Hannah

Christian Gálvez

Fragmento

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1

 

 

 

 

Agosto de 1944

Florencia

 

 

La ciudad olía a pólvora y a restos de mármol. También a derrota.

El legado de los Médici se caía a pedazos.

La bota militar impactó en su boca. La mujer cayó de espaldas.

El bullicio de las sirenas de la ciudad amortiguó el sonido del golpe contra el suelo del Piazzale degli Uffizi. Entre sollozos comprobó que había perdido alguna pieza dental, mientras la sangre caía sobre su vestido desgastado. Dirigió su mirada aterrorizada a los dos miembros que portaban la temida esvástica. Uno de ellos, el más alto y fuerte, comprobaba su bota con asco; tenía sangre en la punta. Llevaba un brazalete de la Organización Todt. El otro, más bajo, con entradas prominentes y raya a un lado, observaba indiferente la escena. Le faltaba el brazo izquierdo y la mano derecha la tenía parcialmente paralizada. Era miembro del cuerpo de combate de élite de las Schutzstaffel, las temidas SS. Tras ellos, una manada de soldados alemanes empuñaban subfusiles Maschinenpistole 40 a la espera de órdenes. Frente a ellos, un par de armazones, que contenían valiosas obras de arte, aguardaban la deportación en un Fiat 1100. La mujer apoyó sus manos temblorosas sobre el suelo, con el ánimo de alzarse con la poca dignidad que le quedaba. El fornido militar pisó con fuerza su mano. Daniella gritó desgarrada. Acababa de perder su dedo meñique.

—¡Es suficiente! —Se alzó la voz de un tercer hombre en la plaza, que también se identificó mediante un brazalete con una cruz gamada.

No necesitó introducción. Los dos agentes sabían perfectamente quién era. Los soldados bajaron las armas. El hombre sin brazo tomó la palabra.

—Heil Hitler! —gritó emocionado—. Soy Walter Reder, comandante de la decimosexta división de Granaderos Panzer Reichsführer SS.

Ambos soldados eran miembros de escuadrones de ejecución.

—Heil Hitler! Como sabrán, los aliados están a punto de entrar en Florencia. En breves momentos se activará la Operación Feuerzauber. Kesselring ha ordenado volar los puentes de la ciudad. Deben marcharse —enfatizó el recién llegado.

—¿Sabe usted quién es ella? —preguntó Reder señalando con la cabeza a la judía malherida.

—Una prisionera. Estaba escondida en la galería.

Daniella no entendía ni una palabra del alemán, pero sabía perfectamente que estaban hablando de ella. Se encontraba muy asustada, contando los que quizá fueran los últimos minutos de su vida. Su mente solo podía pensar en su pequeña de cinco años, tan cerca, tan lejos.

—Como toda la escoria. ¿Qué hace usted aún aquí? Esta ciudad ya no es segura. ¿No le esperan en Bolzano? —insistió Reder.

—Así es, pero alguien tiene que asegurarse de que las pocas obras de arte que siguen en este edificio queden dispuestas para ser llevadas al Führer. Yo soy la persona al cargo. Esperan estos cuadros en Bolzano —dijo con autoridad.

—Es cierto.

—Yo debería estar allí, pero tanto usted como su compañero, como miembro de los Einsatzgruppen, están muy lejos de su zona habitual de actuación.

—Desde la Operación Barbarroja en el frente ruso la Todt ha tenido cierto… descontrol. —Sus palabras mostraban desaprobación—. Está aquí para ofrecer apoyo logístico a la Wehrmacht con la OT-Einsatzgruppe Italien. Órdenes del general Fischer. Nosotros hemos perdido Montecassino y han caído las líneas defensivas de Roma y Trasimeno.

—Y a punto está de caer la Línea Arno.

—No veo que tenga ningún material para realizar el registro de las obras.

—Los aliados se encuentran a las puertas de la ciudad. No he tenido tiempo de equiparme —se excusó el hombre.

Walter Reder instó al gigante a que buscara en su bolsillo. Extrajo un pequeño cuadernillo.

—Tenga —dijo Reder.

El miembro de la Todt le entregó un wehrpass de la 129 división, el cuaderno de registro de un soldado. Pertenecía a Genz Klinkerfuts, un joven caído en combate en el frente ruso en el 42. A continuación, el gigante, que aún no había soltado palabra, miró fijamente a la judía. Su bota ya se había cobrado dos dientes y un dedo. Ella se había agazapado horrorizada en un rincón bajo la escultura de Leonardo da Vinci, sujetando su mano mutilada. No se atrevía a intentar levantarse otra vez. La sangre formaba un charco en el suelo, pero ni por un momento había dejado de pensar en su hija.

—Apunte lo que necesite ahí, ese cuaderno ya no tiene otra utilidad. Podrá llevar el registro de las piezas que considere —continuó el miembro de las SS—. El Führer es un amante del arte y ha dado la orden de evacuar todas las obras que posee en Austria a las minas de Altaussee.

—Estoy al tanto, gracias. A Florencia le quedan solo horas. —Se guardó el wehrpass en su bolsillo interior—. ¡Váyanse ya!

—Heil Hitler! —gritó Reder.

Sin embargo, el gigante no se movió. Sus ojos estaban clavados en Daniella, la judía. Rompió su silencio.

—Nos marcharemos. Pero antes limpiemos la plaza. Como hicimos en Lituania.

Los miembros del escuadrón de ejecución se acercaron a la mujer. El soldado corpulento sacó su Walther P38. Se oyó una explosión en las inmediaciones de la galería Uffizi.

—¿No me han oído? ¡Váyanse! Ahora la necesito para cargar las obras. Después yo mismo lo haré.

El gigante miró al encargado de la galería mientras apuntaba a Daniella. Tras un vistazo breve, observó que aquel hombre no portaba un arma. Mirándole a la cara, con cierta desconfianza, le entregó su Walther P38.

—¡Hágalo usted! —ordenó sediento de sangre, repitiendo una y otra vez—. ¡Hágalo!

Muy lentamente, el hombre agarró la semiautomática. Dirigió su mirada a la mujer, que no dejaba de derramar lágrimas por sus mejillas. Los dos nazis, y todo el escuadrón, esperaban que actuara. Él volvió a mirar a los soldados.

—Solo tiene una bala —dijo con intención el gigante de la Todt.

Los soldados mantuvieron sus armas en alerta. Aquel hombre acorralado analizó el panorama. Allí reposaba, dentro de su estructura de madera, el Jarrón de flores de Jan van Huysum. Volvió a mirar fijamente a Daniella. Ella, aprovechando sus últimos segundos de vida, dirigió también su mirada a un segundo armazón que reposaba junto al Jarrón de flores. Momentos después, sus ojos se encontraron con los de aquel

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