En el espejo de otro

Beatriz Graf

Fragmento

CAPÍTULO 1

El destino abre su propia ruta
VIRGILIO

¿Cuánto hay que pagar si la entrada al mundo tiene el precio de una vida? ¿A cuántos acarrea este mal?

LA HISTORIA DE SVEN NILSSEN, tu padre, será la boca del laberinto. Entraremos en línea directa. Comienza en Suecia, con la vida y la muerte. El fin, consecuencia del inicio.

Los padres de Sven protagonizaron una de esas historias inusitadas en las que el amor mutuo es posible y nada ni nadie se interpone a la dicha. Se conocieron en una quinta alejada de la ciudad, donde se celebraba el año nuevo con disfraces, luces de velas y fuegos de artificio. El maestro de ceremonias era un mago; entre tantos asistentes los eligió a ellos:

—Usted, la señorita de hoyuelos en las mejillas. Y ése joven de ojos color olivo.

Cubriéndolos con una inmensa manta roja les cuchicheó una confidencia; la clave de la pericia demostró que pueden fugarse dos personas ante la mirada de una concurrencia estupefacta. Nunca revelaron el secreto de su bienhechor. En cambio, dejaron al descubierto su atracción: se enamoraron en el trayecto del desaparecer y el aparecer. A partir de entonces, se citaban en el arroyo congelado delante de todo el que iba a patinar en hielo. El engreimiento de él se exaltaba con la mirada y los elogios que ella diseminaba en su persona. Su virilidad se llenaba de sangre con un resultado rígido, continuo, punzante. Ella amanecía húmeda y recorría con su mano lo que se le antojaba que la de él explorara. A todas luces querían emparejarse, eso era claro para la comunidad, así que ambas familias prefirieron dar el beneplácito:

—Será mejor que contraigan nupcias cuanto antes, no sea que los tiente la lujuria.

La vida fue así más real. Se mantuvieron unidos aún a la hora de comer porque él aprendió a tomar la cuchara con la zurda. Hacían el amor cada uno de los días que vivieron juntos, de tarde, de mañana, en cualquier lugar donde los hallara la prisa, sin vergüenzas.

Hasta que ella quedó encinta. El sangrado, las restricciones al coito, los desmayos frecuentes de ella, los hacían temblar encogidos, abrazados a la noche de su miseria. A ella se le iba la vida. A él se le fue el habla. En setenta y dos horas destruyó la tormenta su mundo, desclavaba las tejas del techo, arrancaba raíces de los arbustos pequeños, helaba todo, hasta el carbón con que se calentaba ese cuarto donde él permanecía oyendo el viento de los espíritus malos que susurraban: vete, es de mala suerte que el padre presencie el nacimiento. Setenta y dos horas estuvo la comadrona dirigiendo la batalla del parto. Perdió la madre. Se le escaparon los ríos de sangre que guardaba en el cuerpo. Él trató de inmovilizarlos y no pudo, no pudo, ¡deténganse! ¿Cómo pararlos? ¿Cómo? corrieron hacia fuera de ese cuerpo tan blanco, tan yerto, tan ajeno a lo real. Muerta. Ella estaba muerta. Él continuaría vivo.

Con las manos aún ensangrentadas, tomó una almohada y quiso asfixiar al recién nacido que era del tamaño de un cirio pascual; no, no, del tamaño de un leño para hacer fuego. Al verlo dormido como si nada hubiera pasado, optó por dejarlo vivir.

—Te condeno a perpetuar juntos la infelicidad. Te condeno a existir a mi lado.

Su vida tenía que seguir. Y siguió trece años más.

Una noche, el padre de Sven debía de asistir al baile de coronación del nuevo rey: el mariscal francés Bernardotte, casado con Desireé, la primera amante de Napoleón Bonaparte, se convertía en Carlos XIV de Suecia. El padre de Sven asistió al baile con más furia que la de su habitual manera de ser. No estaba de acuerdo en que un extranjero ocupara el trono de su venerado país. Y mucho menos llamar reina a una ramera. En el momento de la presentación de la pareja real, el señor Nilssen fue congruente, bajó la cabeza, sí, pero el surco de las mejillas se pronunció y mantuvo los puños apretados y el cuerpo erguido, a diferencia de los súbditos que inclinaban el torso. Esta actitud sorprendió a la corte, conocían sus desplantes aunque eso era el colmo. Desde ese momento y hasta que terminó la velada nadie le dirigió la palabra. Al regresar a casa, su hijo Sven lo esperaba despierto, ansiaba oír todo acerca del baile. Se había atrevido a desobedecer la orden de ir a la cama temprano.

—Es que… yo pensé… yo creí que ésta era una noche especial, Señor.

Y sí lo fue. Era tanta la cólera del padre al ver al chico en camisón y descalzo al borde de la escalera, que echó el brazo hacia atrás tomando vuelo para abofetearlo con la inmensa mano abierta, ¡por fin lo hacía! Él, que nunca lo tocó con una caricia, asentaba el golpe con el resentimiento acumulado. El hijo no apartó la mejilla ni se la tentó, solamente regresó la cabeza al frente y lo vio: su padre le dio la espalda, sufrió un infarto y murió desplomado con los ojos abiertos. Sven se acercó, lo tocó, le acariciaba el rostro por primera y única vez:

—Levántese, padre, por favor, levántese, papá.

Una escalofriante quietud del cuerpo tendido, tirado, le respondió que no le daba la gana, que se quedara solo, que se iba al infierno donde estaría mejor, que viviera él en su propio abismo. El hijo clavó la mirada en un espacio inexistente. Así, alteró el verde de sus ojos, de olivo a hiedra.

Cuánto pesa la culpa en quien, sin buscarlo, provoca la muerte. Sven Nilssen no pudo llorar. Nunca pudo volver a llorar.

Creció. Creció en soledad. Creció con el legado que él mismo se impuso: juzgar a los criminales de Estado. Dedicó su existencia a vigilar el dictamen pronunciado por los tribunales, revisaba minuciosamente las sentencias tratando de encontrar culpas sin perdón porque estaba a favor de la pena de muerte. Que los maten, se lo merecen.

Tenía veintiocho años cuando conoció a una joven de porte vivaz, tez fresca y ojos negros de mirada lúcida; hija de un comerciante rumano con el que tenía negocios de importación. Sanda Orsova era trece años menor que Sven Nilssen. La observó con perseverancia y surgió la convicción de que era tiempo de formar una familia. Ella fue dócil, se casó admitiendo que un poder celestial envía desde el cielo lo mismo gracias que desgracias, Dios todopoderoso ha dispuesto que unos tengan frío y otros tengan hambre…, así, los que mueran de frío y los que mueran de hambre van al cielo. Eso le enseñaron a Sanda Orsova. La tela suave de su oído aguantó los gritos del esposo y se permitió vivir atenta a escuchar los monólogos de su interior y aprender de los reflejos del exterior. Día a día Sanda Orsova continuó su recorrido, como la luna, a veces llena, a veces nueva; la más eclipsada. La relación íntima se consumaba a oscuras, pronto, ellos en absoluto silencio, únicamente crujían los tablones de la cama al meterse él dentro de ella.

Sven Nilssen y Sanda Orsova tuvieron hijo tras hijo hasta llegar al séptimo y el octavo, que nacieron el mismo prolongado día. Sven estaba furioso, no hubiera querido más hijos, con seis le bastaban, mas la irresponsable Sanda Orsova se había vuelto a embarazar y ahora dos bocas más, dos desgraciados más.

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