El rey tahúr

Carlos Aurensanz

Fragmento

Capítulo 1

1

Año del Señor de 1188

Un pañuelo húmedo de lino anudado al cuello le protegía la nariz y la boca, pero no conseguía impedir que el polvo blanquecino que flotaba por todas partes se le metiera hasta la garganta, haciéndole toser a cada instante. Una capa parduzca le cubría la piel, el jubón, las sandalias y el cabello, y le obligaba a limpiarse los ojos enrojecidos con el dorso de la mano para retirar de las comisuras la molesta mezcla de lágrimas y partículas de caliza.

El joven Nicolás, sin embargo, estaba acostumbrado a aquello. Desde que tenía memoria, quizá con siete años, había acompañado a su padre al tajo en aquella villa que les había acogido tras su llegada de Auxerre, en el lejano ducado de Borgoña. Así, el polvo de piedra había sido su compañero inseparable: había teñido de blanco, gris u ocre su cabello claro, y había impregnado, mezclado con la nostalgia y la melancolía, cada una de las historias que Pierre, su padre, le contaba en su niñez en las largas noches de invierno al calor de la lumbre.

Su familia procedía de una estirpe de canteros borgoñones que había desarrollado la misma labor durante generaciones, poniendo su experiencia y su oficio al servicio de abades, obispos y nobles que, durante la última centuria, rivalizaban en la cercana Île-de-France a la hora de alzar al cielo las más hermosas construcciones, a mayor gloria de Dios. En los oídos de Nicolás resonaba el nombre del abad Suger, para quien habían trabajado sus dos abuelos, labrando los sillares con los que se levantaba la nueva y al parecer imponente abadía de Saint Denis, cercana a la ciudad de París. Al principio no comprendía qué había llevado a Pierre y a Marie, su madre, a abandonar aquellas tierras del norte que les garantizaban el sustento, y no tuvo la oportunidad de hacerle aquella pregunta a su padre, porque una cabria mal anclada en la cantera había acabado con su vida cinco años atrás, cuando él contaba tan solo once.

Había transcurrido mucho tiempo antes de que Marie fuera capaz de hablar de su esposo sin que el tormento del recuerdo le impidiera siquiera pronunciar su nombre. Para entonces, durante el trabajo menos duro en el taller de cantería o en las breves pausas para el almuerzo, otros oficiales de la cuadrilla de su padre ya le habían revelado algunos detalles. Al parecer, sus dos abuelos mantenían una prolongada rivalidad en las obras de Saint Denis, y el desencuentro había llegado tan lejos que la justicia había tenido que mediar para dirimir sus pleitos. Sin embargo, Pierre y Marie habían crecido juntos, ajenos a las disputas de sus padres. El muchacho trabajaba desde edad temprana junto a su progenitor, y Marie cada día le llevaba el almuerzo al tajo al suyo. Ni la enemistad entre ambos ni la categórica prohibición por parte de las familias de cruzar siquiera una palabra habían conseguido separarlos, y los encuentros, por necesidad furtivos, se habían hecho continuos durante la adolescencia de ambos. La para él incomprensible oposición familiar había hecho de Pierre un muchacho rebelde y desafecto, aunque no por ello había descuidado su trabajo y su aprendizaje en la cantera y en los talleres donde se ultimaban sillares y dovelas. Los dos jóvenes comenzaban a asimilar que no había futuro para su relación cuando la evidencia del embarazo de Marie vino a marcar para siempre su existencia.

No hacía demasiado que ella misma le había contado lo que sucedió a continuación. Por entonces Pierre había oído hablar de la demanda de canteros con experiencia que empezaba a haber en tierras relativamente alejadas del ducado de Borgoña y de la propia Île-de-France y, antes de que la gestación se hiciera patente, tomaron la decisión de abandonar a sus respectivas familias para compartir juntos un futuro tan incierto como esperanzador. No fue un robo lo que Pierre cometió al encinchar el mulo que habría de acompañarlos en su aventura, pues lo tomó a cuenta del salario que se le debía en la obra de Saint Denis. Sí lo fue el hecho de introducir en las alforjas las herramientas propias de su oficio, lo más valorado por un cantero y algo que pocos alcanzaban a poseer en propiedad. En descargo de su conciencia mascó la idea de que aquella era la herencia que su padre jamás le dejaría porque, si algo vislumbraban ambos con claridad, era que el viaje que emprendían no tendría retorno.

Recordaba bien el día en que su madre le había revelado los detalles de su pasada existencia. Las lágrimas corrían por las mejillas de Marie al hablarle del sufrimiento, de la sensación de traición a los de su sangre que experimentaron al ver cómo la distancia reducía el tamaño de los imponentes muros de la nueva abadía de Saint Denis. Sabían que no la verían terminada. Sus pasos les llevaron hacia el sureste, quizá por el deseo inconsciente de contemplar por última vez su villa natal de Auxerre en las tierras de Borgoña, cuna de los mejores escultores y canteros del reino. Después, espoleados por la cercanía del invierno, se encaminaron hacia el sur, en un viaje que duró meses, durante los cuales Pierre desempeñó su trabajo en varios prioratos y abadías de la orden monacal nacida en Cluny, algunos de los cuales empezaban a alzar sus muros en lo que parecía una decidida expansión hacia tierras meridionales. Su meta era algún lugar de la Aquitania de clima benigno, cualquier próspera ciudad donde se estuviera iniciando la construcción de un nuevo templo, un monasterio quizás, y su experiencia fuera bien valorada y retribuida. Pero aquel invierno resultó duro, los trabajos de construcción se habían detenido en todos los lugares que atravesaban, y Pierre hubo de dedicarse a tareas menores a cambio tan solo del sustento. Fue el deseo de huir de aquel clima extremo lo que les condujo hacia su primer destino, cerca del gran océano. Alcanzaron Burdeos al principio de la primavera con la intención de unirse a los trabajos de construcción de la magnífica catedral que alzaba ya sus muros en el centro de la ciudad.

Nicolás recordaba cómo su madre sonreía al evocar la primera vez que, juntos, habían visto el mar. Le contó que sintió las primeras patadas del pequeño ser que crecía en su vientre, sus patadas, sentada sobre un montículo de aquella playa, junto al estuario del río que atravesaba la ciudad.

Pero su viaje no había concluido. Al llegar a las inmediaciones del templo en construcción, dispuesto a establecer contacto con el maestro de obras en busca de trabajo, Pierre se tropezó con un grupo de hombres que reconoció como borgoñones por su acento, su vestimenta y sus expresiones. Resultaron ser canteros como él, escultores algunos, dispuestos a abandonar la ciudad, descontentos con las condiciones de trabajo que se les ofrecían. Hablaban de atravesar los Pirineos en busca de mejores oportunidades, siguiendo el camino del apóstol Santiago. Pierre se vio seducido por las historias épicas que le contaron, protagonizadas por monarcas cristianos de reinos para él desconocidos: Aragón, Navarra, León, Castilla, Portugal, todos en lucha contra los sarracenos; por la pro

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos