La seducción de Marco Antonio (Memorias de Cleopatra 2)

Margaret George

Fragmento

Contenido

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EL CUARTO ROLLO

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EL QUINTO ROLLO

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EL SEXTO ROLLO

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EL CUARTO ROLLO

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Volví a nacer en medio de unos terribles tormentos en el pequeño y maloliente camarote del barco que se balanceaba surcando los mares. Permanecía débil y mareada en la cama, que brincaba sin permitirme descansar ni de noche ni de día. Pero no me importaba; era imposible que alguien pudiera sentirse más desdichado de lo que yo me sentía, cualquiera que fuera el lugar donde estuviera o cualesquiera que fueran las cosas que me rodeaban. Pensaba que hubiera podido permanecer tendida eternamente en aquel miserable lecho, encerrada en una oscura tumba. Estaba muerta, tan muerta como César.

No comía. No despertaba... o a lo mejor es que no dormía. Y no pensaba. Por encima de todo, no pensaba. Pero los sueños... Oh, cuántos sueños se arremolinaban a mi alrededor. Veía constantemente a César, lo veía primero vivo y fuerte, después lo veía envuelto en llamas en el catafalco. Gritaba y murmuraba, y Carmiana se acercaba a mí, cogía mis manos y trataba de consolarme. Yo apartaba el rostro, volvía a cerrar los ojos y me sentía arrastrada de nuevo por los demonios de mis sueños.

No me había derrumbado en Roma. Había conseguido superar aquellos días que ahora me parecían una pesadilla mucho mayor que las verdaderas pesadillas que me atormentaban. Pero apenas los recordaba. Después del funeral, todo me parecía borroso. Me fui sin más. Me fui en cuanto pude, pero sin huir corriendo desde el Foro hasta el barco que me esperaba. Sólo cuando estuve sana y salva a bordo y vi cómo se alejaba la costa de la península Itálica a lo lejos, me fui al camarote, me tendí en la cama y me morí.

Carmiana permanecía sentada a mi lado, soportando aquel terrible camarote día tras día, leyéndome y tratando de despertar mi interés por cualquier cosa que no tuviera que ver con el absorbente mundo de mis sueños. Ella y los cocineros procuraban prepararme platos apetitosos dentro de lo que cabía... estofado de pescado fresco recién pescado, lentejas y guisantes hervidos, pastelillos de miel. Pero todo me parecía repugnante y me producía náuseas. Sacaba la cabeza fuera de la cama y vomitaba, aunque no hubiera probado los platos.

—Te vas a consumir —me decía Carmiana en tono de reproche, tomándome una muñeca y rodeándomela con su mano—. ¿Esto es realmente un brazo? Sé que Tolomeo VIII y otros antepasados tuyos eran obesos pero ¿es necesario que tú hagas penitencia de esta manera y que te conviertas en un esqueleto? —Apelaba a mi orgullo—. ¿Y si César pudiera verte ahora?

Pero todo era inútil. A veces sentía la presencia de César, me parecía que me observaba y sabía que él —que sufría la debilidad del mal caduco— hubiera comprendido mi estado de ánimo y se hubiera mostrado tolerante conmigo. Otras veces me parecía que se había desvanecido por completo y que me había dejado mucho más desnuda y abandonada en el universo que si jamás me hubiera estrechado contra su pecho. No me importaba cuál fuera mi aspecto. Él había muerto y jamás me volvería a contemplar.

Los días iban pasando, y como yo no estaba muerta sino viva, y como la vida —si eso es la vida— al final no tiene más remedio que moverse, poco a poco me sentí renacer y salí de la ingrávida y eterna oscuridad que me tenía presa.

La luz era demasiado fuerte en la cubierta y me escocían los ojos. Los vientos me azotaban demasiado la piel, y los azules del mar y del cielo eran excesivamente brillantes y dolorosos. Tenía que protegerme los ojos y entornarlos para poder soportar la contemplación del horizonte, donde ambos azules se juntaban. No se podía ver nada más, no había tierra ni nubes.

—¿Dónde estamos? —le pregunté a Carmiana el primer día en que me apoyé en ella para salir a la cubierta.

Mi voz sonaba débil y trémula.

—En el mar, a medio camino de casa.

—Ah.

Durante la travesía de ida había seguido con impaciencia nuestro rumbo, ansiando que los vientos hincharan las velas y nos condujeran a nuestro destino a la mayor brevedad posible. Ahora no tenía ni idea del tiempo que llevábamos en el mar ni de cuándo llegaríamos, pero tampoco me importaba.

—Llevamos casi treinta días lejos de Roma —me dijo Carmiana, tratando de despertar en mí alguna chispa de interés y de noción del tiempo.

Treinta días. Eso significaba que César llevaba muerto casi cuarenta y cinco. Ése era el único significado de las fechas para mí: ¿Había ocurrido antes o después de la muerte de César?

—Ya estamos a principios de mayo —me dijo dulcemente Carmiana, tratando de orientarme.

Mayo. El año anterior, por aquellas fechas, César aún estaba lejos de Roma. Había combatido la que iba a ser su última batalla, la de Munda en Hispania... Y casi exactamente un año después había caído víctima de los puñales de los asesinos. El año anterior, por aquellas fechas, yo le estaba esperando en Roma.

Pero él había tardado mucho tiempo en regresar a Roma. Antes se había ido a su finca de Lavico para redactar su testamento, el testamento en el que nombraba heredero suyo a Octavio y no mencionaba para nada a Cesarión.

Al recordarlo sentí una punzada de emoción, como la punta de un helecho que rompe la tierra tras el sueño invernal. Era pálida y endeble, pero estaba viva y ya empezaba a desenroscarse.

Era una mezcla de dolor, pesar y furia. Le hubier

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