En tiempos del papa sirio

Fragmento

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Contenido

PRIMERA PARTE

  1

  2

  3

  4

  5

  6

  7

  8

  9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

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SEGUNDA PARTE

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27

28

29

30

31

32

33

34

35

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37

38

39

40

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TERCERA PARTE

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60

FINAL

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Aquel que se cree que estudiando apenas historias aisladas podrá adquirir una idea suficiente de la Historia entera, se parece mucho —en mi opinión— al que, después de haber contemplado los miembros dispersos de un animal muerto y bello, se engaña pensando que es como si lo viera de verdad, con todos sus movimientos y su gracia, con su fuerza y la hermosura de la vida. Y si se le mostrara entonces al mismo individuo vivo, creo que reconocería en seguida que antes estaba muy lejos de la verdad y como uno que solo soñaba.

POLIBIO
(Libro 1, 4)

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PRIMERA PARTE

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Camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. El que se para no avanza. El que añora el pasado vuelve la espalda a la meta. El que se desvía pierde la esperanza de llegar. Es mejor ser un cojo en el camino que un buen corredor fuera de él.

SAN AGUSTÍN DE HIPONA
(Sermón 169, 18)

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1

Roma

Los godos de Hispania llegaron a Roma en pleno otoño. Lo recuerdo muy bien, porque por entonces acababa de iniciarse el Adventus. Una semana antes llovió tant­o que se inundó el atrio de la basílica de Santa María Antigua y el agua penetró después hasta el tabernáculo. Tres días tardaron en arreglar el deterioro, para que se pudiera celebrar allí el domingo. Pero el lunes amaneció un sol extraño... Una luz pulida y perezosa fue iluminando el Aventino, mientras brotaban las siete colinas de la bruma. Hubo primero un silencio templado, pasmoso, que se extendió durante un tiempo que debió de ser exiguo, pero algo me hizo sentirlo más largo. Y un instante después, con la usual diligencia de cualquier mañana, sonaron en los patios las órdenes y los rumores propios del cambio de guardia. Sin embargo, aquel no iba a ser un día cualquiera.

No quiero olvidar ningún detalle. Yo estaba todavía junto al monasterio. Acababa de salir de la iglesia de San Sabas con el protodiácono Martín y nos encaminábamos hacia el Laterno a nuestro servicio en la curia, como cada mañana a esa misma hora. Entonces se inició repentinamente un revuelo en el atrio: voces, pasos apresurados; gente soliviantada por algún motivo. Nos miramos atónitos. Martín dijo:

—Voy a ver.

Me quedé aguardando frente a la entrada mientras aquel alboroto iba en aumento. Pasado un rato, el protodiácono regresó algo alterado.

—¡Parece ser que el papa va hacia la puerta de Ostia! Acaban de anunciarlo los heraldos.

Puse en él una mirada llena de estupor. Porque era un anuncio raro, no solo por lo temprano de la hora, sino porque no es acostumbrado que el papa salga a las puertas de Roma así, sin previo aviso y por cualquier motivo. Salvo que acuda a un recibimiento; siempre, claro está, que se trate de alguien importante. Así que, en medio de mi confusión, pregunté:

—Pero... ¡¿quién viene?!

—¡Vamos! —contestó apremiante el diácono—. ¡Debemos ir allá! Por el camino nos enteraremos.

Descendimos a toda prisa por la calle principal, unidos a los monjes griegos que, llenos de curiosidad, corrían como nosotros sin saber el porqué de aquella inesperada decisión del papa. La luz recién despertada iluminaba los viejos palacios, y un rayo de sol hacía brillar los arcos y las columnas de mármol en las galerías, por encima de los pórticos. Ya en la vía de Ostia, adelantamos a unos ancianos presbíteros, algunos con bastones, caminando presurosos, afanados, y con unos rostros acongojados que nos preocuparon todavía más.

—¿Qué sucede? —les preguntamos.

Se extrañaron por nuestra ignorancia. Y uno de ellos, sin detenerse, jadeante, respondió:

—¡La Hispania! La Hispania toda ha caído bajo el poder de los agarenos... El mismísimo obispo de Toletum, con sus sacerdotes y su grey, está a las puertas de Roma aguardando la caridad y el consuelo del papa.

La espantosa noticia nos dejó mudos. Miré a Martín y vi terror en sus ojos. Agarró mi brazo y tiró de mí, gritando:

—¡Vamos allá, hermano!

Junto a la muralla Aureliana, en las proximidades de la pirámide Cestia, se iba congregando una multitud cohibida, expectante, que no se atrevía a acercarse a la puerta, amedrentada tal vez por las armaduras, los negros penachos y las puntas de las lanzas de los guardias. Un rumor tenue, hecho de murmullos de voces temerosas, susurrantes, crecía en esta parte de la ciudad a medida que la gente afluía, como en oleadas, desde los barrios adyacentes. Llegaban también hombres montados en asnos, con alforjas repletas de castañas, ajos, coles e higos secos. Siempre hay en Roma quien aprovecha cualquier aglomeración para obtener alguna ganancia... Por encima del gentío, sacábamos nuestras cabezas para tratar de ver algo. Y de repente, en algún lugar, se escucharon voces enérgicas, cargadas de auto­ridad:

—¡Abrid paso! ¡Paso! ¡Apartad!

También se oyó el golpear fuerte de las varas de los pertigueros contra el suelo y un crepitar de cascos de caballos. Venía el papa a lo lejos, sobre la litera, que oscilaba por el paso rápido de los porteadores. Quedó abierto un pasillo en medio de la vía

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