El hijo de Sobek (e-original)

Rick Riordan

Fragmento

cap-1

 

Una aventura de Carter Kane / Percy Jackson

Que te comiera un cocodrilo gigante ya era bastante malo.

El chico de la espada brillante solo hizo que el día fuera de mal en peor.

Tal vez debería presentarme.

Soy Carter Kane, estudiante de primer año de secundaria durante media jornada y mago durante la otra, y agonías a tiempo completo obsesionado con los dioses y monstruos egipcios que intentan matarme un día sí y otro también.

Vale, la última parte es una exageración. No todos los dioses me quieren ver muerto. Solo un montón, pero son gajes del oficio, porque soy mago de la Casa de la Vida. Somos una especie de policía de las fuerzas sobrenaturales del Antiguo Egipto que se asegura de que los dioses no causen demasiados estragos en el mundo moderno.

El caso es que ese día en concreto estaba siguiendo la pista de un monstruo extraviado en Long Island. Nuestros adivinos llevaban varias semanas detectando perturbaciones mágicas en la zona. Luego los noticiarios locales comenzaron a informar de que se había avistado una gran criatura en los estanques y ciénagas situados cerca de la carretera de Montauk; una criatura que estaba comiéndose la fauna y asustando a la gente de la zona. Un periodista incluso lo llamó el «monstruo de los pantanos de Long Island». Cuando los mortales empiezan a dar la alarma, sabes que ha llegado la hora de echar un vistazo.

Normalmente me habría acompañado mi hermana, Sadie, o uno de los otros iniciados de la Casa de Brooklyn, pero todos estaban en el Primer Nomo, en Egipto, asistiendo a una sesión de instrucción en control de demonios del queso (sí, son auténticos, y créeme, no te conviene saber más), así que me encontraba solo.

Enganché mi balsa voladora de juncos a Freak, mi grifo doméstico, y nos pasamos la mañana trajinando por la costa meridional, buscando indicios de problemas. Si te estás preguntando por qué no me monté a lomos de Freak, imagínate dos alas como las de un colibrí agitándose más rápido y más fuerte que las aspas de un helicóptero. A menos que quieras acabar hecho trizas, es preferible ir en balsa.

Freak tenía muy buen olfato para la magia. Después de un par de horas patrullando, gritó: ¡FREEEAAAK!, viró bruscamente a la izquierda y empezó a dar vueltas sobre una ensenada pantanosa de color verde entre dos parcelas de tierra.

—¿Ahí abajo? —pregunté.

Freak tembló y chilló, agitando nerviosamente su cola con púas.

Yo no podía ver gran cosa debajo de nosotros: solo un río marrón que relucía en medio del caluroso aire veraniego y serpenteaba entre juncos y grupos de árboles nudosos hasta desembocar en Moriches Bay. La zona se parecía un poco al delta del Nilo, en Egipto, solo que allí los pantanos estaban rodeados de barrios residenciales con hileras e hileras de casas de tejados grises. Un poco hacia el norte, una fila de coches avanzaba muy lentamente por la carretera de Montauk: veraneantes que escapaban de las multitudes de la ciudad para disfrutar de las multitudes de los Hamptons.

Si realmente había un monstruo carnívoro de los pantanos por debajo de nosotros, me preguntaba cuánto tardaría en cogerle el gusto a los humanos. Si se daba el caso, la criatura contaba con un auténtico bufé libre a su alrededor.

—Vale —le dije a Freak—. Déjame en la orilla del río.

En cuanto desembarqué, Freak soltó un chillido y se fue volando arrastrando la balsa.

—¡Eh! —le grité, pero ya era demasiado tarde.

Freak se asusta fácilmente. Los monstruos carnívoros tienden a espantarlo. También los fuegos artificiales, los payasos o el olor de la extraña bebida británica que solía tomar Sadie, Ribena. (Entiendo perfectamente lo último: Sadie se crió en Londres y adquirió unos gustos bastante raros.)

Tendría que ocuparme yo solo del monstruo y luego silbar a Freak para que me recogiera cuando hubiera acabado.

Abrí la mochila y comprobé mis provisiones: cuerda encantada, mi varita de marfil curvada, un trozo de cera para hacer una figurilla shabti mágica, mi juego de caligrafía y una poción curativa que mi amiga Jaz me había preparado hacía tiempo. (Ella sabía que me lesionaba muy a menudo.)

Solo necesitaba una cosa más.

Me concentré y metí la mano en la Duat. Durante los últimos meses, había perfeccionado la técnica para guardar provisiones de emergencia en el reino de las sombras —armas de repuesto, ropa limpia, tiras de regaliz y packs de seis botellas de zarzaparrilla fría—, pero introducir la mano en una dimensión mágica todavía me resultaba extraño, como abrirme paso entre unas cortinas frías y pesadas. Cerré los dedos en torno a la empuñadura de mi espada y la saqué: un pesado khopesh con la hoja curvada como un signo de interrogación. Armado con mi espada y mi varita, estaba listo para pasear por el pantano en busca de un monstruo hambriento. ¡Genial!

Me metí en el agua y enseguida me hundí hasta las rodillas. El fondo del río era como estofado espeso. A cada paso que daba, mis zapatillas emitían unos ruidos tan soeces —chof, plop, chof, plop— que me alegré de que mi hermana Sadie no estuviera delante. No habría parado de reírse.

Y lo que era peor, con tanto ruido, sabía que no podría acercarme sigilosamente a ningún monstruo.

Los mosquitos pululaban a mi alrededor. De repente me sentí nervioso y solo.

«Podría ser peor —me dije—. Podría estar estudiando a los demonios del queso.»

Aunque no acababa de convencerme. En la parcela más cercana, oí a unos chicos gritando y riéndose; debían de estar jugando. Me pregunté cómo sería llevar la vida de un chico normal y salir con mis amigos una tarde de verano.

La idea era tan agradable que me distraje. No me fijé en las ondas del agua hasta que, a cincuenta metros por delante de mí, algo salió a la superficie: una hilera de bultos correosos de color verde negruzco. Volvió a sumergirse inmediatamente, pero ahora sabía a qué me enfrentaba. Había visto cocodrilos antes, y ese era grande como él solo.

Me acordé de lo que había ocurrido hacía dos inviernos en El Paso, cuando mi hermana y yo nos habíamos visto atacados por el dios cocodrilo Sobek. No era un buen recuerdo.

El sudor me empezó a resbalar por el cuello.

—Sobek —murmuré—, como seas tú y quieras tocarme las narices otra vez, juro por Ra…

El dios cocodrilo había prometido dejarnos en paz ahora que nos llevábamos bien con su jefe, el dios del sol. Aun así… a los cocodrilos les entra hambre. Y entonces suelen olvidarse de sus promesas.

No hubo respuesta en el agua. Las ondas se atenuaron.

Mi instinto mágico para percibir monstruos no era muy agudo, pero el agua parecía mucho más oscura delante de mí. Eso signific

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