerio. Más tarde alquilé la casa en la que había vivido uno de los parientes de mi padre y me instalé en aquel barrio. A la dueña yo le recordaba a su hijo, muerto en la guerra por los soldados safavíes. Limpiaría la casa y cocinaría para mí.
Salí a las calles como si en lugar de haberme instalado en Estambul lo hubiera hecho de forma provisional en alguna ciudad árabe en el otro extremo del mundo y sintiera curiosidad por saber cómo era; caminé largamente, hasta hartarme. ¿Eran ahora las calles más estrechas o es que solo me lo parecían? En algunos lugares en los que las calles estaban encajadas entre casas enfrentadas que se inclinaban las unas hacia las otras me vi obligado a caminar pegado a las paredes y a las puertas para no chocar con caballos de carga. ¿Había también más ricos o es que me lo parecía? Vi un coche tan suntuoso como no los hay ni en Arabia ni en el país de los persas; parecía una fortaleza tirada por caballos orgullosos. En Çemberlitas vi descarados pordioseros vestidos con harapos apretados unos contra otros en medio del olor asqueroso del mercado de pollos. Uno de ellos era ciego y sonreía mirando la nieve que caía.
Si me hubieran dicho que antes Estambul era más pobre, más pequeño y más feliz, quizá no me lo habría creído, pero eso era lo que me decía mi corazón. Porque la casa del amor que había dejado atrás seguía en su sitio, entre tilos y castaños, pero cuando pregunté en la puerta me informaron de que allí vivía otra familia. La madre de mi amada, mi tía, había muerto, mi Tío y su hija se habían mudado y habían sufrido ciertas calamidades, como siempre dicen los hombres que están en la puerta en ese tipo de situaciones y que nunca son conscientes de cuán cruelmente os rompen el corazón y os aniquilan las ilusiones. Ahora no voy a contaros lo que había ocurrido, pero permitidme deciros que la tristeza, la nieve y el descuido de aquel viejo jardín, que yo recordaba cálido y verde en los días de verano y de cuyos tilos colgaban ahora carámbanos del tamaño de mi dedo meñique, no sugerían otra cosa que la muerte.
De hecho, ya sabía parte de lo que les había ocurrido a mis parientes por la carta que mi Tío me había enviado a Tabriz. En dicha carta mi Tío me llamaba a Estambul y me decía que estaba preparando un libro secreto para Nuestro Sultán y que necesitaba mi ayuda. Había oído que, durante un tiempo, en Tabriz yo había preparado libros para los bajás y los gobernadores otomanos y para los intermediarios de Estambul que me lo solicitaban. Lo que yo hacía en Tabriz era cobrar por adelantado los encargos de libros, buscar a ilustradores y calígrafos que a pesar de su miedo por las guerras y la presencia de soldados otomanos aún no hubieran abandonado la ciudad para marcharse a Kazvin u otros lugares de Persia, conseguir que aquellos grandes maestros, abrumados por la falta de dinero y de interés en su trabajo, escribieran, ilustraran y encuadernaran el libro en cuestión y enviarlo a Estambul. De no haber sido por el amor a los libros hermosos y a la pintura que mi Tío me había inculcado en mi juventud, no me habría dedicado a esos asuntos.
El barbero que había en el extremo de la calle de mi Tío que daba al mercado seguía en su establecimiento, entre los mismos espejos, navajas, aguamaniles y brochas. Nuestras miradas se cruzaron, pero no sé si me reconoció. Me alegró ver que la palangana para lavar la cabeza que estaba llenando de agua caliente seguía balanceándose adelante y atrás al extremo de la cadena que colgaba del techo formando el mismo arco de siempre.
Ciertos barrios y ciertas calles que había recorrido en mi juventud habían ardido en aquellos doce años, convirtiéndose en humo y ceniza, dando lugar a solares calcinados donde reinaban los perros o donde los locos asustaban a los niños. En otros sitios se habían construido ricos palacetes que impresionaban a los que venían de lejos, como yo. En algunos de ellos las ventanas eran del más caro y colorido cristal de Venecia. Vi que en mi ausencia se habían construido muchas de aquellas casas de dos pisos con balcones volados sobre altos muros.
Al igual que ocurría en muchas otras ciudades, en Estambul el dinero había perdido todo su valor. Los mismos hornos que en los años en que me fui al este te daban un enorme pan de cuatrocientos dracmas por un áspero ahora por ese dinero te ofrecían un pan que pesaba la mitad y cuyo sabor no recordaba en absoluto a los que uno había comido en la infancia. Si mi difunta madre hubiera visto que había que desembolsar tres ásperos por una docena de huevos, habría dicho: «Vámonos a otro lado antes de que las gallinas se lo crean tanto que se nos caguen en la cabeza», pero yo sabía que ese dinero devaluado corría por todas partes. Se decía que los barcos mercantes procedentes de Flandes y Venecia venían llenos de cofres de ese dinero de baja aleación. Mientras antiguamente en la ceca se acuñaban quinientos ásperos con cien dracmas de plata, ahora, a causa de las interminables guerras con los safavíes, estaban empezando a acuñarse ochocientos. Cuando los jenízaros vieron que las monedas que cobraban flotaban en las aguas del Cuerno de Oro como si fueran alubias que se hubieran caído del muelle de las verduras, se rebelaron y sitiaron el palacio de Nuestro Sultán como si se tratara de una fortaleza enemiga.
Un predicador llamado Nusret, que daba sus sermones en la mezquita de Beyazıt y que proclamaba descender de la estirpe del Profeta Mahoma, se había creado una enorme fama en esa época de inmoralidad, carestía, asesinatos y robos. Este predicador, originario de Erzurum, atribuía todos los desastres que habían caído sobre Estambul en los últimos diez años, los incendios de los barrios de Bahçekapı y Kazancılar, la peste, que dejaba decenas de miles de muertos cada vez que pasaba por la ciudad, el hecho de que no se consiguiera el menor resultado en la guerra contra los safavíes a pesar de tantas vidas y el que los cristianos se hubieran rebelado en el oeste y hubieran recuperado algunas pequeñas fortalezas otomanas, a que nos habíamos desviado del camino trazado por el Profeta Mahoma, a que nos alejábamos de las órdenes del Sagrado Corán, a que se trataba con tolerancia a los cristianos, a que se vendía vino con total libertad y a que en los monasterios de derviches se tocaban instrumentos musicales.
