La cacería

Alejandro Paternain

Fragmento

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Índice

Portadilla

Citas

Prólogo. Corsarios uruguayos

Cuaderno 1. Primavera en la costa

Cuaderno 2. El capitán y el hormiguero

Cuaderno 3. El burladero de los islotes

Cuaderno 4. El cazador renueva su equipaje

Cuaderno 5. Fuga a través de la calma

Cuaderno 6. Presas acorraladas

Cuaderno 7. Combate en las entrañas

Cuaderno 8. «Vi correr sangre por los imbornales»

Cuaderno 9. Noticias de un desastre

Cuaderno 10. Otra vez el pabellón tricolor

Cuaderno 11. Invierno cisplatino

Sobre el autor

Créditos

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Corsario: Dícese del que manda una embarcación armada en corso con patente de su gobierno.

 

Corso (del latín cursus, «carrera»): Campaña que hacen por mar los buques mercantes con patente de su gobierno para perseguir a los piratas o a las embarcaciones enemigas.

 

(Del Diccionario de la Real Academia Española)

 

 

«Las Indias Occidentales están llenas de corsarios.»

Times (Londres, 16 de abril de 1817)

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Corsarios uruguayos

 

Ésta es una novela singular, que cuando fue publicada aún resultaba insólita en la literatura contemporánea en lengua española. Una narración de aroma deliberadamente clásico, perfecta para lectores aficionados al mar; de ésos que, con la imaginación, todavía son capaces de viajar en la Hispaniola a la isla de los piratas, arponear ballenas a bordo del Pequod o combatir penol a penol en la Surprise, entre cañoneos y astillazos. Pero también es una historia perfecta para quienes consideran que abrir las tapas de un buen libro es franquear una puerta hacia la vida y la aventura. Así que una recomendación previa: quienes no sientan el escalofrío anticipado que hace batir de expectación la sangre en las venas lectoras, el encanto de las páginas con olor a mar y a pólvora, noches de guardia bajo las estrellas, rumor de velas henchidas por la brisa allí donde empieza la única verdadera libertad del hombre, a cincuenta o cien millas de la costa más cercana, pueden navegar hacia otra clase de novelas, todas perfectamente honorables, y dejarnos tranquilos aquí, entre colegas, con nuestros esqueletos en el cofre del muerto y nuestra botella de ron.

La cacería cayó en mis manos por casualidad en 1996. Estaba en Montevideo, buscando el hotel desde donde el espía británico ve al Graf Spee hacerse a la mar en La batalla del río de la Plata, cuando la casualidad puso un ejemplar en mis manos. La novela y el autor me eran desconocidos, pues Alejandro Paternain nunca había sido publicado en España; pero el asunto me fascinó desde el principio: primer tercio del siglo XIX, corsarios, una persecución clásica en el mar. Aventura, historia, navegación, se daban feliz cita en aquellas páginas, que además estaban extraordinariamente bien escritas. Me gustó el título, me gustaron las páginas que leí por encima, me llevé el libro al hotel y lo acabé completo en tres horas. A la mañana siguiente cogí el teléfono, hice unas pesquisas editoriales —supe entonces que el autor tenía 65 años y había escrito otras tres novelas—, y llamé a Alejandro Paternain a su casa. Oiga usted, dije. No tengo el gusto de conocerlo, pero estoy a sus órdenes, comandante. Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría encantado firmarla yo. Me dio las gracias, charlamos un rato, quedamos en vernos alguna vez. Cuando volví a Uruguay ya había leído sus otras novelas, y lo llamé. Me reafirmo en lo dicho, sostuve. Maestro. Nos vimos, claro. No me esperaba a ese profesor jubilado de Literatura, leidísimo, modesto, buen tipo. Stevenson, Conrad, Melville, O’Brian, ya saben. Hermanos de la costa. Hablamos mucho de barcos, de naufragios, de libros, de viajes. Y nos hicimos amigos. Alejandro Paternain contaba muy buenas historias de aventuras, casi siempre con el mar como fondo, con deliberada y sobria eficacia. Yo le llamaba respetuosamente profesor, y él sonreía al oírlo, con benevolencia cortés. Era alto, anciano, tan elegante como su nombre y apellido. Un auténtico caballero.

Volví de aquel segundo viaje trayendo en la maleta cinco o seis ejemplares de La cacería, que regalé a los amigos. Uno de ellos cayó en buenas manos: Amaya Elezcano, que entonces era editora en Alfaguara, se empeñó en publicarla. La cacería salió en España, y la editorial tuvo el amable detalle de invitar al autor, que tuvo la satisfacción de ver su novela en los escaparates de las librerías españolas. Así, Alejandro Paternain vino a Madrid para presentar el libro, feliz por verse publicado, a sus años y sus canas, en la madre patria. Volvimos a vernos y a intercambiar nombres de libros y de barcos, vientos, latitudes y longitudes como dos chicos que cambiasen cromos. Él no era de ninguna mafia literaria, ni tenía editores de ésos que sólo publican obras maestras imprescindibles para la cultura occidental, ni escribía novelas sobre la imposibilidad de escribir una novela. Así que, en la mayor parte de los suplementos literarios españoles, los mismos críticos mezquinos que por aquella época jaleaban con entusiasmo cualquier obviedad a la moda, pasaron por completo de La cacería, ninguneando clamorosamente al libro y al autor. Ni una maldita línea, o casi. Aun así, circulando la consigna de lector en lector, la novela se vendió despacio, muy bien, hasta agotarse. Y lo que es más importante: se convirtió en libro cómplice para iniciados, en signo de reconocimiento de los lectores amantes del mar y la aventura. En libro de culto que los aficionados a la literatura naval

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