Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Parte II
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Parte III
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Epílogo
Capítulo 1
Sobre el autor
Créditos
A Eva, cuya paciencia conventual me ayudó a resolver todos los enigmas de esta historia... que dura casi diez años.
I
Desde muy temprano, cuando el amanecer aún quedaba lejos en el horizonte y por las callejuelas ásperas de Santa Catalina corría un viento frío, las novicias y las monjas aguzaban el oído para escuchar los pasitos raudos de Ana Moscoso, Anita, aquella infeliz que buscaba los rincones más recónditos del convento para llorar, que alcanzaba el huerto de detrás de la calle del templo para pasar una escasa media hora solitaria, pobre chica, o que simplemente se convertía para las demás en un rumor de pasos confusos, un rastro de desconsuelo callejeando sin norte de aquí para allá, como huyendo de cualquier contacto humano tanto como de su desdicha. Había entrado al convento hacía menos de un mes y la madre superiora exigió a las alborotadoras monjitas que quisieron darle la bienvenida con frutas y pasteles, con copitas de vino de Vítor, que la dejaran en paz, porque la muchacha, que aún no se había decidido a tomar los hábitos —y mejor así, pues ya sabían ellas que el dolor, el dolor mundano, no era buen consejero cuando se trataba de abrazar a nuestro Señor—, parecía realmente un alma en pena.
Por eso mismo, déjenla en paz, había insistido la madre superiora cuando unas cuantas monjas vinieron hasta su despacho en comisión para decirle que la chiquita Moscoso apenas salía de su celda, que su criada ya no sabía qué hacer para que comiera, que lloraba todo el día. Ella escuchó con paciencia, las manos quietas sobre el regazo, el rostro impasible, dejando que se quitaran la palabra unas a otras hasta que por fin todas callaron, confusas o amedrentadas ante el silencio de la superiora. Era mejor que la dejaran tranquila, insistió ésta con voz suave, que buscara ella sola el sosiego en el dulce consuelo que traía la oración, que el Señor estaría allí para reconfortarla cuando ella misma se diera cuenta de que no estaba sola en su dolor. Ante el amago de la hermana Mariana de la Visitación —cómo no...— de insistir, la superiora levantó el dedo índice: Nada de importunarla con excesivas atenciones ni mucho menos estar pendientes de su vida, que hasta la buena voluntad se vuelve pecado cuando se convierte en pesada insistencia, agregó recordándoles a san Nicolás de Tolentino, y tuvo que alzar un poco la voz para acallar la ola de murmullos levantiscos que precedieron a sus palabras.
Pero tampoco le había dado mayor importancia a aquello la superiora porque el convento requería urgentes atenciones y el magro presupuesto del que disponían apenas si alcanzaba para remendar estucos, tarrajear paredes, cambiar muebl