El vendedor de encurtidos que me habló excitado de aquel predicador y me informó de todo aquello aseguraba que el dinero de mala ley que invadía los mercados, los nuevos ducados, los falsos florines con un león acuñado y los ásperos cada vez con menos plata en su aleación nos iban arrastrando hacia una definitiva inmoralidad de difícil vuelta atrás, lo mismo que los circasianos, abjazos, mingarianos, bosnios, georgianos y armenios que invadían las calles. Los corruptos y los rebeldes se reunían en los cafés y conspiraban hasta el amanecer. Individuos de ignotas intenciones con el cráneo afeitado, orates adictos al opio y elementos residuales de la cofradía de los kalenderis tocaban música hasta el amanecer en los monasterios, se clavaban pinchos aquí y allá y, después de todo tipo de perversiones, fornicaban entre ellos y con muchachos jovencitos asegurando que aquel era el camino de Dios.
Oí el dulce sonido de un laúd y lo seguí no sé si buscándolo o si porque esa confusión mental a la que he llamado mis recuerdos y mis deseos no pudo aguantar más al venenoso vendedor de encurtidos y me indicó una salida. Lo único que sé es que si uno ama una ciudad y pasea por ella lo suficiente, años después el cuerpo, y no solo el espíritu, reconoce de tal manera sus calles que en un momento de amargura sazonado por la nieve que cae melancólicamente las piernas son capaces de llevarle por sí solas a la cumbre de una colina querida.
Así pues, me alejé del mercado de los Herradores y contemplé la nevada cayendo sobre el Cuerno de Oro desde un lugar junto a la mezquita de Solimán. La nieve ya había cuajado en los techos que miraban al norte y en los lados de las cúpulas que recibían el viento de levante. Las velas de un barco que estaba entrando en la ciudad, del mismo color plomizo neblinoso que la superficie del Cuerno de Oro, me enviaban un saludo parpadeante al ser arriadas. Los cipreses y los plátanos, el aspecto de los tejados, la tristeza de la tarde, los ruidos del barrio más abajo, los gritos de los vendedores y los chillidos de los niños que jugaban en el patio de la mezquita se amalgamaron en mi mente avisándome, de manera nada sorprendente, de que a partir de ese momento no podría vivir en ningún otro lugar que no fuera la ciudad. Por un momento creí que se me aparecería el rostro de mi amada, olvidado durante tantos años.
Bajé la cuesta. Me mezclé con la multitud. Después de la oración de la tarde maté el hambre en el establecimiento de un vendedor de asaduras. Escuché atentamente lo que me contaba el dueño del vacío establecimiento, que me alimentaba contemplándome masticar tan cariñosamente como si estuviera dando de comer a un gato. Con la inspiración y las indicaciones de las que me proveyó, doblé por una de las estrechas calles de atrás del mercado de esclavos bastante después de que oscureciera y allí encontré el café.
El interior estaba lleno de gente y hacía calor. Un narrador de cuentos, parecido a los que había visto en Tabriz y en las ciudades de Persia aunque allí no los llaman cuentistas sino teloneros, se había colocado en un alto de la parte de atrás, junto al fuego, y había desplegado una sola pintura, una imagen de un perro, hecha apresuradamente en papel basto pero con habilidad, y estaba contando la historia del animal de los propios labios del perro señalando de vez en cuando la imagen.
3
Yo, el perro
Como podéis ver, mis colmillos son tan puntiagudos y largos que a duras penas me caben en la boca. Sé que me dan un aspecto terrible, pero me gusta. En cierta ocasión, un carnicero dijo observando su tamaño:
—Caramba, esto no es un perro, es un jabalí.
Le mordí de tal manera en la pierna que sentí en la punta de los colmillos la dureza del fémur allá donde terminaba su grasienta carne. Nada resulta tan placentero para un perro como hundir los dientes en la carne de un repugnante enemigo con una furia y una pasión que te vienen de dentro. Cuando se me aparece una oportunidad así, cuando una víctima digna de ser mordida pasa estúpidamente ante mí, la mirada se me oscurece de puro placer, siento un doloroso rechinar de dientes y, sin darme cuenta, de mi garganta comienzan a surgir esos gruñidos que tanto miedo os dan.
Soy un perro y vosotros, que no sois criaturas tan racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían. Los perros hablan, pero solo para el que sabe escucharlos.
Érase una vez, hace muchísimo tiempo, un predicador insolente que llegó desde su ciudad de provincias a una de las mayores mezquitas de la capital de un reino; bien, digamos que se llamaba la mezquita de Beyazıt. Quizá fuera mejor ocultar su nombre y llamarlo, por ejemplo, el maestro Husret, y, para qué seguir mintiendo, lo cierto es que ese hombre era un predicador de cabeza dura. Pero por poco que tuviera en la cabeza, sí tenía, alabado sea Dios, un inmenso poder en la lengua. Cada viernes inflamaba de tal manera a la comunidad, les hacía gimotear de tal modo, que había quien lloraba hasta que se le secaban los ojos, quien se desmayaba y quien caía enfermo. Por Dios, que no se me malinterprete: él nunca lloraba como otros predicadores de lengua poderosa, al contrario, mientras todos los demás sollozaban, él ni pestañeaba, y endurecía su prédica como si riñera a los asistentes. Debe de ser porque les gustaba que les riñeran, pero todos los jardineros, pajes de palacio, confiteros, el populacho en general y muchos predicadores como él se convirtieron en esclavos de ese hombre. En fin, no era un perro sino un hombre que había mamado mala leche y así se extasió ante aquella multitud que le admiraba y se dio cuenta de que no solo le producía placer hacer llorar a su comunidad, sino también atemorizarla; además, viendo que allí había pan que amasar, llevó las cosas hasta el extremo de decir:
—La única razón de la carestía, de la peste y de las derrotas es que hayamos olvidado el Islam de tiempos de nuestro Santo Profeta y que nos hayamos creído ciertas mentiras y otros libros aparte del Corán que aseguran ser musulmanes. ¿Se recitaban responsos en tiempos de nuestro Señor Mahoma? ¿Se les hacían cuarenta ceremonias a los muertos y se repartían dulces y buñuelos por su alma? ¿Se recitaba melódicamente el Corán en tiempos de Mahoma como si fuera una canción? ¿Se subía a los alminares presumiendo, qué bonita es mi voz, mi árabe es como el de los mismos árabes, y se llamaba a la oración canturreando y coqueteando como una mujerzuela? Las gentes van a los cementerios a implorar, piden ayuda a los muertos, van a los mausoleos y adoran piedras, anudan cintas y ofrecen sacrificios como si fueran idólatras. ¿Había en tiempos de Mahoma cofradías que fomentaran todo eso? El gran inspirador de las cofradías, Ibn Arabi, se convirtió en pecador al jurar que el Faraón murió abrazando la fe. Los derviches, los mevlevíes, los halvetíes, los kalenderis, leen el Corán tocando instrumentos musicales, hacen bailar a niños y jóvenes con la excusa de que rezan en común, son todos unos infieles. Hay que derribar los monasterios, hay que cavar sus cimientos siete varas y arrojar al mar la tierra y solo así podréis rezar allí.
