El enigma del convento

Jorge Eduardo Benavides

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Parte II

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Parte III

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Epílogo

Capítulo 1

Sobre el autor

Créditos

EnigmaConvento-2.xhtml

A Eva, cuya paciencia conventual me ayudó a resolver todos los enigmas de esta historia... que dura casi diez años.

EnigmaConvento-3.xhtml

I

 

EnigmaConvento-4.xhtml

 

Desde muy temprano, cuando el amanecer aún quedaba lejos en el horizonte y por las callejuelas ásperas de Santa Catalina corría un viento frío, las novicias y las monjas aguzaban el oído para escuchar los pasitos raudos de Ana Moscoso, Anita, aquella infeliz que buscaba los rincones más recónditos del convento para llorar, que alcanzaba el huerto de detrás de la calle del templo para pasar una escasa media hora solitaria, pobre chica, o que simplemente se convertía para las demás en un rumor de pasos confusos, un rastro de desconsuelo callejeando sin norte de aquí para allá, como huyendo de cualquier contacto humano tanto como de su desdicha. Había entrado al convento hacía menos de un mes y la madre superiora exigió a las alborotadoras monjitas que quisieron darle la bienvenida con frutas y pasteles, con copitas de vino de Vítor, que la dejaran en paz, porque la muchacha, que aún no se había decidido a tomar los hábitos —y mejor así, pues ya sabían ellas que el dolor, el dolor mundano, no era buen consejero cuando se trataba de abrazar a nuestro Señor—, parecía realmente un alma en pena.

Por eso mismo, déjenla en paz, había insistido la madre superiora cuando unas cuantas monjas vinieron hasta su despacho en comisión para decirle que la chiquita Moscoso apenas salía de su celda, que su criada ya no sabía qué hacer para que comiera, que lloraba todo el día. Ella escuchó con paciencia, las manos quietas sobre el regazo, el rostro impasible, dejando que se quitaran la palabra unas a otras hasta que por fin todas callaron, confusas o amedrentadas ante el silencio de la superiora. Era mejor que la dejaran tranquila, insistió ésta con voz suave, que buscara ella sola el sosiego en el dulce consuelo que traía la oración, que el Señor estaría allí para reconfortarla cuando ella misma se diera cuenta de que no estaba sola en su dolor. Ante el amago de la hermana Mariana de la Visitación —cómo no...— de insistir, la superiora levantó el dedo índice: Nada de importunarla con excesivas atenciones ni mucho menos estar pendientes de su vida, que hasta la buena voluntad se vuelve pecado cuando se convierte en pesada insistencia, agregó recordándoles a san Nicolás de Tolentino, y tuvo que alzar un poco la voz para acallar la ola de murmullos levantiscos que precedieron a sus palabras.

Pero tampoco le había dado mayor importancia a aquello la superiora porque el convento requería urgentes atenciones y el magro presupuesto del que disponían apenas si alcanzaba para remendar estucos, tarrajear paredes, cambiar muebl

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos