La venganza de las cajas

Víctor Almazán

Fragmento

1

Había perdido toda esperanza de sobrevivir. Ya era tarde. Estaba inmovilizado sobre una especie de pedestal húmedo, en medio de una sala oscura y excesivamente calurosa, como si se encontrara cerca del centro de la Tierra. La estancia estaba llena de ecos, pero un rumor continuo, incansable y obsesivo, como de extractores roncos, amortiguaba cada ruido. Al fondo se distinguía una enorme puerta que daba a una dársena sucia, de tonos grises, tal vez un muelle de carga y descarga.

Pensó que desafiar a los dioses resultaba sencillo. Robarles, engañarlos, no lo es tanto.

¿Por qué había sido tan codicioso? Era funcionario del ayuntamiento, con un puesto y un sueldo fijos para toda la vida. Pero…

¡Pero resultaba tan sencillo! Él ni siquiera tenía que proponerlo. Aquellos comerciales trajeados y sonrientes se sentaban a su mesa con dos carpetas en la mano. Una contenía el presupuesto detallado del tipo de granito con el que se iba a pea to na li zar tal o cual calle del centro de la ciudad.

En la otra, la más interesante, estaba su comisión. Nadie parecía darse cuenta de aquello. Sospechaba que era porque los demás también lo hacían. Y elegía no el mejor presupuesto, sino que el que incluía la comisión más jugosa para él.

Pero se le ocurrió que necesitaba más. Que a los otros seguramente les estaban dando más que a él. Y su codicia se despertó. Decidió ignorar quién se encontraba detrás de aquellos enviados de sonrisas complacientes.

Detrás estaba el dios. Invisible, omnisciente, omnipotente. Y se atrevió a desafiarlo.
Él. Un triste funcionario. El secretario de adquisición de materiales adjunto a la Consejería de Transporte y Urbanismo del ayuntamiento. El título resultaba tan ridículamente largo que nunca lo había pronunciado en alto, pues sonaba como un conjuro, una engañifa.

Ahora, su corazón se desbocó cuando lo vio aparecer. Había oído hablar de él mil veces y llevaba viéndolo en televisión desde niño. Jamás se le ocurrió que llegaría a conocerlo personalmente.

José Luis de Morterone.

Reconocería esa sonrisa en cualquier parte. Había crecido con ella, viéndola en televisión, en cine, en todo tipo de programas. Era una sonrisa ensayada que dejaba entrever una hilera perfecta de dientes. Ahora habría jurado que los tenía afilados como una piraña.

Morterone. El hombre que estaba detrás de toda aquella corrupción. El actor, el showman, el empresario hecho a sí mismo.

El dios en persona.

Tras Morterone se intuían las siluetas de los dos tipos rubios que lo habían llevado a la fuerza hasta allí y lo habían maniatado a aquella especie de pira, dejándolo durante horas sin cruzar una sola palabra con él. Uno de ellos medía uno noventa, el otro era mucho más achaparrado, pero los dos tenían músculos de matón de discoteca y acento de Europa del Este.

Pero no eran aquellos sicarios quienes centraban su atención, sino Morterone.

—Le juro que yo no pretendía… —suplicó. Su voz le sonó demasiado aguda y llorosa incluso a él.

Morterone chistó sosegándolo, como un padre que ayuda a dormir a un niño después de una pesadilla.

Por supuesto, era una actuación.
—Sé lo que me vas a decir —murmuró Morterone—. Ahórratelo. Si hay algo que detesto son los diálogos superfluos. Siempre insisto a mis guionistas en este punto: mejor un buen silencio que un mal diálogo.

El empresario sorbió por la nariz, dos veces. Mientras se limpiaba con el pañuelo, dio una vuelta alrededor de la pira.

—Eres ambicioso. Y eso es una buena cualidad. Yo lo soy. Sólo los mediocres son conformistas. Por eso sigues vivo. Quería conocerte y mirar a los ojos al hombre que me ha hecho perder dos millones de euros. Para mí es calderilla, de acuerdo. Pero odio que me roben.