Este maestro Husret se enrabió hasta el punto de afirmar arrojando espuma por la boca, oh fieles, que tomar café era pecado. nuestro Profeta no había tomado café porque sabía que entorpecía la mente, que ulceraba el estómago, que producía hernias y esterilidad y porque había comprendido que el café era un producto del Diablo. Además, los cafés son lugares donde los concupiscentes y los ricos que buscan el placer se sientan codo con codo y donde se realizan todo tipo de inmoralidades, así que habría que cerrar los cafés antes incluso que los monasterios. ¿Tiene el pobre dinero para pagarse un café? La gente va a los cafés, se embriaga con café, pierde la medida de tal manera que escucha a perros creyendo en serio lo que dicen; pero perro es el que blasfema contra mí y nuestra religión. Todo eso decía el maestro Husret.
Con vuestro permiso, me gustaría responder a esta última afirmación de ese señor predicador. Por supuesto, todos sabéis que los perros no somos del agrado de todos esos peregrinos-maestros-predicadores-imanes. En mi opinión, todo se relaciona con el hecho de que nuestro Señor Mahoma se cortara los faldones de la túnica para no despertar al gato que se había dormido a sus pies. Recordando la delicadeza mostrada con el gato, que se nos negó a nosotros, y a causa de nuestra enconada enemistad con esa criatura, que hasta el más estúpido de los hombres admitiría que es ingrata, se pretende deducir que el Enviado de Dios detestaba a los perros. No se nos permite entrar en las mezquitas porque supuestamente mancillamos el estado de pureza necesaria, y el resultado de esta errónea interpretación, hecha con malas intenciones, han sido las palizas que durante siglos nos han dado en los patios de las mezquitas los encargados de la limpieza con los palos de sus escobas.
Me gustaría recordaros una de las más hermosas azoras del Sagrado Corán, la de la Caverna. No porque en este bonito café haya entre nosotros ignorantes que no hayan leído el Sagrado Libro, sino para refrescar la memoria. Esta azora nos habla de siete jóvenes hartos de vivir entre paganos. Se refugian en una caverna y se duermen. Dios les sella los oídos y les hace dormir exactamente trescientos nueve años. Cuando se despiertan comprenden que ha pasado todo ese tiempo gracias a que uno de los siete se mezcla con la gente y ve que la moneda que posee ya no es válida; se quedan estupefactos. Quiero recordaros, aunque no me corresponda a mí hacerlo, que en la decimoctava aleya de esta azora que habla de la dependencia del hombre de Dios, de la fugacidad del tiempo y de las delicias del sueño, se menciona que un perro estaba acostado a la entrada de la caverna donde dormían estos siete jóvenes, la llamada Caverna de los Siete Durmientes. Por supuesto, cualquiera se enorgullecería de que su nombre aparezca en el Sagrado Corán. Yo, como perro, presumo de esta azora y me digo que ojalá les dé un poco de seso a esos erzurumíes que llaman perros asquerosos a sus enemigos.
Entonces, ¿cuáles son los fundamentos de esa enemistad que se les tiene a los perros? ¿Por qué decís que los perros son impuros y por qué si un perro entra en vuestras casas lo limpiáis todo de arriba abajo y lo purificáis? ¿Por qué el que nos toca pierde su estado de pureza? ¿Por qué si un perro roza con su pelo húmedo el extremo de vuestro caftán os veis obligados a lavarlo siete veces como si fuerais mujeres enajenadas? La mentira de que si un perro ha lamido una cazuela hay que tirarla o restañarla solo sirve de provecho a los quincalleros. Quizá también a los gatos.
Cada vez que los hombres han abandonado las aldeas, el campo y el nomadismo y se han asentado en las grandes ciudades, los perros pastores se han quedado en el pueblo y nos hemos convertido en impuros. Antes del Islam uno de los doce meses era el mes del Perro. Ahora, en cambio, los perros traen mala suerte. No quiero abrumaros con mis problemas, amigos que habéis venido esta noche a entreteneros con alguna historia y, de paso, extraer una moraleja. Mi furia se debe a los insultos que ese señor predicador dedica a nuestros cafés.
¿Qué pensaríais si os dijera que no se sabe quién fue el padre de este Husret de Erzurum? A veces me han dicho: «Pero ¿qué tipo de perro eres tú que para proteger a tu amo, que no es más que un narrador que cuelga pinturas y cuenta cuentos en un café, te atreves a difamar a nuestro señor predicador? ¡Chist! ¡Largo de aquí!». Dios me libre de difamar a nadie. Pero me gustan mucho nuestros cafés. ¿Sabéis? No lamento que mi imagen esté dibujada en un papel tan barato ni ser un perro pero me entristece no poder sentarme con vosotros como un hombre y tomarme un café. Moriríamos por nuestros cafés y por tomar café… Pero ¿qué es esto?… Mira, mi maestro me está sirviendo café de una cafetera. No digáis que cuándo se ha visto que un dibujo tome café; mirad, mirad, el perro está tomando café a lengüetazos.
¡Ah! Qué bien me ha venido, me ha calentado el corazón, me ha agudizado la vista, ha abierto mi mente, y mirad lo que se me ha venido a la cabeza. ¿Sabéis qué fue lo que el Dux de Venecia le mandó como regalo a Nurhayat Sultán, la hija de Nuestro Exaltado Sultán, aparte de balas de seda china y cerámica china decorada con flores azules? Una coqueta perrita franca de pelo de terciopelo y más suave que una marta. Esta perrita era tan delicada que hasta tenía un vestido de seda roja. Lo sé porque un amigo mío se la cepilló: la perra ni siquiera podía follar sin su vestidito. De hecho, en el país de los francos todos los perros llevan vestidos parecidos. Por ejemplo, cuentan que una mujer franca de lo más melindrosa vio un perro desnudo, o quizá le viera su cosa, no lo sé, y gritó: «¡Ay, un perro desnudo!», y se cayó sin sentido.
