El fundamentalista reticente

Mohsin Hamid

Fragmento

cap-0

1

Disculpe, caballero, ¿puedo ayudarle? Oh, ya veo que le he sobresaltado. No se asuste por mi barba: soy un enamorado de Nortea­mérica. He visto que estaba usted buscando algo; más que buscar, en realidad parecía que estaba en una... misión, y como soy de esta ciudad y hablo su idioma, he pensado que tal vez podía ofrecerle mis servicios.

¿Cómo he sabido que era usted norteamericano? No, no ha sido por el color de la piel; aquí tenemos gran variedad de teces, y la suya se da a menudo entre las gentes que habitan nuestra frontera noroeste. Tampoco fue su traje lo que le delató; un turista europeo podría haber comprado este traje en Des Moines, con un solo corte en los faldones de la americana, y la camisa con botones en el cuello. Verdad es que el corte de pelo, casi al rape, y el ancho de pecho —el pecho, diría, de un hombre que hace pesas con asiduidad, y que levanta fácilmente dos de más de diez kilos— son muy típicos de cierto tipo de norteamericano; aunque por otro lado los deportistas y los soldados de todas las nacionalidades tienden a parecerse cada vez más. Fue más bien su actitud lo que me permitió identificarle, y no se lo tome como un insulto, ahora que veo que se le endurece la expresión, sino solo como una simple observación.

Vamos, dígame, ¿qué anda usted buscando? No cabe duda de que, a estas horas, solo una cosa podía haberle traído al distrito del Viejo Anarkali —así llamado, como probablemente sepa ya, por una cortesana que fue enterrada viva por amar a un príncipe—, y no puede ser más que la búsqueda de la taza de té perfecta. ¿Me equivoco? Permítame entonces, caballero, que le sugiera mi local preferido entre los muchos de por aquí. Sí, este es. Las sillas de metal no están mejor tapizadas, las mesas son todas de madera tosca, y está, como los demás, al aire libre. Pero la calidad de su té, se lo garantizo, es incomparable.

¿Prefiere sentarse aquí, con la espalda tan pegada a la pared? Muy bien, aunque le dará menos la brisa intermitente, que, cuando sopla, hace más agradables estas cálidas tardes. ¿No va a quitarse la chaqueta? ¡Qué formal! Eso sí que no es típico de los norteamericanos, no lo es al menos según mi experiencia. Y experiencia no me falta: viví cuatro años y medio en su país. ¿Dónde? Trabajé en Nueva York, y antes fui a la universidad en Nueva Jersey. Sí, dice usted bien: ¡fue en Princeton! Reconozco que tiene usted intuición.

¿Que cuál es mi opinión sobre Princeton? Bueno, la respuesta a esa pregunta requiere que le cuente una historia. El día en que llegué, contemplé los edificios góticos que había a mi alrededor —mucho más recientes, supe después, que la mayoría de las mezquitas de esta ciudad, pero cuyo aspecto había sido envejecido artificialmente aplicando un tratamiento con ácido y unos ingeniosos retoques de mampostería— y pensé: «Esto es un sueño hecho realidad». Princeton despertaba en mí la sensación de que mi vida era una película en la que yo era la estrella y donde todo se volvía posible. «Tengo acceso a este hermoso campus», pensaba, «a profesores que son eminencias en sus disciplinas y a estudiantes que son filósofos rey en ciernes.»

Fui, debo admitirlo, demasiado generoso en mis apreciaciones iniciales sobre el nivel del alumnado. Casi todos eran inteligentes, y muchos, brillantes, pero considerando que yo era uno de los dos únicos paquistaníes que había en mi curso de ingreso —dos entre una población de más de cien millones de almas, téngalo en cuenta—, los norteamericanos tenían que superar muchas menos dificultades para pasar el proceso de selección. Se matricularon mil compatriotas de usted, quinientas veces más que los nuestros, aunque la población de su país sea solo el doble que la del mío. En consecuencia, los que no éramos norteamericanos tendíamos a hacerlo mejor que los norteamericanos, y en mi caso llegué al último curso sin haber recibido un solo notable.

Visto desde hoy, advierto la fuerza de ese sistema, pragmático y eficaz, como tantas otras cosas en Norteamérica. Los estudiantes extranjeros veníamos de todos los rincones del planeta, se nos seleccionaba no solo mediante exámenes difíciles, sino también por minuciosas evaluaciones personalizadas —entrevistas, trabajos académicos, recomendaciones— hasta que identificaban a los mejores y más brillantes de todos nosotros. Yo mismo obtuve uno de los mejores resultados en el examen de Pakistán, y además le daba lo suficientemente bien al balón como para jugar en el equipo universitario, en cuyas filas milité hasta que me lesioné la rodilla en segundo curso. A los estudiantes como yo nos concedían visado y becas, nos ofrecían todo tipo de ayudas económicas, por supuesto, y nos invitaban a entrar en la meritocracia. A cambio, esperaban que contribuyéramos con nuestro talento a su sociedad, a la sociedad de la que pasábamos a formar parte. En general estábamos contentos de que así fuera. Yo desde luego lo estaba, al menos al principio.

Todos los otoños, Princeton se levantaba la falda para los cazatalentos de las empresas que venían al campus y —como dicen ustedes en Estados Unidos— les enseñaba algo de chicha. La chicha que Princeton exhibía era de buena calidad, sin duda —la más joven, locuaz e inteligente—, pero incluso entre toda esa carne de primera, en el último curso yo ya sabía que era algo especial. Digamos que era una pechuga perfecta —dorada, apetitosa, que desafiaba aparentemente la ley de la gravedad—, y estaba seguro de que iba a conseguir el trabajo que quisiera.

Salvo uno: en la Underwood Samson & Company. ¿No ha oído hablar de ellos? Era una empresa de tasación. Les decía a sus clientes cuánto valía su negocio, y lo hacía, dicen, con una precisión asombrosa. Eran pequeños —en realidad, poco más que una tienda, con muy pocos empleados— y pagaban bien: ofrecían al recién licenciado un sueldo base de más de ochenta mil dólares. Pero lo más importante es que te daban una serie de conocimientos sólidos y una marca de renombre; de tanto renombre, de hecho, que a los dos o tres años de trabajar allí como analista tenías casi garantizado el ingreso en la Harvard Business School. Por eso más de cien alumnos de la promoción de 2001 de Princeton mandaron sus notas y sus currículums a Underwood Samson. Seleccionaron a ocho —no para trabajar, sino para una entrevista, debo aclararlo—, y yo fui uno de ellos.

Parece usted preocupado. No lo esté; ese tipo fornido no es más que el camarero, y no tiene por qué rebuscar en la chaqueta, intuyo que para sacar la cartera, ya que le pagaremos luego, cuando hayamos acabado. ¿Prefiere un té normal, con leche y azúcar, o té verde? ¿O quizá uno más aromático, la especialidad de la casa, el té de Cachemira? Ha elegido usted muy bien. Yo tomaré lo mismo, y quizá también una bandejita de jalebis. Bien, ya se ha ido. Debo reconocer que es un tipo que intimida bastante. Pero de una educación impecable: se sorprendería de la dulzura con que habla, si comprendiera usted el urdu.

¿Por dónde íbamos? Ah, sí, por lo de Underwood Samson. El día en que me entrevistaron estaba inusitadamente nervioso. Habían mandado a una sola persona para hacer las entrevistas, y nos recibió en una habitación del Nassau Inn, una habitación normal, claro, no una suite; sabían que no hacía falta impresionarnos más. Cuando llegó mi turno, entré y me encontré con un homb

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos