La oreja del capitán

Gisbert Haefs

Fragmento

Enrolado en La Habana

Enrolado en La Habana

Algún necio ha dicho que las auténticas aventuras ocurren en la cabeza o en nuestras desastrosas circunstancias, y que toda la desgracia de los humanos deriva exclusivamente de que no son capaces de quedarse tranquilamente en una habitación. Y ¿quién ha fabricado la silla en la que el necio se sienta en su cuarto? ¿De dónde ha sacado la madera? ¿Quién ha matado el pollo que está engullendo, quién ha plantado el vino que se bebe, quién ha traído de China la seda para su ropa interior? Y todo eso, ¿solo para que él pueda quedarse allí sentado y dormitar, y escribir tonterías sobre Ulises? Bah, bah y otra vez bah.

LUCIEN PASCAL,

Arrière-pensées

En el camino de Batabanó a La Habana, Rafael pensaba una y otra vez en el consejo que el padre Ortiz le había dado hacía meses, antes de morir: «Si lo considera necesario, te cortará el cuello con cortesía y elegancia. Así que no le des ningún motivo para ser descortés.»

El hombre al que el consejo se refería se llamaba Juan de León Fandiño y, si de vez en cuando cortaba cuellos con toda cortesía, era mejor predisponerlo a la descortesía. Pero, si en estado de cortesía ya recurría al cuchillo, ¿qué podría hacer cuando estuviera malhumorado y descortés? Eso enlazaba con otras preguntas; por ejemplo, si la cortesía podía ser un estado duradero. Y si, en realidad, el consejo era o habría debido ser una fallida paradoja.

Dado que precisó menos de dos días para el camino, pudo dar vueltas a ese y otros pensamientos, pero no tanto como para que las vueltas degenerasen en un enrevesado aburrimiento. Según había oído decir al padre Ortiz, Fandiño era sevillano, y de Triana, el barrio de los marinos y trabajadores. Poseía una casa en San Juan de los Remedios, cerca de la costa norte de Cuba; allí vivía, desde la muerte de la primera, su segunda mujer. El padre Ortiz le había contado una serie de historias licenciosas del tiempo que habían pasado juntos a bordo de una fragata. La mayoría eran increíbles, y, por lo tanto, interesantes. Quedaba por saber si el conocimiento de esta o aquella circunstancia podía serle de alguna utilidad.

Se había preparado bien; aun así, se sentía un poco inseguro. Nunca podía saberse qué preguntas podían acecharle. ¿O podían las preguntas halagar? ¿Seducir? De camino a La Habana y luego paseando por sus calles, se sometió a un mudo examen, consideró las preguntas que Fandiño haría al hombre que quisiera subir a bordo, imaginó otras y se dijo que probablemente eran las equivocadas.

¿Cuál era la tarea de los guardacostas? Combatir el contrabando y la piratería.

¿Cuándo se había creado el sistema de guardacostas? Hacía solo cinco o seis años.

¿Quiénes eran los hombres que debían atender esa tarea? Marinos experimentados, la mayoría de ellos antiguos contrabandistas y piratas, y por eso mismo familiarizados con todas las tretas.

¿Qué barcos se empleaban? Algunos pertenecían a los capitanes, que recibían mandato y documentos del virrey competente o gobernador... antes habían sido patentes de corso; otros barcos, a menudo naves contrabandistas incautadas, eran aportados por las autoridades correspondientes a cambio de una participación.

¿Por qué guardacostas en vez de la flota real? Porque los muchos miles de millas de costa de los territorios españoles en América, con sus bahías y escondrijos, no podían ser vigilados por flota regular alguna.

¿Quiénes eran los contrabandistas? Holandeses, franceses y, sobre todo, ingleses.

¿Por qué contrabando, en vez del comercio habitual? Porque la corona cuidaba de su monopolio comercial, y nadie podía comerciar con los territorios españoles más que los barcos que venían de Cádiz y estaban registrados allí con su carga, tripulación y pasajeros.

Etcétera. Pero probablemente le preguntarían si sabía hacer pan, limpiar cañones y remendar velas. ¿Las circunstancias generales? Oh, no, eso no le importaba nada a un miembro de la tripulación, probablemente incluso eran cosas demasiado elevadas para los oficiales.

El aire entre las casas era bochornoso y estaba viciado. Casas de madera y ladrillos de adobe, en angostas calles pavimentadas de barro, endurecido por el sol y las innumerables pisadas. «Cuando llueva —se dijo—, esto se volverá resbaladizo y lleno de charcos.» Otras calles, con casas de piedra, arcos, saledizos y patios, más intuidas que vistas al pasar, estaban enlosadas y pertenecían probablemente a ricos y poderosos. Aquellas calles eran, en cualquier caso, lo bastante anchas para que pudieran pasar sus coches.

Pasó por delante de tiendecitas, talleres entreabiertos de artesanos y puestos de venta, abriéndose a veces camino por entre la multitud. Una multitud abigarrada, ruidosa, atareada; él había creído que Batabanó era una gran ciudad, pero comparada con La Habana era, como mucho, un pueblo grande. De una herrería situada en un patio salía el ruido de un martillo golpeando el metal. Unos pasos más adelante, alguien exhibía en una jaula pájaros multicolores y vendía pollos cacareantes destinados a la cazuela. Rafael oyó las voces de un coro eclesiástico que salían de una capilla en una placita.

Al otro lado de la plaza había varios figones y puestos en los que se vendía fruta, verdura, carne y pan recién hecho. El aromático humo que salía de ellos hizo que su estómago gruñera. Se llevó la mano al cinturón y decidió comer algo. En la bolsa llevaba todo su patrimonio: todo lo que había conseguido por la venta de las propiedades del padre Ortiz. Lo habían advertido en contra de los malvados que, al parecer, circulaban masivamente por los lugares grandes; por eso llevaba la bolsa sujeta a la parte interior del cinturón, bajo la ancha camisa clara.

En uno de los puestos compró un rollo de pan de maíz sin levadura, relleno de pescado asado, verdura y una salsa roja y fuerte, además de un cuenco de zumo y agua. Manteniendo con cuidado el equilibrio, lo llevó todo hasta un tambaleante banco pegado a la pared de la casa más próxima. Se sentó, se descolgó el hatillo del hombro, se lo puso entre las piernas y empezó a comer. Contempló a la gente a su alrededor, y comprobó sorprendido que, de alguna manera, se sentía acogido.

Había esperado, con cierta incomodidad, llamar la atención en la ciudad desconocida al ser un forastero, algo así como una mala hierba en un macizo de flores. Ahora contemplaba la multitud: parda, blanca, negra, mestizos, algunos semidesnudos, otros vestidos con elegancia, ropas abigarradas, telas chillonas, risas y parloteos. Habría podido gritar o ponerse de cabeza en la plaza sin que nadie se fijara en él.

Ser simplemente aceptado, como una piedra o una planta, se dijo. O no, no aceptado, simplemente ignorado como algo evidente. ¿Era quizás esa una forma de bienvenida, no sería al final la mejor?

Cuando hubo terminado de comer y beber, devolvió el cuenco al puesto

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