De hecho, en el país de los infieles francos todos los perros tienen dueño. Al parecer, los pasean por las calles arrastrándolos con cadenas al cuello como si fueran los más miserables de los esclavos. Dicen que además introducen a esos pobres perros en sus casas y que incluso los meten en sus camas. Y no es ya que no les permitan olfatearse y aparearse, sino ni siquiera pasear en parejas. Si se cruzan por la calle, lo único que pueden hacer esos pobres encadenados es mirarse de lejos con ojos tristes, eso es todo. No son cosas que los francos puedan comprender el que los perros paseemos en manadas y gavillas por las calles de nuestro Estambul, que cortemos el paso a placer sin conocer dueño ni amo, que nos acurruquemos en el rincón caliente que más nos apetezca, que durmamos como troncos a la sombra, que caguemos donde queramos y que mordamos a quien queramos. Quizá por eso los admiradores del predicador de Erzurum se oponen a que se les dé carne a los perros en las calles de Estambul y se rece por ellos por pura caridad, así como al establecimiento de fundaciones que se dedican a eso. Si su intención es convertir a los perros, además de en enemigos, en infieles, tendré que recordarles que el hecho de ser enemigo de los perros es en sí ser infiel. Cuando llegue el momento de las ejecuciones de estos canallas, momento que espero no muy lejano, quizá nuestros amigos los verdugos nos inviten a comer un pedazo de ellos como hacen a veces a modo de ejemplo.
Por último quiero contar lo siguiente: mi dueño anterior era un hombre muy justo. De noche salíamos a robar y nos repartíamos el trabajo. Cuando yo comenzaba a ladrar, él aprovechaba para cortarle la garganta a la víctima y así no se oían sus gritos. A cambio de mis servicios, troceaba a los criminales que ejecutaba, los hervía, me los daba y yo me los comía. No me gusta la carne cruda. Ojalá piense de igual manera el verdugo del predicador de Erzurum y así yo no me vea obligado a comerme cruda la carne de ese asqueroso y a estropearme el estómago.
4
Me llamarán Asesino
Si me hubieran dicho que iba a quitarle la vida a alguien, incluso en el instante inmediatamente anterior a matar a ese imbécil, no me lo habría creído. Por eso, lo que hice a veces me parece tan lejano de mí como un galeón extranjero que se pierde en el horizonte. También a veces me siento como si no hubiera cometido ningún asesinato. Han pasado cuatro días desde que maté sin la menor intención a mi pobre hermano Donoso y ya me he acostumbrado un poco al hecho.
Me habría gustado poder solucionar la catástrofe que me había caído encima de repente sin tener que matar a nadie, pero comprendí de inmediato que no había otra solución. Lo resolví allí mismo, asumí toda la responsabilidad. No permití que se pusiera en peligro a toda la comunidad de ilustradores a causa de las calumnias de un inconsciente.
No obstante, es difícil acostumbrarse al hecho de ser un asesino. Me resulta imposible permanecer tranquilo en casa, salgo a la calle pero tampoco puedo quedarme allí, camino hasta otra y luego hasta la siguiente y al mirar las caras de la gente veo que muchos se creen inocentes solo porque no han tenido la oportunidad de cometer un asesinato. Resulta difícil creer que la mayoría de la gente sea más moral o mejor que yo solo por una pequeña cuestión de azar y de destino. Como mucho, el no haber cometido todavía un crimen les da un aspecto más bobo y, como todos los bobos, parecen bienintencionados. Me bastaron cuatro días paseando por las calles de Estambul después de matar a ese pobrecillo para comprender que cualquiera con un brillo de inteligencia en la mirada o la sombra de su espíritu reflejándose en su rostro era un asesino en secreto. Solo los bobos son inocentes.
Por ejemplo, esta noche. Estaba en un café en una callejuela detrás del mercado de esclavos dedicado a calentarme con mi café y a mirar la imagen de un perro que había en la parte de atrás y riéndome con lo que contaba como todos los demás, cuando me poseyó la sensación de que el tipo que se sentaba a mi lado era un asesino, como yo. Él también se reía con lo que contaba el narrador, pero quizá fuera porque su brazo estaba fraternalmente junto al mío o por la agitación nerviosa de sus dedos sosteniendo la taza, no lo sé, el caso es que decidí que se trataba de alguien de mi calaña y me volví de repente y le miré fijamente a la cara. Se asustó al instante y pareció presa de la confusión. Cuando la gente ya se iba, un conocido le cogió del brazo y le dijo:
—La gente del maestro Nusret no tardará en atacar esto.
El otro le ordenó silencio con la mirada y un movimiento de las cejas. Su miedo se me contagió. Nadie confía en nadie, todo el mundo espera alguna bajeza del prójimo.
El tiempo había refrescado mucho más y la nieve había cuajado bastante elevándose en las esquinas y al pie de los muros. En la negra oscuridad mi cuerpo solo podía encontrar su camino a tientas por las estrechas calles. A veces se filtraba al exterior la pálida luz de algún candil todavía encendido en algún lugar en el interior de casas de postigos bien cerrados y ventanas cubiertas con maderas negras y se reflejaba en la nieve, pero en general no había la menor luz, no veía nada y solo podía orientarme prestando atención a los golpes que los serenos daban con sus bastones en los adoquines, a los aullidos de enloquecidas manadas de perros y a los gemidos que surgían de las casas. A veces, en plena noche, las estrechas y terribles calles de la ciudad se iluminaban con una luz prodigiosa que parecía surgir de la misma nieve y yo creía ver en la oscuridad, entre los escombros y los árboles, los fantasmas que han convertido Estambul en una ciudad funesta desde hace siglos. A veces surgía de las casas el ruido de sus infelices habitantes, o tosían sin cesar, o se sorbían los mocos, o chillaban gimiendo en sueños, o maridos y mujeres intentaban estrangularse mientras sus hijos lloraban a su lado.
Había ido a ese café un par de noches para entretenerme escuchando al cuentista y para recordar lo feliz que era antes de convertirme en asesino. La mayoría de mis hermanos ilustradores, con los que me he pasado la vida, van todas las noches. Pero desde que me he cargado a ese imbécil con el que pintaba desde que éramos niños ya no quiero ver a ninguno de ellos. Hay muchas cosas que me avergüenzan en las vidas de mis hermanos, que no pueden estar sin verse ni sobrevivir sin sus cotilleos, y en el ambiente de diversión infame de este lugar. Incluso le regalé un par de pinturas al cuentista para que no pensara que le miraba por encima del hombro y me hiciera blanco de sus pullas, pero no creo que eso baste para refrenar su envidia.