El funcionario aspiró el olor del antiguo presentador. Era un perfume recio, demasiado fuerte. «Colonia barata», pensó. Morterone se detuvo como si le hubiera leído la mente y se acercó más.

Era un hombre alto y corpulento. El pelo apenas le daba para cubrir una calvicie más que incipiente. Sus canas grises hacían juego con unos ojos metálicos que miraban sin parpadear, rodeados de arrugas que parecían formar bolsitas de té.

Y su sonrisa. La sonrisa más famosa de la televisión. Aquella sonrisa, pensó el funcionario, era una mueca de desprecio por la vida, una expresión de disgusto por el género humano.

—¡Le juro que yo no sabía que usted era el dueño del granito! Si lo llego a saber… Le juro que… Se lo juro… —El funcionario balbuceó hasta romper a llorar sin decoro.

Morterone lo miró fingiendo comprensión.
—¡Sois tan previsibles! Todos empezáis creyéndoos los más listos de la clase. Y todos termináis dándome un recital de llanto en mi menor. ¡Si supieras cuánto me aburre que hagas eso! Voy a proponerte algo.

El funcionario levantó la cabeza, esperanzado. Diría que sí a todo lo que le propusiera. Había aprendido la lección: él no tenía agallas para chantajear a nadie, y mucho menos a un hombre tan poderoso como Morterone.

—Quiero que disfrutes con toda la dignidad que puedas del segundo acto de esta opereta. Es mucho más interesante que el primero, ya verás. ¿Conoces la ópera El gran macabro, de Lygeti? No, claro, qué pregunta. Justo al final del primer acto hay un coro de espíritus que dicen algo así…

Morterone carraspeó mientras adoptaba aire de diva y se hinchaba como un zepelín antes de cantar con tanta potencia como poca técnica:

Es naht schon das Verderben, du bist in größter Not, denn sicher kommt der Tod! Nimm dich in acht, um Mitternacht wirst du sterben!

La última nota rebotó como una bala perdida en la sala. Morterone saludó con una leve inclinación a un público invisible.

—¿No vas a aplaudir? ¡Ah, no puedes! —dijo Morterone con una risa chirriante—. Te lo traduzco: «Se acerca tu final, estás en peligro de muerte, a medianoche perderás la vida». Ah, pero en castellano no suena tan rotundo, ¿verdad?

—Le juro que no volverá a pasar…
—¡Qué pereza! ¡Selladle de una vez la boca! ¡Ya sé que no volverá a pasar, maldito ignorante! Si hubieras dedicado más tiempo a cultivarte que a corromperte habrías salvado la vida, ¿te das cuenta? El dinero no lo es todo. ¡Ljuba, Goran, venid!

Los dos matones se acercaron. Cada uno de ellos llevaba lo que parecía el fragmento de una cáscara enorme, como un gran huevo de avestruz.

—¿Qué van a hacerme?
—Querías extorsionarme para vivir como un rey, ¿verdad? —dijo Morterone—. Pues alégrate. Voy a hacer que tu sueño se haga realidad. ¡Yo te nombro rey para toda la eternidad!

Simuló darle sendos golpecitos en los hombros con una espada invisible. Después dijo:

—¡Proceded!

Los dos matones le colocaron alrededor aquella especie de cáscaras. Cuando ambas encajaron, el funcionario se encontró rodeado por la oscuridad más profunda, acompañado tan sólo por su respiración desbocada.

Se agitó, pero sólo consiguió sentir más dolor.

Algo húmedo se arrastró por sus pantalones. Pensó que se había orinado encima de puro pavor, pero no. Era algo mucho más frío y viscoso, como una lengua muerta. Aquella caricia le recordaba la de la arena de la playa. Pero era fría. Cuando llegó a la cintura comprendió: lo estaban enterrando vivo, dentro de un molde, y aquel líquido pesado, como lava fría, era…

Cera líquida.

Cuando la sustancia le llegó a los ojos no tuvo más remedio que abrir la boca para respirar. La pasta se deslizó por su garganta, raspándola. Empezó a sufrir espasmos.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos