Enemigo de Roma (Aníbal 1)

Ben Kane

Fragmento

Creditos

Título original: Hannibal: Enemy of Rome

Traducción: Mercè Diago y Abel Debritto

1.ª edición: octubre 2012

© Ben Kane, 2011

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B.22792-2012

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-266-5

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Ferdia y Pippa, mis preciosas hijas

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

1. Hanno

2. Quintus

3. Captura

4. Hombría

5. Malchus

6. Esclavitud

7. Cambio gradual

8. El asedio

9. Minucius Flaccus

10. Traición

11. A la búsqueda de un pasaje seguro

12. Planes

13. La partida

14. El enfrentamiento

15. Los Alpes

16. Los viajes

17. El debate

18. La Galia Cisalpina

19. El reencuentro

20. Contratiempos

21. El plan de Aníbal

22. Cara a cara

23. Comienza la batalla

24. De cerca

25. Táctica inesperada

Nota del autor

Glosario

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1

Hanno

Cartago, primavera

—¡Hanno! —La voz de su padre resonó entre las paredes de estuco pintadas—. Es hora de marcharse.

Hanno miró hacia atrás sorteando con cuidado la zanja que transportaba los residuos líquidos hacia el pozo ciego de la calle. Se debatía entre su obligación y los gestos apremiantes de su amigo, Suniaton. Las reuniones políticas a las que su padre había insistido recientemente para que asistiera le aburrían como una ostra. Todas parecían cortadas por el mismo patrón. Un grupo de ancianos barbudos y engreídos, claramente encantados con el sonido de su voz, pronunciaban discursos interminables criticando que las acciones de Aníbal Barca en Iberia excedían el cometido que se le había encomendado. Malchus, su padre, y sus aliados más cercanos, partidarios de Aníbal, decían poco o nada hasta que los barbudos se callaban, y entonces les tocaba el turno uno detrás de otro. Lo habitual era que Malchus hablase el último. Casi siempre decía lo mismo. Aníbal, que había sido comandante en Iberia durante solo tres años, estaba realizando una labor extraordinaria consolidando el dominio de Cartago sobre las tribus indígenas, había formado un ejército disciplinado y, lo más importante, llenaba las arcas de la ciudad con la plata extraída de sus minas. ¿Qué otro hombre llevaba a cabo tales hazañas virtuosas enriqueciendo a la vez a Cartago? Al defender a las tribus que habían sido atacadas por Saguntum, ciudad aliada de Roma, no hacía más que reforzar la soberanía de su pueblo en Iberia. A juzgar por estos motivos, había que dejar que el joven Barca se las arreglara solo.

Hanno sabía que lo que motivaba a los políticos era el temor, apaciguado en parte por el hecho de pensar en las fuerzas de Aníbal, así como la avaricia, satisfecha también en parte por los cargamentos de metal precioso que llegaban de Iberia en barco. Las palabras bien escogidas de Malchus solían decantar al Senado a favor de Aníbal, pero los debates se alargaban varias horas. El politiqueo interminable hacía que a Hanno le entraran ganas de gritar y de decir a esos vejestorios lo que realmente opinaba de ellos. Por supuesto, nunca avergonzaría a su padre de tal modo, pero se veía incapaz de pasar otro día encerrado. La idea de salir de pesca le resultaba demasiado tentadora.

Uno de los emisarios de Aníbal traía a su padre noticias de Iberia con regularidad y hacía menos de una semana que les había visitado. Se suponía que las citas nocturnas eran un secreto, pero Hanno no había tardado mucho en reconocer al oficial con capa y de tez amarillenta. En alguna ocasión, a Safo y Bostar, sus hermanos mayores, se les había permitido asistir a las reuniones. Bostar había informado a Hanno después pero haciéndole jurar que lo mantendría en secreto. Ahora, cuando podía, escuchaba a hurtadillas. En pocas palabras, Aníbal había encomendado a Malchu

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