Tienen razón en sentir envidia. Nadie supera mi maestría mezclando colores, trazando márgenes, en la composición de la página, en la selección de temas, en dibujar rostros, en situar multitudinarias escenas de guerra y caza, en representar animales, sultanes, bajeles, caballos, guerreros y amantes, en verter en la pintura la poesía del alma, e, incluso, en los dorados. No os lo cuento por presumir, sino para que me comprendáis. Con el tiempo la envidia se convierte en un elemento tan imprescindible de la vida de un maestro ilustrador como la pintura.
A veces, a mitad de una de mis caminatas, que se van alargando a causa de mi inquietud, mi mirada se cruza con la de algún correligionario puro e inocente y de repente se me ocurre una extraña idea: si en ese momento pensara que soy un asesino, el otro podría leérmelo en la cara.
Y así me obligo rápidamente a pensar en otras cosas; de la misma manera que en los años de mi primera juventud me esforzaba en no pensar en mujeres mientras rezaba retorciéndome de vergüenza. Pero, al contrario de lo que ocurría en aquellas crisis de adolescencia, en las que no me era posible apartar de mi cabeza la idea de la copulación, ahora puedo olvidar el crimen que he cometido.
Sin duda comprendéis que os cuento todo esto porque tiene que ver con mi situación actual. Basta con que una cosa se me pase por la cabeza para que lo entendáis todo. Eso me libra de ser un asesino sin nombre ni identidad que camina entre vosotros como un fantasma y me hace caer en la categoría del criminal vulgar convicto, confeso y reconocido que va a ser decapitado. Permitidme que no lo piense todo; que me guarde algo para mí. Que intenten descubrir quién soy a partir de mis palabras y mis colores de la misma manera que gente tan aguda como vosotros sigue las huellas del ladrón para encontrarlo. Y eso nos trae a la cuestión del estilo, tan en boga en estos días. ¿Tiene el ilustrador unas formas personales, un color o una voz propios? ¿Debería tenerlos?
Tomemos, por ejemplo, una pintura de Behzat, maestro de los maestros, santo patrón de los ilustradores. Esta maravilla, que tan bien se adecua a mi situación puesto que se trata de una escena de asesinato, me la encontré entre las páginas de un libro perfecto de hace noventa años a la manera de Herat en el que se narra la historia de Hüsrev y Sirin y que surgió de la biblioteca de un príncipe persa asesinado durante una despiadada lucha por el trono. Ya sabéis cómo termina la historia de Hüsrev y Sirin; quiero decir, no según la versión de Firdusi sino la de Nizami:
Los dos amantes se casan tras múltiples y tempestuosas aventuras, pero el joven Siruye, el hijo de Hüsrev con su anterior esposa, es un auténtico demonio y no les deja tranquilos. Este príncipe tiene la mirada puesta en el trono de su padre y en su joven esposa, Sirin. Siruye, del que Nizami dice que «su boca apestaba como la de los leones», encuentra la manera de encerrar a su padre y ocupar el trono. Una noche entra en la habitación en la que su padre duerme con Sirin, tanteando en la oscuridad los encuentra acostados y clava a su padre un puñal en las entrañas. La sangre de su padre fluirá hasta el amanecer y por fin morirá en la cama que compartía con la hermosa Sirin, que dormía pacíficamente a su lado.
La ilustración del gran maestro Behzat, como la propia historia en sí, ahonda en un miedo real que llevo en mi corazón desde hace años. ¡El horror de despertarme en la oscuridad a medianoche y descubrir que hay alguien más haciendo crujir las maderas del suelo en esa habitación en la que es imposible ver! Pensad que ese otro tiene un puñal en una mano y que con la otra os aprieta la garganta. Las paredes delicadamente decoradas de la habitación, la ornamentación de la ventana y el marco, las curvas y los arabescos de la alfombra roja, del mismo color del grito ahogado que brota de vuestra garganta presa, y las flores amarillas y moradas, bordadas con una delicadeza y una alegría increíbles, del edredón que vuestro asesino pisa despiadadamente con su pie desnudo y repugnante, todos esos detalles sirven para el mismo propósito: por un lado acentúan la belleza de la pintura que estáis observando y por otro os recuerdan qué lugares tan hermosos son la habitación en la que estáis muriendo y el mundo que estáis viéndoos obligados a abandonar. Y observando la ilustración os dais cuenta de que el significado fundamental es la completa indiferencia de la belleza de la pintura y el mundo ante vuestra muerte y el hecho de que cuando morís estáis completamente solos aunque vuestra esposa esté junto a vosotros.
—Es de Behzat —me dijo hace veinte años un anciano maestro que miraba conmigo el libro que yo sostenía en mis temblorosas manos. Su rostro estaba iluminado, no por la luz de la vela que teníamos junto a nosotros, sino por el placer que le producía lo que observaba—. Es tan de Behzat que no necesita firma.
Y como Behzat lo sabía, ni siquiera firmó en un rincón escondido de la ilustración. Según el anciano maestro, tras aquella actitud de Behzat se ocultaban el pundonor y la dignidad. La verdadera maestría y habilidad consisten en pintar una maravilla inigualable y no dejar el menor rastro que permita reconocer la identidad del ilustrador.
Temiendo por mi propia vida, maté a mi pobre víctima con un estilo que encuentro vulgar y grosero. Cada vez que vengo a este solar incendiado para investigar si he dejado atrás cualquier huella personal de mi obra que pueda delatarme, las cuestiones de estilo me hacen perder la cabeza cada vez más. Esa cosa llamada estilo sobre la que tanto insisten es solo un error que nos conduce a dejar un rastro personal.
Incluso sin la claridad de la nieve que ha caído, podría encontrar el sitio: este es el lugar asolado por un incendio donde maté al que fue mi compañero durante veinticinco años. La nieve ha cubierto y eliminado todas las huellas que pudieran haber sido consideradas como mi firma. Esto demuestra que Dios está de acuerdo con Behzat y conmigo en lo que respecta al estilo y a la firma. Si ilustrando el libro hubiéramos cometido un pecado imperdonable, aunque fuera sin darnos cuenta, como sostenía ese estúpido hace cuatro noches, Dios no nos hubiera mostrado tanto amor a nosotros, los ilustradores.
