El vendedor de tabaco

Robert Seethaler

Fragmento

9788417384333-3

Un domingo de finales del verano de 1937 se desató una tormenta de violencia inusitada sobre la región de Salzkammergut. Hasta entonces, la vida de Franz Huchel había discurrido como un goteo anodino, pero esa tormenta le provocaría un vuelco tan súbito como trascendental. Ya con los primeros estruendos de los truenos lejanos, Franz corrió a la cabaña de pescador que habitaban él y su madre en el pueblecito de Nußdorf, a orillas del lago Attersee, y se arrebujó bien en su cama, a salvo en su cálida guarida de plumones, para escuchar los inquietantes rugidos. La tempestad sacudía la cabaña entera. Las vigas gemían, fuera los postigos daban golpetazos y en el techo aleteaban las ripias de madera cubiertas de musgo espeso. La lluvia, impulsada por las ráfagas de viento, arreciaba contra los cristales de las ventanas, donde unos cuantos geranios desmochados se ahogaban en sus macetas. En la pared, encima del cesto de la ropa vieja, se tambaleaba un Jesucristo de hierro, como si por momentos fuera a arrancarse los clavos, soltarse y saltar de la cruz. Y en la cercana orilla se oía el estrépito de las barcas de los pescadores, zangoloteadas contra las estacas por un oleaje furioso.

Cuando por fin la tormenta amainó y el primer rayo de sol, tímido, se acercó hasta la cama por el suelo de tablones, ennegrecido de hollín y surcado por generaciones de pesadas botas de pescador, Franz se hizo un ovillo en un breve arrebato placentero para, acto seguido, asomar la cabeza por encima de la manta y mirar a su alrededor. La cabaña seguía en pie, Jesús continuaba colgado en la cruz y al otro lado de la ventana, salpicada de gotas de agua, brillaba el pétalo solitario de un geranio como un destello de esperanza rojo intenso.

Salió de la cama y se dirigió a la cocinilla para poner a hervir un cazo con café y leche entera. Bajo la encimera, la leña se había mantenido seca y ardía como si fuera paja. Estuvo contemplando las llamas del hogar un rato, hasta que la puerta de la cabaña se abrió de repente con un chirrido. En el umbral, junto al marco bajo, estaba su madre. La señora Huchel era una mujer delgada de cuarenta y tantos años, aún muy atractiva, aunque un poco demacrada como la mayoría de los lugareños, que acusaban el trabajo en las minas de sal, los establos o las cocinas de las fondas de veraneo de la zona. Se quedó allí de pie, sin más, con una mano apoyada en la jamba, resollando y con la cabeza un poco gacha. Tenía el delantal pegado al cuerpo, sobre la frente le caía el cabello en mechones enredados y las gotas de agua le resbalaban por la punta de la nariz. Al fondo, la cima del Schafberg se erguía tenebrosa hacia las nubes grises, donde aquí y allá ya iban apareciendo manchas azules. Franz pensó en la imagen tallada de la Virgen María que alguien había clavado tiempo atrás en la puerta de la capilla de Nußdorf y que ahora estaba tan corroída que resultaba irreconocible.

—¡Estás empapada, mamá! —dijo, y atizó el fuego con una rama verde. La madre levantó la cabeza y, en ese momento, Franz se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas se mezclaban con las gotas de lluvia y los hombros le temblaban—. Pero ¿qué ha pasado? —preguntó asustado, y acabó de meter la rama en el hogar humeante.

En vez de contestar, la madre se apartó del marco, se acercó a él con paso inseguro y se detuvo en medio de la estancia. Por un momento pareció que buscaba algo, luego levantó las manos en un gesto de desesperación y se dejó caer de rodillas.

Franz dio un paso vacilante, le tocó la cabeza con la mano y le acarició el cabello con torpeza.

—¿Qué ha pasado? —repitió con voz ronca. De pronto se sintió raro y estúpido. Hasta entonces había sido al revés: él lloraba y su madre lo consolaba. Bajo la palma blanda de la mano notó la frágil cabeza y el pulso cálido que latía en el cuero cabelludo.

—Se ha ahogado —dijo ella en voz baja.

—¿Quién?

—Preininger.

Franz interrumpió la caricia, aunque dejó la mano sobre la cabeza unos instantes más y luego la retiró. La madre se apartó los mechones de la frente. Entonces se levantó, agarró una punta del delantal y se secó la cara.

—¡Estás llenando de humo toda la casa! —gruñó, y sacó la rama verde del fuego y lo avivó.

Alois Preininger era, según él, el hombre más rico de Salzkammergut. En realidad, sólo era el tercero más rico, algo que le irritaba sobremanera, pero como era un hombre ambicioso y terco, no se lo discutían, y así era conocido y considerado. Era propietario de algunas hectáreas de bosques y prados, un aserradero, una fábrica de papel, las últimas cuatro empresas pesqueras de la zona, una cantidad desconocida de terrenos que circundaban el lago, grandes y pequeños, así como dos transbordadores, un barco de vapor para excursiones y el único coche en unos cuatro kilómetros a la redonda: un magnífico vehículo del color del vino rosado y de la marca Steyr-Daimler-Puch, que siempre tenía guardado en un cobertizo de chapa oxidada para preservarlo de las persistentes lluvias típicas de la región.

Alois Preininger no aparentaba los sesenta años que tenía, pues estaba en plena forma. Se amaba a sí mismo y amaba su país, la buena comida, las bebidas fuertes y las mujeres bellas. Lo de la belleza era más bien subjetivo, y por tanto relativo. En el fondo le gustaban todas las mujeres porque todas le parecían guapas. Había conocido a la madre de Franz años antes en la gran fiesta del lago. Ella estaba bajo el viejo tilo, llevaba un vestido azul cielo y tenía las pantorrillas tan morenas, finas e inmaculadas como el volante de madera del Steyr-Daimler-Puch rosado. Él pidió pescado fresco frito, una jarra de sidra y una botella de licor de cerezas, y mientras comían y bebían intentaron no mirarse. Poco después bailaron una polca y más tarde incluso valses, mientras se susurraban secretos al oído. Luego pasearon cogidos del brazo alrededor del lago tocado por las estrellas y, sin querer, acabaron en el cobertizo de chapa y justo después en el asiento trasero del Steyr-Daimler-Puch. Era un asiento ancho y de piel suave, y los amortiguadores del vehículo estaban bien engrasados; en resumen, la noche fue todo un éxito. A partir de entonces siguieron viéndose en el cobertizo. Eran encuentros breves, como una erupción, que no iban asociados a exigencias ni esperanzas. Sin embargo, para la señora Huchel esos agradables y sudorosos encuentros en el asiento trasero tenían otro efecto aún más agradable: a fin de mes recibía puntualmente un cheque por un importe nada desdeñable. Estos ingresos que le caían del cielo de forma regular le permitieron instalarse en una antigua cabaña de pescadores a orillas del lago, comer caliente una vez al día y dos veces al año viajar en autobús a Bad Ischl para darse el capricho de un chocolate caliente en el Café Esplanade y comprar unos metros de lino en la tienda contigua para un vestido nuevo. Para su hijo, Franz, la generosidad de Alois Preininger supuso evitarle verse obligado a deambular todo el día en un salar o un estercolero para ganarse una subsistencia mísera como el resto de los chicos del pueblo. En lugar de eso, podía pasear por el bosque todo el día, dejar que el sol le calentara la barriga en el muelle de madera o, si hacía mal tiempo, simplemente quedarse en la cama y dejar vagar sus pensamientos y sueños. Pero eso se había acabado.

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