Adelita

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

Adelita

1

EL CORCEL DEL ADULTERIO

En honor a la verdad, a don Ignacio Lombardo de Rus no le faltaban razones para ser inmensamente feliz. «La vida no es difícil, nosotros la hacemos difícil», le había dicho en cierta ocasión su mejor amigo, Rubén Argüelles, ministro de la Suprema Corte de Justicia. Pero en esos ardientes instantes de pasión, don Ignacio no recordaba ni las palabras de su amigo, ni mucho menos que treinta años atrás, por esas fechas, comenzó su idilio con María Luisa Gurría.

En esa época, aun a riesgo de equivocarse, el joven Ignacio Lombardo de Rus decidió contradecir a sus padres al negarse a aceptar el matrimonio impuesto como a todos los jóvenes de alcurnia de la recién estabilizada Ciudad de México, gracias al gobierno de don Porfirio. Habían terminado las guerras de Reforma, las invasiones de los franceses y los norteamericanos que tanto aterraron a la población. Con la llegada al poder de Díaz en 1876, no sólo los hacendados se llenaron de esperanzas, también las nuevas generaciones. Para los ojos de la ciudadanía el progreso por fin había llegado.

Los tiempos estaban cambiando e Ignacio Lombardo de Rus jamás sintió tantas emociones juntas. María Luisa Gurría no sólo le había robado el corazón, sino también el cerebro, decían aquellos testigos de las locuras del lozano enamorado, a principios de 1879.

La joven pareja tenía a su favor dos cartas de triunfo: sus familias se ubicaban entre las más acaudaladas e influyentes del país y, además, tenían una sólida amistad. Si bien la rebeldía de los muchachillos enamorados desató algunos escándalos e incomodidades entre las familias de los otros dos partidarios comprometidos (cada uno por su parte), con María Luisa e Ignacio, la sociedad miró con buenos ojos aquel arrebato de mocedad que los llevó al altar a mediados de 1880. Con el paso de los años el joven Ignacio pasó de ser un mancebo apasionado a un caballero de intachable conducta; María Luisa, a toda una dama de la alta sociedad, siempre presente en todos los eventos de la élite capitalina.

Caminaron de la mano de la suerte por veinticinco años: engendraron ocho hermosos hijos y heredaron las fortunas familiares, hasta que un día, el desamor tocó a su puerta. Don Ignacio perdió el interés en aquella mujer con quien había compartido su vida por casi tres décadas. La cabellera cada vez más canosa, las arrugas inclementes y las imperfecciones de la edad hacían de María Luisa una flor marchita para don Ignacio, a quien jamás le faltaron enamoradas. Sin embargo, no fue hasta el fin de aquella travesía que aquel marido pleno de integridad decidió cabalgar el corcel del adulterio.

Al estilo de los buenos amantes, sedujo a Lucila con extrema prudencia: siempre con sonrisas furtivas, miradas evasivas y distancia elegante. Ella tenía la edad del hijo mayor de Ignacio: veintiséis años. Casada a los quince con un hombre de sesenta y uno, y de aspecto cadavérico, la fortaleza de don Ignacio —delgado, espalda recta, bigote francés y ojos intensamente azules— le pareció un ramo de virilidad. El hombre con quien había compartido la cama en los últimos once años jamás había rebasado la meta de los cinco minutos en los rituales de la pasión. En una ocasión, ebrio, tomó a Lucila de la cintura, la giró, la inclinó sobre el tocador, le alzó la falda, le bajó las pantaletas y la penetró con torpeza. Ella, como siempre, cedió, muy a pesar de la humillación que aquello representó a perpetuidad. Para su suerte, diez segundos después, él se derrumbó sobre su espalda, exhausto y satisfecho con su desempeño.

Lo cierto es que nada sería igual a partir de entonces. Como en un acto de hechicería, los amaneceres más nublados y fríos de Lucila Fonseca de la Garza se tornaron en radiantes primaveras. Para su mala fortuna, a don Ignacio Lombardo de Rus y a don Nazario Castillo y Berra los vinculaban un rosario de negocios y los protagonistas de la política nacional, conocidos popularmente como los Científicos. Recibir a don Ignacio en su casa o acudir en compañía de don Nazario a la de los Lombardo era lo más parecido a acercarse a un panal de abejas: tentador hasta la demencia por las mieles que de éste brotaban, pero amenazador por las abejas que tarde o temprano saldrían en defensa de su territorio.

El amor no los tomó por sorpresa ni los encontró en el camino; ellos lo acecharon con tal desesperación que terminaron enmarañados en una yedra de inquietudes. Cada mirada clandestina detonaba suspiros que en ocasiones los delataron en público. Cuando Lucila veía a don Ignacio, en su cuerpo se encendía una llama que hacía hervir su sexo, su vientre y sus senos. Sus pezones se hinchaban, ávidos de caricias. Cada centímetro de su piel se erizaba con sólo sentirlo cerca. Su corazón palpitaba acelerado y los poros liberaban el elixir de su pasión recluida. Incapaz de controlar aquellos deseos, saciaba su necesidad a solas, sustituyendo con sus dedos y el poder de la imaginación los labios de Ignacio, hasta explotar en un delirio orgásmico. Minutos después la atormentarían los prejuicios. Una mujer decente no debía adentrarse en actos pecaminosos.

Luego de intercambiar sonrisas por más de ocho meses, por fin encontraron un rincón de la casa de Ignacio, el lugar idílico para el primer beso, las primeras caricias, ésas que siempre son las más bellas y seductoras. En el enorme jardín trasero de la casa se llevaba a cabo la fiesta de despedida de Cecilia, la hija menor de Ignacio, quien esa misma semana partiría rumbo a Francia en el Duc de Bragance, un lujoso barco francés de la Compagnie Générale Transatlantique, para después trasladarse a Lausana, Suiza, donde estudiaría en el instituto Château Mont-Choisi.

Al final del pasillo del segundo piso, entre las habitaciones de las visitas, Lucila se hallaba de pie, con la espalda hacia la pared, la barbilla al cielo, los ojos entrecerrados, sus cinco sentidos concentrados en el tacto de sus dedos, el aroma de Ignacio envolviéndola como un velo, su bigote francés acariciando a penas sus mejillas y su aliento barnizándole la piel. Tanto tiempo anhelando aquel instante. Tantos deseos reprimidos. No pedía más.

Del otro lado de la pared, en una habitación, se encontraba Alejandra Castañeda Landa, mejor amiga de Cecilia, quien, cual ladrona profesional, esculcaba las pertenencias de las visitas que habían llegado de otras ciudades para la celebración. Alimentaba desde los siete años el vicio de hurtar objetos personales en cada fiesta a la que asistía —únicos lugares donde practicaba aquella fechoría— ya que tenía la creencia de que gracias al alto número de asistentes jamás sería descubierta. Al igual que su amiga Cecilia, Alejandra pertenecía a una de las familias más pudientes del país y no tenía necesidad de robar, pero para ella era como la cura para un dolor muy profundo o el agua para las flores. El ritual consistía en estudiar minuciosamente a los invitados, elegir a uno en particular, ubicar su recámara y encontrar el artículo de mayor valor sentimental. De esta manera no les arrancaba un objeto cualquiera, sino un pedazo de sus corazones.

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