Esa noche, cuando Maese Donoso y yo llegamos al solar, todavía no nevaba. Oímos aullidos de perros que nos llegaban produciendo eco en la distancia.
—¿Para qué hemos venido hasta aquí? —me preguntaba el pobrecillo—. ¿Qué quieres enseñarme aquí a estas horas?
—Allí hay un pozo y doce pasos más allá está enterrado el dinero que llevo años ahorrando. Si no le dices a nadie lo que te he contado, tanto el señor Tío como yo sabremos recompensarte.
—Así que admites que sabías desde el principio lo que estabas haciendo… —replicó agitado.
—Sí —le mentí por pura desesperación.
—¿Sabes que la pintura que estáis haciendo es un gran pecado? —dijo inocentemente—. Una blasfemia a la que nadie se atrevería, una herejía. Arderéis en el fondo del Infierno. Vuestro sufrimiento y vuestro dolor nunca disminuirán. Y me habéis hecho vuestro cómplice.
Escuchando aquellas palabras comprendí horrorizado que mucha gente le creería. ¿Por qué? Porque sus palabras tenían una fuerza y una atracción tales que uno, inevitablemente, se sentía interesado y quería que resultasen ciertas sobre otros miserables que no fueran uno mismo. De hecho, habían surgido muchos rumores de ese tipo sobre el señor Tío debido al secreto del libro que había encargado y al dinero que estaba pagando. Y además el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, lo odiaba. Pensé también que quizá la calumnia de mi compañero iluminador se basara astutamente y a sabiendas sobre aquellos hechos. ¿Hasta qué punto era sincero?
Le hice repetir las acusaciones que nos habían enfrentado. Y no se anduvo precisamente con rodeos. Era como si me invitara a cubrirle con una excusa como hacíamos en los años que habíamos pasado juntos de aprendices para protegernos de las bofetadas del Maestro Osman. En aquellos tiempos encontraba verosímil su sinceridad. Abría enormemente los ojos, como cuando era aprendiz, pero por aquel entonces todavía no se le habían empequeñecido a fuerza de dorar pinturas. Pero no quise sentir el menor afecto por él porque estaba dispuesto a contarlo todo.
—Mira —le dije con un aire artificial de descaro—. Nosotros iluminamos, encontramos ornamentos para los márgenes, trazamos líneas, adornamos las páginas con brillante pan de oro de mil colores, hacemos las mejores pinturas, alegramos armarios y cajas. Llevamos años haciéndolo. Es nuestro trabajo. Nos encargan pinturas, nos dicen «Coloca en este recuadro un barco, una gacela, un sultán, que los pájaros sean así y los hombres asá, pon tal escena de la historia y no tal otra», y nosotros lo hacemos. Mira, en esta ocasión el señor Tío me dijo: «Pinta ahí un caballo como te apetezca». Y, como los grandes maestros de antaño, dibujé cientos de caballos para poder llegar a comprender cómo era el dibujo de un caballo que me apeteciera. —Le mostré una serie de caballos que había dibujado en basto papel de Samarcanda para que mi mano se acostumbrara. Interesado, tomó el papel y, acercándoselo a los ojos, comenzó a examinar a la pálida luz de la luna los caballos en blanco y negro—. Los antiguos maestros de Shiraz y Herat —proseguí— decían que para que un ilustrador pudiera dibujar un verdadero caballo, tal y como Dios lo ve y lo desea, debería estar cincuenta años trabajando en ello sin parar y añadían que, de hecho, la mejor imagen de un caballo sería aquella que se dibujara en la oscuridad. Porque un ilustrador de verdad acabaría por quedarse ciego a fuerza de trabajar durante cincuenta años, pero su mano memorizaría el caballo.
Su mirada, la misma mirada de inocencia que yo había visto en su rostro durante nuestra lejana infancia, estaba absorta en los caballos que yo había dibujado.
—Nos lo encargan y nosotros intentamos pintar el caballo más misterioso y más inigualable, tal y como hacían los viejos maestros. Y eso es todo. Es injusto que pretendan hacernos responsables de lo que nos encargan.
—No estoy seguro de que eso sea del todo cierto —me respondió—. Nosotros también tenemos nuestras responsabilidades y nuestra propia voluntad. No temo a nadie sino a Dios. Y Él nos ha dado la razón para que distingamos lo bueno de lo malo.
Una respuesta muy adecuada.
—Dios todo lo sabe y lo ve… —le dije en árabe—. Y comprenderá que tú y yo, que nosotros hemos hecho este trabajo sin saber lo que hacíamos. ¿A quién vas a denunciar al señor Tío? ¿O es que no imaginas que detrás de todo este asunto está la voluntad de Nuestro Señor el Sultán?
Guardó silencio.
Pensé: ¿de veras tenía tan poco seso o es que había perdido su sangre fría y decía tonterías debido a un sincero temor de Dios?
Nos detuvimos junto al pozo. Por un momento me pareció ver sus ojos en la oscuridad y comprendí que tenía miedo. Me dio pena. Pero la flecha ya había salido del arco. Recé a Dios para que me probara una vez más que el hombre que tenía ante mí no solo era un cobarde estúpido, sino además una auténtica maldición.
—Cuenta doce pasos a partir de aquí y empieza a cavar —le dije.
—¿Y luego qué vais a hacer?
—Se lo diré al señor Tío y quemará las pinturas. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Si cualquiera de los seguidores del Maestro Nusret de Erzurum se entera de lo que hemos hablado, ni nos dejarán que continuemos con vida ni permitirán que el taller siga en pie. ¿No conoces a ninguno? Ahora, acepta el dinero para que así sepamos que no nos vas a denunciar.
—¿Dónde está el dinero?
—Hay setenta y cinco piezas de oro venecianas dentro de una vieja vasija de encurtidos.
Entiendo lo de los ducados venecianos, pero ¿cómo se me ocurrió eso de la vasija de encurtidos? Era tan estúpido que resultó convincente. Y así comprendí una vez más que Dios estaba conmigo, porque mi compañero de aprendizaje, cada año que pasaba más codicioso, ya había comenzado a contar animado los doce pasos en la dirección que le había indicado.
