Barbarus. La conquista de Roma

Santiago Castellanos

Fragmento

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Contenido

PARTE I

  1. Guerreros

  2. Los hijos de las haliarunas

  3. La fiesta del dios

  4. Regreso a Oium

  5. El banquete de Enguz

  6. Éxodo

  7. Caravana al gran río

  8. A orillas del Imperio

  9. En deuda

PARTE II

10. Refugiados

11. Gautas el centinela

12. Eldes vive

13. Mercado negro

14. Vamos a morir

15. Perros

16. Martirio

17. Deserción

18. Nieva

19. Ruodwoulfo el Tuerto

20. Las puertas de Marcianópolis

21. Segga y Uanda, Uanda y Segga

22. La muñeca Aurora

23. Las prisas de Valente

24. El desastre de Adrianópolis

25. La sangre de los héroes

26. Una tierra para los godos

27. Magia

28. El collar de Ermionda

29. Seréis felices

30. Libres

31. Unos botines para Eldes

32. Waldo el Guerrero

33. Celos

34. El viajero

35. Alquimia

PARTE III

36. Ostia

37. El pan de Pamaquio

38. Ouroboros

39. Bajo la ley de Moisés

40. La fábrica de Cleón

41. Un paseo por Roma

42. Barbarus!!!

43. Malos augurios

44. El baúl

45. El triunfo de Honorio

46. Los días de Saturno

47. Rufio

48. La taberna del puerto

49. Esto se acaba

50. Esperando a Alarico

51. Gacha

52. El oro de Roma

53. La puta y la emperatriz

54. Traición

55. La conquista de Roma

Nota del autor

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Para Vega y Enrique

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I

Barbaricum

Al norte del Danubio (376)

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1

Guerreros

Eldes estaba impaciente por empezar el juego. Los días eran cada vez más cortos y pronto tendrían que decir adiós a las largas tardes de luz y libertad que les había regalado ese cálido verano tan poco habitual en las tierras altas de los Cárpatos; a los correteos entre los árboles, a los escondites, las bromas y las travesuras. Le fastidió comprobar que Dago y los demás no mostraban el mismo entusiasmo que ella y que todavía seguían sentados en el suelo como un puñado de pasmarotes, con las piernas flexionadas y el cuerpo molido, agotados por el intenso trabajo de la mañana. Mirándola con la estúpida fijeza de los búhos. La vieron sacudirse los restos de paja que se le habían quedado pegados en el trasero, y una sonrisa breve y maliciosa, apenas perceptible, bastó para que sospecharan sus intenciones. Hacía un par de años que conocían a Eldes, desde que la pequeña fue enviada a vivir con su madre a la aldea, los suficientes como para adivinar que estaba tramando algo. A buen seguro que se trataba de otro de sus descabellados juegos. El último que ella les propondría.

—¡Vamos, que parecéis troncos! ¿Es que no pensáis moveros de ahí en toda la tarde? Se me acaba de ocurrir una cosa... aunque no sé... no sé si os vais a atrever —les desafió Eldes, convencida de que acabaría despertando su interés, por mucho que esa tarde no parecieran ni ellos de tan callados que estaban. Eran sus amigos y no podían hacerle aquello. Había estado toda la mañana esperando el momento de poder reunirse con ellos, mirando el cielo cada poco y pidiéndole al sol que fuera bueno con ella y que se diera prisa en bajar de allá arriba, mientras se consumía de aburrimiento tejiendo bajo la vigilante presencia de la nodriza.

El trabajo en el telar era muy aburrido, aunque mucho menos agotador que el trabajo en el campo. Así que Eldes podía considerarse privilegiada al poderse quedar en la aldea mientras los demás se dejaban la piel ayudando en casa. Como toda respuesta, obtuvo una lánguida sonrisa por parte de sus compañeros. No era lo que estaba esperando de ellos pero le bastaba para confirmarle que pronto estarían corriendo juntos. Eldes veía con pena cómo los niños de la aldea, sus amigos, cada vez eran menos niños, trabajaban demasiado y tenían pocas ganas de reír. Había mucho que hacer en verano y la ausencia de los hombres había hecho recaer todo el trabajo sobre ellos y sobre sus agotadas madres. Esa misma mañana habían tenido que cargar a sus espaldas decenas de gavillas, tan grandes como menudo era su cuerpo, mientras las mujeres terminaban de segar las mieses que quedaban en las tierras. Se habían quedado solas, sin más apoyo que el de sus hijos y los ancianos, pues quienes tenían fuerza y juventud para sacar adelante la cosecha habían sido reclamados para la guerra. No era a los campesinos a quienes correspondía luchar, sino a los guerreros, pero ante la magnitud del nuevo peligro que amenazaba Gutthiuda, la tierra de los godos, también ellos fueron obligados a tomar las armas. Atanarico había reunido al consejo de jefes y les había pedido que movilizaran hasta el último hombre de los kunja. No era la primera vez que aquello sucedía, la aldea se había quedado otras veces sin ellos. Padres y esposos habían empuñado las armas respondiendo a la llamada del juez, que gobernaba desde hacía una década sobre la confederación de kunja tras haber sido elegido por la asamblea de jefes. Pero esta vez era diferente, algo hacía presagiar que los hombres ya no regresarían.

Esa misma mañana se había dado por finalizada la cosecha del centeno y el granero olía a las mieses recién segadas. El tibio sol de la tarde se colaba a través de la techumbre de paja, dorando las amarillentas gavillas que habían sido amontonadas de cualquier manera en un rincón, a la espera de ser majadas tras los sacrificios que tendrían lugar en agradecimiento al dios por los escasos frutos recogidos. Un año más, la cosecha había sido mala aunque suficiente para no morir de hambre durante el invierno. Al ver que los demás seguían sin hacer amago de levantarse, Eldes se dejó caer con gesto hastiado sobre el montón de paja que tenía justo a su espalda y permaneció un rato ahí tendida, fingiendo que lo que ellos hicieran o dejaran de hacer había dejado de importarle. Su pelo tenía el mismo tono pajizo que el centeno. Pero no pudo resistirse, era demasiado inquieta para esperar, así que entornó los ojos y se preparó para soltar su desafío:

—¡Iremos al bosqu

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