En aquel momento yo tenía dos cosas en la cabeza. ¡Bajo tierra no hay oro veneciano ni nada que se le parezca! ¡Si no le doy dinero este imbécil desgraciado va a acabar con nosotros! Por un instante me apeteció abrazarle y besarle como a veces hacía cuando era aprendiz. ¡Pero los años nos habían separado tanto! Me obsesionaba la idea de cómo cavaría. ¿Con las uñas? Pensar en todo aquello, si es que a eso se le puede llamar pensar, duró apenas un parpadeo como mucho.
Nervioso, agarré con las dos manos la roca que había junto al pozo. Le alcancé cuando todavía iba por el séptimo u octavo paso y la dejé caer con todas mis fuerzas contra la parte posterior de su cabeza. La piedra le dio con tanta velocidad y dureza que por un instante vacilé como si hubiera sido mi cabeza la que había golpeado, incluso sentí dolor.
Pero en lugar de preocuparme por lo que había hecho, quería acabar cuanto antes lo que había empezado. Porque había comenzado a retorcerse de tal manera en el suelo que, inevitablemente, daba miedo.
Solo mucho después de tirarle al pozo fui capaz de pensar que en lo que había hecho existía un aspecto grosero que no se correspondía en absoluto con la delicadeza que cabe esperar de un ilustrador.
5
Soy vuestro Tío
Yo soy el señor Tío de Negro, pero los demás también me llaman así. Hubo un tiempo en que su madre le pidió a Negro que me llamara de esa manera y luego todo el mundo comenzó a utilizar dicho nombre, no solo Negro. Negro comenzó a frecuentar nuestra casa hace treinta años, cuando nos mudamos a esa calle oscura y húmeda a la sombra de castaños y tilos que hay por la parte de atrás de Aksaray. Era la casa que teníamos antes de esta. Si acompañaba a Mahmut Bajá en la campaña de verano, cuando regresaba a Estambul en otoño me encontraba a Negro y a su madre refugiados en ella. Su difunta madre era la hermana mayor de mi difunta esposa. Y a veces, cuando volvía a casa las tardes de invierno, me encontraba a su madre y a mi mujer abrazadas y con los ojos llenos de lágrimas compartiendo sus preocupaciones. Su padre, que era incapaz de mantener su puesto de profesor en pequeñas y remotas medersas, tenía muy mal carácter, era un hombre iracundo y bebía bastante. Por aquel entonces Negro tenía seis años, lloraba cuando su madre lloraba, guardaba silencio cuando su madre callaba y a mí, a su Tío, me miraba con temor.
Ahora me siento contento de verlo ante mí como un sobrino decidido, maduro y respetuoso. El respeto que me demuestra, el cuidado que pone al besarme la mano, la forma de decir «solo para la tinta roja» al entregarme el tintero mongol que me ha traído como regalo, su manera correcta de sentarse ante mí uniendo cuidadosamente las rodillas, todo eso me recuerda una vez más que no solo se ha convertido en el adulto con la cabeza sobre los hombros que quería ser, sino además que yo soy el anciano que me habría gustado ser.
Se parece a su padre, a quien vi un par de veces: alto y delgado, mueve los brazos de manera un tanto vehemente pero es algo que va bien con su carácter. Su forma de colocar las manos en las rodillas, de clavar atentamente su mirada en mis ojos cuando digo algo importante como si afirmara: «Entiendo, escucho respetuosamente», y de asentir con la cabeza como siguiendo una melodía que se adaptara al ritmo de mis palabras, es absolutamente adecuada. Con la edad que tengo sé que el auténtico respeto no procede del corazón sino de seguir ciertas normas y de someterse a ciertas sumisiones.
Nos unió el que yo descubriera que le gustaban los libros en los años en que su madre venía a menudo por aquí con cualquier excusa porque veía que en nuestra casa su hijo tenía un futuro, y así fue como se convirtió en mi aprendiz, por utilizar la expresión que usaban en casa. Le explicaba cómo los ilustradores de Shiraz habían creado un nuevo estilo elevando la línea del horizonte hasta lo alto de la pintura. Le explicaba cómo, mientras todos pintaban a Mecnun en el desierto en un estado horrible, enloquecido de amor por Leyla, el gran maestro Behzat lo había pintado de forma que pareciera aún más solitario introduciéndolo en medio de una multitud de mujeres que caminaban por entre las tiendas de un campamento, que cocinaban o que intentaban que prendieran las hogueras soplando los leños. Le contaba lo ridículo que resultaba el hecho de que la mayoría de los ilustradores que pintaban el momento en que Hüsrev ve a Sirin bañándose desnuda en el lago a medianoche no hubieran leído el poema de Nizami e iluminaran los caballos y las ropas de los amantes con los primeros colores que se les pasaban por la cabeza y le explicaba que a un ilustrador que tomaba el pincel sin haber tenido el interés de leerse con cuidado y buen juicio el texto que iba a pintar, no le movía otra cosa que el dinero.
Ahora veo con alegría que Negro ha adquirido otro conocimiento esencial: si no quieres que el arte y la pintura te decepcionen, mejor que no se te ocurra tomarlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte.
Me contó que los ilustradores y calígrafos de Tabriz —los conocía a todos gracias a que les encargaba libros para los bajás y los potentados de Estambul y de las provincias—, se encontraban sumidos en la pobreza y la desesperación. Y no solo en Tabriz, también en Meshed y en Alepo muchos artesanos habían dejado de ilustrar libros a causa de la falta de dinero y de interés y habían comenzado a pintar en hojas sueltas y a dibujar monstruosidades e incluso escenas obscenas para divertir a los viajeros francos. Había oído que el libro que el sha Abbas le había regalado a Nuestro Sultán cuando el acuerdo de paz de Tabriz había sido desencuadernado y que las páginas se habían empezado a usar para otro libro. Ekber, el sultán de la India, estaba repartiendo tales cantidades de dinero para un nuevo gran libro, que los más brillantes ilustradores de Tabriz y Kazvin dejaban los trabajos que tenían entre manos y corrían a su palacio.
Mientras me contaba todo aquello, de vez en cuando introducía dulcemente otros relatos. Por ejemplo, me contaba la divertida historia de un falso Mahdi, o me describía la inquietud producida entre los uzbecos porque el príncipe bobo que los safavíes les habían enviado como rehén se les había muerto tras tres días de fiebres, y me sonreía. Pero yo comprendía por una sombra que caía sobre sus ojos que aún no se había resuelto aquel asunto que nos atemorizaba y del que nos resultaba difícil hablar.
Por supuesto, Negro se había enamorado de mi única y bella hija, Seküre, como cualquier otro joven que entrara en casa, que hubiera oído lo que se contaba de nosotros o que tuviera noticia de su existencia aunque fuera de lejos. Quizá yo no lo considerara algo peligroso a lo que debería haber prestado atención puesto que, por aquel entonces, todos estaban enamorados de mi hija, la bella entre las bellas, y la mayoría sin ni siquiera haberla visto. Pero el de Negro era el amor desesperado de un joven que entraba y salía de casa, que era aceptado y querido en ella y que tenía la posibilidad de ver a Seküre. No consiguió enterrar su amor en su corazón, como yo esperaba, y cometió el error de confesarle a mi hija el violento fuego que le consumía.
Después de aquello se vio forzado a no volver a poner el pie en nuestra casa.
Creo que Negro sabía que mi hija se había casado en la flor de la edad con un caballero tres años después de que él abandonara Estambul, que el guerrero, que no tenía el menor seso, había partido a la guerra después de que mi hija le diera dos varones y no había regresado y que nadie había tenido noticias de él desde hacía cuatro años. Comprendía que lo sabía desde hacía mucho, no porque tales cotilleos y rumores se extiendan rápidamente por Estambul, sino por su forma de mirarme a los ojos en los momentos de silencio que se producían entre nosotros. Incluso ahora, mientras le echa una mirada al Libro del alma, abierto en su atril, me doy cuenta de que está prestando atención al ruido de los niños deambulando por la casa porque sabe que mi hija regresó a la casa de su padre con sus dos hijos hace dos años.
No habíamos hablado de esta casa nueva que había ordenado construir durante la ausencia de Negro. Muy probablemente Negro, como cualquier otro joven ambicioso que tuviera en mente llegar a poseer fama y fortuna, consideraba de mala educación mencionar tales temas. De todas formas, en cuanto entró en la casa, de hecho todavía estábamos en las escaleras, le dije que el segundo piso era más seco y que mudarme a él le había venido muy bien al dolor de mis huesos. Al decir segundo piso sentía una extraña vergüenza, pero dejadme explicároslo: dentro de muy poco, gente con mucha menos fortuna que yo, incluso cualquier simple caballero que posea una pequeña finca, podrá ser capaz de construirse una casa de dos pisos.
Estábamos en la habitación que usaba en invierno como taller de pintura. Noté que Negro sentía la presencia de Seküre en la habitación de al lado. Inicié rápidamente la cuestión que le había mencionado en la carta que le envié a Tabriz llamándole a Estambul.
—Al igual que tú hacías en Tabriz con calígrafos e ilustradores, yo también estaba preparando un libro —le dije—. La persona que me ha hecho el encargo es Nuestro Señor el Sultán, Pilar del Universo. Como el libro es un secreto, el Sultán ordenó al Tesorero Imperial que me entregara dinero ocultamente. Llegué a acuerdos con cada uno de los mejores ilustradores de los talleres del Sultán. A alguno le hacía dibujar un perro, a otro un árbol, a otro adornos para los márgenes y nubes en el horizonte, a otro caballos. Quiero que las cosas que he ordenado pintar representen todo el mundo sobre el que reina Nuestro Sultán, exactamente igual a como lo pintan los maestros venecianos. Pero, al contrario que las de los venecianos, las nuestras no serán pinturas de objetos y posesiones sino, por supuesto, de las riquezas interiores, de las alegrías y los miedos del mundo sobre el que gobierna Nuestro Sultán. Si he hecho que se pinte dinero es para despreciarlo, he colocado al Demonio y a la Muerte porque les tememos. No sé qué dirán los rumores. Quise que la inmortalidad de los árboles, el cansancio de los caballos y la desvergüenza de los perros representaran a Su Majestad el Sultán y su mundo. Y además les pedí a mis ilustradores, a los que he llamado en clave Cigüeña, Aceituna, Donoso y Mariposa, que escogieran temas a su gusto. Incluso las noches más frías y nefastas de invierno siempre venía a verme en secreto alguno de los ilustradores del Sultán para enseñarme lo que había pintado para el libro.
»Cómo pintábamos y por qué lo hacíamos así es algo que todavía no puedo explicarte del todo. No porque quiera ocultártelo ni porque no pueda decírtelo. Sino porque es como si ni yo supiera exactamente lo que significan las pinturas. Sin embargo, sé cómo deben ser.
Supe por el barbero de la calle de nuestro antiguo hogar que Negro había regresado a Estambul cuatro meses después de mi carta y le llamé a casa. Sabía que en mi historia había una promesa de problemas y felicidad que nos uniría.
—Cada pintura cuenta una historia —continué—. Para embellecer el libro que leemos, el ilustrador pinta la escena más hermosa. La primera vez que los amantes se ven; cómo el héroe Rüstem le corta la cabeza al monstruo demoníaco; la pena de Rüstem al comprender que el extraño que ha matado era su propio hijo; a Mecnun, que ha perdido la cabeza por amor, en la naturaleza salvaje y desierta rodeado de leones, tigres, ciervos y chacales; la preocupación de Alejandro al ver cómo un águila enorme descuartiza su propia becada en el bosque al que ha ido para que los pájaros le revelen el futuro antes de una batalla… Nuestros ojos, que se cansan leyendo estas historias, descansan mirando las ilustraciones. Si hay algo en la historia que a nuestra mente y a nuestra imaginación les cueste representarse, de inmediato acude en nuestra ayuda la ilustración. La pintura, el florecimiento en colores de la historia. Nadie puede imaginar una pintura sin historia.
»O eso creía —añadí como arrepentido—. Pero podía hacerse. Hace dos años volví a ir a Venecia como embajador de Nuestro Sultán. Observé las imágenes de caras que hacían los maestros italianos. Sin saber a qué escena de qué relato correspondía la pintura, pero intentando comprenderla y extraer la historia. Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto.
»Ante todo, la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. Pero según la miraba iba sintiendo que me parecía a él. Y lo curioso es que no nos parecíamos en nada. Tenía una cara redonda, sin huesos, sin pómulos, y al contrario que en el mío, en su rostro no había el menor rastro de una barbilla tan maravillosa como la que yo tengo. No se me parecía en absoluto, pero, por alguna extraña razón, al mirarla se me conmovía el corazón como si fuera mi propia imagen.
»Supe por el caballero veneciano que me enseñaba el palacio que la pintura de la pared era la imagen de un amigo suyo, de un caballero noble como él. En la pi